El punto de reunión, como ya hemos dicho, era una añosa encina; no la misma a que Locksley había conducido a Wamba y a Gurth en su primer encuentro, sino otra que estaba en el centro de un frondoso anfiteatro a media milla de distancia de la demolida fortaleza de Frente de buey. Allí tomó asiento Locksley en un trono de césped erigido bajo las ramas del árbol. Rodeábanle sus compañeros, y él colocó al caballero del Candado a su mano derecha, y a Cedric a su izquierda.
—Perdonad esta libertad, nobles señores —dijo el montero—; mas debéis de saber que yo soy monarca en estos dominios, y mis ásperos y agrestes vasallos dejarían muy pronto de obedecerme si me viesen ceder a otro hombre el puesto a que ellos me han elevado. Ahora bien, señores; ¿dónde está nuestro capellán? ¿Dónde está el anacoreta? ¿Nadie ha visto al ermitaño de Copmanhurst? ¡No quiera Dios, que se haya dormido junto a la bota de vino! ¿Quién le ha 1 visto después de la toma del castillo?
—Yo le vi —dijo el molinero— a la puerta de la bodega de "Frente de buey" jurando que había de probar del vino de Borgoña del Barón.
—¡Los santos del cielo —dijo Locksley— le hayan libertado de la hora en que se desplomaron las ruinas de la fortaleza! Vamos, molinero, toma contigo algunos hombres y búscale por todas partes. Saca agua del foso y viértela hacia el sitio en que le viste. Si es preciso, hemos de levantar todas las piedras del castillo hasta dar con él.
La docilidad con que se prestaron el molinero y los que le acompañaban a ejecutar las órdenes del capitán en el momento interesante de repartirse los despojos manifestaba cuánto se interesaban todos los de la cuadrilla por su digno compañero.
—No perdamos el tiempo —continúa Locksley—, porque cuando se propague la fama de esos sucesos, las partidas de Bracy, de Malvoisin y de los otros amigos de "Frente de buey" acudirán a vengar este agravio y ya será tiempo de pensar en nuestra seguridad. Noble Cedric —añadió volviéndose al Sajón—, este despojo está dividido en dos porciones: elige la que más te acomode para recompensar a tus vasallos que nos han ayudado en esta empresa.
—Buen montero —respondió Cedric— mi corazón está oprimido de dolor. El ilustre Athelstane de Coningsburgh no existe y era el último retoño de la real familia de Eduardo. Con él han perecido esperanzas que no volverán a florecer. La centella que ha apagado su sangre no volverá a encenderse. Mi gente, excepto los pocos que están aquí conmigo, aguardan mi presencia para transportar sus restos mortales al último domicilio. Lady Rowena desea con impaciencia volver a Rotherwood, y tiene que ser escoltada con fuerza suficiente. Ya hubiera yo debido ponerme en camino; sólo aguardaba, no la distribución del botín, porque así Dios me ayude ni yo ni ninguno de los míos tocará el valor de un besante; aguardaba la ocasión de darle las más sinceras gracias a ti y a esos valientes monteros por la vida y el honor que me habéis salvado.
—Nosotros no hemos hecho nada más que la mitad de la obra —dijo Locksley—; vuestros vecinos y criados deben tener también su recompensa.
—Gracias a Dios —dijo Cedric—, tengo con qué recompensarles sin privaros de vuestro galardón.
—Y algunos —dijo Wamba— se han recompensado por sus manos; no todos se vuelven a sus casas con los bolsillos vacíos; no todos llevan gorra con cascabeles.
—Han hecho bien —repuso el montero—. El rigor de nuestras leyes no habla más que con nosotros.
—Pero a ti, fiel servidor —dijo Cedric volviéndose a Wamba—, ¿cómo podré pagarte debidamente? ¡A ti, que has presentado las manos a las cadenas y te has expuesto a la muerte por salvarme! ¡Todos me abandonaban y tú te sacrificabas por mí!
Al decir estas palabras asomaron las lágrimas a los ojos de Cedric, señal de ternura que ni aun la muerte de su amigo Athelstane le había arrancado.
Pero en la impremeditada lealtad del bufón había cierta cándida sensibilidad que le llegó al corazón mucho más que el dolor y la pesadumbre.
—Si con tus lágrimas excitas las mías —dijo Wamba esquivándose de las caricias de su amo—, me verás hacer pucheros, y entonces se acabaron mis bufonadas y tendré dejar el oficio. Pero tío, si quieres realmente hacerme, favor, concede un perdón generoso a mi camarada Gurth te ha robado una semana de servicio para consagrarse al de hijo.
—¡Perdonarle! —exclamó el Sajón—. No por cierto ¡Recompensarle como lo merece! Arrodíllate Gurth. —porquerizo obedeció inmediatamente—. Ya no eres siervo vasallo —dijo Cedric tocándole con una vara—. Hombre libre eres en poblado y despoblado; en la pradera y en el bosque, dueño de una hacienda que te doy y concedo en mis estados de Walbrugham, para ti y para tu descendencia de generación en generación, ¡y maldiga Dios al que a esto se oponga!
Gurth se alzó del suelo y dio tres saltos en señal de alegría por el beneficio que acababa de recibir.
—¡Venga una lima! —exclamó—. No más argolla en d cuello de un hombre libre. Noble Cedric, doble fuerza medí la libertad y con doble valor pelearé en defensa tuya y de la tuyos. Este corazón nació para la libertad; ahora se halla en su elemento. Fangs, ¿me conoces?—dijo al fiel can, que viendo tan alegre a su amo se puso a saltar y ladrar como en celebridad de su buena dicha.
—Fangs y yo —dijo Wamba— te conocemos todavía aunque uno y otro llevamos argolla al pescuezo. Dentro de poco ni tú conocerás a nadie ni te conocerás a ti mismo.
—Antes me olvidaré de mí mismo que de ti, —dijo Gurth—. Y si fueras capaz de hacer uso de tu libertad, estoy seguro de que nuestro buen amo te la concedería.
—No —dijo Wamba—, no creas que te la envidio. El siervo se calienta al hogar, mientras el libre da y recibe porrazos en el campo; y, como dice el sastre de mi lugar, mejor está el necio en el banquete que el cuerdo en la batalla.
Oyéronse a la sazón pasos de caballos, y apareció lady Rowena en medio de un gran acompañamiento de jinetes y de otra más numerosa escolta de infantes, que anunciaron su llegada con el choque de las picas y de los arcos. Iba magníficamente vestida, y montaba un palafrén alazán, sobre el cual lucía su majestuosa persona, notándose tan sólo en sus mejillas la palidez que sus últimos padecimientos le habían producido.
