XVII

 

En tanto que se tomaban estas disposiciones para rescatar a Cedric y a los suyos, los malvados que los conducían procuraban llegar cuanto antes al sitio que iba a servirles de prisión. Pero sobrevino la noche, y los bandidos no eran muy prácticos en los senderos de la selva. Paráronse muchas veces, y otras volvieron atrás para tomar el camino de que se habían extraviado. Lució la mañana antes que pudieran marchar con seguridad y certeza; pero los rayos del día les dieron confianza, y con su auxilio aligeraron el paso. Entretanto los dos jefes de la cuadrilla conversaban entre sí del modo Mauricio siguiente:

—Ya es tiempo de que nos dejes, templario a Bracy, y de que vayas a prepararte para la segunda jornada de la comedia. Anda a vestirte para hacer el papel de libertador.

—He mudado de parecer —dijo el aventurero—, y no quiero abandonar la presa hasta dejarla segura en el castillo de "Frente de buey". Allí me presentaré sin disfraz a lady Rowena, y espero que perdone mi arrojo en favor de la pasión que me ha conducido a tanto extremo.

—¿Y qué es lo que te ha hecho mudar de plan?— pregunto Brian.

—¡Poco te importa! —respondió el aventurero.

—No creo que hayan hecho impresión en tu ánimo —dijo el templario— las sospechas que ha procurado inspirarte Waldemar de Fitzurse.

—¡Eso se queda para mí! —repuso Bracy—. el demonio se ríe cuando un ladrón roba a otro ladrón; y yo sé que no hay fuerza humana que detenga a un caballero como tú en la prosecución de sus designios.

—No es extraño —replicó el templario— que compañeros libres sospechen de un amigo, de un camarada, de todo el mundo, cuando todo el mundo sospecha de ellos, y con, razón.

—No es ocasión ésta de reconvenciones —dijo Bracy—: baste decir que conozco tus escrúpulos, y que no quiero darte ocasión de arrebatarme la presa que tantos riesgos me ha costado.

—¿Qué tienes que temer? —observó Brian—. Las promesas me atan las manos.

—¡Y tan bien corno las cumples! —replicó Bracy—. Desengañémonos, señor templario: Las leyes de la galantería se interpretan algo relajadamente en nuestros tiempos; y en negocios como éste, ¡no me fío de tu conciencia!

—¿Quieres que te diga la verdad? —dijo el templario—. No son los ojos azules de tu dama los que más golpe me han dado entre los que vienen en la comitiva.

—¿Qué? —preguntó Bracy—. ¿Te gusta más la criada?

—No, señor caballero —respondió el templario—. Entre las cautivas hay una que no cede en nada a la sajona.

—¡Por las barbas de mi padre —dijo Bracy— que te ha dado flechazo la hebrea!

—Y aun cuando así fuera —replicó Brian de Bois-Guilbert—: ¿Quién puede oponerse a ello?

—Nadie que yo sepa —dijo Bracy—. Mejor que yo sabes tus intereses; mas yo hubiera jurado que echabas el ojo más bien al saco del padre que a la hermosura de la hija.

—Los dos me acomodan —respondió Brian—; a más de que el saco del viejo usurero es mitad para mí y mitad para Frente de buey, que no presta su castillo a humo de pajas. Quiero tener alguna prenda para mí solo en el botín y ninguna me conviene tanto como la judía. Mas, ahora que sabes mis intenciones y que nada tienes que temer de mí, ¿por qué no sigues tu primer designio? Ya ves que no corremos los dos la misma liebre.

—No importa —contestó Bracy—; lo dicho, dicho. Verdad será lo que me cuentas; pero yo no fío en tu conciencia.

Durante todo este diálogo Cedric procuraba sacar de los que le custodiaban algunas noticias acerca de quiénes eran y del objeto que se proponían.

