IV

 

El prior había aprovechado aquella ocasión en que tenía necesidad de mudarse de ropa, para ponerse cierta túnica de un tejido finísimo y costoso, y encima de ella, un manto magníficamente bordado. Llevaba una rica sortija, símbolo de su dignidad, y un crecido número de anillos de oro y preciosas piedras cubrían además sus dedos. Las sandalias eran de finísimo cuero de España; estaba su barba dispuesta en trenzas menudas del tamaño que la Orden del Coster permitía, y llevaba la tonsura cubierta con una gorra o capucha de grana bordada.

El caballero del Temple había dejado el traje de camino para ponerse otro más rico y elegante. En vez del camisote de malla vestía una túnica de color de púrpura guarnecida de ricas pieles, y encima de aquélla, el albo manto de su Orden con la cruz de ocho puntas y de terciopelo negro. Llevaba la cabeza desnuda y poblada de espesos rizos como el azabache: su persona y sus modales eran majestuosos, si bien los afeaba algún tanto su habitual orgullo, nacido del ejercicio de una autoridad ilimitada.

Los dos personajes iban seguidos de sus respectivas comitivas, y a mayor distancia iba el desconocido que les había seguido de guía. En su aspecto nada se notaba de particular sino el regular atavío de un peregrino. Vestía un ropón negro de sarga muy tosca, una esclavina y sandalias atadas con cuerdas, un sombrero con varias conchas colocadas en sus grandes alas, largo bordón con regatón de hierro, y un pedazo de palma en la parte superior. Entró en el salón en ademán modesto detrás de los últimos criados, y observando que apenas había puesto libre en la mesa inferior, eligió otro en una de las chimeneas, a cuyo calor benéfico se puso a secar sus ropas, aguardando que el caritativo mayordomo le enviase algún alimento a aquel sitio, que por humildad había tomado.

Se levantó Cedric con afable semblante y descendió tres pasos más allá de la plataforma, deteniéndose allí para aguardar a que los huéspedes llegasen.

—Siento mucho, reverendo prior, que mis votos me impidan llegar hasta la puerta de la mansión de mis padres para recibir a tan dignos y respetables huéspedes como vos y ese valiente caballero del Temple. Mi mayordomo os habrá hecho presente la causa de esa aparente descortesía. Os ruego también que me perdonéis si hablo en mi lengua natal y si os pido que en ella ni contestéis, si no os es desconocida: en este último caso, yo entiendo el normando, y podré, me parece, responderos a lo que me preguntéis.

—Los votos —contestó el prior— deben cumplirse escrupulosamente; y en punto al idioma de que hemos de servirnos, usaré el mismo que mi respetable abuela Hilda de Middleham.

Cuando el prior concluyó estas conciliadoras palabras dijo el templario con enfático tono:

—Yo hablo siempre el francés, que es el idioma que usa el rey Ricardo y su Nobleza; pero conozco el inglés lo suficiente para poder entender y contestar a los naturales del país.

Cedric arrojó sobre él una mirada de fuego y de cólera, excitada por la odiosa comparación de las dos naciones rivales; mas como recordara los deberes de la hospitalidad, contuvo su resentimiento y señaló a sus huéspedes los puestos que debían ocupar, que eran inferiores, pero inmediatos al suyo: Enseguida mandó a los criados que sirviesen la cena.

En tanto que los criados se ocupaban en obedecer a su dueño con prontitud, divisó a lo lejos a Gurth con su compañero Wamba, que acababan de asomar a la puerta del salón.

—¡Enviadme aquí esos malandrines! —gritó el Sajón —¿Cómo es esto, villanos? ¿Qué habéis hecho fuera de casa hasta tan tarde? Y tú, bellaco, ¿qué has hecho de la piara? ¿La has dejado en manos de los bandidos?

—Salvo vuestro mejor parecer, la piara está segura y entera.

—¡Mi mejor parecer hubiera sido que no me tuvieses aquí tres horas pensando vengarme de unos vecinos que en nada me han ofendido! ¡Yo te aseguro que el cepo y los grillos castigarán la primera de éstas que vuelvas a hacerme!

Gurth, que conocía el fuerte carácter de su amo, no quiso disculpar su falta; mas Wamba, que gracias a su destino de bufón contaba con la indulgencia de su amo, tomó la palabra por sí y a nombre de su compañero.

—Por cierto, tío Cedric, que no dais muestras de ser sabio y razonable... por esta noche.

—¡Silencio, Wamba! ¡Si continúas tomándote esas libertades, yo te enviaré alojado al cuarto del portero, donde recibirás una buena zurra!

—Dígame tu sabiduría si es justo que los unos paguen las culpas de otros.

—No, ciertamente.

—Pues si no es justo, tampoco lo es que el pobre Gurth sufra la pena, cuando el delito es de su perro Fangs. Y por cierto que no hemos perdido un instante de tiempo en el camino después que la piara estuvo reunida, y Fangs no había podido acabar esta operación cuando sonó el último toque de completas.

