VIII

 

El príncipe Juan refrenó repentinamente su palafrén, y llamando al prior de Jorvaulx, le dijo:

—¡Por la virgen María señor Prior que hemos olvidado la principal circunstancia de la fiesta! Hemos olvidado nombrar la reina de la hermosura y de los amores por cuyas blancas manos han de ser distribuidos los laureles de la victoria. Por lo que a mí toca, soy generoso en mis ideas, y no haré escrúpulo de dar mi voto a los negros ojos de la linda Rebeca.

—¡Virgen Santa! —exclamó el Prior—. ¡Una judía! ¡Mereceríamos ser echados ignominiosamente de este sitio! Por otra parte, juro por mi santo fundador que la hermosa sajona Rowena no es menos bella que la hija del israelita.

—Sajona o judía —dijo el Príncipe—, ¿qué importa? Yo quiero nombrar a Rebeca, aunque no sea más que por dar en ojos a esos villanos sajones.

Tales expresiones excitaron murmullos de desaprobación en la comitiva del Príncipe.

—¡Eso pasaría de chanza! —dijo De Bracy—. ¿Qué caballero había de poner lanza en ristre después de semejante elección?

—¡Seria insultar a vuestros caballeros! —dijo Waldemar Fitzurse, el más antiguo de los cortesanos del príncipe Juan—. Y si Vuestra Alteza persiste en llevar a cabo ese proyecto, trabajara solo para arruinar sus designios.

—¡Barón —repuso el Príncipe con altanería—, os pago para que me sigáis, no para que me aconsejéis!

—Pero los que siguen a Vuestra Alteza por los caminos que transita —le dijo en voz baja Fitzurse— han adquirido cierto derecho a aconsejaros, puesto que tienen comprometidos sus intereses, su honor y su vida.

Juan perdonó al cortesano esta reflexión en gracia del tono con que la había hecho, y añadió:

—¡He querido chancearme, y todos se irritan cual si fueran víboras pisadas! ¡Nombrad, con mil diablos, la que más os acomode y no me rompáis la cabeza con vuestras observaciones!

—Yo creo —dijo De Bracy— que sería lo más oportuno dejar vacante el trono hasta que, publicado el nombre del vencedor, este elija la bella que ha de ocuparle. De ese modo el triunfo será más satisfactorio, y todas las damas apreciaran el homenaje de los caballeros que están en posición de elevarlas a tan alta dignidad.

—Si venciese Bois-Guilbert —dijo el Prior—, no dudo quien será la reina de los amores y de la hermosura.

—Buena lanza es Bois-Guilbert —repuso De Bracy—; pero hay otras en el torneo que no le ceden en nada.

—¡Silencio, señores —dijo Fitzurse—, que es ya hora de que el Príncipe ocupe su trono! Los caballeros y espectadores están impacientes, pasa el tiempo, y debe empezar la función.

El Príncipe, aunque no era todavía monarca, encontraba en Waldemar Fitzurse todos los inconvenientes de un favorito que sirve a su soberano, pero a su manera y según sus favoritas ideas y caprichos. El carácter de Juan Sin Tierra era obstinado hasta en las más triviales frioleras. Ocupó su trono rodeado de sus cortesanos, y ordenó a los heraldos que publicasen las leyes del torneo, que, poco más o menos eran las siguientes:

Primera. Los cinco caballeros mantenedores debían aceptar el combate con todos los caballeros que se presentaran.

Segunda. Todo caballero tendría derecho a elegir un antagonista particular entre los mantenedores, para lo cual bastaría tocar su escudo. Si le tocase con el cuento o extremo inferior de la lanza, el combate sería con el hierro de la lanza embotado en una plancha de madera, combate que se llama de armas corteses; pero si el caballero tocase el escudo de su antagonista con el hierro, el combate sería a muerte, como en una verdadera batalla.

Tercera. Cuando los caballeros mantenedores hubieran cumplido su voto rompiendo cinco lanzas cada uno, el Príncipe declararía el vencedor del primer día, el cual recibiría en premio un magnífico caballo de batalla, de perfecta estampa y de todo vigor e intrepidez, y además de este galardón tendría el honroso derecho de elegir la reina de la belleza y de los amores, a la cual correspondía dar el premio del segundo día.

