Cuando Cedric el Sajón vio caer a su hijo sin sentido en el torneo de Ashby, su primer impulso fue mandar que le suministraran socorro; pero se le ahogaron las palabras en la garganta, y no pudo resolverse a reconocer delante de tan numeroso concurso al hijo a quien había despedido y desheredado. Mandó, sin embargo, a Oswaldo que no le perdiese de vista y que le condujera con dos de sus siervos a la ciudad inmediata cuando se hubiera dispersado la muchedumbre. Oswaldo no pudo ejecutar las órdenes de su amo, porque cuando se disolvió la turba Ivanhoe había desaparecido.
En vano le buscó el fiel copero por todas aquellas cercanías; vio la sangre que había arrojado al caer a los pies de lady Rowena; pero no pudo volver a ver su persona. Parecía que algún nigromante le había arrebatado por los aires. Quizás Oswaldo, supersticioso como todos los sajones, lo hubiera asegurado así a Cedric atribuyendo a aquel prodigio la ¡utilidad de sus diligencias y la desaparición del caballero, a no haber echado la vista casualmente a un hombre vestido como escudero, y en cuyas facciones reconoció a su compañero Gurth. Ansioso de saber la suerte de su amo y extraordinariamente inquieto por no poder descubrirle en ninguna parte, el fiel porquerizo continuaba sus indagaciones, olvidando los riesgos que él mismo corría al presentarse sin precaución alguna en medio del concurso. Oswaldo le echó mano como fugitivo cuya sentencia debía pronunciar Cedric.
Sin embargo, el copero prosiguió tomando cuantas noticias podía acerca de la suerte de Ivanhoe, y lo único que pudo averiguar fue que le habían tomado en brazos unos lacayos muy bien vestidos y conduciéndole a la litera de una dama de las del torneo, en la cual se había alejado inmediatamente de la vista de los espectadores. Oswaldo comunicó esta noticia al padre sin pérdida de tiempo y presentándole también a Gurth, a quien consideraba como desertor del servicio de su amo.
El corazón de Cedric estaba atosigado por las más amargas inquietudes acerca del paradero de Ivanhoe: la Naturaleza había recobrado sus derechos, a pesar de la resistencia que le oponía el estoicismo patriótico. Mas apenas supo el Sajón que su hijo estaba en manos seguras, y probablemente en las de algún amigo, la ansiedad paterna que sus dudas habían excitado cedió al resentimiento del orgullo agraviado y a la memoria de lo que en su opinión había sido un acto de rebeldía y desobediencia.
—Vaya adonde quiera, cúrenle los que tienen la culpa de sus heridas, una vez que prefiere las mojigangas de los normandos a la fama y al honor de sus abuelos.
—Si para sostener la gloria de su familia —dijo lady Rowena, que estaba presente en esta conversación— basta ser intrépido en el combate y prudente en el consejo, valiente entre los valientes y galán entre los galanes, solo el padre de Ivanhoe podrá decir...
—¡Basta, lady Rowena! —dijo Cedric—.... ése es el único punto, en que no estamos de acuerdo. Preparaos para el festín que da el Príncipe, al cual estamos convidados con extraordinarias demostraciones de honor. Por más que los normandos no acostumbran a tener esas urbanidades con los sajones desde la catástrofe de Hastings, debemos ir, aunque no sea más que por manifestar a esos bárbaros cuán poca mella hace en el corazón de un sajón la suerte de un hijo que sabe vencer a los más encopetados de tan perversa raza.
—Pues yo os declaro —dijo lady Rowena— que no iré a la fiesta del Príncipe; y os ruego que consideréis que eso que en vuestra opinión es valor y abnegación puede atribuirse por los otros a crueldad y falta de sentimientos naturales.
—Quédate, pues, en casa, ingrata doncella; tú eres la cruel, que te places en sacrificar la suerte de un pueblo oprimido a un cariño imprudente y que nunca tendrá mi aprobación. Athelstane y yo iremos al banquete de Juan de Anjou.
Y, en efecto, como ya ha visto el lector, los sajones asistieron al convite, cuyos principales sucesos hemos mencionado. Volvieron a casa desde el castillo del Príncipe y montaron a caballo con sus guardias y criados, y entonces fue cuando Cedric vio por primera vez al pobre Gurth. Como la cena le había dado tan mal humor, se aprovechó del primer pretexto que tuvo para estallar.
—¿Y por qué no le habéis cargado de cadenas, perros villanos? —exclamó en el primer ímpetu de su cólera.
Sin atreverse a replicar, los criados de Cedric ataron a Gurth, el cual se sometió humildemente a esta operación, lanzando una mirada expresiva a su amo, y diciéndole al mismo tiempo:
—¡Éste es el pago que recibo por amar vuestra sangre más que la mía propia!
—¡A caballo y marchemos! —dijo Cedric.
—Ya es tiempo —dijo Athelstane—, y si no andamos aprisa, causaremos gran inquietud al padre Abad, que nos aguarda esta noche con impaciencia.
Los viajeros, sin embargo, apretaron tanto el paso, que llegaron al monasterio de San Witholdo antes que se realizase el temor de Athelstane. El Abad, que era de familia sajona, trató a sus huéspedes con aquella profusión que caracterizaba entonces a la gente de su país. La segunda cena duró hasta muy tarde, o por mejor decir, no concluyó hasta el siguiente día; sin embargo de lo cual los viajeros almorzaron opíparamente antes de ponerse en camino.
Al tiempo de salir del patio del convento ocurrió un incidente funesto a los ojos de los sajones. Estos se distinguían a la sazón entre todos los pueblos de Europa por su ciega creencia en agüeros y presagios, a cuyo origen debe atribuirse los restos de estas supersticiones que se encuentran en las antiguallas populares de Inglaterra. Los normandos se habían cruzado con otras razas y naciones y tenían ideas algo más sanas, comparadas con el estado de ilustración general. Olvidaron los errores que sus abuelos trajeron de Escandinavia, y se jactaban de pensar con más juicio en semejantes materias.