—Si es la falta de Fangs, mátale, Gurth, y provéete de otro perro mejor.

—Con vuestro permiso, tío nuestro: también eso será injusto —añadió el bufón—. Fangs es inocente, puesto que está cojo e inútil para correr tras el ganado. Quien tiene la culpa de todo es quien le arrancó las uñas delanteras. ¡Y a fe, a fe que si hubieran consultado al mismo Fangs acerca de tan caritativa operación, creo que hubiera votado en contra!

—¡Estropear a un perro de mi esclavo! —exclamó furioso Cedric—. ¿Quién ha osado hacerme semejante ultraje?

—¿Quién puede ser, sino el viejo Huberto, guardabosque de sir Felipe de Malvoisin? Halló al perro en el coto de su amo, y le castigó por tamaño desacato.

—¡Lleve el Diablo a Malvoisin y a su guardabosque! ¡Yo les haré ver que la vigente Ordenanza de montes no habla con su coto! ¡Basta por ahora! Anda a tu puesto. Y tú, Gurth, toma otro perro para la piara; y si el guarda se atreve a tocarle el pelo, nos veremos las caras. ¡Mil maldiciones caigan sobre mí si no le corto el dedo pulgar de la diestra y le impido que vuelva lanzar una flecha! Dispensadme, mis dignos huéspedes: aquí nos vemos rodeados de infieles, peores tal vez que los fue habéis visto en la Tierra Santa, señor caballero. La cena nos aguarda: servíos y supla la buena voluntad a la pobreza del banquete.

Sin embargo, la cena tal cual era no necesitaba excusa, los platos que cubrían la mesa contenían jamón adereza de varios modos, gallinas, venado, cabra, liebre, distintos pescados, pan, tortas de harina y dulces, compotas, pasteles de caza y otros diversos postres hechos, como compotas de frutas y miel. Además de los platos que hemos indicado andaban a la redonda unos grandes asadores en los cuales iban enroscadas infinitas clases de pájaros delicados, de los cuales cada uno tomaba a su gusto. Delante de cada persona de distinción había un gran vaso de plata; los de clase inferior bebían en copas de basta.

Empezaban a cenar, cuando el mayordomo, levantando la blanca vara y alzando la voz, dijo:

—¡Plaza a lady Rowena!

Enseguida se abrió una puerta lateral y penetró en el salón lady Rowena, acompañada de cuatro camareras. A pesar de que recibió gran disgusto con la aparición de su pupila ante aquellos extranjeros, Cedric se adelantó a recibirla, y la acompañó con toda ceremonia y cortesía al asiento destinado a la dueña de la casa, que era el sillón colocado a la derecha del de Cedric. Todos se pusieron en pie, y ella respondió con una graciosa reverencia al universal saludo; pero aún no había llegado a ocupar el sillón, cuando el templario dijo al Prior:

—¡No llevaré yo vuestra cadena de oro en el torneo! ¡Es vuestro el vino de Scio!

—¿No os lo decía yo? ¡Más moderaos, que el Franklin nos observa!

Acostumbrado Bois-Guilbert a dar libre curso a los impulsos de su voluntad, se hizo sordo a la advertencia de Aymer, y continuó con los ojos fijos en la noble sajona, cuya hermosura le parecía más sublime porque en nada se asemejaba a la de las sultanas de Levante.

Era Rowena de elevada estatura, aunque no excesiva, de proporciones exquisitas y conformes a las que generalmente gustan más en las personas de su sexo. Tenía el cabello rubio; pero el majestuoso perfil de la cabeza y facciones corregía la insipidez de que adolecen la mayor parte de las que son rubias. El azul claro de sus ojos y las graciosas pestañas, de color más subido que el cabello, realzaban su hermosura y daban una interesante expresión a las miradas, con las cuales inflamaba y dulcificaba los corazones, mandaba con imperio o suplicaba con ternura. La amabilidad estaba pintada en su noble semblante, si bien el ejercicio habitual de la superioridad y la costumbre de recibir homenajes le habían hecho adquirir un aire de elevación y dignidad que armonizaba perfectamente con el que había recibido de la Naturaleza. Esta tenía tanta parte en los profusos rizos que adornaban su cabeza como el arte de la hábil camarera, que los había entrelazado con piedras preciosas; el resto del cabello iba suelto, tanto para demostrar el alto nacimiento cono la libre condición de la doncella. Pendía de su cuello una hermosa cadena de oro con un pequeño relicario del mismo metal, y llevaba los brazos desnudos, adornados con ricos brazaletes. Vestía unas enaguas y vaquero verde mar, y encima un ancho y larguísimo traje. Las mangas de éste eran muy cortas, y todo él de exquisito tejido de lana. Llevaba pendiente de la cintura un velo de seda y oro que podía servirle de mantilla a la española si quería cubrirse el rostro y el pecho, o, en el caso contrario, adornar el traje con airosos pabellones en derredor de su talle.

