XXVIII

 

Volvamos al judío Isaac de York, el cual, montado en una mula que le había facilitado el capitán de los bandidos, y acompañado por dos de éstos que le servían de guías y escolta, se encaminaba a Templestowe con el objeto de negociar el rescate de su hija. Aquel edificio distaba sólo una jornada del demolido castillo de "Frente de buey", y el judío esperaba llegar al término de su viaje antes de anochecer. Despidió a los monteros a la salida del bosque, les dio una pieza de plata para que echaran un trago, y empezó a dar espuelas a la mula, en cuanto se lo permitía su abatimiento físico y moral.

Pero casi desfalleció cuando llegó a cuatro millas de distancia del castillo; empezó a sentir dolores agudos en todos sus miembros, y aumentaban considerablemente su padecer las penas e inquietudes que agobiaban su espíritu. Al fin le fue imposible pasar de un pueblecillo que estaba en el camino y en que residía un rabino de su tribu, antiguo conocido suyo y muy diestro en el arte de curar. Natán Ben Israel acogió a su dolorido compatriota con todo el afecto que su ley prescribía, y que los judíos se manifestaban siempre recíprocamente. Lo primero que le ordenó fue el reposo, y Enseguida le aplicó los remedios más eficaces para cortar los progresos de la fiebre que el miedo, el cansancio y la pesadumbre habían acarreado al mísero hebreo.

Al día siguiente Isaac quiso levantarse y continuar la marcha; y aunque Natán se opuso a esta determinación como médico y cono amigo, diciéndole que aquella locura podría costarle la vida, no logró reducirle a quedarse pues Isaac aseguraba que más que la vida le importaba el negocio que le llevaba a Templestowe.

—¿A Templestowe? —preguntó el rabino sorprendido; y volviendo a tomarle el pulso decía entre sí—: El pulso ha bajado; Pero ha dejado huellas la fiebre en el cerebro.

—¿Y por qué no? —dijo Isaac—. Yo bien sé que allí anidan los más crueles enemigos que tuvieron nunca los hijos de Israel; pero ya sabes que los negocios del tráfico son imperiosos, y que a veces tenemos que acudir a los preceptorios de los templarios y a las encomiendas de los de San Juan, como si no fueran el azote de nuestro pueblo.

—Lo sé —replicó Natán—; pero quizás no ha llegado a tu noticia que Lucas de Beaumanoir, jefe de los templarios o gran maestre, como ellos dicen, se halla a la hora esta en Templestowe.

—Lejos estaba de figurármelo —respondió Isaac—, porque las últimas cartas de nuestros hermanos de París decían que a la sazón se hallaba en aquella ciudad implorando socorros de Felipe contra el sultán Saladino.

—Hace pocos días, en efecto, que ha llegado a Inglaterra, cuando menos le aguardaban sus hermanos; y viene armado de cólera y de venganza a corregir y a castigar. Está furioso contra todos los de su Orden que han faltado a las reglas de ella, y esos caballeros tiemblan cono la hoja en el árbol. ¿No has oído hablar de Lucas de Beaunanoir?

—¡Y tanto! —contestó Isaac—. Los cristianos le aplauden corno al más celoso observador de todos los puntos de la ley nazarena; y nuestros hermanos le llaman feroz destructor de sarracenos y tirano de los hijos de Israel.

—Y no se engañan —afirmó el rabino—. Otros templarios ceden a los placeres mundanos o a las promesas de oro y plata; pero ese Beaumanoir es hombre de otra clase. Odia la sensualidad, desprecia el dinero y sólo aspira a morir matando sarracenos. Ese hombre ha cobrado tal ojeriza al pueblo de Israel, que con razón debemos temerle. Dice cosas impías y falsas de la virtud de nuestras medicinas, como si fueran ensalmos y amaños de Satanás. ¡El Señor le confunda!

—Sin embargo —repuso Isaac—, tengo que ir a Templestown aunque los que le habitan me echen en un horno ardiendo.

Entonces explicó a Natán el motivo de su expedición. El rabino le oyó con interés, y manifestó el dolor que le producía aquella desgracia del modo como solían hacerlo los de su creencia: desgarrando sus vestiduras y exclamando:

—¡Oh hija mía, hija mía! ¡Oh hija de Sión! ¡Oh cautiverio de Israel!

—Ya ves —dijo Isaac— que el negocio urge y que no puedo detenerme. Quizás la presencia de Lucas de Beaumanoir, que es el jefe, retraerá a Brian de Bois-Guilbert de los atentados que medita y le inducirá a restituirme la prenda que me ha robado.

—¡Ponte en camino, hermano —aconsejó el rabino—, y ten prudencia, que fue la que salvó a Daniel en la cueva de los leones! ¡Quiera el Dios de Abraham que todo salga a medida de tus deseos! En todo caso, huye de la presencia de Lucas de Beaumanoir que tiene particular deleite en ultrajar y vilipendiar a los israelitas. Habla a solas con ese Bois-Guilbert y quizás lograrás reducirle, porque la gente dice que esos nazarenos del preceptorio están divididos en bandos. ¡Dios desbarate sus consejos! Pero cuenta con que vuelvas a referirme el éxito de tu empresa, y que mires siempre esta casa como la de tu padre. ¡Pobre Rebeca, la discípula de la sabia Miriam, de cuyas medicinas decían esos desacordados nazarenos que eran obras de nigromancia!