Lo que asustó a los acompañantes de Cedric en el acto de salir del convento en que habían pasado la noche fue nada menos que un perro negro, tan largo como flaco y extenuado, que comenzó a lanzar lastimeros aullidos cuando los caminantes se pusieron en marcha, ladrando después con obstinado ahínco, corriendo de un lado a otro y procurando agregarse a la cabalgata.
—No me gusta esa música, padre mío —dijo Athelstane a Cedric, a quien estaba acostumbrado a dar este respetuoso título.
—Ni a mí tampoco, tío —dijo Wamba—; y mucho me temo que nos cueste la torta un pan.
—Paréceme —dijo Athelstane, a quien había hecho mucha impresión la excelente cerveza del Abad— que sería mucho mejor quedarnos en el convento hasta la tarde. Una liebre y un perro que aúllan son de malísimo agüero al principio de la jornada. Lo que se hace en estos casos es volver atrás, y no ponerse en camino hasta después de haber comido otra vez.
—¡Tontería! —dijo Cedric con impaciencia—. Los días son ya demasiado cortos, y la jornada de hoy es larga. El perro es el de ese bribón de Gurth, tan buena alhaja como su amo.
Dicho esto se afianzó en los estribos, resuelto a proseguir el viaje, lanzó la jabalina al pobre Fangs, el cual había seguido a su amo al torneo, donde le perdió en medio de la bulla, y habiendo al fin dado con él a la puerta del monasterio, estaba celebrando a su modo tan agradable encuentro. La jabalina entró en la espalda del animal, y poco faltó para dejarle clavado al suelo. Fangs huyó de la presencia del irritado sajón repitiendo sus aullidos, y Gurth sintió partírsele el corazón como si llegasen más a lo vivo los males de su perro que los suyos propios. Habiendo procurado en vano alzar las manos a los ojos para enjugárselos, y viendo que Wamba, temeroso de la cólera de Cedric, se había colocado prudentemente a retaguardia:
—Ruégote —le dijo— que me limpies los ojos, que el polvo me hace daño y estas ligaduras no me permiten el uso de los miembros que Dios me ha dado.
Wamba satisfizo su demanda, y los dos caminaron juntos algún rato guardando triste silencio. Al fin Gurth no pudo reprimir los sentimientos que le ahogaban.
—Amigo Wamba —dijo a su compañero—, de todos cuantos locos estamos al servicio de Cedric, tú eres el único cuyas locuras son bien recibidas. Anda, y dile de mi parte que no cuente conmigo, puesto que ni de grado ni por fuerza logrará que permanezca bajo su autoridad. ¡Que me arranque el pellejo a latigazos, que me cargue de grillos y cadenas, que me corte la cabeza si quiere; pero servirle, ¡eso no! ¡Anda, y díselo!
—Loco soy —dijo Wamba—, y por loco paso; más no lo bastante para encargarme de tu comisión. Cedric tiene otra jabalina en la cintura, y es hombre que no yerra tiro.
—¡Pues que me tire, con dos mil de a caballo! —dijo Gurth—. Ayer dejó a su hijo, a mi pobre y bravo Wilfrido, bañado en sangre: hoy ha querido matar a la única criatura viviente que me tiene algún cariño. ¡Por San Edmundo, San Dustán, San Withold, San Eduardo el Confesor, y todos los santos sajones del calendario que no se lo perdono!
Es de advertir que Cedric no juraba nunca sino por los santos que habían tenido sangre sajona en sus venas, y todos sus criados imitaban la misma práctica.
—En mi entender —dijo el bufón, que estaba acostumbrado a ser el pacificador de los disturbios domésticos—, Cedric no tuvo intención de matar a Fangs, sino de asustarle. El perro dio un salto en aquel momento, y recibió el golpe; más no te dé cuidado, que yo le curaré con un ochavo de cerote.
—Si así fuera... —dijo Gurth—. ¡Pero no! Vi que apuntaba bien con el dardo, y le oí silbar por el aire con toda la rabiosa malevolencia del que le arrojaba. ¿No viste que se mordía los puños de furia cuando el pobre animal echó a correr? Lo que quiso fue dejarle en el sitio. ¡Por la vida de mi padre, que no vuelvo a obedecerle en mi vida!
—El indignado porquerizo volvió a guardar silencio, y no fueron parte a sacarle de él todos los esfuerzos que hizo para ello el bufón.
Al mismo tiempo Cedric y Athelstane, que iban a la cabeza de la comitiva, hablaban sobre el estado de los negocios, las disensiones de la familia real, los feudos y disputas de los nobles normandos, y la probabilidad de que los sajones pudieran sacudir el yugo que les oprimía o recobrar al menos su independencia y poder durante las revueltas civiles, que por todas partes amenazaban. Cedric no hablaba nunca de semejantes asuntos sin animarse extraordinariamente. El restablecimiento de la independencia de su nación era el anhelo de su alma, al cual había sacrificado voluntariamente su ventura doméstica y los intereses de su propio hijo. Pero el pueblo conquistado no podía llevar a cabo tan ardua empresa sin estar íntimamente unido entre sí y sin obedecer a un caudillo. Era, pues, necesario escogerle entre los altos personajes que descendían de la casa real sajona, y en esto hallábanse de acuerdo todos aquellos a quienes Cedric había confiado secretamente sus designios y sus esperanzas.
Athelstane se hallaba en aquel caso, y aunque sus prendas mentales no eran las que tan delicado puesto requería, tenía buen aspecto, no carecía de valor, se había acostumbrado a los ejercicios marciales, y parecía dispuesto a seguir los consejos de hombres más expertos y sensatos. Sobre todo gozaba gran reputación de generoso y liberal, y todos le creían hombre de buena índole. A pesar de todas estas circunstancias tan favorables para constituirle jefe de la Nobleza sajona, otros muchos de la misma nación preferían los títulos y derechos de lady Rowena que descendía del rey Alfredo y cuyo padre había sido un caudillo famoso por su prudencia, su valor y su generosidad, altamente estimado por sus oprimidos compatriotas.