Leíase en su frente, con los restos de su pasada agitación, la vivificante esperanza del porvenir y la satisfacción de verse libre de tantos infortunios. Sabía que Ivanhoe estaba seguro y que Athelstane había muerto. La primera noticia había llenado corazón de alegría; y si no le causaba una viva satisfacción la segunda, a lo menos debe perdonársele que celebrara verse exenta de importunidades y disgustos en el único punto sobre el cual sus ideas no convenían con las de su tutor Cedric.
Cuando Rowena dirigió su caballo hacia el sitio en que estaba Locksley con sus compañeros, todos se levantaron impulsados por un instinto de respeto y cortesía. La noble doncella los saludó inclinándose repetidas veces, sus doradas trenzas se mezclaron con la ondeante crina de su caballo. La gratitud y el júbilo enrojecieron sus mejillas. Expresó en pocas y comedidas palabras su agradecimiento a todos los que habían contribuido a su rescate.
—¡Dios os bendiga! —díjoles al concluir—. ¡Dios y la Virgen os bendigan, os galardonen de los riesgos que habéis tenido por acudir a la defensa de los agraviados! Si alguno de nosotros tiene hambre, Rowena le dará pan; si tiene sed, Rowena le dará vino y cerveza; si los normandos os arrojan de estos bosques, Rowena tiene cotos en que todos podréis cazar a vuestras anchas.
—¡Gracias, noble dama —dijo Locksley—; gracias en nombre de mis compañeros y en el mío! La mayor de nuestras recompensas es haber contribuido a vuestra seguridad. Muchos desaguisados hemos hecho en estas malezas; mas no dudamos que nos sean perdonadas en premio del servicio con que os hemos probado nuestro afecto.
Rowena les hizo otra cortesía y volvió riendas con ánimo de ponerse en camino hacia Rotherwood; pero detúvose un momento mientras Cedric se despedía de los monteros, y se halló inesperadamente cerca del prisionero Bracy. Estaba debajo de un árbol entregado a tristes meditaciones, cruzados los brazos, y tan distraído, que ella pasó a su lado creyendo que no la había visto. Mas el normando alzó los ojos y no pudo menos de cubrirse de rubor al verla tan cerca. Quedó turbado y sin saber qué hacer; al fin se adelantó, detuvo al caballo por la rienda e hincó una rodilla en tierra.
—¿No se digna lady Rowena —dijo— echar una mirada a un caballero sin libertad y a un soldado sin honor?
—Señor caballero —respondió la doncella sajona—, empresas como la vuestra deshonran más si se llevan a cabo que si se frustran.
—Sin embargo —respondió Bracy—, la victoria echa un velo sobre las faltas que le han precedido. Sólo deseo saber si lady Rowena quiere perdonar un atentado hijo de una pasión fatal, y asegurarle que pronto sabrá si Bracy es capaz de emplearse en empresas más nobles.
—Os perdono —dijo lady Rowena—; mas lo que no perdono es la miseria y la desolación que vuestro desacuerdo ha ocasionado.
—¡Deja esas riendas! —dijo Cedric, que a la sazón se aproximaba. — ¡Por el sol que nos alumbra si no fuera mengua había de clavarte al suelo con una jabalina; pero día llegará, Mauricio de Bracy, en que las pagues todas juntas!
—Bien puede amenazar a sus anchas —respondió el normando— quien amenaza a un cautivo. ¡Proeza digna de un sajón!
Retiróse al decir esto y dejó pasar a Rowena.
Antes de separarse de sus aliados, Cedric manifestó su especial agradecimiento al caballero del Candado y le hizo las más vivas instancias para que le acompañase a Rotherwood.
—Bien sé —le dijo— que vosotros los caballeros andantes no queréis más fortuna que la que os adquiere la punta de la lanza y que no os curáis de bienes ni de haciendas. Pero La guerra es una dama caprichosa, y bueno es tener un rincón donde meterse en caso de que haya descalabro en las aventuras. En Rotherwood tienes uno a tu disposición, noble guerrero. Cedric posee lo bastante para reparar las injusticias de la suerte, y todo lo suyo es de sus libertadores: Ven, pues, a mi piorada, no cono huésped, sino como hijo, como hermano.
—Harto bien me habéis hecho —respondió el de las negras armas— mostrándome las virtudes que abriga el pecho de un sajón. Iré a Rotherwood, y pronto; mas por ahora me lo impiden negocios graves y urgentes. Quizás cuando nos veamos en tu morada te pediré una gracia que pondrá a prueba tu generosidad.
—Antes que la pidas cuenta con todo lo que de mí puedas desear —respondió el Sajón apretando en sus manos la del caballero—. Cuenta con ello, aunque importe la mitad de, mi hacienda.
—No empeñes tan ligeramente tu palabra —dijo el paladín—, aunque espero conseguir mi demanda sin comprometer tus bienes ni honor. ¡Adiós hasta entonces!
—Sólo me queda que decirte —añadió Cedric— que durante las exequias del noble Athelstane fijaré mi residencia en el castillo de Coningsburgh. Aquellas puertas estarán abiertas a todo el que quiera participar del fúnebre banquete y no se cerrarán para quien tan animosamente se esforzó, aunque en vano, por salvar al ilustre joven de las cadenas y del hierro de los normandos. Dígolo en nombre de la noble Edita, madre del difunto Príncipe.
—Y cuenta —dijo Wamba que ya había tomado el puesto acostumbrado junto a su señor— cuenta que el convite será suntuoso, y es lástima que no asista a él Athelstane.
Esta chanza hubiera costado cara al bufón si Cedric no hubiera tenido presente los últimos servicios que le había hecho.
Rowena saludó cortésmente al del Candado, Cedric le repitió sus ofertas, y toda la comitiva tomó a paso acelerado el camino de Rotherwood.
Apenas se habían separado del sitio en que quedaban sus amigos, cuando vieron una procesión que marchaba en la misma dirección que ellos por entre las verdes calles de la selva. Eran los monjes de un monasterio inmediato, que acompañaban el cadáver de Athelstane entonando los salmos y oraciones que la Iglesia dedica al sufragio de las almas. Llevaban el ataúd los servidores de la ilustre familia, y se encaminaban al castillo de Coningsburgh para depositar los restos mortales del Barón en la misma bóveda en que reposaban los de su progenitor Engisto. Al saber la noticia de su muerte cauchos de sus vasallos se habían unido al triste acompañamiento y seguían al ataúd dando muestras del dolor que aquella pérdida les ocasionaba. Los monteros se pusieron en pie, tributando a la muerte el mismo homenaje espontáneo y respetuoso que antes habían tributado a la hermosura. El canto pausado y melancólico de los religiosos les trajo a la memoria los compañeros que habían perdido en los combates del día anterior; pero semejantes recuerdos no duran mucho en hombres acostumbrados a una vida de aventuras y peligros y que el eco de los himnos fúnebres se hubieran perdido en los circuitos de la espesura, los monteros estaban de nuevo ocupados en la distribución de su botín.
