XX

 

Cuando el templario llegó al salón del castillo ya estaba en él Bracy.

—Tu galanteo —dijo éste— ha sido, sin duda, interrumpido, como el mío, por este intempestivo llamamiento. Pero tú vienes más despacio que yo y de peor gana, de lo que infiero que no han sido tan malhadados como los míos tus amores.

—Conque, según eso —dijo el templario —, ¿No te han salido las cuentas como pensabas?

—No por cierto —respondió Bracy—: lady Rowena ha conocido que me es imposible ver llorar a una mujer.

—¡Qué vergüenza! —dijo Brian—. ¡El jefe de una compañía de aventureros hace caso de esas niñerías! Lágrimas de mujer son gotas de agua que animan las llamas de la tea del amor.

—¡Si no hubieran sido más que gotas! —contestó Bracy—. Pero la pobre muchacha ha vertido un raudal capaz de extinguir cien hogueras. Nunca se vieron tantos retortijones de manos, ni tantos soponcios ni chillidos desde los días de Niobe. ¡Te digo que la sajona tiene el Diablo en el cuerpo!

—Y yo te digo —repuso el templario— que la judía no tiene un diablo solo, sino una legión entera: ¡sólo así hubiera podido salir del lance con tan indomable orgullo y resolución! Pero ¿dónde está "Frente de buey"? ¿Qué significa esa trompeta que con tanta prisa toca?

—Supongo que estará negociando con el judío —dijo el normando—, y que los aullidos de éste no le permitirán oír lo que pasa afuera. Un judío que se separa de sus talegos y con las suaves condiciones de Frente de buey, es capaz de ahogar con sus gritos todas las trompetas del ejército de la Cruzada. Decid a los criados que le busquen.

No tardó en presentarse Reginaldo "Frente de buey", que había sido interrumpido en su diabólica tarea por el mismo incidente que suspendió los galanteos de sus dos amigos, y que se había detenido para tomar algunas disposiciones acerca de aquella inesperada novedad.

—Veamos la causa de este maldito trompeteo —dijo "Frente de buey"—. Aquí tenemos una carta, y está en sajón, si no me engaño.

El Barón miró y remiró la carta y la volvió por todos lados, como si las diferentes posiciones del mensaje pudieran hacerle entender su contenido. Viendo que sus esfuerzos eran inútiles, se la entregó a Bracy.

—Puede ser —dijo éste— que sean garabatos de nigromante; pero yo no los entiendo. El capellán de casa se empeñó en enseñarme a escribir; pero viendo que mis letras eran como hierros de lanza, tuvo que desistir de la tarea.

Bracy era en efecto tan ignorante como la mayor parte de los caballeros de su época y de su nación.

—Dádmela —dijo Brian de Bois-Guilbert—, que al menos los templarios tenemos la ventaja de reunir la sabiduría al valor.

—Aprovechémonos pues —dijo Bracy—, de tu reverendo saber. ¿Qué dice el papel?

—¡Es un desafío hecho y derecho —respondió el templario—; pero, por Dios, que, si no es chasco, es el reto más extraordinario que pasó jamás por el puente levadizo del castillo de un barón!

—¿Chasco? —exclamó Frente de buey—, ¡Cara le ha de costar la fiesta a cualquiera que se meta en chanzas conmigo sobre asuntos de esta especie! ¡Leed, sir Brian!

El templario leyó en estos términos: "Wamba, hijo de Witless, bufón del noble Cedric, conocido por el sobrenombre del Sajón, y Gurth, hijo de Beowolf, porquerizo..."

—¿Estás loco? —dijo "Frente de buey" interrumpiéndole.