No hubiera sido difícil a Cedric, si tales hubieran sido sus intenciones, colocarse a la cabeza de otro partido no menos formidable que los de que hemos hecho mención. En lugar de ascendencia real tenía intrepidez, actividad, energía y sobre todo un celo ardiente e inquebrantable en favor de la causa, por cuya razón había merecido el sobrenombre de Sajón. Su alcurnia no cedía a ninguna sino a la de su pupila y a la de Athelstane. No eclipsaba estas prendas el más ligero vislumbre de egoísmo: en lugar de debilitar más de lo que lo estaba el partido con nuevas divisiones, sólo procuraba extinguir Las que ya reinaban; y éste era el objeto que se había propuesto en el proyectado enlace de Athelstane con lady Rowena. Presentóse muy en breve un gran obstáculo a este designio en La mutua inclinación de Rowena y de Ivanhoe, y de aquí el destierro de éste de la casa paterna.
Cedric había puesto en ejecución tan severa medida con la esperanza de que, durante la ausencia de Ivanhoe, Rowena le borraría poco a poco de su memoria y se hallaría mejor dispuesta a recibir la mano de Athelstane; mas el éxito frustró sus planes. Cedric, para quien el nombre de Alfredo era poco menos que el de la Divinidad, había tratado al único retoño que existía de su raza con una veneración igual a la que se tributaba en aquellos tiempos a las princesas reconocidas. La voluntad de Rowena era ley suprema en casa de su tutor; y Cedric, como si quisiera que la soberanía de aquella dama fuese venerada por todos los que de él dependían, se envanecía en obedecerla y acatarla como el primero de sus súbditos. Acostumbrada de este modo, no sólo al pleno ejercicio de su voluntad sino al de una autoridad despótica, Rowena había aprendido durante su educación a irritarse contra todo lo que se oponía a sus deseos; por consiguiente reclamó con energía su independencia en aquel paso decisivo de la vida de la mujer en que la doncella más obediente y más tímida suele rebelarse contra la autoridad de los padres y superiores. Confesaba abiertamente sus opiniones acerca de este asunto, y Cedric, que no podía apartarse del giro que había tomado, no sabía a veces de qué medios echar mano para ejercer sus derechos de tutor.
En vano procuró deslumbrarla con el aspecto de un trono ideal. Rowena, que juzgaba de las cosas con sensatez, no creía que pudieran realizarse aquellos planes ni por su parte lo deseaba. Sin curarse de ocultar su inclinación a Wilfrido de Ivanhoe, declaraba que, poniendo aparte este sentimiento, antes se encerraría toda su vida en un convento que ocupar un trono con Athelstane a quien siempre había mirado con desprecio y ya empezaba a mirar con odio de resultas del enojo que le causaba su galanteo.
Sin embargo, Cedric, que no tenía una alta opinión de la constancia de las mujeres, persistía en emplear todos los medios que estaban a su alcance para reducirla a consentir en aquella unión con la cual se imaginaba hacer un importante servicio a la causa de los sajones. La repentina e inesperada aparición de su hijo en el torneo de Ashby fue un golpe mortal para sus designios y esperanzas. Es verdad que el amor paterno domeñó por algunos instantes su orgullo y su patriotismo; pero recobraron de consuno mayor brío y le impulsaron a apresurar sus diligencias para realizar el enlace de Rowena y de Athelstane, así como para tomar otras medidas que parecían necesarias al restablecimiento de la independencia de los sajones.
De este asunto iba conversando con su amigo al principio del viaje, lamentándose secretamente, de cuando en cuando, de que estuviese tan noble y honorífica empresa en manos de un hombre que más que sangre parecía tener hielo en las venas. El ilustre sajón no carecía de vanidad; y gustaba de que le lisonjearan con los recuerdos de su prosapia y de sus legítimos derechos al homenaje y a la soberanía; pero bastaban a satisfacer su mezquino orgullo los obsequiosos rendimientos de sus vasallos y de los sajones que le trataban con frecuencia. Sabía arrostrar el peligro; pero no quería tomarse el trabajo de ir en su busca. Convenía con Cedric en los principios generales acerca de los derechos que los sajones tenían a sacudir las cadenas que la conquista les había impuesto, y mucho más en los suyos al que se estableciese después de haber conseguido aquella emancipación; pero cuando se trataba de ejecutar los medios de tan importante designio sólo se descubrían en él la irresolución, la lentitud y la flojedad que le habían acarreado el sobrenombre de Desapercibido. Las ardientes y vigorosas exhortaciones de Cedric producían en su alma el mismo efecto que en el mar la bala roja, la cual después de hacer un poco de espuma y ruido se hunde y se apaga.
Si dejando aquel empeño, que era lo mismo que machacar el hierro frío o espolear a una mula cansada, Cedric volvía riendas al caballo y pasaba a conversar algún rato con lady Rowena, experimentaba nuevas incomodidades y contradicciones porque su presencia interrumpía la plática que tenía aquella noble dama con Elgitha, su confidente, acerca del valor y galantería de Wilfrido; y la astuta criada, para vengarse y para vengar a su señora sacaba al instante la caída y derrota de Athelstane en el torneo, que era lo más desagradable que podía llegar a los oídos de Cedric. De modo que por todos estilos la fiesta había sido para él un encadenamiento de sinsabores, y no cesaba de maldecir interiormente el torneo, al que le había organizado, y su propia necedad por haber concurrido a tan endiablado recreo.
Llegó la hora del mediodía, y Athelstane fue de opinión que sestease la comitiva en un bosquecillo agradable por el cual vagaba susurrando un arroyo cristalino. Allí descansaron y pastaron las cabalgaduras, y los viajeros dieron fin de las abundosas provisiones debidas a la hospitalidad del prelado. Duraron largo rato estas operaciones, de modo que les pareció imposible llegar al Rotherwood sin caminar una parte de la noche. Montaron a caballo, y empezaron, pues, a caminar algo más aprisa que hasta entonces.