—Valiente y noble caballero —dijo Locksley al del Candado—, esforzado adalid, sin cuyo buen corazón y generosa intrepidez no hubiéramos conseguido, el triunfo de que gozamos; ¿Os dignáis escoger entre estos despojos lo que más pueda conveniros, siquiera para que os sirva de recuerdo de los humildes monteros que han tenido la honra de pelear a vuestro lado?
—Acepto la oferta —dijo el caballero— con la misma franqueza que la dictas: permitidme disponer de sir Mauricio de Bracy.
—Tuyo es —respondió Locksley—; y bien puede darte las gracias que a no ser por tu mediación, él y todos los compañeros libres que cayeron en nuestras manos penderían de esas encinas como bellotas. Pero es tu prisionero, y está seguro y lo estaría aunque hubiera dado muerte a mi padre.
—Mauricio de Bracy —dijo el caballero—, eres libre y puedes irte cuando quieras. El que tiene tu suerte en sus manos es demasiado altivo para vengarse de lo pasado, pero cuenta con lo porvenir si quieres evitar un castigo algo más severo. Mauricio, ten presente esta lección. Bracy se inclinó profundamente sin despegar los labios y se retiró del grupo que formaban los monteros, los cuales prorrumpieron en un grito general de burla y de execración. El orgulloso normando se volvió a ellos, y con su acostumbrada actitud de soberbia y altanería:
—¡Callad —les dijo—, cobardes podencos que ladráis al ciervo herido y os morís de miedo cuando le veis correr por el bosque! ¡Bracy desprecia vuestros aullidos, copio hubiera tenido a menos merecer vuestros aplausos! ¡Volved a las cavernas, ladrones desalmados, y no despleguéis los labios si se pronuncia el nombre de un caballero a una legua a la redonda de vuestras guaridas!
Este importuno desafío hubiera granjeado al normando una descarga cerrada de flechas, a no haberlo estorbado el capitán de la cuadrilla. El caballero tomó por la brida a uno de los caballos que se habían cogido en las cuadras de "Frente de buey", montó en él apresuradamente, y echó a correr por la primera vereda que encontró.
Cuando se apaciguó el rumor que aquel incidente había ocasionado, Locksley se despojó del rico tahalí y del cuerno que había ganado en el tiro al blanco del torneo de Ashby.
—Noble caballero —dijo al del Candado—, si no miras con desdén una prenda de mi uso, ruégote que conserves ésta para recuerdo del valor que has manifestado en tan memorable aventura; y si consientes en ello y, como sucede ordinariamente a los de tu profesión, te hallas en algún lance apurado en estos alrededores, toca estas palabras con el cuerno. Así: Wa-sa-hoa, y quizás no faltará quien acuda a tu socorro.
Entonces aplicó el cuerno a los labios y repitió muchas veces el toque, hasta que el caballero lo hubo aprendido.
—Con todo mi corazón te agradezco tu regalo —dijo el caballero—. No podré recibir auxilio más eficaz ni más de mi gusto que el que me deis tú y tus arrojados monteros.
Enseguida tocó el cuerno del mismo modo que se lo había enseñado Locksley.
—Perfectamente —dijo éste—. Bien se echa de ver que tanto entiendes de montería cono de guerra. Apuesto a que has sido buen cazador en tu tiempo. Camaradas, acordaos de este toque que es desde ahora en adelante propio y peculiar del caballero del Candado. El que lo oiga y no acuda inmediatamente será azotado por mis manos con la cuerda de mi arco.
—¡Viva nuestro capitán! —gritaron con entusiasmo todos los monteros—. ¡Viva el caballero Negro del candado, y quiera Dios que se sirva de nosotros cuanto antes para que vea si acudimos en su ayuda!
Locksley procedió Enseguida a la distribución del botín, lo que ejecutó con la más escrupulosa imparcialidad. Puso a un lado la décima parte para el tesoro público; otra porción fue destinada a un fondo común de reserva; otra para las viudas e hijos de los que habían perecido en la acción y para el entierro y sufragios de los que no habían dejado familia. Lo demás se repartió entre los bandidos según la clase y servicios de cada cual. Cuando sobrevenía alguna— duda, el capitán decidía con gran madurez y prudencia, y su decisión era recibida con sumisión y sin réplica. El caballero Negro observaba con extrañeza y admiración la equidad y justicia que reinaba en aquellos hombres desalmados; y todo cuanto oía y notaba aumentaba la idea que ya había formado del ingenio y sensatez de su jefe.
Cada uno de los monteros se apoderó de la parte que le correspondía. El que hacía de tesorero, acompañado de cuatro hombres, llevó la porción del fondo común al sitio en que solían ocultarlo.
—¿Dónde —dijo Locksley— estará nuestro ermitaño? No suele estar ausente cuando cada uno debe tomar lo que le toca. A su cargo debe correr esta parte. También nos hallamos con un monje prisionero que no tardará en venir, y quisiera que nuestro ermitaño estuviera aquí para tratarle con el debido respeto. Dudo que vuelva a aparecer.
—Mucho lo sentiría —dijo el del Candado—, puesto que le soy deudor de una noche de alegre hospitalidad. Vamos todos a las ruinas del castillo y quizás sabremos algo de su paradero.
Al terminar esta conversación se oyó una gritería que anunciaba la llegada del mismo cuya ausencia causaba tanta inquietud, y no tardó en resonar la voz estrepitosa del ermitaño de Copmanhurst mucho antes que se descubriese su persona.
—¡Plaza, plaza, buena gente! —gritó—. ¡Plaza a vuestro ermitaño y a su prisionero! ¡Ya estoy con los míos, y vengo como un águila con la presa en las garras! —Y al decir esto penetró por el círculo de monteros que le habían salido al encuentro. Y se presentó echando plantas delante del capitán, con la partesaria en una mano y en la otra una cuerda con que conducía atado por el cuello al abatido y desventurado judío Isaac de York—. ¿Dónde está Allan-a-Dale, nuestro juglar? ¡Por San Hermenegildo, que merezco ser inmortalizado en uno de sus cantos!