Isaac de York se despidió de su huésped, y al cabo de una hora de marcha se halló a las puertas del preceptorio.

Este establecimiento de los templarios ocupaba el centro de unas vastas praderas que el fundador había legado a la Orden. Estaba bien fortificado, porque los templarios nunca descuidaban esta precaución, que a la sazón era de suma importancia, estando tan agitada y revuelta Inglaterra. Dos alabarderos vestidos de negro guardaban el puente levadizo, y otros dos, con el mismo traje, se paseaban a pasos mesurados sobre la muralla, semejantes a espectros más que a hombres. Tal era el uniforme de los empleados inferiores de la Orden desde que el uso del ropaje blanco, igual que el de los caballeros y escuderos, había dado origen en las montañas de Palestina a la formación de unos falsos templarios que habían acarreado gran deshonra a los verdaderos. De cuando en cuando atravesaba el patio un caballero de la Orfien, con su manto blanco, la cabeza inclinada y los brazos cruzados. Si se encontraban dos, se saludaban en silencio con una profunda cortesía, porque tal eran las reglas que se observaban, fundada quizás en lo que dice la Escritura: "Pecado hay en muchas palabras, y la vida y la muerte están en tu lengua". En fin, la severa disciplina de Lucas de Beaumanoir había hecho renacer el ascético rigor de los tiempos primitivos del Temple, en lugar del desorden en que por tanto tiempo había vivido aquella Orden militante.

Isaac se paró a la puerta, sin saber cómo podría introducirse en el preceptorio, porque sabía que la nueva severidad de los templarios no era menos funesta a los de la nación hebrea que su antiguo desarreglo y que a la sazón la ley que profesaba le exponía a la persecución de los caballeros, como en otra época su riqueza le había expuesto a las extorsiones de su implacable tiranía.

Entretanto Lucas de Beaumanior se paseaba por un pequeño jardín del preceptorio situado dentro de las murallas, y conversaba triste y confidencialmente con uno de los caballeros de la Orden que había ido en su compañía a Tierra Santa.

El Gran Maestre era un hombre de avanzada edad, como lo denotaba el color de su larga barba y de las pobladas cejas que sombreaban sus ojos; mas los años no habían apagado el fuego que en ellos centelleaba. Sus facciones ásperas y la expresión de fiereza que en ellas se leía anunciaban el guerrero intrépido y formidable, en tanto que la palidez de su rostro y el orgullo de sus miradas daban a conocer su valor y entereza y la secreta satisfacción del que se juzga superior a cuantos le rodean. En medio de estos rasgos peculiares de su fisonomía se notaba en ella cierto aire de nobleza y magnanimidad, debido sin duda, a su trato frecuente con príncipes y soberanos y al ejercicio de la autoridad suprema en una sociedad de guerreros ligados no menos por las leyes del honor que por las reglas de su instituto. Su estatura era elevada, y a pesar de los años y de los trabajos, erguida y majestuosa. El corte y hechura de su manto eran los mismos que prescribía la Orden de San Bernardo, y se componía de un paño común ajustado al cuerpo, con la cruz peculiar a la Orden, de paño color de grana, sobre el hombro izquierdo. No adornaban este atavío los armiños con que se engalanaban los prelados de otras Órdenes religiosas; pero en consideración a su edad se había aprovechado del permiso que le daba la regla, y llevaba la túnica forrada de piel de cordero, con la lana hacia fuera, que era el mayor lujo que su conciencia le permitía usar, en vez de los ricos forros de pieles extrañas, tan a la moda en aquellos siglos. Tenía en la mano un báculo correspondiente a su dignidad. Llamábase ábaco, y terminaba por la parte superior en una placa redonda en que estaba grabada en medio de una orla la cruz octangular de la Orden. Su compañero estaba vestido del mismo modo; pero el profundo respeto con que le hablaba daba a entender que nada era igual entre ellos sino el traje. Aunque preceptor o superior de una de las casas de la Orden, no marchaba de frente con él, sino de manera que el Gran Maestre pudiera dirigirle la palabra sin volver la cabeza.

—Conrado —decía Lucas de Beaumanior—, querido amigo y compañero en mis batallas y peligros, en tu fiel corazón puedo desahogar las cuitas que atosigan el mío. Sólo en ti puedo depositar mis ardientes deseos de reunirme con los justos. Ninguno de los objetos que se han presentado hasta ahora a mis ojos en Inglaterra me ha servido más que de tormento y de mortificación, salvo las tumbas de nuestros hermanos que aún adornan la iglesia de la Orden de la orgullosa capital. ¡Oh valiente Roberto de Ros!, exclamaba yo interiormente al ver Las estatuas de aquellos buenos soldados de la Cruz recostadas en sus sepulcros. ¡Oh digno Guillermo de Mareschal! ¡Abrid vuestras moradas de mármol y admitid a un hermano cansado de la vida, que más bien quiere pelear contra cien paganos que ser testigo de la decadencia de su santa Orden!