Cuarta. Dicho segundo día habría un torneo general, en el que todos los caballeros que gustasen podrían tomar parte; pero aquéllos serían distribuidos en dos partes iguales, las cuales combatirían hasta que el Príncipe arrojase a la palestra su bastón de mando. Entonces la reina de la belleza y de los amores coronaría con el laurel de la victoria al vencedor del segundo día. La corona sería de oro, y sus hojas imitando a las del laurel. Desde aquel momento cesarían los juegos de Caballería.

En estas leyes nada se hablaba de los juegos del tercer día, por no pertenecer a aquellos en que la Nobleza se ejercitaba. Debían de consistir en corridas de toros, tiro de arco al blanco, y otras diversiones de este estilo propias para recreo del vulgo. De esta suerte quería el Príncipe atraer a sí el afecto del pueblo, que cada día lo miraba con más aborrecimiento por las continuas violencias con que le oprimía.

Cuando los heraldos concluyeron de leer Las leyes del torneo ofrecía la palestra el más magnífico espectáculo. En Las galerías estaban Las familias más nobles y poderosas, Las damas más bellas del Norte y del centro de Inglaterra. El exquisito lujo de tan ilustres espectadores proporcionaban una vista tan alegre cono espléndida. El espacio inferior le ocupaban los ricos labradores y honrados plebeyos en trajes más sencillos, que formaban una especie de guarnición de colores más opacos, y que hacían un excelente contraste con el lucido esplendor de la parte de arriba de las galerías.

Los heraldos terminaron su proclamación con los acostumbrados gritos: ¡Generosidad, generosidad, valientes caballeros! Y en el momento se desprendió de todas las galerías una copiosa lluvia de monedas de oro y plata, porque todos los caballeros de aquellos tiempos deseaban demostrar a competencia su prodigalidad con aquellos empleados, que entonces eran al mismo tiempo secretarios y cronistas del honor. A tal liberalidad contestaron los heraldos: ¡Amor a Las damas, honor a los generosos y gloria a los valientes! El pueblo contestó a estas aclamaciones con gritos de regocijo, mezclados con el belicoso eco de multitud de clarines. Luego que hubo cesado este marcial estrépito salieron los heraldos de la liza en vistoso orden, permaneciendo en él los maestres de campo, armados de punta en blanco, tan inmóvil como estatuas y fija en los extremos de la palestra.

A este tiempo estaban ya colocados en el lado del Norte muchos caballeros, deseosos de medir sus armas con Las de los mantenedores. Al curioso observador le presentaba este espectáculo la vista de un mar de ondeantes plumas, brillantes yelmos, elevadas lanzas y elegantes pendones, que impulsados por un viento suave unían a la de los penachos su trémula agitación, formando una escena tan vistosa como animada y lucida.

Al fin se abrieron Las vallas, y entraron lentamente en la liza cinco caballeros a quienes había tocado la suerte de entrar primero en el combate: uno iba delante, el cual era seguido por los otros cuatro dos a dos. Iban los cinco caballeros magníficamente armados, y el manuscrito sajón de Wardour de donde hemos sacado estos detalles hace una circunstanciada descripción de los colores, divisas, armas, gualdrapas y arreos con que se presentaron en La palestra caballeros y caballos. Nos ha parecido oportuno omitir estas particularidades, porque, como dice un poeta de aquel tiempo.

Ya son polvo los valientes,

y orín sus nobles aceros;

aquéllos en paz descansan

en las mansiones del cielo.

Sus armas y escudos se desprendieron ya de los sólidos muros de sus fortalezas: éstas sólo son en el día un montón de ruinas, o terrenos cubiertos de verde césped, y su memoria desapareció de los sitios que antes ocupaban, porque después han desaparecido también muchas generaciones de encima de la Tierra, que los ha olvidado, y en la cual ejercieran tiránicamente toda la plenitud de su poder feudal. ¿Qué necesidad tiene el lector de saber, pues, sus nombres ni los caducos símbolos de su jerarquía?

