Cuando el bufón, calada la capucha y metidas las manos en las mangas, se paró a la puerta del castillo de Frente de buey, el guardia que la custodiaba le preguntó quién era y que objeto le llevaba.
—¡Pax vobiscum! —respondió Wamba—. Soy un humilde religioso, y vengo a administrar los auxilios espirituales a los pobres presos de este castillo.
—Hace veinte años —dijo el guardia— que no entra por sus puertas un hombre de vuestro carácter.
—Id, hermano —dijo el fingido fraile—, y anunciad mi venida al señor de esta fortaleza, que ya veréis la acogida que me da, correspondiente al hábito que, aunque indignamente, visto.
—Pero si no es así —dijo el guardia— y el amo las ha conmigo, no os irá muy bien.
El guardia dejó su puesto después de haber proferido esta amenaza, y entró en el salón del castillo, donde después de haber despachado su comisión recibió, con gran sorpresa suya, la orden de su amo de darle entrada sin pérdida de tiempo. Volvió a la puerta, y tomadas las precauciones necesarias obedeció el mandato del Barón. La extraña presunción con que Wamba se encargó de comisión tan ardua y tan difícil, no bastó casi a sostener su ánimo cuando se halló en presencia de un hombre tan temible y tan temido como "Frente de Buey"; y al dirigirle el pax vobiscum, que era la fórmula con que debía empezar a representar su papel, conoció en las piernas y en la voz cierta vacilación no muy propia de su carácter. Pero "Frente de buey" estaba acostumbrado a ver temblar a gentes de todas jerarquías; así es que la timidez del fingido eclesiástico no le inspiró ni podía inspirarle la menor sospecha.
—¿Quién eres, padre, y de dónde vienes? —le preguntó.
—¡Pax vobiscum! —repitió Wamba—. Soy un pobre religioso que, viajando por estas asperezas, he caído en manos de ladrones, quidam viator incidit in latrones; los cuales ladrones me han enviado a este castillo para ejercer mi ministerio con ciertos reos condenados a muerte por vuestra justicia.
—¡Bien! —dijo "Frente de buey"—. ¿Y puedes decirme, reverendo padre, cuántos serán esos forajidos?
—Valiente caballero —respondió Wamba—, nomen illis legio. Tantos son, que forman una legión entera.
—Dime sin preámbulos cuántos son —repuso el Barón.
—¡Ah! —respondió el fingido ermitaño—. Creo que, entre monteros y campesinos, podrán ser unos quinientos hombres.
—¿Qué? —dijo el templario, entrando a la sazón en la sala.
—¿Todo ese enjambre se ha reunido en torno de nosotros? ¡Preciso es exterminarlos a toda costa!—Enseguida, llamando aparte a "Frente de buey":—¿Conoces a ese fraile? —le preguntó.
—Es forastero —respondió—, y debe de ser de algún convento muy distante de aquí. No sé quién es.
—Entonces —continuó Brian— no debemos confiarle nada de palabra. Démosle una carta para los lanceros de Bracy mandándoles que acudan así sin pérdida de tiempo. Para mayor disimulo, a fin de que no sospechen nada, bueno será dejarle ir al cuarto de los sajones antes de enviarlos al matadero.
En virtud de esta opinión del templario, "Frente de buey" mandó a un criado que acompañase al ermitaño a la pieza en que estaban encerrados Cedric y Athelstane.
El encierro de Cedric, en lugar de disminuir había aumentado su impaciencia. Paseábase de un lado a otro de la sala con tanto denuedo y precipitación como si saliera al encuentro de su enemigo o como si fuera a saltar a la brecha de una plaza sitiada. Unas veces hablaba a solas, otras dirigía la palabra al estoico Athelstane, el cual aguardaba tranquilo el éxito de aquella aventura digiriendo entretanto los manjares de que tan abundantemente había comido a mediodía. Interesábale poco la duración de su cautiverio, considerándole como uno de los infinitos males que experimenta el hombre en esta vida, y que hallan luego el galardón en la otra.
—¡Pax vobiscum! —dijo el bufón al entrar en la pieza—¡La bendición de San Dustán y de todos los santos del Cielo sea con vosotros!
—¡Salvete et vos! —respondió Cedric—. ¿Qué se os ofrece?
—Vengo a prepararos para el último trance —respondió Wamba.
—¡Es imposible! —exclamó el Sajón—. ¡Por infames que sean mis enemigos, no creo que se atrevan a cometer tan cruel atentado!
—¡Ah! —dijo el bufón—. Los sentimientos de humanidad y de compasión son para ellos lo que un freno de seda para un caballero desbocado. Recordad, pues, noble Cedric y valiente Athelstane vuestras flaquezas y pecados, porque este, día será el de vuestro examen en otro tribunal.
—¿Oyes esto, Athelstane? —dijo Cedric—. Si ha de ser, apercibámonos a sufrir el golpe con valor y dignidad: más vale morir como hombres que vivir como esclavos.
—Siempre he guardado lo peor de esa gente —respondió Athelstane—, y tan sereno iré a la muerte cono a un convite.
—Vamos, pues, a lo principal —dijo Cedric—. Empezad, padre mío, a desempeñar vuestro ministerio.
—¡Poco a poco, tío Cedric! —dijo Wamba en su tono natural—. El salto es grande, y debes mirarte bien en ello.
—¡A fe mía —dijo Cedric—, que esa voz no me es desconocida!
—Es la de vuestro fiel siervo y bufón —dijo Wamba bajándose la capucha—. Si hubierais tomado el consejo de un loco, no os hallaríais aquí a esta hora. Si lo tomáis ahora, pronto estaréis fuera de aquí.
—¿Qué estás diciendo, mentecato? —preguntó Cedric.
—Lo que digo es —respondió Wamba— que tomes este saco y esta cuerda, que son todas las órdenes que tengo encina, y que te vayas paso entre paso de ese castillo, dejándome tu capa y tus atavíos; y no tengas cuidado, que si es menester dar el salto, yo lo daré por ti.
—¡Dejarte en mi lugar! —dijo admirado Cedric—. ¿Sabes que te cuelgan si te descubren?
—Más vale que cuelguen a un villano que a un noble el Wamba; a menos que tengas a mengua que mi villanía ocupe el lugar destinado a tu nobleza.
—Está bien, Wamba —dijo Cedric—. Acepto tu oferta, con una condición: que en lugar de cambiar de ropa conmigo, sea con lord Athelstane.