—¡Hombre del Diablo —dijo Locksley—, apuesto a que ya habrás echado un trago esta mañana! Pero ¿quién es ese que traes contigo?
—Un cautivo —respondió— de mi espada y de mi lanza; o por mejor decir, de mi arco y de mi partesana; cautivo, es verdad, pero redimido por mí de peor cautiverio. Responde judío: ¿no te he rescatado de las garras de Satanás? ¿No me prometiste que te harías ermitaño?
—¡Por amor de Dios! —exclamó el hebreo—. ¿No hay quien me saque de las manos de este loco... quiero decir, de este respetable varón?
—¿Cómo es eso? —dijo el ermitaño—. ¿Volvemos a las andadas? ¿Quieres que te friamos en una sartén como infiel relapso? ¡Vamos, Isaac; no nos andemos en chanzas y acuérdate de mis consejos!
—¡Dejémonos de profanar las cosas santas! —ordenó Locksley—. Dinos dónde has encontrado ese prisionero.
—¿Dónde había de ser, sino en la bodega? —dijo el ermitaño—. Allí se dirigieron mis primeros pasos, con designio de libertar del incendio los preciosos huéspedes de tan respetable sitio; y en efecto ya había puesto a salvo un pellejo de vino añejo e iba a llamar a alguna de estas buenas alhajas, que siempre están listos en tales ocasiones, para que me ayudaran en tan importante obra cuando di con una puerta cerrada que me llamó la atención. Aquí está, sin duda, dije para mi sayo, lo más rico y escogido de la cueva; y el bribón del mayordomo asustado con la pelotera se ha dejado la llave en la cerradura. Abro, ¿y qué encuentro? Varias colgaduras de cadenas mohosas y este perro judío que inmediatamente se entregó a discreción. No hice más que echar dos o tres tragos con el hebreo para recobrar las fuerzas que en la batalla había perdido y traté de sacarle de allí para ponerle en vuestras manos, cuando... izas!..., la torre se vino abajo con horrible estruendo, las ruinas se amontonaron a la puerta y me dejaron sin tener por dónde salir. Tras aquélla cayó otra y crecieron los obstáculos. Viéndome sin esperanza y no pareciéndome honroso salir de este mundo en compañía de un judío alcé la partesana para despacharle; pero compadecido de sus canas preferí atacarle con las armas espirituales. ¡Gracias a San Dustán bendito, la semilla ha caído en buen terreno! Bien es verdad que le hablé con irresistible elocuencia. Sin embargo, al fin me sentí bastante intercadente; o si no, ahí están Gilberto y Wibaldo que no me dejarán mentir.
—Verdad es —asintió Gilberto—. Cuando, con la ayuda de Dios y de nuestros puños desembarazamos los escombros y pudimos entrar en la bodega, el cuero estaba medio agotado; el judío, medio muerto, y el amigo, más que medio intercadente, como él dice.
—¡Mientes y remientes! —dijo el ermitaño—. Vosotros fuisteis los que os bebisteis la mitad del cuero, diciendo que era para matar el gusano. ¿No lo habría yo reservado para regalo de vuestro capitán? Pero todo esto importa poco. Lo cierto es que el judío entiende todo lo que le he explicado.
—Judío —preguntó el capitán—, ¿es eso verdad?
—¡Así os apiadéis de mi suerte —dijo Isaac— como no he entendido ni una sola palabra de lo que ese hombre ha estado explicándome durante toda esta terrible noche! ¡El miedo, el espanto, el dolor se habían apoderado de mi alma en términos que aunque el padre Abraham hubiera venido a exhortarme, me hubiera encontrado sordo a sus avisos!
—¡También tú mientes y remientes, hebreo! —replicó el ermitaño—. Mis palabras hicieron mella en ti; y por más señas, que prometiste cederme todos tus bienes.
—¡Así logre yo lo que deseo —exclamó el judío, más asustado que nunca— como es cierto que semejantes palabras no han salido de mis labios! ¿Qué ha de dar quien nada tiene? ¡Quizás ni aun mi hija tengo a la hora presente! ¡Compadeceos de mi suerte, buenos señores, y dejadme ir a llorar mis cuitas!
—No —dijo el ermitaño—; si no cumples tu promesa tenéis que hacer penitencia.
Y diciendo estas palabras alzó la alabarda, y ya iba a descargarla sobre el pobre Isaac, cuando le detuvo el caballero del Candado.
—¡Por Santo Tomás de Canterbury —exclamó el fingido ermitaño, resentido por esta acción—, que yo te enseñaré a meterte en negocios ajenos, por más fuerte que sea esa olla que te cubre los cascos!
—¡No te enfades —respondió el caballero—; ya sabes que somos compañeros y amigos!
—¡No hay más amigos! —dijo el ermitaño.
—¿Cómo es eso? —repuso el caballero, que parecía tener gusto particular en provocar a su huésped—. ¿Has olvidado que yo fui quien te indujo a quebrantar el voto de abstinencia con el pastel y el pellejo de marras?
—¡Es verdad! —dijo el ermitaño—. Y si entonces te hice aquel regalo, ahora estoy dispuesto a hacerte otro que no ha de saberte a almendras.
Y diciendo esto le amenazó con el puño cerrado.
—No lo acepto —replicó el de lo negro—, a menos que tú resistas mi golpe si yo resisto el tuyo.
—¡Manos a la obra! —dijo el ermitaño.
—¡Hola! —gritó el capitán—. ¿Peleas debajo de la encina que es nuestro cuartel general?
—No es pelea —dijo el caballero—, sino una chanza amistosa. ¡Vaya, amigo; da si te atreves, y aguanta si puedes!
—¡Gran ventaja tienes en el puchero que te guarece la cabeza —gruñó el ermitaño—; pero de nada te valdría, aunque fuese el mismo Goliat!
Al decir esto se desnudó el brazo, y haciendo un vigoroso esfuerzo lanzó al caballero un puñetazo que hubiera podido derribar a un toro. Mas su adversario se mantuvo firme como una roca. Los monteros admiraron y aplaudieron su extraordinaria fortaleza.
—Ahora —dijo el del Candado quitándose el guantelete de acero—, si te llevé alguna ventaja en la cabeza, no quiero tenerla en la mano. Toma esta friolera, y no te dobles si puedes.
—¡Genam meam dedi vapulatori! —contestó el anacoreta— ¡Es decir, que he caído en las garras del lobo! ¡Da recio, y si me tumbas, tuyo es el rescate del judío!