—¡Por San Lucas, que así está escrito! Oíd lo que sigue: "Y Gurth, hijo de Beowolf, porquerizo de dicho Cedric la ayuda y asistencia de nuestros aliados y confederados que hacen causa común con nos en este feudo, a saber: el buen caballero, llamado por la presente, el Negro Ocioso, a vos Reginaldo "Frente de buey" y a vuestros aliados y cómplices, sean los que fueren, sabed: que habiéndoos, sin previa decía ración de feudo, ni otra causa conocida, apoderado maliciosa mente a mano armada de la persona de nuestro señor y amo, el susodicho Cedric, alias el Sajón, como también de la persona de la noble doncella lady Rowena de Hargottstandste de; como también de la persona del noble Athelstane de Coningsburgh; como también de las personas de otros hombres libres, guardias de los arriba dichos; cono también de la persona de algunos siervos de las mismos; y de cierto judío llamado Isaac de York; y de cierta judía, hija del dicho judío; y de ciertos caballos y mulas; cuyas nobles personas, con sus dichos guardias y siervos y dichos caballos y mulas, caminaban en paz y quietud por camino real: por tanto, os requerimos y demandamos que las dichas nobles personas, a saber: Cedric, alias el Sajón, Rowena de Hargottstandstede y Athelstane de Coningsburgh, con sus sirvientes, guardias y otros acompañantes, y los caballos y mulas, y los referidos judío y judía, con todas las monedas y efectos de su pertenencia, nos sean entregados en el término de una hora después del recibo de ésta, a nos, o a la persona o personas que para ello designaremos sin daño corporal ni menoscabo de bienes de las dichas nobles personas, criados y guardias, judío y judía, mulas y caballos. Y os damos por requeridos y demandados; y de no cumplir con este nuestro requerimiento y demanda os declaramos ladrones, malsines y traidores desleales, y pelearemos contra vos en batalla o sitio, o de otro modo, haciendo todo lo que pueda contribuir a vuestro daño y destrucción. Dios os guarde muchos años. Fecho y firmado por nos en la víspera de San Withold, bajo la encina grande de Harthill, y escrito por el que se titula ermitaño de Copmanhurst".

Al pie de este precioso documento se veía, en primer lugar, un tosquísimo bosquejo de una cabeza de gallo con su cresta, con un mote que expresaba ser el jeroglífico del infrascrito Wamba; hijo de Witless. Debajo de aquel curioso emblema estaba la cruz que servía de firma a Gurth, hijo de Beowolf. En otro lado se leía en enormes y mal formadas letras el nombre del Caballero Ocioso, y por conclusión había una flecha bastante bien dibujada, símbolo del montero Locksley. Los caballeros oyeron la lectura de este extraordinario documento desde la cruz a la fecha, y se miraron unos a otros inciertos, atónitos, como si ninguno de ellos pudiera decidir si era negocio serio o de burlas. Bracy fue el primero que rompió el silencio con estrepitosas carcajadas, que repitió, aunque tan de veras, el templario. "Frente de buey" lejos de reírse, daba indicios de desaprobar aquella inoportuna alegría.

—Yo os aseguro, caballeros —dijo el Barón—, que más convendría pensar maduramente en los efectos que puede producir este escrito que reírse fuera de propósito de las necedades que contiene.

—Frente de buey" —dijo Bracy a Brian de Bois-Guilbert— no ha recobrado sus sentidos desde el último batacazo. La idea de un desafío hace temblar todos los huesos de su cuerpo, aunque venga de un bufón y de un porquerizo.

—¡Por San Miguel! —respondió "Frente de buey"— que quisiera verte cargar con todas las consecuencias del negocio! Esos majaderos no se atreverían a cometer tan increíble desacato a no estar sostenidos por alguna gavilla numerosa. Hartos forajidos hay en esos bosques, llenos de resentimiento contra mí por las ganas que les tienen a mis liebres y a mis venados. Uno fue sorprendido con las astas de un ciervo en la mano, y no tardó cinco minutos en pagar con la vida, de cuyas resultas me tienen disparadas más flechas sus compañeros que las que se tiraron al blanco en el torneo de Ashby.

—¡Hola! —dijo, llamando a un criado—. ¿Se sabe cuánta es la gente que trata de sostener ese precioso desafío?

—Habrá a lo menos unos doscientos hombres en la selva —respondió un escudero.

—¡Buena la hemos hecho! —dijo "Frente de buey"—¡Esto es lo que resulta de prestar mi castillo a gentes que no se contentan con un negocio, sino que me traen esa bandada de tábanos que me zumben los oídos!

—¿Tábanos? —repuso el aventurero—. Llámalos más bien zánganos sin aguijón; holgazanes que se van al monte a destruir la caza ajena, en lugar de destripar terrones para ganar un pedazo de pan.

—Sus aguijones —dijo el Barón— son flechas largas como pinos; y a fe que no se les escapa una mosca cuando apuntan.

—¿No os caéis muerto de vergüenza, señor Barón? —dijo el templario—. ¡Congregad a los vuestros, y vamos ellos! ¡Un caballero, un escudero solo basta para veinte de esa canalla!