—¡Eso no, por San Dustán! —dijo el bufón— que no sería proceder con cordura! Bueno es que el hijo de Witless sufra la muerte por el hijo de Hereward; pero sería malísimo que muriese por el hijo de padres con quien nada tiene ni ha tenido nunca que ver.
—¡Bellaco! —dijo Cedric—. ¡Los padres de Athelstane fueron monarcas de Inglaterra!
—Sean lo que fueren —repuso Wamba—; pero mi pescuezo está demasiado sujeto a mis hombros, y no se separa de ellos a humo de pajas. Por tanto mi buen amo, o aceptad mi reposición, o permitidme que vaya por donde he venido.
—Dejemos en pie el árbol antiguo —dijo Cedric—, y no se perderán las esperanzas. Salva al ilustre Athelstane, amigo Wamba, que tal es la obligación de todo el que tiene sangre sajona en las venas. Tú y yo resistiremos aquí la rabia de nuestros injustos opresores, mientras él libre y seguro suscita el brío y el entusiasmo de todos los nuestros y vienen con ellos a redimirnos.
—¡No, padre Cedric —dijo Athelstane dando un golpe en la mesa; porque en ciertas ocasiones sus hechos y sus palabras no eran indignos de su alto nacimiento—; antes consentiría en pasar una semana a pan y agua en los muros de este castillo que privarte de la oportunidad que tu siervo te proporciona!
—Vosotros os creéis hombres de seso —dijo el bufón—, y me llamáis loco; pero, tío Cedric, primo Athelstane, el loco va a decidir esta cuestión y os ahorrará el trabajo de haceros tantos cumplimientos. Yo soy como la yegua de Juan Duck que no consiente que nadie la monte si no es su amo. Vine a salvar al mío, y si no acomoda, santas pascuas: ofertas de esa especie no son pelotas que van de mano en mano. ¡Por nadie me dejo ahorcar sino por mi dueño legítimo!
—Idos, noble Cedric —dijo Athelstane—; no desperdiciéis esta ocasión. Vuestra presencia basta para reunir a todos vuestros amigos y hacerlos venir a darnos libertad. Si permanecéis aquí, todo se pierde.
—¿Y hay alguna esperanza de socorro por ahí fuera? —preguntó Cedric al bufón.
—¿Esperanza? —respondió Wamba—. Cuando vistas mi sayal, es como si te pusieras la casaca de un general en jefe. Quinientos hombres están a cien pasos de aquí, y yo era esta mañana uno de sus caudillos. Mi gorra de bufón era un casco; mi espada de madera, un bastón de comandante. Veamos qué efecto produce el cambio de un cuerdo por un loco: quizás ganarán en prudencia lo que pierdan en valor. ¡Manos a la obra, y cuidado cómo tratas al pobre Gurth y a su compañero Fangs! Si me tuercen esos pícaros el pescuezo, colgad todos los emblemas de mi oficio en la sala de Rotherwood en memoria de que sacrifiqué mi vida por mi amo como siervo fiel, aunque loco.
Wamba pronunció estas últimas palabras entre chanzas y veras, y los ojos de Cedric se llenaron de lágrimas.
—¡Tu memoria —dijo Cedric— durará entre los hombres mientras haya quien aprecie el afecto y la fidelidad!; pero no nos atajamos antes de tiempo, pues no dudo que hallaré medios de salvar a lady Rowena, a ti, noble Athelstane, y a ti también pobre Wamba.
Hízose el cambio de los vestidos, y Cedric se detuvo, habiéndosele ocurrido una duda de pronto.
—Yo no sé otra lengua que la mía —dijo— y algunas pocas palabras del normando. ¿Cómo he de salir de este apuro?
—Con dos palabras tienes cuanto basta y sobra —respondió Wamba—. ¡Pax vobiscum! es una respuesta general para toda especie de preguntas. Con el ¡Pax vobiscum! puedes entrar y salir, comer y beber, hablar de veras o de chanza. No tienes más que hacer sino ponerte muy entonado y recalcarte al pronunciar ¡Pax vobiscum! Es cosa irresistible. Centinelas y guardabosques, caballeros y escuderos, infantes y jinetes, todos te obedecerán. Creo que si me llevan al palo mañana, como es muy posible que lo hagan, he de aturrullar al verdugo con un sonoro ¡Pax vobiscum!
—Si no es más que eso —dijo Cedric—, pronto se aprende el oficio. ¡Pax vobiscum! ¡No haya miedo que se me olvide! ¡Adiós, noble Athelstane; adiós, amigo Wamba! ¡Tu corazón vale más que tu cabeza! Mi intención es venir a salvaros a todos o volver a morir en vuestra compañía. La sangre real de Sajonia no ha de ser derramada mientras la de Cedric circule en sus venas, ni habrá quien toque a un cabello de este leal servidor, si la vida de Cedric puede estorbarlo. ¡Adiós!
—¡Adiós, tío! —dijo Wamba—. Y cuidado con ¡Pax vobiscum!
Cedric dejó a sus amigos y se puso en marcha para llevar a cabo la proyectada empresa. No tardó mucho en hallar ocasión de poner en práctica los consejos del bufón, porque al llegar a un pasadizo obscuro y abovedado, por el cual creía poder pasar al salón del castillo le salió al encuentro una mujer.
—¡Pax vobiscum! —dijo el fingido fraile sin hacer caso de aquella desconocida y procurando desembarazarse cuanto antes de ella, cuando oyó que te respondía con voz suave:
—¡Et vobis quaeso, domine reverendissime, pro misericordia vestra!
—Soy sordo —dijo Cedric en buen sajón renegando en su interior de las instrucciones que el bufón le había dado, puesto que tan cortado se hallaba en el primer encuentro—. Pero en aquellos tiempos la sordera al idioma latino era harto común entre clérigos y frailes; y no lo ignoraba la persona que acababa de hablar a Cedric, pues inmediatamente le dirigió la palabra en sajón.
—Ruégoos encarecidamente, reverendo padre —le dijo—, que os dignéis visitar y suministrar los socorros espirituales a un prisionero que está herido en este castillo, y que os apiadéis de su situación, como vuestro santo ministerio os lo manda: en cambio tendréis una copiosa limosna para vuestro convento.
—Hija —respondió Cedric, muy embarazado y confuso—, el tiempo que se me ha concedido para permanecer en esta fortaleza no me permite satisfacer a todos los que necesitan las obligaciones de mi ministerio. No puedo detenerme un instante sin exponerme a perder la vida.
