Los maestres de campo, Guillermo de Wyvil y Esteban de Martival pasaron los primeros a felicitar al caballero desheredado, rogándole al mismo tiempo que les permitiese desabrocharle el yelmo, o al menos alzarle la visera, para ser conducido a recibir de mano del Príncipe Juan el premio del torneo, que tan bien había ganado. El vencedor rehusó ambas cosas con la mayor cortesía, recordándoles las razones que había expuesto a los heraldos antes de entrar en la liza. Los maestros de campo se dieron por satisfechos con esta respuesta, porque en aquellos tiempos era muy común entre los caballeros la promesa de vivir incógnitos durante cierto tiempo o hasta llevar a cabo alguna aventura. Por eso no insistieron los maestros en su demanda, y pasaron a anunciar al Príncipe Juan que el vencedor deseaba no ser conocido, y pidieron permiso para presentarlo a Su Alteza.
Este misterio excitó vivamente la curiosidad del Príncipe, que, disgustado de antemano porque habían sido derrotados todos los caballeros sus favoritos por un solo y desconocido, miraba a éste con cierta prevención. Por esta sola razón dijo con altanería a los maestros del campo:
—¡Por la Santa Virgen, que el tal caballero parece tan escaso de cortesía como de bienes de fortuna! Milores —añadió hablando a los personajes de su comitiva—, ¿no podréis adivinar quién sea ese caballero que con tan extraña manera se conduce?
—No seré yo quien acierte —contestó De Bracy—, porque nunca entró en mis cálculos que se hallara en medio de los cuatro mares que circundan a Inglaterra un campeón capaz de vencer a los cinco mantenedores. ¡Por mi fe, que no puedo olvidar la manera con que arrojó al suelo a Ralfo de Vipont! ¡Como piedra despedida de la honda salió de la silla el pobre hospitalario!
—¡No alabéis ese golpe —repuso un caballero de San Juan—, porque no fue más dulce la suerte de vuestro amigo el templario! ¡Tres veces le vi rodar, y a fe mía que tomaba a puñados la arena!
De Bracy era partidario de los caballeros del Temple, por lo que hubiera replicado, a no haberse interpuesto el Príncipe diciendo:
—¡Silencio, caballeros! ¿A qué viene ese inútil debate?
—El vencedor —dijo de Wyvil— espera la voluntad de Vuestra Alteza.
—Mi voluntad es... que espere hasta que encontremos una persona que pueda decirnos su nombre y condición. Después de la faena que ha traído toda la mañana, bien puede aguardar hasta la noche sin temor de constiparse.
—Vuestra Alteza —dijo Fitzurse— no honrará debidamente al vencedor si le detiene hasta adquirir noticias que no son fáciles de encontrar. Al menos yo no encuentro dato alguno para fundar mis conjeturas. Como no sea el desconocido alguna buena lanza de Las que acompañaron al rey Ricardo a la Tierra Santa... Porque ya van regresando a Inglaterra.
—Tal vez será el conde de Salisbury —dijo De Bracy—, que es de la misma estatura que el desheredado.
—Más bien será sir Tomás de Multou, el caballero de Gisland —replicó Fitzurse—. Salisbury es mucho más corpulento.
—Puede haber enflaquecido en Palestina —repuso De Bracy.
—¿Si será el Rey en persona? —dijo una voz que nadie notó de donde había salido—. ¿Si será el mismo Corazón de León?
—¡No lo quiera Dios! —exclamó involuntariamente el Príncipe, pálido como la muerte y tembloroso cual si le hubiera aterrado el terrible fragor de repentino trueno—. ¡Waldemar, De Bracy —prosiguió—, valientes caballeros, os recuerdo las promesas de manteneros firmes y leales!
—Por ahora estamos fuera de todo riesgo. ¿Habéis olvidado las atléticas y membrudas formas de vuestro hermano? ¿Podéis pensar que el cuerpo de Ricardo quepa en los límites estrechos de aquella armadura? De Wyvil, Martival, acercad el vencedor al trono del Príncipe para desvanecer las dudas que le han hecho salir al rostro los colores. Mírele de cerca Vuestra Alteza, y notará que tiene tres pulgadas menos de estatura, y que asimismo le faltan seis para ser tan ancho de hombros como el Rey. No hubiera aguantado el caballo del desheredado más de una carrera si hubiera llevado por jinete al rey Ricardo.