—Basta y sobra —dijo Bracy—; y vergüenza me dio enristrar la lanza contra semejantes enemigos.

—No creáis, señor templario —dijo "Frente de buey", —que sean turcos ni agarenos; ni vos, valiente Bracy, os imaginéis que se parecen en nada a los campesinos franceses. Son monteros ingleses, contra los cuales no tenemos otra ventaja que las armas y los caballos; todo lo cual nos aprovecha de' muy poco en los rodeos y espesuras del monte. ¿Salir contra ellos? Apenas tenemos gente para defender el castillo los más valientes de los míos están en York; también están allí tus lanceros, Bracy. Lo más que está a nuestra disposición son veinte hombres, a más de los que nos han ayudado en esta bella hazaña.

—¿Crees tú —dijo el templario— que puedan reunirse en número suficiente para asaltar el castillo?

—Eso no —dijo "Frente de buey"—. Esos bandidos tienen un jefe intrépido y arrojado; pero carecen de máquinas, de escalas y de todo lo que se necesita para un asalto. Dentro de los muros del castillo nada tenemos que temer.

—Pedid socorro a vuestros vecinos —dijo el templario—. Que se junten todos ellos y vengan a rescatar a tres caballeros sitiados por un bufón y un porquerizo en el castillo de la haronía de Frente de buey.

—¡Mis vecinos! —repuso el Barón—. ¿Quiénes son? Malvoisin está a la sazón en York con su gente; allí están todos mis otros aliados, y allí estaría yo con ellos si no hubiera sido por esta infernal empresa.

—Pues enviad un hombre a York —dijo Bracy—, y acudan todos nuestros amigos. Si esos bandidos resisten a mis lanceros, digo que merecen calzar espuela dorada.

—¿Y quién ha de llevar el mensaje? —dijo Frente de buey—. Esos hombres conocen las veredas, y se echarán sobre todo el que salga del castillo. ¡Ahora se me ocurre una cosa! —dijo parándose algunos instantes—. Templario, tú sabes leer y apuesto a que sabes escribir. Si pudiéramos encontrar el tintero del capellán, que murió hace un año...

—La tía Bárbara —dijo el escudero, que aguardaba las órdenes de su amo— lo tiene guardado en un rincón en memoria del capellán, que según dice fue el último hombre que la trató con alguna cortesía.

—Anda y tráele, Engelredo —dijo el Barón—, y el templario nos escribirá cuatro renglones en respuesta a ese desafío.

—¡De mejor gana lo haría con la punta de la espada que con la pluma! —dijo el templario—. Pero sea como gustes. —Sentóse Brian, y escribió en lengua francesa lo siguiente:

"Sir Reginaldo "Frente de buey" y sus nobles y valientes alados y confederados no reciben retos de manos de esclavos, siervos y fugitivos. Si la persona que se llama el caballero Negro tiene en realidad derecho a los honores de la caballería, debe saber que se envilece en esa compañía y nada puede requerir de gente noble y de ilustre sangre. Tocante a los prisioneros que hemos hecho, en virtud de lo que nos manda la caridad cristiana os aconsejamos que enviéis un sacerdote que los confiese y reconcilie con Dios, puesto que tenemos la firme intención de decapitarlos esta mañana antes de mediodía, para que sus cabezas, puestas en las almenas de este castillo, os manifiesten el caso que hacemos de los que vienen en su socorro. Por tanto, os requerimos que les enviéis un eclesiástico, que es el único favor que podéis hacerles.

El escudero se hizo cargo de la carta y la entregó al mensajero que estaba fuera de los muros del castillo aguardando la respuesta.

Cumplido su encargo el montero, volvió a los cuarteles generales de los aliados, establecidos a la sazón debajo de una decrépita encina a tres tiros de distancia del castillo. Allí esperaban con impaciencia la respuesta a su intimación Wamba y Gurth con sus confederados, el caballero Negro, Locksley y el jovial anacoreta. En torno y a cierta distancia de ellos se notaban muchos hombres armados cuyos gabanes verdes y rostros curtidos a la intemperie denotaban su género de vida. Más de doscientos estaban ya reunidos y otros muchos acudían sin cesar. Los jefes y capitanes estaban vestidos, armados y equipados como los otros: sólo se distinguían de ellos por una pluma que llevaban en la gorra.