Esto dijo el ermitaño, y se preparó a recibir el ataque de su antagonista; el cual, aunque se las había con un hombre robustísimo y acostumbrado a semejantes hazañas, no tardó en hacerle medir el suelo con su persona. Los bandidos confesaron unánimemente que había pocos hombres en Inglaterra capaces de hacer otro tanto. El ermitaño se alzó sin muestras de resentimiento.
Terminado este episodio, tan propio de las costumbres de aquellos tiempos y de la vida de aquellas gentes, se notificó con toda formalidad al judío que pensara seriamente en su rescate.
—Retírate a un lado —le dijo Locksley— a consultar con tu bolsillo, en tanto que examinamos a un prisionero de diferente naturaleza.
—¿Es quizás alguno de los partidarios de "Frente de buey"? —preguntó el caballero.
—No, por cierto —repuso Locksley—; ninguno de ellos era digno de los honores del rescate. Todos han sido despedidos, con licencia de ir a buscar nuevo amo. Aquella guarida de desalmados ha desaparecido para siempre; y harta venganza y harto botín han recogido sus vencedores. El cautivo de que hablo es de más quilates. ¡Silencio, que ya le tenemos aquí!
Al decir esto se presentó entre dos monteros, ante el trono selvático de Locksley, nuestro antiguo amigo el prior Aymer de Jorvaulx.
En las facciones en los ademanes del prelado cautivo se leía el temor.
—¿Qué es esto? —exclamó con voz alterada—. ¿Qué leyes son las que sigue esa gente? ¿Sois acaso turcos, o infieles que desconocen el respeto debido a un sacerdote? ¡Habéis saqueado mis maletas! Otro cualquiera en mi lugar hubiera ya hecho un ejemplar castigo; pero yo soy manso e indulgente y tengo piedad de vosotros. Os ofrezco un perdón generoso y que no se hable más de esta calaverada, con tal que me devolváis mi ropa y dejéis libres a mis compañeros.
—Venerable señor Prior —dijo el capitán—, mucho me pesa que hayáis sido tratado por alguno de mis compañeros en términos poco dignos de vuestro carácter y dignidad, como debo inferirlo de vuestra reprensión.
—El trato que he recibido —continuó el Prior, animado por esta arenga— sería cruel para con una fiera de estos montes, cuanto más para con un cristiano, con un sacerdote, con el prelado de la respetable comunidad de Jorvaulx. Un tal Allan. A-Dale, borracho y coplero de profesión, ha tenido el arrojo de amenazarme con un castigo corporal, y aun con la muerte, si no le pagaba doscientas coronas de rescate, además de todo lo que me ha robado, que no es una bagatela.
—Imposible me parece —replicó el capitán— que Allana-Dale haya cometido tantos desacatos con una persona tan conocida en estos alrededores por su virtud.
—Tan cierto es lo que digo —repuso el Prior— como ahora nos alumbra el sol. Hizo más: juró que había de colgar me del roble más alto de estas selvas.
—¿Lo juró? —dijo Locksley—. Pues mal habéis hecho en no cumplir con su demanda; porque Allan-a-Dale antes se dejará cortar las orejas que faltar a un juramento.
—¡Ya veo que estáis de buen humor!— murmuró Aymer, procurando hacer de la necesidad virtud—. A mí no me disgustan las chanzas, y por cierto que el chasco es ingenioso. Pero he estado de camino toda la noche, y ya es tiempo de descansar.
—Pues muy de veras os anuncio —dijo Locksley— que paguéis un buen rescate, o escribáis a vuestros monjes que procedan a nueva elección; porque si no aflojáis la bolsa se me figura que no volveréis a ocupar la silla prioral del monasterio.
—¿Sois cristianos —preguntó Aymer—, y así respetáis a los ministros del Señor?
—Cristianos somos —respondió Locksley—; pero no pudiendo robar a los gentiles, robamos a nuestros hermanos. ¡A ver, ermitaño, acercaos, y explicad a este reverendo padre los textos latinos relativos al negocio!
El ermitaño, cuya intercadencia no se había disipado enteramente, se caló un jirón de hábito sobre el gabán, y recordando los latinajos que había aprendido en casa del dómine de su lugar.
—Venerable prelado —dijo— Deus salvam faciat benignitatem vestram; quiero decir, que seáis bien venido.
—¿Qué farsa es ésta? —exclamó el Prior—. Amigo, si eres en efecto de la Iglesia, más te convendría indicarme el modo de escapar de las manos de estos gentiles, que divertirle en hacer contorsiones como un bailarín de mojiganga.
—Bien decís —respondió el ermitaño—; y para que veáis que me aprovecho de vuestra amonestación, os digo que no hay más que un medio de escapar de aquí con vida. Hoy es día de pagar el diezmo.
—Las personas de mi clase no lo pagan —replicó el prior.
—Todo el mundo —dijo el ermitaño— nos lo paga a nosotros, como cada hijo de vecino. Conque, así, facite vobis amicos de Mammone iniquitatis. Haceos amigos de los hombres de bien, y si no, nulla est redemptio.
—Yo soy aficionadísimo a la montería y a los monteros —dijo Aymer—, y, por consiguiente, merezco que me tratéis con alguna consideración. Tan bien sé tocar el cuerno cono el mejor. ¡Vaya, tratadme como amigo!
—Dadle un cuerno —mandó el capitán—, y veremos qué tal lo hace.
El prior Aymer tocó el cuerno, y Locksley sacudió la cabeza.
—Padre prior —dijo—, eso no paga vuestro rescate. Algo más vale esa persona que aire y sonido. Además, que ya se echa de ver a qué nación perteneces. Los buenos cazadores ingleses no gustan de esos gorgoritos introducidos por los normandos. Las últimas notas de tu toque aumentan cincuenta coronas a tu rescate, como corrupción de la antigua montería nacional.
—Sobre gustos no hay disputas —afirmó el Prior—. Despachemos pronto, que me están aguardando en casa. ¿Cuánto queréis por dejarme libre?
—¿No fuera bueno —dijo aparte el teniente de la gavilla al capitán— que el judío designase el rescate del prior, y el prior el del judío?
—¡Loca ocurrencia! —asintió Locksley—. Pero, al fin, nos divertiremos. ¡Ven acá, judío! El que está en tu presencia es el padre Aymer, prior de la rica abadía de Jorvaulx. Dinos ahora cuánto debemos pedirle por su rescate, puesto que debes de conocer las rentas del monasterio.