Pero olvidados en aquel momento los caballeros de que sus nombres y hazañas habían de caer en el olvido, entraron en el palenque reprimiendo el ardor de sus fogosos corceles y obligándolos a moverse con graciosa lentitud, para ostentar así la destreza de los jinetes. Cuando llegaron al sitio del combate rompieron el aire los ecos de una marcha oriental tocada por instrumentos bélicos traídos de Tierra Santa y colocados a espaldas de Las tiendas de los mantenedores. Este marcial estrépito, entre el cual se distinguían los platillos y campanillas, servía a un tiempo de bienvenida y amenaza a los caballeros recién llegados. Los espectadores fijaron la vista en ellos en el momento en que separándose fueron cada uno hacia los escudos de los mantenedores, tocando ligeramente en ellos con el cuento de la lanza. No faltaron espectadores, entre ellos algunas damas, que se disgustaron al ver elegir a los caballeros Las armas corteses, porque el sentimiento que causan las muertes y catástrofes que ocurren en et día en nuestras tragedias producen La misma impresión en el ánimo de nuestros espectadores que en el de aquéllos Las desgracias efectivas ocurridas en los torneos.

Luego que manifestaron de este modo sus pacíficas intenciones se retiraron a la extremidad opuesta, formándose en línea. A poco rato salieron los mantenedores a caballo de sus respectivas tiendas, capitaneados por Brian de Bois-Guilbert, y bajaron de la plataforma para colocarse cada uno de ellos delante del caballero que había tocado su escudo.

Al sonido de trompetas y clarines partieron a galope tendido unos contra otros, siendo tal suerte y destreza de los mantenedores, que al primer encuentro fueron rodando por la arena los contrarios de Bois-Guilbert, Malvoisin y Frente de buey. El antagonista de Hugo de Grand-Mesnil, en vez de asestar su golpe al crestón o al escudo de su enemigo, equivocó en tales términos la dirección que rompió la lanza, hiriéndole de refilón en un costado de la armadura. Esta circunstancia era reputada por más deshonrosa que la de quedar desmontado; porque ésta pudiera ser hija de un desgraciado accidente, al paso que aquélla sólo era el resultado de una completa impericia en el manejo de Las armas. El quinto de los caballeros fue el único que sostuvo el honor de su cuadrilla, pues no solamente se mantuvo firme ante el caballero de Vipont, sino que rompió con él tres lanzas, sin poder decidir que el uno ganase una ventaja de consideración sobre el otro.

Se oyó de nuevo la marcial armonía, que, mezclada con los gritos de los espectadores y Las aclamaciones de los heraldos anunciaba la derrota de los vencidos y el triunfo de los mantenedores. Estos se retiraron a sus respectivos pabellones, en tanto que aquéllos, izándose de la arena, salieron de la liza avergonzados para tratar con los vencedores acerca del rescate de Las armas y caballos, que de derecho les pertenecían según las leyes del torneo. El último campeón fue el que se detuvo más tiempo en la palestra, a fin de recibir los aplausos de la muchedumbre, para mayor confusión de sus compañeros.

Otras dos cuadrillas pidieron sucesivamente campo, y se mantuvieron firmes en Las sillas en diferentes encuentros, aunque inútilmente, pues al fin se declaró la victoria por los mantenedores. Las repetidas victorias por éstos arredraron a los demás campeones, y sólo se presentaron tres, que obtuvieron igual resultado. Esto hizo que pasara largo rato sin que nadie se presentase en la palestra. La detención causó mal efecto en la concurrencia, porque consideraban seguro el triunfo de Malvoisin y "Frente de buey", los cuales eran aborrecidos en el país por su altanería, y los demás, excepto Gran-Mesnil, eran extranjeros.

Pero ninguno manifestó más claramente su disgusto que Cedric el Sajón, que sólo consideraba en cada triunfo de un normando una nueva humillación para Inglaterra. No había sido afecto, ni aun en su juventud, a los ejercicios de La Caballería; pero, no obstante, había defendido con valor y con las armas en La mano los derechos que le legaron sus abuelos.