Aún estaba hablando Waldemar, cuando llegó el caballero conducido por los maestres de campo. Tan turbado estaba el Príncipe al considerar que era posible que hubiera regresado ya a Inglaterra un hermano a quien tantos favores debía y con quien tan fementido e ingrato se había mostrado, que no quedó convencido a pesar de ver comprobadas las razones que le diera Fitzurse. Al tiempo que pronunciaba ciertas breves palabras alabando el valor del desheredado y mandaba que le entregasen el caballo que servía de galardón, temblaba extraordinariamente, temiendo que de la visera saliese la sonora voz del formidable Corazón de León.
Mas el caballero vencedor no pronunció palabra alguna, contentándose con hacer al Príncipe una profunda reverencia.
Dos escuderos magníficamente vestidos condujeron el caballo, cubierto con un suntuosísimo arnés militar; pero este rico adorno nada aumentaba el precio del magnífico caballo. El desheredado puso la mano sobre el arzón delantero, y de un salto se puso sobre la silla, sin servirse del estribo; Enseguida blandió la lanza con la mayor destreza, y recorriendo dos veces el círculo que formaba la palestra hizo lucir la hermosura y el vigor del magnífico corcel con toda la inteligencia de un perfecto jinete.
Pudiera atribuirse esta ostentación al deseo de hacer brillar su destreza en la equitación; pero todos creyeron que el único objeto que se propuso el caballero al dar aquella pública muestra de su pericia fue hacer lucir la munificencia del Príncipe, que con tan rico presente le había favorecido. Por ambas razones, sin duda, aplaudieron con el mayor extremo al desheredado.
A este tiempo habló ciertas palabras el prior Aymer al oído del Príncipe, a fin de recordarle que el campeón debía dar una prueba de su buen gusto eligiendo entre tanta hermosa dama la que debía ocupar durante aquellas fiestas el trono de la belleza y de los amores, reina que debía coronar por su mano al vencedor del segundo día. Con este oportuno recuerdo, el Príncipe hizo una seña con su bastón de mando al tiempo que iba a pasar por delante de él el caballero desheredado. Este paró de pronto, bajó hasta al suelo el hierro de su lanza, y pasó repentinamente del estado de una extraordinaria agitación al de una estatua ecuestre.
Los espectadores no pudieron menos de repetir estrepitosos aplausos por la admirable fuerza y prontitud con que supo reducir al fogoso caballo de la violencia del galope tendido a un estado de absoluta inmovilidad.
—Señor caballero desheredado —dijo el Príncipe—, puesto que es éste el único título que por ahora puedo daros: una prerrogativa de vuestro triunfo es la de elegir la bella dama que debe presidir la fiesta de mañana como reina del amor y de la belleza. Si sois extranjero en este país, no llevaréis a mal que os indique que lady Alicia, hija de nuestro valiente caballero Waldemar Fitzurse, es la belleza que ocupa el primer puesto en nuestra corte hace largo tiempo. No obstante esta advertencia, como es prerrogativa vuestra el dar esta corona a quien mejor os agrade, será completa y admitida la elección que hagáis, sea cualquiera la noble dama en quien recaiga. Levantad vuestra lanza.
Obedeció el caballero, y el Príncipe colocó en la punta una elegante diadema con un círculo de oro, sembrado alternativamente de corazones y puntas de flechas, a guisa de las bolitas y hojas de fresa que ornan la corona ducal.
Al indicar el Príncipe al caballero que podía elegir a la hija de Waldemar Fitzurse dejó manifiesta la mezcla de presunción, astucia, desidia y bajeza propias de su carácter. Por una parte quiso hacer olvidar a los cortesanos sus chanzas poco decentes acerca de la judía Rebeca, y por otra quiso lisonjear la vanidad del altivo Fitzurse, de quien tenía desconfianza, y aun temor, porque era su más necesario favorito y había varias veces desaprobado la conducta del Príncipe en las ocurrencias de aquella mañana. También deseaba captarse el afecto de lady Alicia, porque no era menos licencioso que afecto a la ambición. Pero el deseo que le dominó completamente al hacer aquella advertencia al desheredado, a quien miraba con involuntaria repugnancia, fue el de suscitar contra el campeón el resentimiento de Fitzurse, si, como era muy fácil, no elegía la dama que le había sido indicada por el Príncipe.