—¡Es cierto —respondió Conrado Mont-Fichet—; es demasiado cierto! Las irregularidades de nuestros hermanos de Inglaterra son mucho peores que las de los de Francia.

—Porque son más ricos —prosiguió el Gran Maestre—. No es por alabarme; pero ya sabes la vida que he llevado, mi celo en cumplir hasta los ápices de nuestra regla, mi tesón en pelear con gentes endiabladas y perversas, mi incansable ardor en acometer al león rugiente, que gira en torno buscando a quien devorar. Buen caballero y eclesiástico devoto: a esto he aspirado en el curso de mi larga experiencia. Mi divisa ha sido la que dice nuestro padre San Bernardo en el capítulo cuarenta y cinco de nuestra constitución: Ut leo samper feriatur. Este es el ardor que ha devorado mi substancia y mi jugo vital, y hasta mis nervios y la médula de mis huesos. ¡Pero por el Santo Temple te juro que, si no eres tú y algunos pocos que conservan la severidad del instituto no veo entre nuestros hermanos sino hombres indignos del hábito que visten! ¡Qué diferencia entre lo que prescribe nuestra regla y el modo que tienen de observarla los templarios del día! Se les prohíbe usar galas profanas, crestón en el yelmo, oro en el freno y en los estribos. ¿Y acaso hay caballeros que se presenten con tanto lujo y esplendor en los campamentos y justas como los humildes soldados del Temple? Se les prohíbe el ejercicio de la cetrería, la caza con arco y ballesta, toda diversión campestre y destructora, todos los desórdenes a que ellas dan lugar. ¿Y dónde están los más acreditados cazadores, y los halcones más famosos, y las jaurías más nombradas, sino en nuestros preceptorios? Se les prohíbe leer, salvo los libros que los superiores les permitan, y las vidas de los santos, en las horas de refectorio; se les recomienda que empleen todos sus esfuerzos en extirpar la magia y la herejía, y todo el mundo los acusa de estudiar los malditos secretos cabalísticos de los judíos, y la nigromancia de los sarracenos. Se les prescribe una rigurosa abstinencia, comidas sencillas y frugales, como raíces, potaje, frutas, carne sólo tres veces a la semana, porque el uso diario de las substancias animales trae corrupción al alma y al cuerpo, y sus convites son tan delicados y opíparos como los de los monarcas más poderosos. La bebida de nuestros antepasados era el agua pura de la fuente; y hoy, cuando se quiere exagerar el destemple de un bebedor, se dice comúnmente que se las apuesta con un templario. Este jardín en que estamos, hermoseado con árboles peregrinos y plantas curiosas de los climas más remotos, ¿no es más propio del serrallo de un emir que del humilde retiro de los siervos del verdadero Dios? ¡Ah, Conrado! ¡Y si no fuera más que esto! ¡Si se redujeran a estas prácticas viciosas la relajación de nuestra disciplina y la corrupción de nuestras costumbres! Ya sabes que no nos es lícito recibir a aquellas devotas mujeres que en los primeros tiempos se asociaban como hermanas de la Orden, porque, como dice el capítulo cuarenta y seis, el enemigo se vale de la compañía de las mujeres para apartar a muchos del verdadero camino. Y, además, en el último libro, que es como la cúpula del edificio glorioso alzado por el santo fundador, se nos prohíbe hasta dar el ósculo de cariño a nuestras madres y nuestras hermanas: Ut omnium mulierum oscula fugiantur. ¿Y cómo se observan estos preciosos preceptos? ¡Me avergüenzo, amigo mío; me lleno de rubor al reflexionar en la corrupción, en la liviandad que se nota en nuestros compañeros! ¡Estos males turban y molestan, en medio de las delicias celestiales de que están gozando, a las almas de nuestros puros fundadores, de Hugo de Payen, de Godofredo de S. Orner, y de los otros siete bienaventurados que se les unieron para consagrar su vida al servicio y custodia del Templo santo! Yo los he visto, Conrado, en los éxtasis y raptos de mi espíritu; los he visto llorar lágrimas amargas al considerar los pecados y locuras de sus hijos; ese lujo frenético, ese espíritu mundano que los pierde y alucina. Beaumanoir —me decían aquellos varones angélicos—, dormidos están; despierta. Mira esa mancha que afea los muros del Temple; esa mancha, semejante a la que deja la lepra en las paredes del leproso. Los soldados de la Cruz, que deberían huir de las miradas de la mujer como de las del basilisco, viven en pecado; no sólo con las de su propia creencia, sino con las hijas del maldito pagano y con las del mucho más maldito hebreo. ¡Beaumanoir, sal de tu letargo; venga la causa de la Orden! ¡Mata, destruye a los pecadores; no distingas de sexo ni de religión!» Esto me dijo aquella visión; ya estaba yo despierto, y aún oía el ruido de la armadura de aquellos santos guerreros, y de sus mantos, tan albos y tan puros como su espíritu. ¡Sí, sabré obedecerlos; purificaré la fábrica del Temple! ¡Las piedras empapadas en crímenes caerán al suelo a impulso de mi brazo!

