Dábase un espléndido banquete en el castillo de York, a que el príncipe Juan había convidado a todos los prelados, nobles y caudillos con cuyo socorro esperaba realizar sus miras ambiciosas y ocupar el trono de Ricardo Corazón de león. Waldemar Fitzurse, su diestro agente político, era el resorte secreto de toda aquella máquina y el que sostenía entre todos los partidarios el valor que era necesario para hacer una declaración pública de los intentos del Príncipe. Pero había sido forzoso diferir el último golpe por la ausencia de algunos miembros importantes de la confederación. El brío emprendedor e irresistible, aunque brutal e imprudente, de "Frente de buey"; el arrojo y la ambición de Mauricio de Bracy; la sagacidad, la pericia militar y el acreditado valor de Brian de Bois-Cuilbert, eran elementos indispensables para el buen éxito del plan, y mientras maldecían en secreto su importuna ausencia ni Juan, ni su favorito osaban dar un paso adelante sin su ayuda. También había desaparecido Isaac de York, y con él la esperanza de ciertas sumas que debían suministrar en virtud del contrato celebrado con el Príncipe. Todas estas circunstancias eran fatales a su partido en tan crítica y decisiva urgencia.
A la mañana del día siguiente de la destrucción del castillo de Frente de buey empezó a susurrarse en la ciudad de York que el Barón, Bracy, Brian y sus confederados habían perecido o caído en manos de sus contrarios. Waldemar fue el que dio la primera noticia al Príncipe Juan, indicándole sus temores de que tamaña desgracia hubiese provenido del ata que planteado por Bracy contra el Sajón y su familia. En otras circunstancias el Príncipe no hubiera visto en aquel atentado más que una risible niñería; pero como entonces se oponía, o a lo menos retardaba, la ejecución de sus miras, se puso aclamar violentamente contra los agresores, deplorando la infracción de las leyes y del orden público como hubiera podido hacerlo el mismo rey Alfredo.
—¡Inicuos raptores! —decía el Príncipe—. ¡Si llego a sentarme en el trono de Inglaterra, por las barbas de mi padre que he de colgarlos de las puertas de sus castillos!
—Para sentaros en el trono de Inglaterra —dijo Fitzurse—, es necesario no sólo que vuestra alteza pase por alto esos atentados, sino que conceda su protección a los que los cometen, a pesar de ese celo laudable en favor de las leyes que ellos están acostumbrados a quebrantar. ¡Buenos estarían nuestros negocios si los bellacos sajones vieran convertidas en horcas las puertas de los castillos de los barones normandos! Eso es lo que desean Cedric y todos sus partidarios. Vuestra alteza conoce que no podemos retroceder del punto a que hemos llegado; pero bien ve cuán peligroso sería un paso cuando nos faltan tan útiles cooperadores.
El Príncipe oyó con impaciencia estas observaciones, y se puso a pasear por el aposento con todos los síntomas de la inquietud y del despecho.
—¡Villanos! —decía—. ¡Traidores! ¡Haberme abandonado en este apuro!
—Locos y desacordados más bien merecen llamarse —dijo Waldemar—; insensatos que se divierten en frioleras, y dejan el negocio más importante.
—¿Qué hemos de hacer? —dijo el Príncipe parándose delante del consejero.
—No sé que se pueda hacer otra cosa —respondió éste —que lo que ya he dispuesto. Ni soy hombre de los que se ponen a declamar contra la mala suerte antes de haber hecho todo lo posible para mejorarla.
—¡Eres el ángel de mi guarda —dijo el Príncipe—, y si tengo la dicha de que no me falten tus consejos, el reinado de Juan será famoso en los anales de esta isla! Refiéreme las disposiciones que has tomado.
—He dado orden a Luis Winkelbrand, teniente de Mauricio, que toque a botasillas, tremole el pendón y marche al castillo de Frente de buey a dar cuanto socorro pueda a nuestros amigos.
El príncipe Juan enrojeció de cólera, como si acabara de recibir un insulto.
—¡Por la Virgen Santa —dijo—, te has atrevido a mucho! ¡Tocar clarín y desplegar bandera en una ciudad en que se halla el príncipe Juan, y sin su consentimiento!
—Pido a vuestra alteza mil perdones —replicó Fitzurse, maldiciendo interiormente la pueril vanidad de su protector—; pero cuando urgen tanto las circunstancias, y cuando puede ser tan fatal la pérdida de un minuto, no he vacilado en tomar a mi cargo esta disposición, que he juzgado necesaria a vuestros intereses.