—Si sois ingleses —les decía—, ¿por qué os apoderáis de vuestros compatriotas como podrían hacer los normandos? Si sois mis vecinos, ¿cómo ignoráis mis principios y mi modo de pensar? Hasta los bandidos experimentan los frutos de mi protección, porque nadie más que yo compadece sus males y maldice la tiranía de sus opresores. ¿Qué queréis de mí? ¿Y de qué puede serviros vuestro silencio? ¡Peores sois que los brutos indómitos en vuestras acciones, y hasta los imitáis en vuestro silencio!

En vano exhortaba Cedric a sus guardias, los cuales tenían razones muy poderosas para no ceder a súplicas ni amenazas. Continuaron a su lado caminando cuanto más aprisa podían; hasta que al fin de una calle de añosos árboles se descubrió el musgoso y antiguo castillo de Frente de buey. Era una fortaleza de mediana extensión, en medio de la cual se alzaba un torreón cuadrado rodeado de edificios de menor altura, y éstos de un vasto cercado guarnecido con un foso profundo al que suministraba sus aguas un arroyo inmediato. Frente de buey, que por la perversidad de su carácter se había puesto en guerra abierta con todos sus vecinos, había aumentado la fortificación de su residencia construyendo en los muros torres elevadas que flanqueaban sus ángulos. La entrada, como la de todos los castillos de aquel tiempo, era una barbacana abovedada, especie de obra exterior que terminaba en dos torrecillas. Apenas divisó Cedric las pardas y verdosas almenas del castillo de "Frente de buey", que se erguían entre los espesos bosques que las rodeaban, conoció la causa real del infortunio en que se hallaba sumergido.

—¡Injusto fui —dijo— para con los ladrones y forajidos de estas selvas cuando les atribuí tamaño desacato! ¡Tanto montaría confundir a los lobos de estos montes con las voraces zorras de Francia! Decidme, perros: ¿qué es lo que vuestro amo quiere de mí: mi vida o mi caudal? ¿No será lícito a dos nobles sajones como Athelstane y yo poseer las tierras que sus padres les dejaron? ¡Acabad con nosotros, y consumad vuestra tiranía quitándonos la vida como nos habéis quitado la libertad! ¡Si Cedric el Sajón no puede rescatar a Inglaterra, morirá en la demanda! ¡Decid a vuestro cruel amo que lo único que le pido es que deje libre y sin deshonra a lady Rowena! Es mujer, y no tiene por qué temerla. Cuando faltemos Athelstane y yo nadie tomará las armas en su defensa. Los de la escolta permanecieron tan sordos a este discurso como al primero, y así llegaron a la puerta del castillo. Bracy tocó tres veces la trompa y los ballesteros que guarnecían las torres echaron inmediatamente el puente levadizo y le dieron entrada. Los enmascarados obligaron a los prisioneros a echar pie a tierra, y les condujeron a un aposento en el cual encontraron algunos manjares, de los que sólo se sintió dispuesto a comer Athelstane. Sin embargo, el descendiente de los reyes sajones no pudo saborear largo tiempo las provisiones de sus carceleros, porque inmediatamente se les dio a entender que él y Cedric debían ocupar una habitación separada de la de lady Rowena. Era inútil resistir; así es que siguieron a sus conductores por una gran sala cuyas bóvedas sostenían gruesas pilastras de arquitectura sajona como las que se ven en los refectorios y salas capitulares de los antiguos monasterios de Inglaterra.

Lady Rowena fue separada de sus doncellas, con cortesía en verdad, pero sin consultar su gusto, y llevada a un aposento distante. La misma sospechosa distinción se hizo a Rebeca a despecho de las súplicas de su padre, que llegó hasta a ofrecer dinero en aquella angustiosa extremidad porque la dejaran a su lado.

—¡Perro infiel! —respondió uno de los conductores—. ¡Cuando hayas visto la habitación que se te ha señalado, no querrás ver en ella a tu hija!

Y sin más ceremonia fue arrebatado por diferente camino que los otros prisioneros. Después de haber sido desarmados y registrados con el mayor rigor, los criados pasaron a otra sala del castillo, y Rowena no pudo conseguir el único favor que pidió que fue la compañía de su camarera Elgitha.

 

 

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