—¡Cautela, sobre todo, reverendo padre! —observó Mont-Fichet—. El tiempo y la costumbre han arraigado profundamente el mal. La reforma es justa y necesaria; pero debe ser prudente.

—¡No, sino pronta y terrible! —dijo el Gran Maestre—. ¡La Orden está a la orilla de precipicio! La sobriedad, el celo, la piedad de nuestros predecesores, les granjearon poderosos amigos; nuestra presunción, nuestra riqueza, nuestro lujo, nos han acarreado enemigos formidables. Despojémonos de esa opulencia, que tanta envidia causa a los príncipes de Europa; de ese orgullo, que los ofende y exaspera; de esas costumbres licenciosas, ¡que son el escándalo de todo el mundo cristiano! Conrado, oye esta predicción: la Orden del Temple será completamente destruida; las naciones de la tierra no conocerán el sitio en que estuvieron sus cimientos.

—¡Dios aparte de nosotros tamaña calamidad! —exclamó el Preceptor.

—¡Amén! —dijo el Gran Maestre con tono grave y devoto—. Más para que Dios nos asista, debemos hacernos dignos de su misericordia. Conrado ni el Cielo ni la Tierra pueden sufrir con paciencia la maldad de esta generación. La tierra sobre la cual se alza el edificio de nuestro poder está ya minada: cuanto añadamos al engrandecimiento de su estructura servirá tan solo para precipitar su ruina. ¡Si queremos evitar esta catástrofe, retrocedamos de la carrera de la iniquidad, mostrémonos fieles campeones de la Cruz, sacrifiquemos a nuestra vocación no sólo nuestra sangre y nuestra vida, sino nuestro reposo, nuestros afectos naturales, y hasta los placeres y recreos que pueden ser legítimos en otros, pero que son vedados a los guerreros y defensores del Templo del Señor!

Apenas había concluido el Gran Maestre su declamatoria homilía, se presentó en el jardín un escudero vestido con el humilde traje que usaban los aspirantes de la Orden, los cuales durante el noviciado no podían usar el ropaje ni la armadura de los caballeros. Hizo una profunda reverencia, y se mantuvo en pie sin desplegar los labios aguardando que el Superior le diese licencia de hablar.

—Aquí tienes a Damián —dijo Lucas de Beaumanoir —con el atavío correspondiente a la humildad cristiana y en el ademán respetuoso y modesto que conviene al que se halla en presencia de su prelado; y no hace tres días que estaba tan engalanado como un saltarín y que andaba a brincos y piruetas como si estuviera en un estrado. ¡Habla, Damián! ¿Qué ha ocurrido?

—Un judío está a la puerta de las murallas, noble y reverendo padre, y pide licencia para hablar con el hermano Brian de Bois-Guilbert.

—Has hecho bien en prevenírmelo —contestó el Gran Maestre—. El hermano Brian de Bois-Guilbert es preceptor de la Orden; mas en mi presencia no es más que los otros hermanos. Me importa observar la conducta de ese Brian —añadió, volviéndose a su amigo.

—Todos dicen que es un valiente caballero —respondió Conrado.

—En punto a valor, no hemos degenerado de nuestros predecesores los héroes de la Cruz. Pero Brian vino a la Orden cuando se habían frustrado sus esperanzas mundanas; renunció al siglo, no con la sinceridad de su alma, sino a impulsos del despecho y del enojo. Desde entonces no ha sido más que un agitador activo, un revoltoso, un hombre inquieto y desasosegado, el jefe de todos los que resisten a mi autoridad y murmuran de mis reformas. Es menester que sepa el tal Brian y todos los que se le parecen que la Providencia divina ha puesto en mis manos el cayado y la vara: aquél, para apoyar al débil y al enfermo; ésta, para corregir al delincuente y al díscolo. ¡Damián, venga el judío a mi presencia!

Damián hizo otra reverencia y salió del jardín. A los pocos minutos volvió a presentarse conduciendo a Isaac de York. El esclavo desnudo que parece ante un implacable tirano de Oriente y aguarda a cada instante la señal que ha de segar su cabeza, no experimenta un terror más profundo que el que se apoderó del judío cuando se vio enfrente del formidable Gran Maestre de los templarios. Llegado que hubo a distancia de tres varas de Lucas de Beaumanoir, éste le hizo seña con el báculo que no pasase más adelante.

El judío se arrodilló, besó la tierra en señal de reverencia, y levantándose trémulo y confuso, quedó en pie con los brazos cruzados y los ojos fijos en el suelo.

—Damián —dijo el Gran Maestre—, retírate, y ten una guardia lista para recibir mis órdenes. No permitas que nadie entre en el jardín hasta que yo llame.

El escudero obedeció el mandato de su jefe.

—Judío —dijo el anciano—, óyeme: ni yo gusto de perder el tiempo con palabras, ni conviene tener larga conversación contigo. Sé breve, por tanto, a las preguntas que yo te haga, y sobre todo no digas más que la verdad. Si te atreves a engañarme, he de hacer que te arranquen la lengua.