Llegaron los viajeros a las cercanías de un terreno quebrado y montuoso, y ya iban internándose en su hojoso y espeso laberinto, peligroso como todos los bosques en aquel tiempo, por el número de bandidos a quienes la opresión y la pobreza habían dado las armas de la desesperación y que formaban numerosas cuadrillas que arrostraban, sin temor, el vano aparato de la autoridad pública. No obstante que se aproximaba la noche, Cedric y Athelstane se creían seguros por tener nada menos que diez criados en su escolta, sin contar a Gurth y a Wamba de los cuales nada se podía esperar por ir el uno amarrado y ser el otro bufón, y por consiguiente, cobarde. También les daba mucha confianza en medio de aquellas tinieblas y soledades su origen sajón y el respeto con que sus compatriotas los miraban, porque la mayor parte de los bandidos a quienes las Ordenanzas de montes habían reducido a abrazar aquella vida desalmada eran campesinos y cazadores sajones que, por lo común, no se atrevían a las personas ni a las propiedades de los que tenían su mismo origen.
Ya se habían internado algún trecho en la espesura de la selva, cuando llegaron a sus oídos los gritos de una persona que con acento de terror pedía auxilio a todo el que alcanzase a oírla. Al acercarse al lugar de donde aquellas voces salían vieron con sorpresa una litera puesta en el suelo, y junto a ella una mujer joven, ricamente vestida al uso de las judías, y, a cierta distancia, un anciano cuyo gorro amarillo denotaba ser del mismo origen, el cual se paseaba desalentadamente con gestos de amarga desesperación y agitando las manos en señal de haberle ocurrido alguna grave desventura.
A las preguntas de Athelstane y de Cedric el judío respondió al principio lanzando exclamaciones con que invocaba la protección de todos los patriarcas del Viejo Testamento contra los hijos de Ismael, que le habían asesinado sin piedad. Cuando empezó a reponerse un poco de su angustia y de su terror, Isaac de York (pues este era el apesadumbrado hebreo) refirió como pudo que había tomado en Ashby una escolta de seis hombres y dos mulas para llevar la litera de un amigo suyo, enfermo a la sazón. La escolta se había obligado a acompañarle hasta Doncáster. Habían llegado sin encuentro ni tropiezo al punto en que se hallaban; pero habiendo sabido por un leñador que en el bosque inmediato había una gavilla de salteadores, la escolta le había abandonado; llevándose además las mulas de la litera y dejándole con su hija sin medios de defensa ni de retirada, expuestos a ser robados y asesinados por aquellos bandoleros a quienes por momentos aguardaban.
—Si os dignareis, nobles señores —añadió el judío con el tono de la humildad—, permitir que estos pobres judíos continuaran su jornada bajo vuestra protección, juro por las tablas de Moisés que nunca habrá sido concedido mayor favor a un israelita desde los días de nuestro cautiverio y que el agradecimiento corresponderá a su grandeza y a vuestra misericordia.
—¡Perro judío —exclamó Athelstane, que era hombre de los que sólo conservan en la memoria las ofensas, y sobre todo la más mezquinas y despreciables—, bien cara pagas ahora tu insolencia en la galería del torneo de Ashby! ¡Huye, o pelea, o componte con los bandidos como quieras, que si ellos se contentan con robar a los que roban a todo el género humano, digo que son hombres de bien y que merecen recompensa!
Cedric no aprobó la repulsa de su compañero.
—Mejor será —dijo— dejarles dos criados y dos caballos para que los conduzcan hasta la aldea inmediata. Poco nos importa llevar dos criados más o menos: con vuestra espada y los otros que nos quedan harto será que puedan intimidamos veinte de esos bribones.
Rowena, a quien había sobresaltado la noticia de la proximidad de los ladrones en número considerable, insistió fuertemente contra la opinión de su tutor. Pero Rebeca, saliendo del abatimiento en que hasta entonces había permanecido y abriéndose camino por entre los criados que rodeaban el palafrén de la sajona, se echó de rodillas y le besó la guarnición del traje, como se acostumbra en Oriente cuando se dirige la palabra a personas de superior jerarquía. Púsose en pie, y echándose atrás el velo le rogó encarecidamente que tuviera compasión de su padre y de ella y que les permitiese ir en su acompañamiento.
—No lo pido por mí —decía— ni por ese pobre anciano. Conozco que los agravios y males que se hacen a los judíos son faltas leves, sino ya acciones loables, a los ojos de los cristianos. ¿Qué importa que nos roben o nos maltraten en la ciudad, en el campo o en el desierto? Lo pido por uno en cuya suerte se interesan muchos, quizás vos misma. Disponed que ese enfermo sea trasportado con cuidado y esmero bajo vuestra protección. Si negáis esta gracia, el daño que le sobrevenga de sus resultas emponzoñará hasta el último instante de vuestra existencia.
La gravedad y mesura con que Rebeca pronunció estas palabras excitaron vivamente el anhelo de Rowena.
—El judío es viejo y débil —dijo a su tutor—; la hija, joven y hermosa; su amigo está enfermo de peligro. Judíos son; empero nosotros no podemos, a fuer de cristianos, abandonarlos en esta situación. Los dos caballos de mano podrán servir para el padre y la hija; sus mulas llevarán la litera, y la carga que ellas llevan se colocará en las acémilas de los criados.
Cedric dio su consentimiento a todas estas disposiciones; Amelstane no se atrevió a exigir otra cosa sino que los judíos marcharían a retaguardia, donde Wamba podría defenderlos y asistirlos con el escudo de piel de jabalí.
—Mi escudo —respondió Wamba— se quedó tirado por el suelo en la palestra de la justa como ha sucedido a los de otros caballeros más valientes que yo.
Subiéronsele los colores a la cara a Athelstane al oír esta alusión a la suerte que había experimentado en el torneo. Rowena celebró interiormente la ocurrencia del bufón, y para aumentar el enojo de Athelstane dijo a Rebeca que no se separase de su lado durante la marcha.