En efecto; el valiente campeón pasó por delante de lady Alicia de Fitzurse, que mostraba entonces todo el orgullo de una beldad que no teme que la eclipse otra alguna. El caballero iba sujetando el paso del precioso caballo, y examinando detenidamente una por una las damas que formaban tan hermoso conjunto.
Eran dignos de notarse los ademanes de las ladies que adornaban la galería. Unas manifestaban en su rostro el más vivo carmín; otras se armaban de una seriedad imperturbable; otras fijaban la vista a larga distancia, como si no hubieran reparado en el campeón, y algunas sonreían con afectada indiferencia. No faltaron algunas que ocultaron el rostro con el velo; pero, según el manuscrito que nos suministra estos detalles, eran hermosuras añejas, que habían recibido aquellos homenajes en su primera juventud, por lo cual renunciaban sus derechos al trono en favor de las nuevas hermosas.
Por fin el vencedor detuvo su caballo delante del balcón en que se hallaba lady Rowena, y los ojos de todos los circunstantes se fijaron al momento en ella.
Es preciso convenir en que si el caballero hubiera podido conocer los votos que en su favor formaban los que ocupaban aquel balcón, esta sola circunstancia le hubiera hecho preferir a aquella dama. Porque Cedric el Sajón, fuera de sí de gozo al ver el desastre de sus desatentos vecinos Malvoisin y Frente de buey, así como también el de Brian de Bois-Guilbert, había estado durante los reiterados encuentros con la mitad del cuerpo fuera de la barandilla, siguiendo con sus miradas y ademanes todos los movimientos del héroe que los había derrotado. El interés de lady Rowena no había sido menos vehemente, aunque más disimulado; y aun el indolente Athelstane había mostrado algo más de energía apurando una gran copa de generoso vino en honor del caballero desheredado.
Debajo de aquella galería se divisaba un grupo que no había dado menos pruebas de inquietud durante el combate.
—¡Padre Abraham! —dijo Isaac de York al encontrarse el templario con el desheredado—. ¡De qué modo trata al pobre caballo! ¡Él es, hija mía! Observa el porte noble y valiente de ese nazareno pero ¡qué poco cuida de un caballo que a tanta costa ha sido conducido desde las arenas de la Arabia! ¡Lo mismo le trata que si le hubiera hallado en medio de un camino! ¡Y la costosa armadura que tantos cequíes ha costado a José de Pereira, el de Milán, sin contar el setenta por ciento de ganancia!
—Pero, padre mío —dijo Rebeca—, ¿cómo queréis que tenga cuidado de su armadura y caballo, cuando tanto necesita con su cuerpo, expuesto a tan terribles golpes?
—¡Hija —contestó Isaac—, tú no entiendes de eso! Los miembros de su cuerpo son suyos, y puede hacer de ellos lo que le acomode; pero el caballo y la armadura son de... ¡Bienaventurado Jacob! ¿Qué es lo que yo iba a decir? ¡No, no; excelente mancebo! Observa, Rebeca: ahora va a pelear con el filisteo. ¡Ruega a Dios que le saque con bien, y... también a su caballo y armadura! ¡Dios de Moisés! ¡Ganó y el filisteo incircunciso ha cedido al empuje de su lanza, como Og, rey de Bashan, y Sihon, rey de los Amonitas, sucumbieron bajo las armas de nuestros padres! ¡No hay duda; suyos son los despojos del vencido! ¡El oro, la plata, el caballo, la armadura de bronce y acero!
Con igual ansiedad observó el judío todas las demás ocurrencias del torneo, sin perder ocasión de calcular la ganancia que podía resultarle al desheredado de cada combate en que salía victorioso.