—¡Por los votos que habéis pronunciado —repuso la mujer—, os pido que no dejéis sin consuelo al desventurado!
Cedric masculló entre dientes algunas expresiones de impaciencia y mal humor que le sacaron del embarazo en que se hallaba; y probablemente hubiera partido por medio quitándose enteramente la máscara, si no hubiera llegado a la sazón, y cuando ya iba a estallar su enojo, la vieja Urfrieda, a quien dejamos en la escalera de la torrecilla.
—¿Qué es eso, mi alma? —dijo con agria voz y asperísimo tono la que estaba hablando con Cedric—. ¿Así pagas las bondades que he tenido contigo? ¿Abandonando al pobre herido que puse a tu cuidado y obligando a este santo varón a que se ponga como una furia para desembarazarse de las importunidades de una judía?
—¿Judía? —exclamó Cedric, aprovechándose de aquella ocasión para salir más pronto del paso, —¡Apártate, mujer; apártate pronto! ¡Tu sola presencia mancilla!
—Venid por aquí, padre mío —dijo la vieja—, que no sabéis las entradas y salidas del castillo, ni podéis dar un paso en él sin conductor. Venid, que tengo que hablaros. Y tú hija de raza maldita, vuelve al cuarto del enfermo y aguárdame allí. ¡Pobre de ti si te apartas de su lado sin mi permiso!
Rebeca obedeció a la vieja, de quien a fuerza de importunidades, había conseguido antes que la dejara salir de la torre, y Urfrieda, creyendo imponerle una tarea enojosa, la obligó a cuidar al prisionero herido; encargo que la hebrea aceptó con mucho gusto. Convencida de la crítica situación en que éste se hallaba, y deseosa de aprovecharse de todos los medios que se le ofreciesen para mejorar su suerte común, Rebeca aguardaba el auxilio del religioso que, según las noticias dadas por Urfrieda, había penetrado en el ominoso castillo. Salió al pasadizo para esperarle e inducirle a que entrase en el aposento de Ivanhoe; y ya hemos visto como se frustraron sus intenciones.
Cuando, a fuerza de gritos y amenazas, Urfrieda hubo reducido a la judía a volver a la nueva prisión que le había señalado, condujo a Cedric, aunque contra la voluntad de éste, a otra pieza, cuya puerta cerró por dentro con gran misterio y precaución. Enseguida, sacó de una alacena dos copas y un jarro de vino, y dijo, más bien en tono de afirmación que de pregunta.
—Padre, tú eres sajón: no puedes negarlo —y continuó, viendo que Cedric no se daba prisa en responderle—: Los acentos de mi lengua nativa son suaves a mi oído, aunque raras veces los oigo sino en boca de esos miserables siervos, a quienes los feroces normandos abruman de cadenas y de ignominia. Eres sajón y hombre libre, salvo el servicio de Dios. Tus acentos me llegan al alma.
—¿Nunca vienen eclesiásticos sajones a este castillo? —preguntó Cedric—. Obligación suya es socorrer y amparar a sus desventurados compatriotas, oprimidos por el yugo de los conquistadores.
—No vienen —respondió la vieja—; o si vienen, es muy rara vez. Digo esto porque lo he oído, que yo por mi parte no he visto aquí otro eclesiástico que el capellán normando; pero ya hace muchos años que murió. Dejemos esto, y pues eres sajón, como no puedo dudarlo, deja que te haga una pregunta.
—Soy sajón —dijo Cedric— pero indigno del título de sacerdote. Nada puedo decir, y es inútil que te molestes en preguntarme. Déjame pues salir de aquí lo más pronto que pueda: no tardaré en volver o en enviarte un compañero mío, si tal es tu deseo.
—Detente, que no abusaré de tu paciencia —dijo Urfrieda—_ La tierra fría ahogará muy en breve mi voz y no quiero bajar a su lóbrega morada sin dejar quien conserve mi memoria y refiera mis sucesos. Horribles son, espantosos, y necesito cobrar fuerzas para contarlos.
Al decir esto llenó una copa de vino, y la bebió con tanta avidez como si la aquejara el ardor de una fiebre violenta.
—Embrutece —dijo después de haber bebido—, pero no alegra. Echa un trago, padre mío si quieres oírme sin que se te ericen los cabellos.
Cedric hubiera rehusado de buena gana aquel convite; mas no se atrevió a resistir a los gestos violentos que la vieja le hacía, bebió una copa llena, y Urfrieda, algo más tranquila con esta condescendencia, volvió a tomar la palabra:
—No he nacido, padre mío, en la miserable condición en que me ves ahora. Fui libre, feliz, amada, y amada muy de veras. Ahora soy una esclava desventurada y envilecida. Serví de juguete a las pasiones de mis opresores mientras fui hermosa: ahora soy objeto de su desprecio y de su rencor. ¿Es de extrañar que aborrezca al género humano, y sobre todo a la raza execrable que me ha trasformado de lo que fui en lo que soy? ¿Puede olvidar la mísera decrépita que tienes a la vista y cuya rabia sólo puede exhalarse en impotentes maldiciones, que su padre fue el dueño de este castillo, el señor de Torquilstone, ante quien temblaban millares de vasallos?
—¿Tú, hija de Torquil? —dijo Cedric horrorizado—. ¿Tú hija de aquel noble sajón, amigo y compañero de armas de mi padre?
—¿El amigo de tu padre? —repitió Urfrieda—. ¿Luego eres Cedric, a quien todos conocen por el dictado del Sajón? Porque el noble Hereward de Rotherwood no tuvo más que un hijo, cuyo nombre es conocido de todos los que tienen sangre sajona en las venas. Y si eres Cedric de Rotherwood, ¿qué significa ese hábito religioso? ¿Has perdido toda esperanza de salvar a tu patria, y has huido de la opresión acogiéndote a la sombra del claustro?
—¡Nada te importa saberlo! —respondió Cedric—. Prosigue tu deplorable historia, que supongo será un tejido de crímenes y de iniquidades. ¡Sobrado crimen es ya tu existencia en esta mansión!
—¡Razón tienes! —dijo la desventurada sajona—. Crímenes hay en mi historia tan negros y tan espantosos, que todos los fuegos del infierno no bastarán a purificarlos. ¡Sí, noble Cedric, en estos salones, manchados con la sangre de mi padre y de mis hermanos, he vivido como manceba de su asesino, como esclava y partícipe de su desenfreno y esto basta para que cada una de las respiraciones que exhalo sea crimen y maldición!