—No conviene que sea así —respondió Rebeca con humilde majestad—, puesto que mi compañía dará deshonra a mi protectora.
A la sazón los criados habían concluido precipitadamente la mudanza de las cargas, porque a la voz ¡ladrones! todo el mundo se había puesto alerta; mucho más, empezando ya a oscurecer. En medio de esta operación fue preciso que Gurth echara pie a tierra para colocar parte de la carga en la grupa de su caballo, y consiguió del bufón que le aflojase la cuerda que le aprisionaba. Con intención o sin ella, Wamba lo hizo de tal modo que el porquerizo no halló dificultad en desembarazarse en un todo; y hecho así se escabulló entre la maleza y se separó de la comitiva.
Como el trastorno había sido general, pasó largo rato antes que se echara de menos al preso pues iba detrás bajo la custodia de un criado y nadie se preocupó de él. Cuando empezó a susurrarse que Gurth había desaparecido, todos tenían fija la atención en los bandidos y no hizo gran impresión el suceso.
Entre tanto los caminantes se hallaron en una vereda tan estrecha, que sólo podían transitar por ella dos hombres de frente. La vereda bajaba a una hondonada bañada por un arroyo cuyas orillas ásperas y quebradas estaban cubiertas de sauces enanos. Cedric y Athelstane, que marchaban siempre a la cabeza, conocieron cuán peligroso era aquel desfiladero; más, poco prácticos en las maniobras de la guerra, el único medio que se les ocurrió de evitar el riesgo fue apretar cuanto más podían el paso. Adelantáronse por tanto sin mucho orden, y apenas habían cruzado el arroyo con alguno de los suyos, cuando fueron atacados de frente, flancos y retaguardia con un ímpetu al que, en su desordenada distribución no podían ni oponer la menor resistencia. Los gritos de guerra de que usaban en todo encuentro los sajones se oyeron al mismo tiempo en ambas cuadrillas porque los agresores eran de aquella misma nación, y su ataque fue tan pronto y simultáneo que parecían más de los que eran en realidad.
Los dos jefes sajones fueron hechos prisioneros al mismo tiempo y con circunstancias análogas a la índole de cada uno. Al verse atacado por un enemigo, Cedric le arrojó la jabalina con mucho más acierto que a Fangs, y le dejó clavado a una encina que detrás se hallaba. Enseguida apretando espuelas al caballo se dirigió a otro, sacó al mismo tiempo la espada, y le atacó con tanta furia que la hoja dio en una rama de árbol a cuyo violento golpe le saltó el acero de las manos. Al punto se apoderaron de él dos o tres bandidos y le obligaron a desmontar. Otro había tomado por la brida al caballo de Athelstane, el cual se vio en tierra antes de haber podido sacar la espada o tomado alguna precaución de defensa.
Embarazados por las acémilas, aterrados y sorprendidos al ver la suerte de sus amos, los criados cayeron sin dificultad en poder de los salteadores; lady Rowena, que iba en medio de todos, y el hebreo y su hija, que marchaban detrás, sufrieron la desventura.
Uno solo escapó de toda la comitiva, y éste fue Wamba el cual manifestó en aquella ocasión más presencia de ánimo que los que creían aventajarle en sensatez. Apoderándose de la espada de uno de los criados, que no sabía qué hacer con ella, se adelantó como un león hacia los malvados, echó al suelo a los que se le acercaron, e hizo valientes aunque inútiles esfuerzos para socorrer a su señor. Convencido entonces de la superioridad del número de los bandidos, bajó con prontitud del caballo, se metió en los matorrales y quedó fuera del campo de batalla.
Más al verse libre y seguro el intrépido bufón tuvo más de una vez la tentación de volver atrás y participar de la cautividad de un amo a quien miraba con sincero afecto.
—Los hombres no cesan de charlar de los bienes que acarrea la libertad; más yo quisiera saber que he de hacer a esta hora con la mía.
Al pronunciar estas palabras oyó detrás una voz que le llamaba con mucha cautela; al mismo tiempo le saltó encima un perro, lamiéndole y festejándole. El perro era Fangs, y detrás estaba el porquerizo el cual al oír que Wamba le llamaba con la misma precaución, salió de las matas y se presentó a su vista.
—¿Qué es esto? —dijo Gurth con no pocas muestras de sobresalto—. ¿Qué significan esos gritos y ese martilleo de espadas?
—Una chanza de estos tiempos —respondió el bufón—: todos están prisioneros.
—¿Quiénes? —exclamó Gurth con impaciencia.
—Milord, Milady, Athelstane, Hundeberto y Oswaldo. ¿Qué quiere decir todos?
—¡Por Dios santo! —dijo el porquerizo—. ¿Cómo ha sido eso? ¿Quiénes han sido los agresores`?
—El amo —dijo Wamba— se dio mucha prisa a pelear; Athelstane lo tomó con mucha calma, y ninguno de los otros estaba prevenido. Las tropas contrarias llevan gabanes verdes y mascarillas negras. Todos están tendidos en el suelo cono las algarrobas que echas a los gorrinos. ¡Y voto a sanes, que el lance me haría reír si no fuera porque tengo más gana de llorar!
Al decir esto derramaba lágrimas de sincero dolor.
—Wamba —dijo Gurth arrojando fuego por los ojos—, armado estás y tu corazón ha sido siempre mejor que tu cabeza. Somos dos; pero dos hombres resueltos pueden mucho. ¡Sígueme!
—¿Adónde —respondió el bufón—, y con qué objeto?
—¡A rescatar a Cedric!
—¿Tú —exclamó Wamba—, que no hace mucho renunciaste a su servicio?
—Entonces —dijo Gurth— Cedric era feliz, ¡Sígueme, te digo!