Viendo el triunfo de sus contrarios, dirigió ansiosamente la vista a su amigo Athelstane, experto en el manejo de las armas normandas, procurando invitarle en silencio a salir de una inacción que consideraba como culpable, puesto que no trataba de arrancar la victoria de manos del orgulloso templario. Pero Athelstane era harto indeciso para corresponder al instante a la insinuación de Cedric.

—Milord —le dijo Cedric—, la suerte está declarada contra nosotros. ¿No tratáis de tomar una lanza?

—Mañana tomaré parte en la melé... ¡El torneo de hoy no merece que uno se incomode en ponerse la armadura!

Cedric recibió una nueva mortificación con esta respuesta, tanto por la palabra normanda melé que usó Athelstane, y que tan mal sonaba en boca de un sajón, como por el poco interés que tomaba en la derrota de sus compatricios. Pero era Athelstane, y el profundo respeto con que Cedric lo miraba ahogó el justo resentimiento que este incidente suscitó en el ánimo del fogoso Cedric. Iba a contestar; pero lo impidió Wamba diciendo:

—¡Sin duda que es mucho más glorioso ser el primero entre ciento que entre dos!

Athelstane tomó como un elogio tan irónico insulto; pero Cedric, a quien no se escondió la malicia del bufón, le lanzó una severa mirada; y no le dio más evidente prueba de su desagrado en consideración al sitio y a la ocasión.

Seguía la pausa del torneo, sin otra interrupción que las voces de los heraldos, que gritaban: ¡Amor a las damas; quiébrense lanzas; ánimo, valientes caballeros; los ojos de las hermosas os contemplan! A estas aclamaciones respondió la música marcial dando señales de triunfo desde las tiendas de campaña, y con sus bárbaros ecos continuaban anunciando el reto, que nadie aceptaba. Todos murmuraban, y particularmente los ancianos caballeros, que lo hacían en voz baja, acerca de la decadencia del valor en la generación moderna, tan poco conforme con el valor que en sus tiempos reinaba en la juventud. Pero esta falta de espíritu marcial la achacaban a la escasez de damas hermosas, que antes abundaban para coronar con sus lindas manos la frente de sus vencedores.

Ya determinó el Príncipe Juan adjudicar el premio a Brian de Bois-Guilbert y disponer que se sirviese el banquete de costumbre, porque encontró más razón en su favor, pues sin mudar lanza desmontó tres caballeros.

Acababa la banda oriental una de sus sonatas de guerra, cuando un solo clarín contestó a la llamada de desafío. Todos los ojos se dirigieron al lado de donde salió el eco del clarín para ver quién era el nuevo campeón que se presentaba en la liza. Se abrieron las barreras, y entró en la palestra un guerrero, el cual, por lo que parecía, a pesar de la armadura, era un hombre de mediana corpulencia y no muy fuerte ni robusto. Vestía una magnífica armadura de brillante acero embutida en oro, y en su escudo llevaba por divisa una tierna encina desarraigada, con un mote español que decía: desheredado. Montaba un hermoso y fuerte caballo negro, y al dar la vuelta alrededor del circo saludó al Príncipe y a las damas bajando la lanza hasta la arena con la mayor gracia y soltura.

La destreza con que manejaba el brioso corcel y cierto aire juvenil que denotaba su talante, le granjearon el favor de la mayoría de los espectadores; tanto, que muchos de ellos, particularmente entre las clases inferiores, le gritaban: ¡Tocad el escudo de Ralfo de Vipont, del caballero hospitalario! ¡Es el menos firme en la silla! ¡Con ése podrás salir mejor librado!

En medio de estas advertencias marchaba el desheredado hacia la plataforma, y, con asombro de los espectadores, se dirigió al pabellón del centro e hirió con la punta de la lanza el escudo del caballero Brian de Bois-Guilbert: esto indicaba que el combate debía ser a muerte. Al resonar el golpe en los cuatro ángulos de la palestra manifestaron todos los espectadores el mayor asombro, el cual, a pesar de ser tan grande, no pudo llegar al del mismo caballero retado por tan hostil señal a combate de muerte.

—¿Os habéis confesado? —preguntó el templario con amarga sonrisa—. ¿Habéis oído misa esta mañana, vos que con tan poca ceremonia venís a exponer la vida?