—¡En lazos ilegítimos —respondió la vieja—, pero no en los del amor; que el amor huye de estas infames bóvedas como de las cavernas infernales! ¡No; de esa culpa estoy exenta a lo menos! La pasión que ha reinado y reina inextinguible en mi alma, es el odio a "Frente de buey" y a su familia, y con igual furor reinaba en los momentos en que participa del extravío de mi opresor.
—¿Le odiabas, y vivías? —dijo Cedric—. ¿No tenías a tu disposición un puñal, una cuerda? Pues apreciabas semejante vida, ¡fortuna tuya ha sido que los secretos de una fortaleza normanda sean como los del sepulcro; porque si hubiera yo llegado a soñar que la hija de Torquil era concubina del verdugo de su padre mi acero te hubiera atravesado el corazón en los brazos del perverso!
—¿Hubieras osado vengar de ese modo la fama de Torquil? —preguntó Ulrica (que éste era su nombre verdadero, y no el de Urfrieda)—. Ahora conozco que eres digno del renombre que con tu patriotismo has ganado; renombre que ha llegado a estos muros, empapados en delitos. Y yo aunque envilecida y degradada palpitaba de gozo al saber que existía quien pensaba en rescatar a mi infeliz nación. ¡No; no se ha extinguido en mí el deseo de venganza que animaba al que me dio el ser! ¡Venganza! ¡Yo he gustado sus delicias, yo he fomentado las discordias de nuestros enemigos y los he excitado al combate en medio de los desórdenes de la embriaguez, he visto correr su sangre, he oído los ayes de su agonía! ¡Mírame Cedric! ¿No notas en estas facciones marchitas alguna semejanza con las del amigo de tu padre?
—¡No me lo preguntes, Ulrica! —dijo Cedric, tan compadecido como aterrado de lo que oía—. Tu semejanza con Torquil es como la del cadáver que sale de la tumba reanimado por el ángel de las tinieblas.
—¡Ángel de luz —dijo Ulrica— era yo cuando armé el brazo fiel hijo contra el padre! La oscuridad del Averno debería ocultar lo que vas a oír; pero la venganza alzará el velo que cubre este misterio de iniquidad. Largo tiempo había reinado la desunión entre "Frente de buey" y el brutal Reginaldo, su hijo; largo tiempo estuve yo fomentándola. Al fin estalló en medio de los vapores del vino, y mi opresor cayó sobre la mesa a manos del que le debía la vida: tales son los secretos que estos muros ocultan. ¡Abríos —exclamó alzando la vista al techo—; abríos, bóvedas de abominación, y confundid en vuestras ruinas a todos los que saben tan espantoso arcano!
—Y tú —dijo Cedric—, monstruo de iniquidad y de desventura, ¿qué suerte has tenido desde la muerte del autor de tus males?
—Adivínalo —respondió Ulrica—, y no lo preguntes. ¡Aquí, aquí he vivido hasta que la vejez prematura estampó en mi rostro su sello mortífero y helado; insultada y escupida donde antes todos me obedecían y acataban, obligada a satisfacer la venganza, que antes recogió tan amplia cosecha, con vanos murmullos e infructuosas maldiciones condenada a oír desde mi torrecilla solitaria los gritos del banquete en que tantas veces resonaron los míos, o los quejidos y sollozos de las nuevas víctimas de la opresión!
—Ulrica— dijo Cedric,—con un corazón que echa de menos el galardón de sus crímenes y los crímenes que le merecieron aquel galardón. ¿Osas dirigir la palabra a quien viste un hábito como el mío? ¿Qué podría hacer por ti el santo Eduardo si se presentase a tu vista en carne mortal? ¡El piadoso rey obtuvo del Cielo la gracia de curar las úlceras del cuerpo mas sólo Dios puede sanar la lepra del alma!
—¡No me abandones aún —dijo Ulrica—, infausto profeta de condenación! Dime, si puedes, adónde me conducirán los nuevos impulsos que me agitan en esta soledad. ¿Por qué se despiertan en mi pecho con nuevos e irresistibles horrores los pensamientos de mi malhadada juventud? ¿Cuál es la suerte que reserva la tumba a la que ha sido en la Tierra objeto de la cólera celeste? ¡Atorméntenme con crueles suplicios Woden, Herta, Zernebock, Mista y Scogula, más bien que sufrir los negros presagios que me angustian durante las largas horas de la noche!
—No soy sacerdote —dijo Cedric apartándose con horror de aquella triste pintura del crimen, de la miseria y de la desesperación—. No soy sacerdote, aunque lo parezca por mi traje.
—Sacerdote o lego —dijo Ulrica—; eres el único mortal temeroso de Dios y honrado por los hombres que mis ojos han visto durante estos últimos veinte años. ¿Quieres conducirme al despecho?
—No al despecho —respondió Cedric—, sino al arrepentimiento de tus culpas. Encomiéndate a Dios, haz penitencia y procura que sea aceptada la ofrenda de tu contrición. Pero ni puedo ni debo detenerme.
—¡Un solo instante —dijo Ulrica—, si no quieres que vengue en ti el desprecio y la dureza con que me tratas! ¿Piensas que duraría muchas horas la vida de Cedric el Sajón si le hallase "Frente de buey" en este castillo y con ese disfraz? Ya se han recreado en ti sus miradas cono las del halcón en la paloma.
—¡Venga —dijo Cedric—, y destróceme con picos y garras, más bien que profanar mis labios con palabras que mi corazón no aprueba! ¡Moriré cono sajón, con la verdad en la boca y la honradez en el pecho! ¡No me toques ni me detengas! ¡La presencia de Reginaldo es menos odiosa a mis ojos que la de tu infamia y miseria!
—Sea así —dijo Ulrica, desistiendo de su empeño—. Vete si quieres, y olvida en tu insolente superioridad que la desgraciada a quien has visto es la hija del amigo de tu padre. ¡Vete, Cedric! ¡Si me separan mis males de todo el género humano y me hacen odiosa a los ojos de aquellos de quienes debía esperar algún auxilio, también me separé de todo el inundo en mi venganza! ¡Nadie me ayudará; pero se estremecerán los hombres al oír la ejecución del designio que abrigo en mi corazón! ¡Adiós! ¡Tu desprecio ha roto el último vínculo que me ligaba con los hombres, puesto que ni aun siquiera me queda la esperanza de que mis compatriotas se apiaden de mis males!