Wamba iba a seguir los pasos de su compañero, cuando se presentó en escena otro personaje, que les mandó detener so pena de la vida. Al ver su traje y armamento le hubieran tenido por uno de los de la cuadrilla que había acometido a sus amos; pero además de no llevar máscara, por el vistoso tahalí que le adornaba el pecho y por el cuerno que de él pendía, y por la majestuosa expresión de su voz y de sus modales, conocieron a pesar de la oscuridad que era Locksley, el montero que había ganado el premio de blanco en el torneo.
—¿Qué alboroto es éste? —preguntó—. ¿Quiénes son los que atacan y hacen prisioneros en estas selvas?
—Mira de cerca sus gabanes —dijo Wamba—, y dime si no son los de tus hijos: porque, ¡voto a sanes, que se parecen al tuyo como un guisante verde a otro guisante verde!
—No tardaré en saberlo —dijo Locksley — y os mando, si queréis conservar la vida, que no os apartéis de este sitio hasta que yo vuelva. Obedecedme, y os saldrá la cuenta a vosotros y a vuestros amos. Voy a disfrazarme para mezclarme con ellos.
Al decir esto se despojó del tahalí y del cuerno, se quitó una pluma de la gorra, y lo puso todo en manos de Wamba; sacó una mascarilla, y repitiéndoles sus encargos de no alejarse de allí, marchó a ejecutar el reconocimiento.
—¿Nos vamos o nos quedamos? —dijo Wamba al verse a solas con su amigo—. ¡O mienten las señas o las suyas son de un ladrón que trae el vestuario en el bolsillo!
—¡Sea el mismo Luzbel, si quiere! —respondió Gurth— Por aguardar su vuelta no hemos de estar peor que estamos. Si es de los de la gavilla, a la hora esta les habrá dado el aviso, y de nada ha de servirnos echar a correr. Además, que yo he experimentado hace poco que los ladrones de caminos no son la peor gente del mundo.
El montero volvió al cabo de algunos minutos.
—Amigo Gurth —le dijo—, ya sé quiénes son, quién les paga y adónde se encaminan. Por ahora no creo que haya que temer que cometan ninguna violencia con vuestros amos. Tratar de atracarles siendo nosotros no más que tres, sería locura; porque has de saber que son hombres aguerridos, y, como tales, han puesto centinelas para que den la alarma en caso de necesidad. Más no tardaremos en recoger bastante fuerza para burlarnos de todas sus precauciones. Vosotros sois dos servidores de Cedric, y fieles, según creo. Cedric el Sajón es el defensor de los derechos de los ingleses, y no faltarán manos inglesas que acudan a su auxilio. Venid conmigo, ya veréis.
Dicho esto se internó en el bosque a paso acelerado seguido por el porquerizo y el bufón, el cual, como saben ya nuestros lectores, no era hombre que podía estar mucho tiempo sin mover la lengua.
—Creo —dijo mirando al tahalí y al cuerno que todavía llevaba— que antes de ahora he visto yo al dueño de estas alhajas, y no creo que haya sido muy distante de Navidad.
—Y yo —dijo Gurth— apostaría la manada de cerdos, si fuera mía, que he oído la voz de ese montero de día y de noche, y que el sol no se ha puesto arriba de tres veces desde entonces.
—Amigos míos —respondió el montero—, quienquiera que yo sea, no es del caso ahora. Si logro rescatar a vuestro amo, bien podéis decir que soy el mejor amigo que habéis tenido en la vida. Llámeme como me llamare, tire o no bien el arco, guste de andar de día o de noche, son negocios que no os atañen y, por consiguiente, no tenéis que calentaros la cabeza en averiguarlos.
—¡Nuestra cabeza está en la boca del león! —dijo Wamba a Gurth al oído—. ¡Salgamos del paso cono podamos!
—¡Silencio! —dijo Gurth—. No le ofendas con tus locuras, y todo irá bien.
Después de haber andado tres horas a paso ligero llegaron los sirvientes de Cedric con su misterioso guía a un sitio descubierto en medio del cual se alzaba una robusta encina que esparcía pomposamente sus ramas por una vasta circunferencia. Junto al tronco estaban echados por tierra cuatro o cinco monteros, y otro se paseaba a la luz de la Luna a guisa de centinela'.
Al oír los pasos que se acercaban, el centinela dio la alarma, los otros se alzaron con gran prontitud y apercibieron los arcos. Apuntáronse inmediatamente seis flechas al punto de donde venía el ruido de los caminantes, cuyo conductor fue reconocido y saludado por los otros con todas las demostraciones de afecto y sumisión. Desaparecieron, por consiguiente, todos los preparativos hostiles.
—¿Dónde está el molinero? —fue su primera pregunta.
—En el camino de Róterdam.
—¿Con cuántos? —preguntó el jefe, que tal lo parecía.
—Con seis hombres, y buenas esperanzas de botín.
—¿Y dónde está Allan-a-Dale? —dijo Locksley.
—Ha ido a echar una ojeada al padre prior de Jorvaulx.
—¡Bien pensado! —continuó el capitán—. ¿Y el hermano?
—En su ermita.
—Allá voy yo —dijo Locksley—. Dispersaos todos y buscad a vuestros compañeros. Recoged cuanta fuerza podáis, porque hay caza en el monte y es menester perseguirla. Estad aquí todos al romper el día... ¡Deteneos! ¡Lo más importante se me olvidaba! Vayan dos de vosotros tan aprisa cono puedan hacia el castillo de "Frente de Buey" que por allí anda una cuadrilla de galanes disfrazados como nosotros y se llevan consigo algunos prisioneros. Observad de cerca, porque aunque lleguen al castillo antes que podamos reunirnos, nuestro honor exige que los castiguemos, y así será por vida mía. Ved lo que hacen, y despachad al más ligero para que lleve las nuevas a todos los amigos.
Los monteros dieron a entender que obedecerían, y se separaron por distintos caminos. Al mismo tiempo el capitán con sus dos compañeros, que ya no miraban sólo con respeto, sino con miedo, tomaron la dirección de la capilla de Copmanhurts.