—Te perdono, Fitzurse —dijo el Príncipe—, porque conozco la rectitud de tus intenciones. Mas ¿quién es Este que se acerca? ¡Bracy es, voto a tantos; y cierto que viene en buen estado!
Era Bracy, en efecto, y su persona y su atavío denotaban La borrasca anterior. Iba cubierto de lodo desde el crestón hasta la espuela, rota y ensangrentada la armadura, sin espada al cinto, y con todas las señales de un guerrero que ha salvado la vida a expensas del honor o de la libertad. Se quitó el yelmo de la cabeza, lo colocó sobre un mueble, y se mantuvo algún rato en silencio como si necesitara cobrar aliento para referir las tristes nuevas de que era portador.
—Bracy —exclamo el Príncipe—, ¿qué significa todo eso? ¿Se han rebelado los sajones? ¿Qué te ha sucedido?
—¡Habla, Bracy! —dijo Fitzurse casi al mismo tiempo que el príncipe—. ¿Eres hombre, o gallina? ¿Dónde están "Frente de buey" y el Templario?
—El Templario —contestó Bracy— ha huido; "Frente de buey" ha muerto asado en las llamas que han consumido su castillo. Yo sólo he escapado con pellejo para traeros las noticias.
—¡Y bien frío me dejan —repuso el Príncipe—, aunque tanto hablas de incendio y de llamas!
—Aún no sabéis lo peor —respondió Bracy; y acercándose al Príncipe, le dijo en voz baja y enfática—: ¡Ricardo está en Inglaterra! ¡Le he visto y he hablado con él!
El Príncipe quedó pálido como la cera y se apoyó en el espaldar de un sillón como si acabase de recibir un dardo en el pecho.
—¡Sueñas, Bracy! —exclamó Fitzurse—. ¡No puede ser!
—Es tan verdad como la verdad misma —respondió el normando—: He hablado con él, y he sido su prisionero.
—¿Con Ricardo Plantagenet? —preguntó Fitzurse.
—Con Ricardo Plantagenet —replicó Bracy—; con Ricardo Corazón de león, con Ricardo de Inglaterra.
—¿Y has sido su prisionero? —repuso Waldemar— ¿Conque tiene fuerzas a su mando?
—No: algunos monteros estaban con él, pero no le conocían. Le oí decir que iba a separarse de ellos muy en breve, puesto que sólo se les unió para atacar el castillo de Reginaldo.
—Esa es la manía de Ricardo —observó Fitzurse—; caballero andante, errando de aventura en aventura y fiándolo todo a la punta de la espada como Tirante el Blanco o Palmerín de Inglaterra, mientras peligran su persona y los negocios del Estado. Y tú, ¿qué piensas hacer, Mauricio?
—¿Yo? Ofrecí el servicio de mis lanceros a Ricardo, y no quiso admitirlos. Mi proyecto es apretar espuelas con los míos hacia el puerto más próximo, y no parar hasta Flandes. Gracias a Dios todo está revuelto en Europa, y un hombre como yo sabe aprovecharse de estas tormentas. Créeme, Waldemar, tu cabeza pende de un hilo. Deja aparte la política, empuña el acero y vente conmigo a ver lo que la suerte nos depara.
—Soy viejo, Mauricio —objetó Fitzurse—, y tengo una hija.
—Dámela en casamiento —repuso el normando—, y yo la mantendré como merece su condición con la ayuda de mi lanza.
—¡Ni por pienso! —dijo Fitzurse—. Cuando llueve es necesario ponerse al abrigo; y yo marcho cuanto antes a la Iglesia de San Pedro, cuyo arzobispo es amigo y casi hermano mío.
Durante esta conversación el príncipe Juan fue saliendo poco a poco del abatimiento en que le había puesto la inesperada noticia del arribo de su hermano, y escuchó con la mayor atención lo que decían aquellos dos apoyos de su partido.
—¡Me dejan! —decía en sus adentros—. ¡Se desprenden de mí, como la hoja marchita que separa del árbol el soplo más ligero! ¿No podré yo hacer nada por mí mismo cuando esos bellacos me abandonen?
Paróse al terminar estas consideraciones, y prorrumpieron en una risa forzada, que dio a su fisonomía una expresión diabólica.
—¡Milores! —agregó—: Por el santo de mi nombre que sois hombres tan constantes en vuestros designios como ingeniosos en vuestros planes! ¡Qué diablos! Riqueza, placer, honor, todo lo que nuestra empresa prometía, lo arrojáis por la ventana justamente cuando no se necesita más que un golpe para coger el fruto de tantos afanes.