El judío ¡ha a responder; más el Gran Maestre le detuvo.

—¡Silencio! —ordenó Beaumanoir—. ¡No hables sino para responder a mis preguntas! ¿Cuáles son tus negocios con el hermano Brian de Bois-Guilbert?

Isaac no sabía salir de aquel lance. Si refería la verdad, temía escandalizar al inflexible Gran Maestre, de lo cual podrían originársele fatales consecuencias. Si ocultaba el objeto que allí le llevaba, ¿qué esperanza le quedaba de rescatar a su hija? Beaumanoir conoció su embarazo, y se dignó dirigirle algunas palabras benignas y templadas.

—Nada temas —le dijo— si obras con rectitud. Responde sin disfraz, y declara los negocios que tienes con Brian de Bois-Guilbert.

—Soy portador de una carta —respondió el judío con voz trémula y agitada— que el prior Aymer, de la abadía de Jorvaulx, dirige al buen caballero Brian de Bois-Guilbert.

—¡En qué tiempos estamos, Conrado! —dijo el Maestre—. ¡Un prior de la Orden del Cister escribe a un soldado del Temple, y no encuentra mensajero más a propósito que un perro judío! ¡Dame esa carta!

Isaac desató temblando la cubierta del gorro armenio que usaba, en la cual, para mayor seguridad, había guardado la carta del Prior; y ya iba a acercarse al Maestre extendiendo el brazo y encorvando el cuerpo a fin de abreviarlo menos posible la distancia respetuosa en que se había colocado.

—¡Atrás, impío! —exclamó el Gran Maestre—. ¡Yo no loco a la gente de tu casta si no es con la punta de mi acero! ¡Conrado, toma ese papel y entrégamelo!

Beaumanoir examinó el sobrescrito, y empezó a desatar el hilo que lo aseguraba.

—Reverendo padre —dijo Conrado interrumpiéndole, aunque con ademán respetuoso—, ¿vais a romper el sello?

—¿Y por qué no? —dijo Beaumanoir—. ¿No está escrito en el capítulo cuarenta y dos De lectione literarum que ningún templario puede recibir cartas, aunque sea de su padre, sin permiso del Gran Maestre, ni leerlas sino en su presencia?

Beaumanoir leyó precipitadamente la carta de Aymer con grandes gestos de horror y de sorpresa; volvió a leerla más despacio, se la entregó a Conrado con una mano y dándole una palmada en el hombro con la otra.

—¡He aquí —le dijo— una correspondencia digna de dos cristianos! ¿Cuándo —añadió con voz pausada y alzando los ojos al Cielo—, cuándo vendrás con el bieldo a limpiar esta era de mies corrompida?

Mont-Fichet tomó la carta, e iba a leerla en voz baja.

—Léala en alto —dijo el Gran Maestre—; y tú, judío, escucha atentamente, que es cosa que te atañe.

Conrado leyó lo siguiente:

"Aymer, por la gracia de Dios prior de la casa cisterciense de Santa María de Jorvaulx, a sir Brian de Bois-Guilbert, caballero de la santa Orden del Temple. Salud: sabed, carísimo hermano, que nuestra presente condición no es de las más agradables, puesto que nos hallamos en manos de ciertos desalmados bandidos que han detenido nuestra persona y nos exigen rescate; y en esta situación hemos tenido noticia de la desgracia de Frente de buey y de vuestro escape con la judía. Nos hemos alegrado sinceramente de saber que estáis libres de todo peligro. Sin embargo, por lo que respecta a la hebrea, corren voces de que vuestro Gran Maestre viene de Normandía con el designio de ajustaros las cuentas; por tanto, habiéndome rogado el rico judío su padre Isaac de York que interceda en su favor, no he tenido inconveniente en hacerlo, aconsejándoos que se la restituyáis mediante un buen rescate, con el cual bien podréis proporcionaros cincuenta muchachas a menos riesgo, tocándome, como espero, una parte en vuestra primera francachela.

"Hasta que nos veamos, en mejores circunstancias que las presentes. Dado en esta caverna de ladrones, después de la madrugada. —Aviner, Pr. S.M. Jorvaulciense."

«Postscriptum—. Vuestra cadena de oro ha caído en manos de esta gente: ahora mismo estoy viéndola al cuello de un forajido, el cual con el precioso pito guarnecido de perlas se divierte en llamar a sus lebreles.»

—¿Qué dices a esto, Conrado? —dijo el Gran Maestre—. ¡Caverna de ladrones! ¡Qué mansión tan diga de un religioso! ¡No es extraño que la mano de Dios nos oprima ni que perdamos la Tierra Santa a palmos por el alfanje del agareno! ¿Y qué quiere decir esto de la judía?

Conrado conocía algo mejor que su superior aquel lenguaje; así que pudo explicarle el pasaje que tan oscuro le parecía, diciendo que eran alusiones a negocios de amor.