Cuando llegaron a la llanura, en cuya extremidad se alzaba la venerable aunque arruinada capilla y la selvática choza que tanto convidaban al recogimiento, Wamba dijo en voz baja a Gurth:
—Si son ladrones, verdad es el refrán que dice que detrás de la Cruz está el Diablo. ¡Y por las barbas de mi padre que no me engaño! ¡Oye, oye qué coplas están cantando los de adentro!
En efecto; el anacoreta y su huésped se desgañitaban repitiendo a dúo el estribillo de una antigua canción que decía así:
—Choquen vasos, y a raudales y a torrentes caiga el vino; por beber se pierda el tino. ¿Quién no rabia por beber? ¡Vino es dicha a los mortales: vino anima los amores; vino ahoga los dolores; vino es padre del placer!
—¡Y no lo hacen mal! —continuó Wamba, que había acompañado las cadencias del coro, aunque sin atreverse a echar toda la voz—. ¿Quién diantres había de aguardar semejante canción en una ermita y a media noche?
—Cualquiera —dijo Gurth— que sepa lo que es el ermitaño de Copmanhurst, el cual es conocido en toda esta comarca, y así mata venados como canta maitines. Hay quien dice que la mitad de la caza que roban al amo del coto va a parar a su celda, y que el guardabosque se ha quejado al amo, y que han de arrancarle del cuerpo el sayal si no se enmienda.
Durante esta conversación Locksley, con los repetidos golpes que dio a la puerta del ermitaño, interrumpió la grave ocupación a que estaban entregados él y su huésped.
—¡Por San Fustán —dijo el ermitaño parándose de repente en medio de un gorgorito—, que tenemos más caminantes extraviados a la puerta, y no quisiera por todo el oro del mundo que me vieran en esta disposición! Cada cual tiene sus enemigos, señor caballero Ocioso; y al vernos aquí mano a mano al cabo de tres horas, con esta pobreza que he podido ofreceros, como la caridad lo manda, no faltarían malvados que lo atribuyesen a borrachera y a comilona, vicios tan opuestos a mi carácter como a la natural disposición de mi índole.
—¡Son unas malas lenguas —repuso el caballero—, y yo he de darles su merecido! Verdad es, padre mío, que cada cual tiene sus enemigos; y hombre hay en estas cercanías con quien yo quisiera más bien hablar a través de las barras del yelmo que cara a cara.
—Ponte el tuyo, amigo Ocioso —dijo el ermitaño—, tan aprisa como te lo permita la índole que tu sobrenombre denota, mientras yo guardo estos jarros de peltre cuyo contenido está alborotándome los cascos. Para que no oigan de afuera el ruido, cantemos lo que quieras, cualquiera cosa. ¡No importa! ¡Sobre que no sé lo que hago!
Enseguida entonó con recia voz un devoto De profundis, con cuyo estrépito ahogó el retintín de los jarros y de los otros restos del convite. Entretanto el caballero se armaba y procuraba hacer el dúo al anacoreta, en cuanto se lo permitía la risa que le retozaba en el cuerpo.
—¿Qué diantres de maitines son esos a estas horas? —dijo una voz a la puerta.
—¡Dios te asista, buen caminante! —dijo el ermitaño, a quien el ruido que él mismo hacía, y quizás también los efectos del vino, no permitían reconocer una voz que, ciertamente, no le era extraña—¡prosigue tu camino en nombre de Dios y de San Dustán, y no nos interrumpas a mi venerable hermano y a mí en nuestras devotas oraciones!
—¿Locksley estás loco? —continuó el de afuera—. ¡Abre a…!
—¡Seguros estamos; todo va bien! —dijo el ermitaño a su compañero.
—Pero ¿quién es? —respondió el caballero—. Me importa saberlo.
—¿Quién es? —replicó el anacoreta—. ¡Dígote que es un amigo!
—Pero ¿qué amigo? Porque puede ser amigo tuyo, y no mío.
—¿Qué amigo? —dijo el ermitaño—. Más fácil es hacer esa pregunta que responderla. ¿Qué amigo? Ese honrado guardabosque de quien te he hablado.
—¡Tan honrado como tú penitente! —dijo el caballero.
—¡No lo dudo! Pero abre la puerta antes que la eche abajo a golpes.
Los perros, que al principio del ruido exterior habían hecho una salva espantosa de ladridos, conocieron, sin duda, la voz del que llamaba, pues mudaron de tono, y acercándose a la puerta y meneando la cola parecían interceder en favor del que estaba aguardando.
—¿Qué es esto, ermitaño? —dijo el montero cuando le abrieron la puerta—. ¿Quién es este compañero?
—Un hermano de la Orden —respondió el ermitaño con gesto misterioso—. Toda la noche hemos estado en oración.
—Sin duda —dijo Locksley—, es algún individuo de la Orden militante; y como él hay muchos por ahí fuera. Lo que importa es que dejes el rosario y tomes el garrote. Ha llegado el caso de echar mano de todos nuestros amigos. Pero ¿estás en tus cinco sentidos? ¿Así admites a un caballero a quien no conoces? ¿Has olvidado nuestras reglas?
—¡Que no le conozco! —respondió el ermitaño—. ¡Como a ti; ni más ni menos!
—¿Cómo se llama?—preguntó el montero.
—¿Cómo se llama? —respondió el anacoreta sin detenerse—. Sir Antonio de Scrabelstone. ¡Como si yo me sentara a beber con un hombre sin saber cómo se llama!
—Has bebido más de lo que puedes —dijo Locksley—, y quizás hablado más de lo que debes.
—Buen montero —dijo el caballero—, no os enfadéis con mi honrado huésped. No ha hecho más que darme la hospitalidad que yo le hubiera exigido por fuerza si me la hubiera negado.
—¿Por fuerza? —repuso el ermitaño—. Deja que trueque la túnica por un gabán verde; y si te defiendes de doce golpes de mi garrote, digo que no soy hombre de pro.
Al decir esto se despojó de su grosero saco y quedó en coleto y calzones de gamuza, sobre lo cual se puso con la mayor prontitud el gabán verde y calzones del mismo color.