—¡Ulrica —dijo Cedric, algo movido a compasión—, has podido vivir en ese abismo de crímenes y de infortunios, y ahora te das a la desesperación, cuando debieras abrir los ojos y entregarte al arrepentimiento!
—Cedric —respondió Ulrica—, bien veo que no conoces el corazón humano. El amor desenfrenado del placer, el deseo insaciable de venganza, el orgullo inseparable de la jerarquía en que nací: tales han sido los móviles de mi conducta. ¡Y por cierto que estos venenosos ingredientes alucinan hartas veces la razón e imponen silencio a la voz de la conciencia! La vejez no tiene placeres, las arrugas no tienen influjo, y hasta la venganza muere en impotentes maldiciones. Entonces es cuando el remordimiento se presenta armado de víboras; entonces se echa de menos lo pasado, y sólo ofrece lo porvenir desesperación. Las pasiones se callan, y el culpable, semejante al Demonio, es víctima del remordimiento, pero no sabe arrepentirse, tus palabras han reanimado mi abatido espíritu. ¡Bien has dicho; nada es imposible para quien sabe y se atreve a morir! Tú me has enseñado el camino de la venganza, y yo le seguiré hasta el fin. La venganza ha residido en mi alma con otras pasiones: de hoy más vivirá sola en ella, y tú mismo dirás que si Ulrica ha vivido culpable, su muerte fue digna de la hija de Torquil. Ya sé que este castillo está sitiado por fuerzas enemigas. Date prisa; diles que estrechen el asedio, y cuando veas ondear una bandera roja en la torrecilla del ángulo oriental de la fortaleza, entonces los sajones podrán pelear sin recelo. Poco les quedará que hacer: suyos serán estos muros, a despecho de toda la resistencia que les opongan los malvados. No pierdas tiempo: sigue tu suerte, que yo sé lo que me aguarda que hacer.
Cedric hubiera querido saber los pormenores del designio que Ulrica anunciaba de un modo tan enfático y terrible; pero en aquel momento se oyó la formidable voz de Reginaldo "Frente de buey".
—¿Dónde diablos se oculta ese fraile? ¡Por mi vida, que no le valdrá ser fraile si viene a sembrar traición entre mis gentes!
—¡Qué buen profeta —dijo Ulrica— es una mala conciencia! No te detengas: sal como puedas de sus manos y vuelve a tus sajones. Que canten el himno de guerra, y que no tarden en venir a consumar el sacrificio.
Dijo, y se escapó por una puerta oculta, al mismo tiempo que "Frente de buey" entró en el aposento. Cedric, aunque con repugnancia, hizo una profunda reverencia al altanero Barón, a la cual respondió éste inclinando ligeramente la cabeza.
—Tus penitentes, padre, han hecho una larga confesión; y a fe que lo aciertan, puesto que es la última que han de hacer en su vida. ¿Están dispuestos a morir?
—Aguardan lo peor —dijo Cedric, explicándose en francés lo menos mal que podía—. Saben que estando en tus manos, no tienen que esperar misericordia.
—Conozco en tu acento —dijo "Frente de buey"— que eres sajón.
—Soy —dijo Cedric— del convento de San Witholdo de Burton.
—Mejor fuera y más me convendría que fueras normando —dijo el Barón—; pero la necesidad no tiene ley. Tu convento es un nido de pájaros dañinos; pero día llegará en que ni la capucha baste para proteger a la canalla sajona.
—¡Hágase la voluntad de Dios! —dijo Cedric temblando de cólera, aunque "Frente de buey" lo atribuyó a miedo.
—Ya se te figura —dijo el Barón— que ves entrar a mis alabarderos por las puertas del refectorio; pero si desempeñas el encargo que voy a darte, puedes estar seguro y dormir tan tranquilo en tu celda como el caracol en su concha.
—Manda lo que gustes —dijo Cedric comprimiendo su agitación.
—Sígueme —dijo el Barón— por este pasadizo, y saldrás del castillo por la poterna.
"Frente de buey" echó a andar delante de Cedric, instruyéndole al mismo tiempo en el encargo que intentaba confiarle.
—Ya ves, fraile —le decía—, esa bandada de marranos sajones que se han atrevido a presentarse delante de mis almenas; diles lo que has visto de las fuerzas de estos muros, y no creo que después de oírte se detengan mucho tiempo en tan inútil empresa. Toma este papel; pero antes de todo, ¿sabes leer?
—Nada, respetable señor —respondió Cedric.
—¡Mejor que mejor! Lleva este papel al castillo de Felipe de Malvoisin: dile que va de mi parte, que lo ha escrito Brian de Bois-Guilbert, y que le ruego que lo envíe a York, aunque sea reventando un caballo. Asegúrale al mismo tiempo que nos encontrará firmes detrás de nuestras almenas. ¿No sería una vergüenza que nos intimidara ese puñado de vagabundos, que tiemblan cuando ven tremolar mis pendones y oyen relinchar mis caballos? Mucho me alegraría de que, echando mano de algún artificio, los redujeses a permanecer enfrente del castillo hasta la venida de nuestras lanzas. Mi venganza está despierta y es como el halcón, que no duerme hasta tener lleno el buche.
—¡Por el santo de mi nombre —dijo Cedric con la energía propia de su carácter —y por todos los santos del calendario, que serán obedecidas vuestras órdenes! ¡Ni un sajón se ha de apartar de estas cercanías si yo puedo ejercer algún influjo en ellos!
—¡Hola! —dijo el Barón—. ¿Parece que mudas de tono y que hablas como quien no gusta mucho de esa gente? ¿No eres tú también del mismo ganado?
Cedric no era muy práctico en las artes del disimulo, y algo hubiera dado en aquel momento por tener a su disposición alguna de las ingeniosas ocurrencias de Wamba; pero la necesidad aguza el entendimiento, y para justificar su enojo echó mano del odio que debían de inspirar a todo religioso aquellos malsines descomulgados.
—Tienes razón —dijo "Frente de buey"—; lo mismo despachan a un padre prior que a un villano.
—¡Hombres desalmados! —dijo Cedric.
"Frente de buey" llegó a la poterna, y pasando el foso por una tabla llegó a una pequeña barbacana que comunicaba con el campo por medio de un portalón fuerte y bien defendido.
—Despáchate —dijo el Barón—; y si ejecutas bien mi encargo y vuelves aquí dentro de pocos días, hallarás la carne sajona más barata que la de jabalí en el mercado de Sheffield. Parece que eres hombre de buen humor. Déjame despachar a estos bellacos, y ven a verme después que te recompensaré largamente.