Cuando observó lady Rowena la fija atención con que la miraba el caballero del Temple, no agradándole una libertad que pasaba de la raya, se cubrió con el velo, dando a entender con su ademán majestuoso cuánto la ofendía la poco atenta manera de aquel extranjero. Cedrid, que notó lo que pasaba, le dijo:

—Señor templario, las mejillas de nuestras nobles sajonas están tan poco acostumbradas al Sol, que no pueden tolerar a gusto las miradas de un cruzado.

—Os pido perdón si en algo he faltado; es decir, pido perdón a esta dama, porque mi humildad no puede extenderse más allá.

—Lady Rowena —dijo Aymer— nos castiga a todos, cuando sólo mi amigo es el culpable. Yo espero que no sea tan rigurosa cuando honre con su presencia el torneo de Ashby.

—Aún no se sabe si iremos —contestó Cedric—; porque, a decir verdad, no me gustan esas vanidades, ignoradas en tiempo de mis padres, cuando Inglaterra era libre.

—Tal vez —añadió el Prior— os decidiréis, aprovechando la ocasión de ir acompañado. No estando los caminos seguros, es muy digna de aprecio la escolta de un caballero como sir Brian de Bois-Guilbert.

—Señor Prior —dijo el Sajón—, siempre que he viajado por esta tierra he ido sin más escolta que mis criados y sin otro auxilio que mi espada. Si acaso me determinara a asistir al torneo de Ashby de la Zouche, iré en compañía de mi vecino y compatriota Athelstane de Coningsburgh, y no haya miedo que nos asalten bandidos ni barones enemigos. Bebo a vuestra salud, padre Prior, y os doy gracias por vuestra cortesía; haced la razón, que yo espero no os desagrade este licor.

—Y yo —dijo el caballero del Temple llenando su vaso— bebo a la salud de lady Rowena; porque desde que tal nombre es conocido en Inglaterra, ninguna señora le ha llevado que merezca más dignamente este tributo. Bajo mi palabra aseguro que perdono al desgraciado que perdió su honor y su reino por la antigua Rowena, si tenía solamente la mitad de atractivos que reúne la moderna.

—Os dispenso de tanta galantería, señor caballero —dijo lady Rowena con gravedad y sin levantar el velo—; o por mejor decir, deseo que deis una prueba de vuestra complacencia refiriéndonos las últimas noticias de Palestina. Este asunto es mucho más interesante para los oídos ingleses que los cumplimientos que os hace prodigar vuestra urbanidad francesa.

—Poca cosa puedo deciros— continuó Bois-Guilbert—, porque no hay de importante sino la confirmación de las treguas con Saladino.

—Al llegar a este punto el templario fue interrumpido por Wamba, que estaba sentado en su sillón poco más atrás que su amo: éste le alargaba las viandas de su propio plato, favor que compartía el bufón con los perros favoritos. Tenía Wamba una mesita delante, y él se sentaba en su sillón en cuyo respaldo había dos grandes orejas de asno; apoyaba los talones en uno de los travesaños de la silla, y comía resonando las hundidas mandíbulas, semejantes a dos cascapiñones: entrecerraba los ojos, y mostraba poner la mayor atención a cuanto se hablaba, para aprovechar la primera coyuntura que se le presentase de ejercer su desatinado ministerio.

—Esas treguas con los infieles —dijo, sin hacer caso de la brusca manera con que interrumpía al caballero— me hacen más viejo de lo que yo creía ser.

—¿Qué quieres decir, loco? —preguntó Cedric, pero de manera que indicaba que no llevaría a mal cualquier bufonada.

—Ya he conocido tres, y cada una de ellas era de cincuenta años. Por consiguiente, si mi cálculo no falla, tengo a la hora presente ciento cincuenta años..., largos de talle.

—Y yo os juro —dijo el templario, reconociendo en Wamba a su amigo del bosque que no haréis los huesos viejos ni moriréis en vuestra cama si dirigís a todos los viajeros extraviados del mismo modo que al Prior y a mí.

—¿Cómo es eso, miserable? —exclamó Cedric—, ¡Engañar a los viajeros que preguntan por el camino! ¡Azotes has de llevar, porque eso es un rasgo de bellaco, y no de loco!

—¡Por Dios, tío nuestro; permitidme que la locura ampare en este momento a la bellaquería! Yo sólo he padecido una inocente equivocación tomando mi mano derecha por la izquierda; y si esto es extraño, más lo es, sin comparación, que dos cuerdos tomen por guía a un loco.

A este punto llegaba la conversación, que fue interrumpida por uno de los pajes de portería... éste anunció que se hallaba a la puerta un extranjero que pedía hospitalidad.

—Hacedle entrar —dijo Cedric—, sin reparar en quién sea. En una noche tan horrorosa como ésta, hasta las fieras buscan la protección del hombre, su mortal enemigo, antes que morir víctimas de los desencadenados elementos ¡Oswaldo, cuidad de que nada falte!

El mayordomo salió del salón para obedecer las órdenes de su amo.

 

 

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