Sea por efecto de indecisión o por otro motivo, el campeón se mantuvo inmóvil por espacio de algún tiempo, en tanto que sin respirar observaban los espectadores el más imperceptible de sus movimientos. Poco después se adelantó respetuosa y lentamente hacia el balconcillo y colocó la corona que llevaba en el hierro de la lanza a los pies de la hermosa lady Rowena. Al momento resonaron los clarines, y los heraldos proclamaron a la bella sajona reina de los amores y de la hermosura para la fiesta del siguiente día, amenazando con graves penas a los que no acatasen debidamente su momentánea autoridad. Enseguida exclamaron; ¡Generosidad, generosidad, valientes caballeros! Cedric fue el primero que, lleno de orgullo y satisfacción, derramó profusamente el oro y la plata, Athelstane le imitó; pero tardó algo más en decidirse.
El triunfo de lady Rowena excitó murmullos entre las damas normandas, que nunca habían sido pospuestas a las sajonas, así como los caballeros de igual descendencia no estaban acostumbrados a sucumbir bajo la lanza de un sajón en los heroicos ejercicios inventados por los mismos normandos. Pero este descontento quedó ahogado entre los populares gritos de: ¡Viva lady Rowena legítima reina del amor y de la belleza!; y aun añadieron: ¡Vivan los príncipes sajones! ¡Viva la ilustre familia del inmortal Alfredo!
A pesar de lo desagradable de estas voces para los oídos del príncipe Juan y sus cortesanos, le fue forzado confirmar el nombramiento del vencedor. Enseguida montó en un soberbio caballo, y acompañado de su comitiva entró en el palenque; cuando llegó al sitio que ocupaba lady Alicia le dirigió algunos galantes cumplimientos, y dijo a los que le rodeaban:
—¡Por el santo de mi nombre, que si las hazañas de ese caballero prueban que es hombre de valor, su elección manifiesta claramente su propio gusto!
En esta ocasión, como en toda su vida, tuvo el Príncipe la desgracia de no conocer el carácter de aquellos cuyo afecto deseaba granjearse. Waldemar Fitzurse se mortificó al escuchar la franqueza con que Juan Sin Tierra emitió su opinión con respeto al desaire que su hija Alicia había recibido; así es que contestó al Príncipe:
—De todos los derechos que da la Caballería, ninguno hay más preciso ni más inviolable que el que tiene cada caballero de fijar todos sus pensamientos en la dama que ha sabido cautivar su corazón. No tiene mi hija privilegio alguno de que las otras damas no puedan disfrutar; pero su jerarquía y esfera no la tendrá expuesta a mendigar los homenajes que le son debidos.
El Príncipe nada contestó a tan disimulada reconvención; apretó las espuelas a su caballo tratando de ocultar su bochorno, y de un ligero salto se colocó en la galería que ocupaba lady Rowena, la cual tenía aún a los pies la corona del mismo modo que la dejara el caballero vencedor.
—Recibid —le dijo—, hermosa señora, el emblema de vuestra soberanía, que nadie con más sinceridad que yo reverencia y acata. Si os dignáis honrar el banquete que hemos dispuesto en el palacio de Ashby, en compañía de vuestro noble padre y amigo, tendremos el honor de admirar más cerca los atractivos de la soberana a quien hemos de dedicar mañana nuestros servicios. Rowena nada contestó; más Cedric respondió en sajón lo siguiente:
—Lady Rowena desconoce el idioma en que debiera con testar a vuestra cortesía y presentarse dignamente al banquete a que os dignáis invitarla. El noble Athelstane y yo no conocemos tampoco otro idioma que el de nuestros padres: por consiguiente, no podemos aceptar vuestro favor. No obstante esto, mañana ocupará lady Rowena el puesto que ha sido llamada por la libre y espontánea elección del caballero vencedor, que ha sido confirmada por las reiteradas aclamaciones del pueblo.
Dicho esto levantó la diadema, y la colocó en las sienes de la bella sajona en señal de que aceptaba la autoridad de reina del torneo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el Príncipe afectando que desconocía la lengua sajona, a pesar de que la hablaba tan bien como la normanda.
Varios de sus cortesanos se apresuraron a repetirle en francés las palabras de Cedric.