—¡Y tanto como las conozco! —dijo Isaac—. Muchas veces he tratado con los buenos padres, y les he comprado el trigo y la cebada de sus oteros, los frutos de sus huertos y la lana de sus rebaños. ¡Oh; son muy ricos, muy ricos! ¡Si yo tuviera la mitad de sus rentas, había de pagar una gran suma por mi rescate!
—¡Judío —exclamó el Prior—, nadie sabe mejor que tú las deudas de nuestra casa! ¡Todavía no hemos podido pagar las cuentas del año pasado!
—Ni la última provisión de vino de Gascuña —repuso Isaac—; pero eso son friolerillas.
—Te engañas, hebreo —dijo el Prior—; esos vinos de que hablas entraron...
—De poco aprovecha todo eso —insistió Locksley—. Isaac, resuelve pronto esta duda, y no te andes en comentarios.
—El padre prior —afirmó el judío— puede muy bien daros seiscientas coronas y volverse muy tranquilo a su celda.
—¿Seiscientas coronas? ¡Que me place! —dijo Locksley—. ¡Has hablado como hombre de seso! ¡Prior, ya has oído tu sentencia!
—¡Tiene razón! —exclamaron los monteros.
—¿Estáis en vuestro juicio'?—dijo el Prior—. ¿Dónde he de ir yo por ese montón de dinero? ¡Aunque vendiera las alhajas del monasterio no podría juntar ni la mitad! Os daré una buena suma, os lo prometo; mas para eso es necesario que yo vaya en persona a proporcionármela. Dejadme ir a Jorvaulx, y guardad en rehenes a mis dos compañeros.
—¡Ni por pienso! —dijo Locksley—. Tus compañeros irán por las seiscientas del pico, y tú te quedarás con nosotros y cuenta que si gustas de montería, ya verás la provisión que tenemos.
—Otra cosa puede hacerse —observó el judío, queriendo granjearse el favor de los monteros—. Yo puedo enviar a York por las seiscientas coronas, de cierto depósito que está en mi poder, si el reverendo Padre tiene la bondad de firmar un recibo.
—Firmará lo que tú quieras —dijo el capitán—: y tú pagarás el rescate del Padre y el tuyo al mismo tiempo.
—¿Mi rescate? ¡Ah, valientes guerreros! —exclamó el judío—. ¿Qué rescate queréis del que no tiene sobre qué caerse muerto? Si me pedís cincuenta coronas, tengo que ir con un báculo en la mano mendigando de puerta en puerta.
—El Prior decidirá la cuestión —insinuó Locksley—. ¿Cuánto crees, padre Aymer, que puede pagar el judío?
—¿Cuánto? —respondió el Prelado—. Isaac de York tiene en sus arcas lo que bastaría para redimir a las diez tribus de Israel del cautiverio de los asirios. Pocos negocios he tenido con él; pero el mayordomo de casa ha tenido muchos, y dicen que el oro y la plata que hay en la habitación de ese perro son la ignominia de una nación cristiana. Todos los hombres de bien se escandalizan de' ver que se permite a esas sabandijas chupar la sangre del Estado, y aun la de la Iglesia. con sus usuras y extorsiones.
—¡Poco a poco, padre mío! —dijo Isaac—. Aplacad algún tanto vuestro colérico humor.
Vuestra reverencia ha de saber que yo no pongo a nadie el puñal al pecho para que tome mis escudos. Cuando el eclesiástico y el lego, el príncipe y el barón, el prior y el caballero llaman a la puerta de Isaac para pedirle dinero prestado, no usan de esos términos descorteses. "Amigo Isaac sácame de este apuro; cuenta con el pago. Isaac, buen Isaac, soy hombre perdido si no acudes en mi socorro". Pero cuando llega el término del pagaré y voy a pedir lo mío, entonces son los denuestos y las maldiciones de Egipto, y perro judío, y los demás primores.
—Prior —exclamó el capitán— judío o no judío, lo que ha dicho es la verdad pura. Pronuncia tú su sentencia, como él ha pronunciado la tuya. y hasta de injurias y vituperios.
—A no ser un latro famosus —dijo el prior— palabras que os explicaré en otro tiempo y lugar, no osaríais colocar en la misma línea a un judío y a un cristiano. Más, puesto que debo apreciar la libertad de ese hombre, digo redondamente que perjudicáis gravemente vuestros intereses si le dejáis ir por un besante menos de mil coronas.
—¡Fallo definitivo! —exclamaron los bandidos.
—Y sin apelación —dijo el capitán.
—¡El Dios de mis padres me socorra! —gritó Isaac—. ¿Queréis arruinarme de un golpe como el castillo de Frente de buey? He perdido a mi hija, ¿Y queréis que pierda hasta el último bocado de pan?
—Si has perdido a tu hija —replicó el prior— tendrás menos bocas que mantener.
—¡Ah, reverendo prelado —protestó Isaac— el estado que profesas no te permite saber lo que es amor de padre! ¡Oh Rebeca! ¡Hija de mi bien amada Raquel! ¡Si tuviera a mi disposición tantos cequíes cuantas hojas hay en estos árboles, todos los daría por saber si vives y si has escapado de las garras de aquel impío!
—¿No es pelinegra tu hija? —le preguntó uno de los bandidos—. ¿No llevaba un velo bordado de plata?
—Sí; esa es —respondió el anciano temblando de inquietud, como antes había temblado de miedo—. ¡Bendígate Jacob si puedes darme alguna noticia de la prenda de mi alma!
—Lo único que puedo decirte —continuó el montero— es que el templario la sacó del último encuentro, y que ya yo le había apuntado con la flecha cuando me detuvo el temor de herir a la dama.
—¡Ojalá —dijo el judío— la hubieses disparado aunque hubieses atravesado el corazón de la desventurada Rebeca! ¡Antes yazga en el sepulcro de mis padres que en los brazos del licencioso y sanguinario Bois-Guilbert!
—Amigos —exclamó el capitán— aunque ese hombre no es más que un judío, su angustia me llega al corazón. Di la verdad, Isaac; ¿has de quedar completamente arruinado si pagas mil coronas del rescate?
Isaac, volviendo a la consideración de su dinero, cuya afición a fuerza de un hábito inveterado luchaba en su alma con los impulsos del amor paterno, quedó pálido y confuso al oír esta pregunta; mas al fin no pudo menos de confesar que le quedaría algún sobrante.