—Hay más en esto que lo que tú piensas, Conrado. Tu sencillez no alcanza a penetrar en este abismo de iniquidades. Esta Rebeca de York es discípula de la famosa Miriam, que tanto ruido ha hecho en el mundo: verás cómo el mismo judío lo confiesa—. Y volviéndose a Isaac—: ¿Conque tu hija— le preguntó— es prisionera de Brian de Bois-Guilbert?

—Sí, reverendo y valeroso señor —respondió Isaac—; y todo lo que puedo pagar con mi nobleza por su rescate.

—¡Basta! —dijo el Maestre—. Creo que esa hija tuya entiende algo de medicina.

—Sí, ilustre señor: caballeros y campesinos, escuderos y vasallos bendicen el don con que los Cielos se han dignado favorecerla. Muchos hay en estas cercanías que han recobrado la salud de sus manos, después de haberlos abandonado los médicos; pero Rebeca ha recibido la bendición de Jacob.

Beaumanoir se volvió a Mont-Fichet, y le dijo:

—Mira, hermano, los engaños del enemigo: observa cómo alucina y pierde a los hombres ofreciéndoles un breve espacio de vida en la Tierra y privándoles de la eterna ventura celestial. ¡Bien dice nuestra santa regla: acometamos al león, destruyamos al que todo lo destruye!

Y diciendo estas palabras blandía el báculo, símbolo de su dignidad, como si tuviese delante a un enemigo y fuese a batallar con él.

—Tu hija —añadió— hace sin duda esas curas prodigiosas por medio de palabras y ensalmos y otras prácticas cabalísticas.

—No, reverendo y bravo caballero —dijo Isaac—. Lo que más comúnmente emplea es un bálsamo de raras virtudes, cuyo secreto posee.

—¿Quién le descubrió ese secreto?

—Miriam, sabia matrona de nuestra tribu.

—¡Ah, falso judío! —exclamó el Gran Maestre—. ¿Miriam, la hechicera abominable, cuyos sortilegios llenaron el mundo de horror y escándalo? Pues bien; esa perversa murió en una hoguera, y sus cenizas fueron esparcidas a los vientos. ¡Quiera Dios que suceda lo mismo a la Orden de los templarios si la discípula no experimenta la suerte de la maestra! ¡Yo le enseñaré a usar encantos con los soldados del Temple! ¡Damián, echa a ese judío por la puerta de la fortaleza, y déjale muerto si vuelve o si hace la menor resistencia! Con su hija tomaremos las medidas que corresponden a nuestra dignidad.

El pobre Isaac fue arrojado del preceptorio: sus ofertas, sus súplicas fueron infructuosas. Volvió a casa del rabino a consultar con él sobre el partido que debía abrazar en tan terrible apuro. Hasta entonces sólo le había inspirado recelo el honor de Rebeca; mas ya se trataba de su vida. El Gran Maestre mandó llamar al preceptor de Templestowe.

Alberto Malvoisin, presidente, o según el lenguaje técnico de la Orden de los templarios, preceptor de la casa de Templestown, era hermano de Felipe de Malvoisin, de quien ya se ha hecho mención en esta historia, y, como aquél, barón, amigo íntimo y aliado de Brian de Bois-Guilbert.

Alberto sobresalía entre los hombres disolutos y perversos de aquella época; pero se diferenciaba de Brian en que sabía echar a sus vicios y a su ambición el velo de la hipocresía. Si no hubiera sido tan repentina la llegada del Gran Maestre, nada hubiera notado en Templestowe que no fuera conforme a la severidad primitiva del instituto; y aun a pesar del descubierto en que se halló a los ojos del rigurosísimo Beaumanoir, oyó con tanto respeto y contrición sus amonestaciones y se dio tanta prisa en reformar los desórdenes que dominaban en el preceptorio introduciendo las exterioridades del orden donde acababa de reinar el desarreglo, que Lucas de Beaumanoir empezó a mejorar la mala opinión que de él había formado al principio, y a creer que era hombre de sana moral y de buenos y nobles sentimientos.

Pero estas favorables ideas se disiparon en gran parte cuando el Gran Maestre llegó a entender que Alberto había hospedado en el preceptorio a una cautiva hebrea, la cual según todas las apariencias, había sido arrebatada de los brazos de su padre; así que cuando el Preceptor compareció ante el Gran Maestre, lo primero que éste hizo fue lanzarle una terrible mirada.

—En esta casa, dedicada a los altos fines de la Orden de los caballeros del Temple —dijo con tono severo Lucas de Beaumanoir,—se halla a la hora presente una mujer judía traída a su respetable recinto por uno de nuestros hermanos, y con vuestro consentimiento, señor preceptor.

Alberto quedó inmóvil y aterrado, porque la infeliz Rebeca había sido alojada en un ala secreta y remota del edificio y se habían tomado además todas las precauciones necesarias para apartarla de las miradas de los curiosos. Leyó en los ojos del Gran Maestre la ruina de Bois-Guilbert y la suya propia si no conseguía alejar la tempestad que los amenazaba.

—¿Por qué callas? —dijo Beaumanoir.

—¿Me es lícito justificarme? —preguntó el Preceptor con hipócrita humildad, aunque con el solo objeto de ganar tiempo, a fin de imaginar alguna respuesta que pudiese dar el colorido de la prudencia y de la regularidad a su conducta.