—¡Está bien! —contestó—. ¡Mañana colocaremos en el trono a esta reina muda! Y vos, señor caballero, ¿tendréis la bondad de acompañarme en la mesa?
El caballero desheredado rompió por primera vez el silencio, y con voz baja y breves razones rehusó cortésmente la oferta del Príncipe, alegando la mucha fatiga que le habían ocasionado los reiterados encuentros de aquel día, y que deseaba descansar para hallarse dispuesto al combate del siguiente.
—Como gustéis —respondió el Príncipe con visible enejo—. No estoy acostumbrado a sufrir tanta repulsa. Sin embargo, procuraré comer bien, aunque no se dignen acompañarme el campeón victorioso ni la electa soberana.
Al momento salió de las barreras seguido de su numerosa y brillante comitiva, y el concurso empezó a dispersarse.
Los resentimientos inseparables del orgullo ofendido agitaban terriblemente el espíritu del Príncipe, aún más amargos cuando se encuentran unidos al conocimiento de las propias faltas.
Pocos pasos había caminado, cuando fijó sus ceñudas miradas en el arquero que por la mañana le había irritado, y dirigiéndose al centinela que más cerca estaba, le dijo:
—¡Cuidado; no le dejes escapar!
El robusto montero toleró la irritada vista del Príncipe con la misma inalterable firmeza que había manifestado por la mañana.
—No tengo ánimo —dijo— de marchar de Ashby hasta pasado mañana. Deseo ver cómo se portan los tiradores del país, porque los hay buenos.
—¡Veremos —contestó el Príncipe dirigiéndose a los de su comitiva— cómo se porta él mismo! ¡Y cara ha de costarle la función si su habilidad no es tanta como su insolencia!
—¡Ya no es tiempo —dijo De Bracy— de hacer un ejemplar con esos villanos!
Waldemar Fitzurse, que probablemente conocía cuán mal efecto producían en el pueblo inglés estas imprudencias del hermano de Ricardo, guardó silencio y se contentó con encogerse de hombros. El Príncipe siguió su camino hacia el palacio de Ashby, y un cuarto de hora después se había dispersado totalmente el concurso.
Cruzaban los espectadores la llanura en cuadrillas más o menos numerosas, según los puntos a que se dirigían. La mayor parte encaminaban sus pasos a la ciudad de Ashby, porque muchos eran distinguidos personajes que al ir al torneo habían cuidado de tener dispuesto alojamiento en el castillo o en las casas de los principales habitantes de la ciudad.
A esta clase pertenecían algunos de los caballeros que habían tomado parte en el torneo de aquel día y varios de los que se disponían a pelear en el siguiente: todos hablaban de las ocurrencias de la justa, y eran saludados por el pueblo con entusiasmo. También vitorearon al príncipe Juan, porque el número y brillantez de su acompañamiento deslumbraba.
Más sinceros, generales y bien merecidos fueron los aplausos que de todas partes prodigaban al caballero vencedor; tanto, que, deseoso de evitar las curiosas miradas del público, entró en uno de los pabellones colocado a la extremidad de la palestra, cuyo uso había sido ofrecido con la mayor cortesía por los maestres de campo.
Entonces se retiraron desesperados los curiosos que le habían seguido con el objeto de examinarle de cerca y formar conjeturas acerca de quién podía ser tan misterioso caballero.
Al extraordinario alboroto ocasionado por tanta diversidad de gentes reunidas en un solo punto sucedió el distante y confuso murmullo de las familias y amigos que reunidos se alejaban por todos los caminos. A este sordo rumor sucedió un sepulcral silencio, interrumpido por los operarios que recogían las alfombras y almohadones de las galerías, y que alegremente dividían los restos de los manjares y refrescos de que se habían provisto los espectadores.
A cierta distancia de las barreras se habían erigido algunas fraguas, y al anochecer comenzó a sentirse el martilleo de los armeros que habían de ocuparse toda la noche en reparar las armaduras que habían sufrido en los encuentros de aquel día y habían de resistir algunos más en el torneo del siguiente.
Un grueso destacamento de hombres de armas se relevaba de dos en dos horas, el cual se mantuvo toda la noche custodiando el lugar del combate.