—No os entiendo —replicó Fitzurse—. Ricardo tardará en estar a la cabeza de un ejército lo que tarde en saberse en Inglaterra su llegada y entonces se acabó esto. Lo que os aconsejo es que os embarquéis para Francia, o que imploréis la protección de la reina madre.
—¡Yo no me curo de mi seguridad! —dijo el Príncipe—. Basta una palabra que yo diga a Ricardo para tenerla. Pero aunque tú, Bracy, y tú, Fitzurse, os mostráis tan apresurados por separaros de mí, no por eso se escapará vuestro pescuezo del hacha del verdugo! ¿Piensas tú, Waldemar, que el Arzobispo estorbará que te arranquen de su lado si llega a hacer la paz con Ricardo? ¿Y qué estás tú hablando de embarcarte, Mauricio? ¿Por dónde te dirigirás a la mar que no encuentres a Roberto Estoteville con todas sus fuerzas, y quizás al conde de Essex, que está recogiendo las suyas? Si nos hacían sombra estos armamentos antes de la llegada de Ricardo, ¿qué será cuando se sepa que éste ha pisado las playas de Inglaterra? Estoteville hasta para echarte a ti y a todos tus lanceros de cabeza en el río Humber.
Waldemar y Bracy se miraron uno a otro con no poco sobresalto al oír tan fatales nuevas.
—¿Queréis que os diga francamente lo que pienso? —continuó el Príncipe, arrugando el entrecejo como si no osara confesar el atroz designio que ocultaba en su corazón—. Ese objeto de nuestro terror viaja solo: es necesario salirle al encuentro.
—¡No seré yo —protestó el normando— quien toque a una pluma de su cinera! Fui su cautivo, me entregué a discreción, y él me dio libertad.
—¿Quién habla de hacerle daño? —dijo el Príncipe con violenta sonrisa—. ¡Capaz eres de creer que voy a mandarle asesinar! No; un castillo será su habitación. En Inglaterra o en Austria, ¿qué importa? Las cosas quedarán cono al principio de nuestra empresa: entonces se trató como condición indispensable que Ricardo quedara prisionero en manos del Archiduque. ¿Qué tiene eso de extraño? Mi tío Roberto vivió y murió en el castillo de Cardiff.
—Sí —confesó Waldemar—; pero su hermano Enrique se sentó en un trono más sólido que puede serlo el vuestro. No hay mejor prisión que la que hace el enterrador, ni mejor castillo que la bóveda de la parroquia. Esta es mi opinión.
—Prisión o sepulcro —afirmó Bracy—, yo me lavo las manos y no me meto en esas honduras.
—¡Villano! —saltó el Príncipe—. ¿Vas a vendernos?
—Yo no vendo a nadie —exclamó Mauricio—, ni sufro que se junte el nombre de villano con el mío.
—¡Silencio, Bracy! —dijo Fitzurse—. Y vos, señor, no extrañéis los escrúpulos de un valiente caballero. Creo que no tardaré en disiparlos.
—¡No alcanza a tanto tu elocuencia! —observó el normando.
—Sir Mauricio —continuó el astuto cortesano—, no os asustéis como venado perseguido sin conocer el objeto de vuestro terror. ¿No decíais hace tres días que toda vuestra ambición quedaría satisfecha si hallarais ocasión de pelear de hombre a hombre o a la cabeza de vuestros lanceros con ese mismo Ricardo cuyo nombre os hace temblar ahora? Mil veces lo habéis dicho en presencia de los amigos de su alteza.
—Cuerpo a cuerpo o a la cabeza de mis valientes —repuso el normando—; tú lo has dicho. Pero atacar de buenas a primeras a un hombre solo en medio de una selva, ¿cuándo ha salido de mis labios semejante designio'?
—No eres buen caballero si esto te causa escrúpulo —observó Waldemar—. ¿Cómo ganaron fama Tristán y Lanzarote? No fue, por cierto, presentándose frente a frente de sus enemigos, sino saltándoles encima en lo oscuro de una emboscada, como el lobo a la oveja.
—Ni Lanzarote ni Tristán —objetó Mauricio— hubieran osado hacer otro tanto con Ricardo Plantagenet.
—¿Has perdido el seso? —dijo Waldemar—. ¿No estás al servicio del príncipe Juan? ¿No ha comprado éste con moneda contante tu valor y tu lanza y el valor y las lanzas de los compañeros libres de tu escuadrón? Tenemos el enemigo a la vista, ¡y te paras en escrúpulos cuando tu honor, tu vida y la de todos nosotros está pendiente de un cabello!
—Ricardo —afirmó Bracy— pudo matarme, y no lo hizo. Es verdad que me despidió de su presencia y que no admitió mis servicios: por consiguiente no le debo vasallaje ni sumisión; pero ponerle las manos encima... ¡Eso no!