—No importa —insistió Locksley— contigo no repararemos en pelillos; además, que, sin el auxilio de buenos sacos de escudos, tan difícil te será sacar a tu hija de las manos de Brian, como matar un ciervo con pelotas de lana. Pagarás la misma suma que el prior o, por mejor decir, cien coronas menos, las cuales serán disminuidas de la parte que me toca en tu rescate. Con eso evitaremos poner al judío en la misma clase que al prelado, y tendrás seiscientas coronas para tratar de libertar a tu hija. Bois-Guilbert es tan aficionado a los ojos negros como a la plata acuñada; date prisa a tentar la codicia de Brian antes que suceda alguna catástrofe. Según las noticias que me han traído mis compañeros, le encontrarás a pocas millas de aquí, en el castillo de su orden. ¿He dicho bien, amigos?
Los monteros expresaron su aprobación a las medidas tomadas por el jefe. Isaac, aliviado en parte de sus temores por los datos que había adquirido acerca del paradero de Rebeca y por la esperanza de rescatarla, se arrojó a los pies del generoso bandido, y quiso besar la guarnición de su gabán; más el capitán retrocedió, no sin darle muestras de desprecio.
—¡Álzate desdichado! —le dijo—. Yo he nacido en Inglaterra, y no gusto de esas postraciones a la turca. Arrodíllate delante de Dios y no delante de un pobre pecador, como yo soy.
—Aquí tienes a uno —insinuó el prior— que puede mucho con Brian de Bois-Guilbert. Entendámonos, y haré cuanto pueda porque te sea devuelta tu hija. Isaac lanzó un profundo suspiro, alzó las manos al cielo y se entregó a los excesos de su dolor. Locksley lo llamó aparte.
—Piensa bien —le dijo— lo que vas a hacer con este negocio. Si quieres seguir mis consejos, habla al prior. Es ambicioso, o a lo menos necesita tener barro a barro para sus profusiones. Fácilmente podrás satisfacerle, pues no creas que me alucinas con esa fingida pobreza. Conozco hasta las barras del arcón de hierro en que guardas las talegas. ¿Qué es del manzano que tienes en el jardín de York y de la piedra que está debajo, y que sirve de entrada a un escondrijo?
Al oír esto, el judío quedó pálido como la muerte.
—Pero nada ternas —continuó el capitán—. Años hace que nos conocemos. ¿Te acuerdas del montero que tu hermosa hija sacó de la cárcel de York, y que estuvo en tu casa hasta que restableció su salud? ¿Te acuerdas de la pieza de oro que le pusiste en la mano cuando se despidió de ti? Aunque eres un afortunado usurero, nunca empleaste tus fondos a más altos intereses pues aquella corta cantidad te ha producido hoy nada menos que quinientas coronas.
—¿Eres tú Dicón Tira-el-arco'?—preguntó Isaac—. ¡Por el Dios de Israel, que me pareció haber conocido tu voz!
—Yo soy Dicón Tira-el-arco —respondió el capitán— y soy Locksley, y todavía tengo otro nombre mejor que todos esos.
—Pero antes de todo —dijo el judío— debe decirte que te engañas en cuanto a lo de la piedra y el manzano. ¡Así me ayuden los profetas como es cierto que allí no hay más que algunas frioleras de poco valor! Si quieres, las partiré de buena gana contigo: cien varas de paño verde para gabanes como los que usa tu gente; cien estacas de boj de España y cien cuerdas de seda, duras, fuertes y bien torcidas. Dispón a tu gusto de todo eso, con tal que no hables a alma viviente del manzano ni de la piedra, querido Dicón.
—No desplegaré los labios sobre el asunto —prometió el capitán— y en cuanto a tu hija, cree que me duele su situación. Pero ¿qué he de hacer? Las lanzas de los templarios pueden más que nuestras flechas, y lo mismo nos barrerían que telarañas. Algo hubiéramos hecho por tu hija si antes hubiéramos sabido su aventura; más ahora sólo puedes salvarla con política. ¿Quieres que me entienda con el prior?
—Haz lo que quieras, buen Dicón —repuso el judío con tal de que me restituyas mi amada Rebeca.
—No vengas a interrumpirme —dijo el montero— con tu importuna codicia, y haré cuanto me sea dado en tu favor.
Locksley se separó del judío, mas éste le siguió como si fuera la sombra de su cuerpo.
—Prior Aymer —exclamó Locksley— dos palabras aparte. Por ahí dicen que eres jovial y caritativo; lo cierto es que nadie ha dicho de ti que seas opresor o tiránico. Aquí tienes a Isaac, que podrá desempeñar tu casa si consigues del Templario la libertad de su hija.
—¡Poco a poco! —dijo Isaac.—Ha de volver libre y tan honrada como cuando se separó de mí; si no, no hay nada de lo dicho.
—Isaac —dijo el montero— o callas, o se acabó mi mediación. ¿Qué dices a esto, prior Aymer?
—Digo —respondió el prelado— que el negocio es condicional porque si por un lado hago bien, por otro contribuyo a la felicidad de un judío, lo cual es contra mi conciencia. Sin embargo, si el israelita quiere contribuir a la reedificación de nuestro arruinado monasterio, tomaré a mi cargo la negociación del rescate de su hija.
—No nos paremos —dijo Locksley— (¡estate quieto, Isaac!) en cuarenta marcos más o menos.
—¡Pero, por el Dios de los cielos —observó el judío— buen Tira-el-arco!
—¡Buen judío, buen diablo de los infiernos! —dijo el montero perdiendo la paciencia—. ¿Quieres poner tus talegos miserables en la misma balanza que el honor y la libertad de tu hija? ¡Por las barbas de mi padre, que he de despojarte del último maravedí si sigues molestándome!
Isaac se cruzó de brazos y bajó la cabeza. El Prior preguntó.
—¿Y quién me sale garante de vuestras promesas?
—Cuando Isaac haya salido bien con su empresa por tu mediación —repuso el capitán— juro por San Huberto que he de verle con mis ojos pagar lo estipulado; y si no, las habrá conmigo. Más le valdría en este caso, haber pagado diez veces otro tanto.
—Bien está, judío —contestó Aymer—. Puesto que debo tomar cartas en el asunto, dame recado de escribir. Pero qué, ¿no hay pluma?
—En cuanto a pluma —dijo Locksley— yo podré facilitarte cuantas quieras.
Y viendo revolotear sobre su cabeza una bandada de ánades, apuntó al que iba delante, el cual cayó inmediatamente atravesado por una flecha.
—Aquí hay plumas —continuó— más de las que bastan para la provisión de tu monasterio por espacio de un siglo.