—Átame esas agujetas —dijo a Wamba—, y tendrás un vaso de vino seco por tu trabajo.
—¡Gracias por el vino seco! —respondió el bufón—, Pero ¿no crees tú que es caso de conciencia ayudar a convertir a un santo varón en un pecador mundano?
—¡No tengas cuidado! —dijo el ermitaño.
—¡Así sea! —respondió Wamba, y acabó la operación de atar los innumerables cordones del nuevo ropaje que el anacoreta había vestido, y entretanto Locksley hablaba con el caballero.
—No podéis negarlo; vos sois el caballero de la negra armadura que decidió el combate en favor de los ingleses y en contra de los extranjeros el segundo día del paso de armas.
—¿Y qué se inferiría de eso, en caso de ser así? —preguntó el Ocioso.
—Si es así —respondió el montero—, contaríamos con vuestro socorro en favor del débil.
—Mi obligación es socorrer al necesitado —replicó el caballero—, y no creo que hay razón para pensar de mí otra cosa.
—Convendría, sin embargo, saber —dijo Locksley— si sois tan buen inglés como buen caballero; porque el negocio que tenemos entre manos atañe a todo hombre de bien pero más particularmente a los que tienen sangre inglesa en las venas.
—A nadie pueden ser más caras Inglaterra y la vida de todo inglés que a mí —exclamó con entusiasmo el caballero.
—¡Quiera Dios que así sea —respondió el montero—, pues nunca ha necesitado tanto Inglaterra del apoyo de los que la aman corno ahora! Y voy a hablaron de la empresa en la que si sois realmente lo que decís podréis tomar honrosa parte. Una cuadrilla de malsines, adoptando el traje de los que valen más que ellos, se han hecho dueños de la persona de un noble inglés, llamado Cedric el Sajón, de su hija y de su amigo Athelstane de Coningsburgh, y los han llevado a uno de los castillos inmediatos. Dime ahora si como buen caballero y buen inglés quieres y puedes ayudarnos a rescatarlos de sus enemigos.
—Mis votos me obligan a ello —dijo el caballero—. Pero ¿quién eres tú, que tan a pecho tomas este negocio?
—Yo no tengo nombre —dijo el montero—; pero amo a mi patria y a todos los que la aman. Bástate saber esto de mí por ahora, puesto que debe bastarnos a nosotros lo que de ti has querido decir. Cree, sin embargo, que cuando empeño mi palabra es tan inviolable como si calzara espuelas de oro.
—No lo dudo —respondió el caballero—, porque estoy acostumbrado a leer en la fisonomía de los hombres, y en la tuya estoy leyendo la honradez y la resolución. Nada más quiero saber sino ayudarte a poner en libertad a esos cautivos; después nos conoceremos mejor uno a otro y creo que seremos amigos.
—¿Conque tenemos un nuevo aliado? —dijo Wamba, que habiendo acabado de vestir al ermitaño, se había acercado a Locksley y oído las últimas palabras de la conversación—. ¡Mucho me alegro, porque el valor de este paladín es metal más fino que la capucha del ermitaño y que la honradez del montero, el cual tiene trazas de ser un cazador nocturno, como el anacoreta las tiene de socarrón camandulero!
—¡Calla, Wamba! —dijo Gurth—. Poco importa que sean fundadas tus sospechas. Cristiano viejo soy, y creo en Dios a puño cerrado; pero si el mismo Satanás se ofreciera a darnos ayuda en este aprieto, temo que la aceptaría.
El ermitaño estaba ya completamente armado de espada, broquel, arco, flechas y una gran partesana al hombro: salió de la celda a la cabeza de la partida, echó la llave, y la dejó debajo de la puerta.
—¿Estás en aptitud de hacer algo bueno —le pregunto Lócksley— o corren todavía en tu mollera los raudales de vino de la canción?
—Algo me hormiguean los cascos —respondió el anacoreta—, y a decir verdad las piernas no están muy seguras; pero el agua de San Dustán hace prodigios, y ya verás cuán pronto se me pasa.
Dicho esto se aproximó a la concavidad de la roca en que borbollaban los cristales de la fuente, y se echó a pechos un trago, que a poco más la deja exhausta.
—¿Cuánto tiempo ha que no haces otro tanto? —preguntó el de la negra armadura.
—Dos meses justos —dijo el ermitaño—, que fue cuando se reventó la bota y se fue lo que contenía, y sólo me quedó para apaciguar la sed esta prodigiosa fuente producto de un milagro del santo bendito.
Después de haber bebido, se lavó el rostro y las manos para purificarse de todos los restos de la francachela. Enarbolando entonces la partesana como si se hallara enfrente del enemigo.
—¿Dónde están —exclamó— esos follones opresores de la inocencia y robadores de nobles doncellas? ¡Lléveme Luzbel si no basto yo solo para una docena de ellos!
—¡Cómo juras, hermano! —dijo el caballero.
—¡No me hermanees más —respondió—, que harto hermaneado estoy cuando tengo el saco al hombro! ¡Por San Jorge y el dragón, que cuando visto el gabán verde me las apuesto a jurar, a beber y a enamorar con el mejor montero de estas cercanías!
—¡Al negocio; y callemos —dijo Locksley—, que eres más ruidoso que una mujer! ¡Y vosotros, amigos, no os entretengáis con sus dicharachos! Vamos a reunir nuestras fuerzas, que no necesitamos de muchas para apoderarnos del castillo de Reginaldo "Frente de buey".
—¿Frente de buey? —exclamó el Ocioso— ¿El noble normando se ha echado al camino? ¿Ladrón y opresor le tenemos?
—Opresor —dijo Locksley— siempre lo ha sido.
—Y en cuanto a ladrón —añadió el ermitaño—, ya quisiera él tener la mitad de la conciencia que algunos ladrones que yo conozco.
—¡Anda y calla! —dijo Locksley—. Mejor fuera que nos dirigieras al punto de reunión y te dejaras de hablar con tanta imprudencia.