—¡Ni es menester tampoco! —observó Fitzurse—: envía a uno de tus oficiales con veinte lanzas.
—¡Hartos asesinos tenéis en vuestros tercios! —respondió Bracy—. En el mío no hay hombres de esa calaña.
—¡Que seas tan obstinado! —exclamó el Príncipe—. ¿Qué se ha hecho de tantas protestas de celo y de lealtad?
—Yo haré por vuestra alteza —dijo el normando— todo lo que corresponde a un caballero; pero echarme a ladrón de caminos...
—Waldemar —suspiró el Príncipe—, ¡qué desgraciado soy! Mi padre, el rey Enrique, tuvo cuantos fieles servidores necesitó para afianzar su dominio. Apenas dio a entender que le molestaba un obispo, cuando la sangre de Tomás regó los escalones del altar, y era un santo canonizado después. ¡Tracy, Morville, Brito, hombres fieles y decididos, ya no existe el espíritu que os animaba! Reginaldo Fitzurse ha dejado un hijo, pero sin su valor y sin su fidelidad.
—El hijo de Reginaldo es tan valiente y tan fiel como su padre —dijo Fitzurse—; y pues que no hay otro arbitrio, yo tomo a mi cargo esta peligrosa empresa. Caro le costó a mi padre el celo que acreditó en favor de su amo, y, sin embargo, lo que hizo por Enrique es algo diferente de lo que yo voy a hacer en vuestro favor. porque más valdría atacar a una legión de demonios que poner la lanza en ristre contra Corazón de León. Bracy, quédate aquí para sostener el ánimo de los nuestros y para custodiar al Príncipe. Si recibís las noticias que espero enviaros, todo mudará de aspecto y ya no habrá dudas sobre el éxito de nuestros planes. Paje, marcha a casa, y di a los armeros que tengan pronta la mejor de mis armaduras; a Wetherel, a Toresby y a las tres lanzas de Spyinghow, que se preparen a marchar; a Hugo, el correo, lo mismo. ¡Adiós, ilustre príncipe; hasta más ver!
Dijo, y salió apresuradamente de la cámara.
—Con tanta serenidad echará el guante a mi hermano —declaró el príncipe Juan— como si fuera un hidalgo sajón. Espero, sin embargo, que obedecerá mis órdenes y tratará a mi querido hermano con el respeto debido.
Bracy respondió con una maliciosa sonrisa.
—¡Por Santiago de Galicia —protestó el príncipe—, que mis órdenes son terminantes! Quizás tú no las oirías por estar algo lejos. Positivamente, le mandé que respetase la vida de Ricardo, ¡y pobre de Waldemar si así no lo hiciere!
—Mejor será —dijo Bracy— que vayas a recordárselo; pues así como yo no oí esas órdenes de que habláis, así pudo él no haberlas oído.
—¡No, no! —repuso el Príncipe impacientándose—. Estoy seguro que las oyó. Mauricio, ven acá: dame el brazo y paseémonos.
Bracy presentó el brazo al Príncipe, y los dos se pasearon por el aposento como dos íntimos amigos.
A poco se retiró el normando, y el Príncipe mando llamar a Hugo el correo, que era también el jefe de sus espías. Ínterin venía, Juan se paseaba con la mayor agitación.
—Hugo —le dijo—, ¿qué te ha mandado Waldemar?
—Me pidió dos hombres resueltos, diestros en las veredas y escondrijos de los bosques de estas cercanías y en seguir las huellas de hombres y caballos.
—¿Se los has proporcionado?
—Y de los buenos —respondió el confidente—. Uno de ellos se ha empleado toda su vida en rastrear ladrones, y ha llevado más hombres a la horca que gotas de agua tiene el Támesis. El otro es cazador furtivo y conoce cuantas cuevas y barrancos hay de aquí a Richemond.
—¡Bien! —preguntó el Príncipe—. ¿Están listos?
—Al instante van a ponerse en camino.
—¡Basta! —ordenó el Príncipe; y después de haber pensado algún rato—. Hugo —añadió— importa a mi servicio que sigas los pasos a Mauricio de Bracy de modo que él no lo observe. Sepamos de cuando en cuando lo que hace, con quién habla y de qué asuntos habla. ¡Cuidado con esto y con tu cabeza!
Hugo hizo una cortesía y se retiró.
—Si Mauricio me engaña —murmuró el Príncipe— como me lo temo, ¡por los santos del Cielo, que ha de perder la vida, aunque estuviese Ricardo a las puertas de York!