Además de estas gavillas se habían congregado muchos sajones habitantes de los pueblos inmediatos, y no pocos siervos de los vastos estados de Cedric; y aunque el intento que los animaba era el mismo, éstos no formaban una fuerza tan ordenada ni tan bien armada como los monteros, o si se quiere bandidos. Su armamento consistía en los instrumentos rústicos que la necesidad convierte a veces en medios de venganza y de destrucción. Llevaban hoces, picas y garrotes: ni podían echar mano de otra cosa, porque los normandos según el estilo común de los conquistadores no permitían a los vecinos sajones la posesión ni el uso de ninguna especie de armas. De resultas de lo cual esta fuerza no era tan formidable a los sitiados como hubiera podido serlo en otras circunstancias, considerado su número, su vigor físico y la intrepidez que suele inspirar la defensa de una causa justa. Tal era el ejército a cuyos jefes fue entregada la carta de Brian de Bois-Guilbert.

Inmediatamente fue puesto el papel en manos del supuesto ermitaño para que se hiciera cargo de su contenido.

—¡Por vida de mi padre! —dijo éste—. ¡Juro que no puedo explicaros esta jerigonza, la cual, sea arábiga o francesa, está fuera de mis alcances!

El anacoreta entregó la carta a Gurth, el cual se encogió de hombros y la pasó a Wamba. El bufón la examinó atentamente con ademanes de afectada inteligencia, y después de muchos gestos misteriosos, como si le hiciera gran impresión lo que leía, se la dio a Locksley diciendo que no había entendido una palabra.

—Si las letras grandes fueran arcos —dijo el montero —y las pequeñas fueran flechas, algo podría alcanzar en el asunto; pero tan seguro está el contenido de mi comprensión como de mis manos un ciervo a doce millas de distancia.

—Yo voy a sacaros de apuro —dijo el caballero Negro; y habiendo leído la carta para sí, la explicó después en sajón a sus compañeros.

—No, amigo mío —dijo el de las negras armas—. Os he referido puntualmente lo que contiene la carta.

—¡Por Dios —dijo Gurth—, que hemos de hacer añicos el castillo!

—¿Y con qué? —replicó Wamba—. ¿Con las manos? Las mías no pueden servir para amasar yeso.

—Todo eso es astucia para ganar tiempo —dijo Locksley—. No se atreverán a cometer un atentado que tan caro puede costarles.

—Lo mejor sería —dijo el caballero Negro— que uno de nosotros se introdujera en el castillo para saber lo que pasa dentro. Una vez que piden un sacerdote, este buen ermitaño podría ejercer su ministerio y darnos las noticias que deseamos.

—¡Antes ciegues que tal veas! —respondió el fingido ermitaño—. Has de saber, caballero Ocioso, que no quiero exponerme tan tontamente.

—Si hubiera uno entre nosotros —continuó el caballero— que pudiera entrar en el castillo...

Todos se miraron unos a otros sin responder.

—Ya estoy viendo —dijo Wamba— que esto ha de venir a parar en que el loco haga una locura y caiga en la ratonera, mientras los cuerdos se quedan en salvo. Présteme el buen anacoreta su saco y veréis como sé desempeñar este encargo.

—¿Crees tú —preguntó el caballero a Gurth— que es hombre a quien se puede confiar este encargo?

—No sé —dijo Gurth—; pero si no sale con ella, será la primera vez que le haya faltado el ingenio para sacar provecho de su locura.

—¡Vamos pronto, buen amigo —dijo el caballero—, que Dios nos perdone este atrevimiento! Ponte ese sayal, y sepamos cuál es la actual situación de tu amo en el castillo. No deben de ser muchos los que lo defienden; harto será que no podamos apoderarnos de sus muros por medio de un ataque pronto y decisivo.

—Y al mismo tiempo —dijo Locksley—, de tal modo sitiaremos la plaza, que ni una mosca ha de salir de su recinto. ¡Manos a la obra, buen amigo! —dijo dirigiéndose a Wamba—. Y bien puedes asegurar a esos tiranos que pagarán con su persona cualquier violencia que cometan con las de los cautivos.

—¡Pax vobiscum! —dijo Wamba , disfrazado ya con la túnica del ermitaño; y marchando con gravedad, se encaminó al castillo a desempeñar su misión.

 

 

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