—Mejor dispuesto vengo a morir que podéis estar vos —contestó el desheredado, que sólo con este nombre se hizo inscribir en los libros del torneo.

—¡En ese caso, ve a tomar tu puesto, y contempla el sol por última vez, que esta noche has de dormir en el Paraíso!

—Agradezco tu cortesía, y, en cambio, te aconsejo que tomes otra lanza y nuevo caballo, pues yo te juro por mi honor que has menester ambas cosas.

Después de haber dicho estas palabras con tono sereno y confiado fue a tomar puesto en la palestra haciendo que su caballo bajase hacia atrás todo el espacio de la plataforma hasta la liza, la cual recorrió del mismo modo hasta el ángulo del Norte, en el cual se detuvo para esperar a su antagonista. El público aplaudió con el mayor entusiasmo aquella prueba evidente de la destreza que en equitación poseía el desheredado.

El templario empezó a prepararse para el combate; y si bien estaba frenético de cólera, no por eso dejó de tomar las precauciones que le aconsejara su adversario. Estaba tan comprometido su honor que no podía desatenderse de ninguna circunstancia que pudiera ayudarle a vencer a un competidor tan presuntuoso. Por tales razones mudó de caballo, tomando uno brioso e intrépido, se hizo llevar la más fuerte lanza del astillero, y, por último, sus escuderos le pusieron en las manos un nuevo escudo, porque en el torneo se había abollado algún tanto el que anteriormente le había servido. El primero llevaba pintado por divisa un caballo con dos jinetes, emblema que representa la humildad y primitiva pobreza de los templarios, y el segundo llevaba por emblema un cuervo a vuelo desplegado, con un cráneo en las garras, y un mote que decía: ¡Guarda el cuervo!

Luego que ambos caballeros estuvieron frente a frente los espectadores guardaron un profundo y universal silencio, mirando a los dos con una atención tan ansiosa que es imposible describirla. Todos los espectadores hacían votos por el desheredado; pero ninguno creía que venciese a Brian de Bois-Guilbert.

Apenas se oyó el canto de guerra de los clarines, cuando los dos caballeros partieron de su puesto con la rapidez del relámpago y se encontraron en el centro de la palestra, con tan horroroso golpe, que sólo puede compararse al estampido del trueno. Las lanzas volaron por los aires en menudas piezas, y aun los jinetes amenazaron ruina; pues los corceles, sin poder resistir tan desaforado golpe, se replegaron y doblaron sobre el cuarto trasero. Pero ambos caballeros se sirvieron tan diestramente de la brida y las espuelas, que hicieron recobrar a sus caballos el puesto que les correspondía. Los dos rivales se miraron con ojos que arrojaban fuego por las rejillas de las viseras de los yelmos, y, como de común acuerdo, volvieron riendas y fueron a ocupar nuevos puestos, en los cuales tomaron de mano de los asistentes nuevas lanzas.

Unánimes aclamaciones poblaron los aires con sus ecos, e hicieron ver el interés que todos tomaban por tan bizarro encuentro. De pronto se suspendió el alegre estrépito y el tremolar de fajas y pañuelos, quedando en un repentino silencio todo el concurso. Esta era señal de que los combatientes estaban en su puesto respectivo; y apenas habían transcurrido algunos minutos, durante los cuales no pudieron recobrarse del encuentro pasado, cuando, haciendo nueva señal el Príncipe con su bastón de mando y dando los clarines por segunda vez el toque de ataque, con la misma velocidad y destreza que ese primer encuentro se unieron los campeones en medio de la palestra; pero con diverso resultado.

En este segundo choque el templario dirigió su lanza al centro mismo del broquel del desheredado, hiriéndole con tanta exactitud y fuerza, que la lanza saltó pulverizada, siendo tal el empuje de Bois-Guilbert, que su adversario cedió hacia la grupa del caballo, pero sin la silla. También el campeón desconocido asestó su golpe al broquel o escudo del templario; mientras cambiando repentinamente de dirección en el mismo momento del choque, la dirigió al yelmo, punto infinitamente más difícil de acertar; pero que, una vez acertado, inutilizaba al contrario con la fuerza de su empuje. A pesar de tan notable desventaja sostuvo el templario su alta reputación, pues aunque se bamboleó en la silla, no la hubiera tal vez perdido si no hubiesen estallado las cinchas con la violencia del porrazo, de cuya circunstancia resultó que caballo y caballero fueron rodando por la arena.