—¡Yo te prometo que hemos de vernos, y pronto! —dijo Cedric.
—Vaya eso por ahora —dijo "Frente de buey" poniendo a Cedric una pieza de oro en la mano. Abrió la poterna, y dejó salir al fingido fraile, diciéndole—¡Cuenta con cumplir la palabra que me ha dado!
—¡Licencia te doy para que me arranques el pellejo si cuando vuelva a verte no merezco algo más que el cumplimiento de tu amenaza!
Esto dijo Cedric echando a correr por el campo; y volviéndose de pronto hacia el castillo arrojó la moneda de oro a la puerta exclamando:
—¡Traidor, impío! ¡Satanás cargue contigo y con tu dinero!
"Frente de buey" oyó, aunque imperfectamente, estas últimas palabras y pareciéndole sospechosa la acción, gritó a los ballesteros de las almenas que disparasen algunas flechas al fraile. Arrepintióse Enseguida y revocó la orden, creyendo que el fraile no se atrevería a desobedecerle.
—En todo caso —dijo—, más vale tratar del rescate de estos berracos sajones. ¡Hola! ¿Dónde está Gil el carcelero? ¡Que traiga a mi presencia a Cedric y a Athelstane, o como se llame, que hasta los nombres de esa gente saben a tocino y ensucian los labios de un normando! ¡Quiero lavar los míos con vino, como dice el príncipe Juan! ¡Poned un jarro en la mesa de la armería, y conducid allí a los cautivos!
Los mandatos del Barón fueron inmediatamente obedecidos; y al entrar en aquel gótico aposento, de cuyos muros pendían los despojos ganados por el valor de su padre y por el suyo, vio el jarro de vino en la enorme mesa de madera de encina, y a los dos sajones que acababan de entrar custodiados por cuatro alabarderos. "Frente de buey" empezó por refrescarse el paladar con un buen trago, y Enseguida dirigió la palabra a los prisioneros. No echó de ver desde luego la transformación de Cedric en su bufón, porque éste se había calado hasta las cejas el gorro de su amo y porque la pieza estaba algo oscura. Además de que el Barón no había examinado nunca atentamente las facciones de Cedric, creyendo que se degradaría su dignidad si fijaba la vista en el rostro de un sajón; así es que al principio de la entrevista no concibió la menor sospecha de la fuga de su principal enemigo.
—¡Valientes paladines! —dijo "Frente de buey"—, ¿Qué tal os sienta el aire de este castillo? ¿Os acordáis de la insolencia y de la altanería con que os portasteis en el banquete de un príncipe de la Casa de Anjou? ¿Cuándo merecisteis vosotros sentaros a la mesa del príncipe Juan? ¡Por Dios y por San Dionisio, que si no estrujáis la bolsa hasta el último bezante, habéis de estar colgados por los pies a las rejas del castillo hasta que os hayan comido los cuervos! ¡Vamos, explicaos! ¿Cuánto dais por vuestro indigno pellejo? ¿Qué dices tú, viejo de Rotherwood?
—Yo no doy media blanca por mi persona —dijo Wamba—; y en cuanto a colgarme por los pies, has de saber que desde que me pusieron el primer capillo en la cabeza tengo, según dicen, trastornados los cascos, y puede ser que con la colgadura vuelvan a su sitio natural.
—¡Santa Genoveva! —exclamó "Frente de buey"—. ¿Quién es este que habla?
Y al decir esto quitó el gorro de Cedric de la cabeza de Wamba, y descubrió en el cuello la argolla de plata que indicaba su condición de siervo.
—¡Gil, Clemente, perros vasallos! —exclamó furioso el normando—. ¿Quién es éste que me habéis traído?
—Yo os lo diré —respondió Bracy, que entró a la sazón—. Este es el bufón de Cedric, que pegó tan terrible chasco a Isaac de York en el torneo.
—¡No importa! —respondió "Frente de buey"—. ¡Los dos, colgarán de la misma cuerda, a menos que Cedric y este marrano de Coningsburgh paguen cuanto se les ha dejado poseer hasta ahora! Y no solo esto, sino que han de quitarnos de enfrente ese enjambre de malvados, y han de firmar una renuncia formal de sus privilegios, obligándose a vivir desde hoy más como nuestros siervos y vasallos. Id— dijo a dos de los guardias que estaban a la puerta,— traedme al verdadero Cedric, y os perdono por esta vez vuestra equivocación: además, que no hay mucha diferencia entre un loco y un hidalgo sajón.
—Cierto es —respondió Wamba—; pero vuestra sabiduría ignora que han quedado más locos que hidalgos en el castillo.
—¿Qué dice ese majadero? —Dijo el Barón a los guardias, los cuales en sus miradas daban a entender que si aquel no era el verdadero Cedric, no había quedado otro en el aposento que le había servido de prisión.
—¿Qué quieres apostar —dijo Bracy— que Cedric ha tomado las de Villadiego con la túnica del fraile?
—¡Bestia de mí! —dijo "Frente de buey"—. ¡Yo mismo le abrí la poterna y le di libertad con mis manos! ¡Bien está, señor bufón! Tu locura ha podido más que la vigilancia de estos animales que me sirven; pero, una vez que te gusta el estado religioso; ¡yo te daré las órdenes sagradas y te pondré como nuevo! ¡Hola, arrancad a ese tunante el pellejo de la cabeza, y echadle de las almenas abajo! Tu oficio es chancear. ¿Tienes ganas de chancear ahora?
—Digo —respondió Wamba, sin que turbara su buen humor el aspecto de la muerte— digo que tus hechos valen más que tus palabras, pues en lugar de hacerme simple religioso me das el birrete encarnado, que es distintivo de cardenal.
—Ya veo —dijo Bracy— que quiere morir en su oficio. ¡Dejadle vivir, "Frente de buey"! Más vale que se venga conmigo y sirva de diversión a mis lanceros. ¿Qué dices a esto, bufón?
—Digo —respondió Wamba— que tengo una argolla al cuello, y que no puedo quitármela sin permiso de mi amo.
—La lima normanda —dijo "Frente de buey"— sabe romper las argollas sajonas.
—Y aun por eso —dijo Wamba— queremos tan sinceramente nosotros los sajones a vosotros los normandos. Vuestras sierras cortan nuestras encinas, vuestro yugo oprime nuestro cuello, vuestras cucharas agotan nuestro potaje. ¿Cuándo querrá Dios que salgamos de una vez de vuestras uñas?