—Licencia tienes: habla —dijo el Gran Maestre—. Habla, y dime si tienes noticia de nuestro instituto.

—Seguramente, reverendo padre —respondió el Preceptor—. No he subido al alto puesto que ocupo en la Orden sin estar penetrado de tan importantes preceptos.

—Pues ¿cómo has permitido que profane y contamine estos sagrados muros una mujer, y mucho más siendo judía y hechicera?

—¿Una judía hechicera? —exclamó Alberto de Malvoisin—. ¡Dios nos libre!

—Sí, hermano; una judía hechicera. ¿Te atreves a negar que esa Rebeca es hija del usurero Isaac de York y discípula de la perversa y maldita Miriam?

—Vuestra sabiduría, reverendo padre —dijo el Preceptor —ha disipado las tinieblas de mi entendimiento. Extraño es, en efecto, que Bois-Guilbert esté tan prendado de la hermosura de esa mujer; mas no es extraño que yo haya procurado poner estorbos insuperables a esa pasión. Con este objeto la he recibido en esta casa; pues mi intención era evitar que hubiese el menor trato entre ellos dando a nuestro hermano el tiempo de volver en sí y de considerar el abismo en que iba a precipitarse.

—¿Ha pasado algo entre ellos —dijo el Gran Maestre— contrario a los votos que profesamos?

—¡Qué! ¿Bajo los techos del preceptorio? —exclamó Malvoisin—. ¡Dios nos ampare y defienda! No, reverendo padre: si he faltado en abrir las puertas a esa mujer, ha sido para evitar mayores males. La pasión de Bois-Guilbert me ha parecido efecto de locura más bien que de perversidad, y he creído que podría curarse más eficazmente por medio de la blandura que con reconvenciones y castigos. Mas puesto que tu sabiduría ha descubierto que la hebrea está iniciada en las artes diabólicas quizás deberemos atribuir a su influjo la desventura de nuestro hermano.

—¡No hay duda, no hay duda! —dijo Beaumanoi—. Observa, Conrado, cuán peligroso es ceder a los primeros halagos del enemigo. Nos complacemos en mirar a una mujer para satisfacer una vana curiosidad y para deleitarnos en esa flor engañosa que se llama hermosura: de esta criminal flaqueza se vale Satanás para completar con sus artes infernales la perdición que tuvo origen en la indiscreción y en la ociosidad. Puede ser que nuestro hermano merezca más compasión que castigo, y el apoyo del báculo más bien que el golpe de la vara. ¡Quiera Dios que podamos restituirle al seno de sus hermanos y al conocimiento de la verdad!

—Fuera lástima, por cierto —dijo Conrado Mont-Fichet— que la Orden perdiera una de sus mejores lanzas cuando más necesita el apoyo de todos sus hijos. Trescientos sarracenos han perecido a manos de Brian de Bois-Guilbert.

—Tienes razón —dijo el Gran Maestre—; procuremos deshacer el encanto de que es víctima ese desgraciado. El favor del Cielo romperá los lazos de esta Dalila, como Sansón rompió las cuerdas con que le habían atado los filisteos, y Brian quedará libre de sus cadenas, y volverá a verter a raudales la sangre de los infieles. Mas por lo que hace a esa maga aborrecible que se ha atrevido a ejercer sus hechizos con un soldado del Temple, la impía morirá.

—¿Y las leyes de Inglaterra? —dijo Malvoisin, el cual, aunque miraba con placer que la cólera de su superior hubiera tomado una dirección diferente de la que él temía, procuraba moderarla a fin de que no llegara al extremo.

—Las leyes de Inglaterra —dijo el Gran Maestre— permiten y mandan a cada uno juzgar y ejecutar justicia en los límites de su jurisdicción. El barón menos ilustre puede prender, sentenciar y condenar a una hechicera que ha delinquido en sus dominios. ¿Y no tendrá la misma facultad el Gran Maestre de los templarios en los muros de un preceptorio? ¡Sí: la juzgaremos, y pronunciaremos sentencia! La hechicera pagará con la vida, y el descarrío de Brian será perdonado. Dispón la sala del castillo para el juicio. Alberto Malvoisin hizo una reverencia y se retiró, no a dar las disposiciones que el Gran Maestre le había mandado, sino a buscar a Bois-Guilbert y a darle cuenta de todo lo que pasaba. No tardó en encontrarle pateando de rabia de resultas de los nuevos desaires que le había hecho La judía.

—¡Ingrata! —decía—. ¡Perversa, a quien en medio de las llamas y de la sangre salvé la vida arriesgando la mía propia!¡Te juro que por arrancarla de aquel peligro me detuve en el castillo de Frente de buey hasta que ya crujían las vigas sobre mi cabeza! Fui blanco de cien flechas, que golpeaban sobre mi armadura como el granizo en un techo de plomo, y sólo me serví de mi escudo para protegerla. Esto he hecho por ella; ¡y ahora la infame me maldice porque no la dejé perecer en el incendio! ¡Y no sólo no quiere darme la más pequeña señal de agradecimiento, si no ni aun la más remota esperanza de que llegue el día en que me trate con menos crueldad! ¡El Diablo se ha apoderado de su persona!