Desembarazarse de los estribos y caballo y estar de pie amenazando con la espada a su contrario, fue para el caballero del Temple obra de un minuto: tal era la confusión que en él ocasionaba su derrota y las aclamaciones que por todas partes prodigaban a su contrario. El caballero desheredado echó pie a tierra y desenvainó su acero; empero los maestres de campo, apretando las espuelas a sus caballos, se interpusieron, recordándoles que las leyes del torneo no permitían en aquella ocasión y sitio aquel género de combate.

—¡Ya nos encontraremos en parte que no haya quien pueda dividirnos! —dijo el templario arrojando sobre su adversario una mirada de fuego, intérprete fiel de la ira y el odio que le inspiraba.

—No será culpa mía si eso no se verifica —contestó el desheredado—. ¡A pie, a caballo, con hacha, espada o lanza, siempre me hallarás dispuesto a combatir contigo!

Siguieran en su acalorado diálogo, a no ser porque los maestres de campo cruzaron entre los dos sus lanzas y los obligaron a separarse. El desheredado fue a ocupar su puesto, y Bois-Guilbert se retiró a su tienda, en la cual permaneció el resto del día entregado a la más atroz desesperación.

Sin bajarse del caballo, el vencedor pidió un vaso de vino, y desatando el barboquejo o parte inferior del yelmo, dijo en voz alta:

—¡Yo brindo a la salud de los verdaderos ingleses, y a la confusión de la tiranía extranjera!

Enseguida mandó tocar una llamada de desafío, y encargó a un heraldo que manifestase a los mantenedores que su intención era justar con todos ellos sucesivamente, en el orden que quisieran presentarse.

Fiado "Frente de buey" en su fuerza y en su gigantesca estatura, pidió salir el primero a la palestra. Llevaba un fuerte escudo con una cabeza negra de buey sobre campo de plata, muy deteriorado por el prodigioso número de golpes que había recibido. Encima de ella se divisaba el arrogante mote, que en latín decía: Cave adsum; es decir, ¡Cuidado; heme aquí! El desheredado obtuvo sobre este caballero una ventaja ligera, pero decisiva: los dos quebraron lanzas con gallardía y acierto; mas Frente de buey fue declarado vencido, porque perdió un estribo en uno de los encuentros.

No fue más desgraciado el desconocido caballero en su combate con sir Felipe de Malvoisin, a quien hirió tan fuertemente en el yelmo que saltaron las hebillas, y si no llegó a medir la tierra, fue porque, libre del yelmo, pudo manejar con menos dificultad su caballo; pero quedó vencido.

Donde demostró el desheredado qué era tan cortés como valiente fue en el encuentro que tuvo con sir Hugo de Grand Mesnil. El caballo de éste era un fogoso potro, el cual arrancó su carrera con tan extraordinaria violencia, que le fue imposible al caballero hacer uso de su lanza, ni aun darle dirección. El desheredado, bien lejos de aprovechar tan desgraciada circunstancia para su contrario, alzó su lanza, pasándola por encima del yelmo de su adversario, y dando a entender con tan noble acción que no había querido herirle. Volvió a su puesto, desde el cual invitó al caballero de Grand-Mesnil por medio de un heraldo a un segundo encuentro; pero aquel caballero lo rehusó, diciendo que se confesaba tan vencido por destreza como por la cortesía de su adversario.

Raub de Vipont fue el último que se presentó en la palestra, y salió de la silla del mismo modo que el pastor arroja con mortal silbido la piedra de la honda. Comenzó a arrojar sangre por boca y narices, y sus escuderos lo condujeron a su tienda sin sentido.

Con entusiásticas aclamaciones recibió el público la noticia de que el Príncipe y los mariscales del torneo habían declarado unánimemente que el caballero desheredado era el único que merecía el honor de aquel día, por lo cual fue nombrado vencedor.

 

 

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