El Prior se sentó debajo de un árbol, y escribió con gran sosiego una epístola a su amigo; y habiéndola cerrado, se la entregó al judío, diciéndole:
—Esto te servirá de salvoconducto para Templestowe, y probablemente lograrás por su medio el rescate de la muchacha. Más cuenta con las proposiciones que haces para conseguirlo, porque el buen caballero Bois-Guilbert no hace nada sin cuenta y razón.
—¡A otra cosa! —dijo el montero—. Ya no tienes que hacer nada aquí, si no es firmar el recibo de las quinientas coronas de tu rescate. El judío será mi tesorero; y si llego a tener la menor noticia de que rehúsas el pago, juro que he de poner fuego al monasterio y todos vosotros habréis de ser reducidos a cenizas, aunque sepa que han de ahorcarme diez años antes.
El prior se puso a escribir de nuevo, aunque no de tan buena gana como antes, y extendió y firmó un recibo por valor de las quinientas coronas que el judío había de dar por su rescate, obligándose a pagar leal y exactamente.
—Y ahora —exclamó el Prior— tendréis la bondad de restituirme las mulas y palafrenes y los monjes que me acompañan, juntamente con las alhajas y ropa de mi uso, lo cual se halla comprendido en mi rescate.
—En cuanto a los monjes —dijo Locksley—, ahora mismo van a ser puestos en libertad, porque sería injusto detenerlos; también se te devolverán las mulas y palafrenes, con alguna plata menuda para que puedas continuar tu jornada. Mas por lo que hace a las ropas y alhajas, has de saber que somos hombres de conciencia, y no podemos permitir que un hombre de tu carácter lleve consigo esas vanidades mundanas.
—Mírate bien en ello —observó el Prior—, y considera que son bienes de un sacerdote y que se expone a terrible castigo todo seglar que los toque.
—Yo cuidaré de eso, reverendo padre —afirmó el ermitaño—, y tus alhajas, vendrán a mi poder.
—Hermano, o amigo, o lo que quiera que seas —dijo Aymer—, si en efecto has recibido órdenes sagradas, no sé qué cuentas darás a tu prelado de la parte que has tenido en esta fechoría.
—Amigo Aymer —respondió el anacoreta—, has de saber que toda la comunidad de mi convento se reduce a mi persona. y que nada tengo que ver con el arzobispo de York, ni con el abad de Jorvaulx y todo su capítulo.
—Eres irregular —dijo el prior—, y en ti estoy viendo uno de los muchos que se dan por eclesiásticos sin serlo, profanando los santos ritos, perdiendo las almas de los fieles, y dándoles piedras en lugar de pan.
—¡Dime lo que quieras! —repuso el ermitaño.
—¡Basta! —ordenó Locksley—. ¡Haya paz entre vosotros! Tú, prior, si quieres escapar con vida, no provoques la cólera de nuestro ermitaño; y tú, buena alhaja, no detengas más al reverendo Prelado.
Este consideró al fin que comprometía su dignidad disputando con el capellán de una gavilla de ladrones; juntóse con los otros monjes de su acompañamiento, y montó a caballo con menos pompa que cuando cayó en manos de los bandidos.
Sólo quedaba que arreglar la fianza que había de dar el judío, tanto por su rescate cono por el de Aymer. Viendo que era indispensable esta formalidad, firmó y selló una orden a uno de sus compañeros de York mandándole que pagase mil coronas al portador, entregándole al mismo tiempo las mercancías especificadas en la nota que iba junta.
—Mi hermano Sheva —dijo arrojando un profundo suspiro— tiene la llave de todos mis almacenes.
—¿Y la de la piedra que está debajo del manzano?—preguntó Locksley.
—¡Dios me libre —respondió Isaac— y no permita que se descubra jamás ese secreto!
—No será por mi boca —dijo Locksley—, con tal que ese papel produzca el efecto deseado. Pero ¿qué haces, Isaac? ¿Estás lelo? ¿No piensas en el peligro de tu hija?
—Sí —dijo el judío saliendo de la suspensión en que le había puesto la firma que acababa de echar—. Me voy sin detenerme. ¡Adiós, tú, a quien quisiera llamar buen hombre, y a quien ni quiero ni debo llamar malvado!
Antes que Isaac se separase de la cuadrilla el capitán le dio el consejo siguiente:
—Sé liberal en tus ofertas, Isaac, no te pares en dinero, si quieres sacar a tu hija de las garras de Brian de Bois-Guilbert. Créeme; el oro que rehúses por libertarla te ha de dar con el tiempo más tormentos que si cayera derretido en tu garganta.
Isaac convino con harto dolor de su corazón en la verdad de estas observaciones, y se puso en camino con dos monteros que debían guiarle y custodiarle en su jornada.
El caballero Negro, que había estado observando con el mayor interés todos estos procedimientos, se despidió de Locksley para marchar adonde sus arduos negocios le llamaban, y no pudo menos de expresar la sorpresa que le causaba el ver reinar tanto orden y disciplina entre gentes fuera de la protección ordinaria y del influjo de las leyes.
—El mal árbol, señor caballero —respondió el bandido—, suele dar frutos sazonados, y los malos tiempos traen consigo algunas buenas cosas. Entre los que ejercen esta vida desalmada y expuesta, creed que hay algunos moderados sentimientos y otros que lloran amargamente las circunstancias que les han obligado a tomar un partido tan contrario a sus principios.
—Quizás —replicó el caballero— estoy hablando con uno de esos últimos de que habéis hecho mención.
—Señor caballero —objetó el capitán— cada cual tiene sus secretos. Libre sois de formar de mí la opinión que gustéis y las conjeturas que más os agraden; pero ninguna de las flechas llegará al blanco. Yo no trato de penetrar en vuestros arcanos y no debéis ofenderos si no os descubro los míos.
—Vuestra reconvención es justa —dijo el caballero—, y os ruego que me perdonéis mi indiscreción. Quizás volveremos a vernos, y entonces será sin disfraces. Entretanto, creo que nos separamos buenos amigos.
—Aquí está mi mano en prenda —replicó Locksley—, y puedo decir que es la mano de un buen inglés, aunque bandido por ahora.
—Aquí está la mía —respondió el caballero—, y tengo a honra haberla apretado con la tuya. El que obra bien teniendo medios ilimitados de obrar mal, merece loor, no sólo por el bien que hace sino por el mal que evita, felicidades, y adiós, buen montero. Así se separaron aquellos dos aliados, y el de las negras bosque armas a caballo y desapareció en los circuitos del bosque.