—Bien haces, Bracy, en divertirte con los dislates de este necio cuando estamos amenazados por todas partes. ¿No ves que se han burlado de nosotros, y que nuestra proyectada comunicación con nuestros amigos ha sido frustrada por este mismo a quien quieres proteger? ¿Qué podemos aguardar, sino un ataque general pronto?
—Vamos, pues, a las murallas —dijo Bracy—. ¿Me has visto alguna vez detenerme cuando llega la ocasión de dar y recibir golpes? Venga también el templario, y que pelee por su vida como ha peleado antes por su Orden. Haz tú lo que puedas con tu gente, y yo os ayudaré en cuanto esté a mi alcance; y aseguro que tan fácilmente escalarán los sajones este castillo como las nubes. Si queremos tratar con los bandidos, ¿por qué no emplearemos la mediación de este buen hidalgo, que con tan devota atención está contemplando el jarro de vino? ¡Vamos, sajón —dijo a Athelstane presentándole una copa de vino—; refréscate el gaznate con este soberano licor, y dinos qué es lo que puedes hacer para conseguir tu libertad!
—Lo que un hombre puede hacer —respondió Athelstane—, con tal que no sea lo que pueda deshonrarle. Dejadme ir libre con mis compañeros, y pagaré un rescate de mil marcos.
—Y, además —dijo "Frente de buey"—, has de asegurarnos la retirada de esa vil canalla que asedia el castillo contra todas las leyes divinas y humanas.
—Haré cuanto pueda —repuso Athelstane—, y creo que lo conseguiré; además que Cedric me ayudará en la empresa.
—Estamos de acuerdo —dijo "Frente de buey"—; tú y los tuyos quedaréis en libertad, y habrá paz entre nosotros por esos mil marcos de plata. Esto es una friolera, sajón, y bien puedes agradecer la moderación de la demanda. Pero cuenta que el judío no entra en el trato.
—Ni la judía tampoco —dijo Brian de Bois-Guilbert—, que a la sazón entraba en el aposento.
—Ninguno de los dos —dijo "Frente de buey"— son de la comitiva de los dos sajones.
—Además —dijo Athelstane—, que yo sería indigno del nombre cristiano si tuviera roce alguno con un perro de esa secta.
—Ni tampoco —dijo el Barón— se incluye en el trato a ese bufón, a quien guardo en mi poder para que sirva de ejemplo a todos los que quieran usar de chanzas pesadas conmigo.
—Ni el rescate comprende tampoco a lady Rowena —dijo Bracy—, que es la parte que me toca en el botín, y no estoy de humor de dejarla ir tan fácilmente de entre las manos.
—Lady Rowena —dijo Athelstane con noble arrogancia— es la prometida esposa de Athelstane de Coningsburgh; y Athelstane de Coningsburgh antes se dejará tirar por cuatro caballos furiosos que salir de este castillo sin esta ilustre dama. El siervo Wamba ha salvado hoy la vida de Cedric, a quien miro como padre, y yo quiero perder la vida antes que se le toque a un cabello.
—¿Tu prometida esposa? ¿Lady Rowena esposa de un esclavo? —exclamó Bracy— ¡Sajón, tú has soñado que estás todavía en los tiempos de San Eduardo el confesor! Dígote, si no lo sabes, que los príncipes de la Casa de Anjou no dan esa clase de pupilas a hombres de tu alcurnia.
—Mi alcurnia, altivo normando —respondió Athelstane—, proviene de un manantial algo más puro y antiguo que la de un vagabundo francés que sólo vive vendiendo la sangre de los ladrones que se alistan bajo el trapo de su pendón. Reyes fueron mis antepasados, fuertes en campaña y sabios en consejo, y festejaban en sus salones a tantos centenares de magnates cuantos tú puedes contar derrotados lanceros en tu escuadrón: reyes cuyos nombres han sido encomiados por los poetas, cuyas leyes han sido conservadas por los doctos; reyes cuyos huesos fueron enterrados en medio de las oraciones de los santos, y sobre cuya tumba se han edificado monasterios.
—¡Bravo, Bracy! —dijo "Frente de buey", que veía con satisfacción el bochorno del aventurero—. ¡El sajón no se muerde la lengua!
—Justo es —dijo Bracy— que tenga la lengua suelta quien tiene los brazos atados. Diga lo que quiera: no por eso conseguirá la libertad de lady Rowena.
Athelstane, que acababa de pronunciar uno de los más largos discursos que habían salido de sus labios en toda su vida, no replicó a las nuevas injurias del normando; pero la conversación fue interrumpida por la llegada de un criado con el aviso de que un fraile estaba en la poterna y pedía entrada en el castillo.
—¡Por San Benito! —dijo "Frente de buey"—, ¿Tendremos aquí otro impostor, o un fraile real y verdadero? Registradle antes de abrirle la puerta; pero si introducís aquí otro disfrazado, juro por los cielos que he de mandar sacaros los ojos y que habéis de morir con la planta de los pies en un brasero encendido.
—Descargad sobre mí toda vuestra cólera —dijo Gil el carcelero— si éste no es un verdadero religioso. Vuestro escudero Jocelyn le conoce, y yo aseguro que es fray Ambrosio, lego asistente de Jorvaulx.
—Que entre al instante —dijo "Frente de buey"—, pues, sin duda, nos trae noticias interesantes. ¡El Diablo anda suelto estos días por todos estos alrededores! Llevaos estos prisioneros; y tú sajón piensa en lo dicho.
—Reclamo —dijo— un cautiverio honroso con la debida asistencia, cual corresponde a mi jerarquía y al que está tratando de su rescate. Además, requiero al mejor de entre vosotros que me responda, cuerpo a cuerpo y con las armas en la mano, por esta agresión contra mi libertad. Ya te he enviado este desafió por tu maestresala, y no he recibido respuesta. Aquí está mi guante.
—Yo no respondo —dijo Frente de buey— al desafío de un prisionero, ni tú debes aceptarle tampoco, Bracy. Gil, cuelga el guante de este sajón de una escarpia del castillo: allí quedará hasta que sea hombre libre. Si le pide antes o si quiere alegar que ha sido hecho prisionero villanamente o a traición, se las entenderá conmigo, que no soy hombre que se niega a pelear a pie ni a caballo, mucho menos con él, aunque traiga en pos a todos los vasallos sajones de sus Estados.
Los guardias se llevaron a los prisioneros, y al mismo tiempo entró fray Ambrosio, cuyo aspecto denotaba la mayor turbación.
—¡Este es el verdadero Pax vobiscum! —dijo Wamba al pasar junto al fraile—. Todos los demás han sido moneda falsa.
—¡Dios mío de mi alma! —dijo fray Ambrosio al verse en presencia de los dos normandos—. ¿Estoy al fin entre cristianos?
—Estás seguro —dijo Bracy—. Aquí tienes a Reginaldo Frente de buey que nada aborrece tanto como a un judío, y al caballero Brian de Bois-Guilbert, que tiene por oficio matar agarenos. Si éstas no son buenas señales, digo que no sé dónde las hallarás mejores.
—Ya veo que estoy entre amigos y aliados de nuestro reverendo padre Aymer, prior de Jorvaulx —dijo el fraile, sin hacer caso del tono burlón con que le había hablado Bracy. — Como tales, le debéis asistencia de caballeros y caridad de cristianos.
—Dejémonos de preámbulos —dijo "Frente de buey"—, y dinos lo que tengas que decir; y que sea pronto, porque no estamos ahora para perder el tiempo.
—¡María Santísima! —dijo fray Ambrosio—. ¡Cuán pronto se enciende la cólera en estos seglares! Sabed, pues, que unos bandidos desalmados, sin temor a Dios y sin respeto a nuestra religión...
—Fraile —dijo "Frente de buey"—, dinos en plata si el Prior está en manos de los bandoleros, o qué le ha sucedido.
—Seguramente —dijo fray Ambrosio—, está en manos de esos hombres de Belial que infestan los bosques de estas cercanías.
—¡Tú que no puedes, llévame a cuestas! —dijo Frente de buey, volviéndose a sus compañeros.—¡Conque en lugar de darnos socorro el Prior, nos lo pide! ¡Buenos estamos para sacar de apuros a su reverencia! Y en dos palabras: ¿qué es lo que el Prior quiere de nosotros?
—Con vuestro perdón —dijo fray Ambrosio—; habiendo sido impuestas manos violentas en mi reverendo prelado, y habiéndose atrevido esos hombres de Belial a despojarle de sus ropas y alhajas y de doscientos marcos de oro fino y puro, y exigido además mayor cantidad por su rescate, el reverendo padre espera que vosotros, como sus leales amigos, facilitéis esta suma o acudáis a libertarle con vuestras armas, según mejor os dicte vuestra prudencia.
—¿Quién ha dicho a tu amo —dijo Frente de buey— que un barón normando arroja la bolsa para rescatar a un fraile? ¿Y cómo podemos emplear nuestras armas en su defensa, cuando a cada instante estamos aguardando que nos asalten esos forajidos?
—De eso iba a hablar —dijo fray Ambrosio—; pero vuestra precipitación me ha cortado el hilo. Además, que soy viejo, y este lance me ha trastornado el sentido. Os diré, pues, que ya se acercan a vuestras murallas.
—¡A las almenas —dijo Bracy—, y veamos qué es toque intentan!
Y al decir esto abrió una ventana que daba a la fortaleza exterior, y llamó inmediatamente a sus dos compañeros:
—¡Por San Dionisio, que el anciano tiene razón! ¡Manteletes traen y paveses, y los flecheros que se divisan en el bosque forman una nube densa que amenaza borrasca!
Reginaldo "Frente de buey" miró también por la ventana, y Enseguida tocó la trompeta y mandó congregar toda su gente.
—Bracy —dijo—, cuida de la parte de Oriente. Noble Brian, tú entiendes el ataque y la defensa, y estarás mejor en la parte opuesta; yo tomo a mi cargo la barbacana. Pero no nos fijemos en un punto solo: acudamos adonde sea mayor la necesidad, y con nuestra presencia excitemos el valor de los nuestros dondequiera que sea más fuerte el ataque. Somos pocos; pero la actividad y el valor suplirán al número, puesto que los que atacan son villanos sin jefe y sin disciplina.
—Pero, nobles caballeros —exclamó fray Ambrosio en medio del alboroto y confusión que ocasionaban aquellos preparativos de defensa—, ¿no habrá ninguno entre vosotros que quiera oír el mensaje del reverendo padre Aymer, prior de Jorvaulx? ¡Oídme por Dios, noble sir Reginaldo!
—Dirigid vuestras plegarias al Cielo —repuso "Frente de buey",—que en la Tierra poco tiempo tenernos de escucharos. ¡Anselmo, pronto; aceite y pez hirviendo para bautizar a los primeros que se acerquen! ¡Que no pierdan tiro los ballesteros! ¡Enarbolad mi bandera sobre la puerta! ¡Pronto sabrán esos infames que tienen que habérselas conmigo!
—¡Pero, noble señor —continuó el fraile, perseverando en su intento de que le prestasen atención—, considerad mi voto de obediencia, y que a la hora ésta no he desempeñado el encargo de mi superior!
—¡Dejadme en paz —dijo "Frente de buey"—, y retiraos cuanto antes!
El templario había estado observando los movimientos de los sitiadores con alguna más atención que sus insensatos compañeros.
—¡Por la Orden que profeso —dijo—, que estos hombres se acercan con más disciplina que yo aguardaba! Mirad cómo saben aprovechar las desigualdades del terreno y ponerse a cubierto de los tiros de las ballestas. No distingo bandera ni pendón, y, sin embargo, apuesto mi cadena de oro a que los dirige algún noble caballero u otro guerrero diestro en esta clase de ataques.
—Si no me engaño —dijo Bracy—, se columbra entre la turba un crestón de caballero y el resplandor de una armadura. ¡No veis a un hombre alto y con armas negras, que parece ocupado en distribuir la gente y arreglarla? ¡Por San Dionisio, que es el Negro Ocioso, que echó al suelo a "Frente de buey" en el torneo de Ashby!
—¡Tanto mejor —dijo el Barón— pues viene a que le dé el desquite! Algún pájaro de cuenta debe de ser, puesto que no se atrevió a reclamar el premio que logró por acaso. ¡Parece que no es hombre que guste de acompañarse con gente de calidad, y por Dios que me alegro de verle entre tan miserables combatientes!
Las demostraciones de inmediato ataque que por todas partes hacía el enemigo obligaron a los caballeros a poner término a la conversación.
Cada uno de ellos acudió al puesto que se le había designado a la cabeza de las fuerzas de que podían disponer; y aún que éstas no bastaban para la defensa de la fortificación, los caudillos aguardaron con serenidad el asalto que les amenazaba.