—¡El Diablo —dijo el Preceptor— se ha apoderado, según estoy viendo, de su persona y de la tuya! ¿Cuántas veces te he recomendado la precaución, ya que es inútil predicarte cautela? ¡Por las órdenes que tengo, creo que Lucas de Beaumanoir tiene razón cuando dice que esa doncella te ha trastornado con maleficios!

—¿Lucas de Beaumanoir? —dijo Brian de Boi-Guilbert—. ¿Esas son tus precauciones, Malvoisin? ¿Has permitido que ese hombre sepa que Rebeca está en el preceptorio?

—¿He podido estorbarlo acaso? —dijo Malvoisin—. Nada he omitido para que ese secreto quede entre los dos; pero nos han vendido, y sólo puede haber sido el Diablo. Sin embargo, no te azores: la cosa está mejor de lo que yo temí al principio, y tú no tienes nada que temer si renuncias a tu proyecto. Eres digno de piedad, según dice Beaumanoir; te han hechizado. Rebeca es nigromante, y como tal, debe morir.

—¡No morirá! —exclamó Bois-Guilbert-

—Ni tú ni yo podemos salvarla. Lucas ha jurado la muerte de la israelita y tú no ignoras sus deseos y su poder de ejecutar su intento.

—¿Creerán los siglos futuros que haya podido existir en el nuestro tan estúpida crueldad? —decía Brian de Bois-Guilbert paseándose agitadamente por la pieza.

—Crean —dijo el Preceptor— lo que les dé la gana; lo que yo creo es que en el siglo en que vivimos, de los ciento, los noventa y nueve responderán amén a la sentencia del Gran Maestre.

—¡No importa! —dijo Brian—. Alberto, tú eres mi amigo: deja escapar a la hermosa Rebeca, y yo la haré llevar a un sitio secreto y seguro.

—Aunque quisiera, no puedo —dijo el Preceptor—: la casa está llena de criados y asistentes del Gran Maestre y de templarios que están a su devoción. Si quieres que sea franco contigo, aunque supiera salir bien con la empresa no me atrevería a engolfarme en tantas honduras. ¡Harto me he comprometido por darte gusto! No estoy de humor de tener a cuestas una sentencia de degradación, ni de perder el preceptorio por los ojos negros de una judía. Si quieres guiarte por mi consejo, echa el halcón a otra parte. Piénsalo bien, Brian: tu dignidad actual, tu engrandecimiento futuro, todo depende de la opinión que goces en la Orden. Si te obstinas en retener a Rebeca, das ocasión a Beaumanoir para que te eche del Temple; y es hombre que no sabrá desperdiciarla. Tiene sobrado apego al báculo que su trémula mano empuña, y ya ha sospechado que aquel es el término de tus miras. Te arruinará cuando le ofrezcas el menor pretexto, y no es friolera esto, de proteger a una judía; ítem más, hechicera. Cédele en este asunto, puesto que no te queda otro arbitrio.

—Malvoisin —dijo Bois Guilbert—, alabo tu serenidad.

—Brian —respondió el Preceptor—, un amigo sereno y de sangre fría es el único que puede darte consejos saludables. No te canses en dar coces contra el aguijón: por más que hagas, no puedes salvar a Rebeca. Más te digo: te expones a perecer con ella. Échate a los pies del Gran Maestre...

—¡Echarme a sus pies! —exclamó con ojos iracundos el altivo e indómito templario—. ¡No, Alberto! ¡Iré a verle, y le diré en sus barbas...!

—Pues bien —continuó Malvoisin—; dile en sus barbas que estás loco de amor por la judía, y verás la prisa que se da en despacharla. Y tú, cogido con las manos en la masa, en un delito contrario a nuestro instituto, no puedes contar con el socorro de tus hermanos: abandonando todas las quimeras de poder y de ambición tendrás que alistarte como un lancero mercenario y tomar parte en las revueltas de Flandes y Borgoña.

—¡Dices bien, Malvoisin! —respondió Brian después de haber reflexionado algunos momentos—. No quiero que Beaumanoir se ría de mí; y por lo que hace a Rebeca, la tengo por indigna de que yo exponga mi vida: y mi honor en bien suyo. Debo abandonarla y dejarla seguir su suerte.

—No te arrepentirás de esa resolución. Las mujeres son juguetes que nos divierten en los ratos perdidos: el negocio principal de la vida es la ambición. ¡Perezcan mil veces todas Las hermosas antes que tú vuelvas el pie atrás en la brillante carrera que has emprendido! Adiós, que no conviene prolongar esta conversación. Voy a preparar todo lo necesario para el juicio.

—¡Qué! ¿Tan pronto? —dijo Bois-Guilbert.

—Sí —respondió el Preceptor—; el juicio va deprisa, y ya está pronunciada la sentencia de antemano.

—¡Rebeca! —dijo Bois-Guilbert cuando quedó solo—. ¡Qué cara me cuestas! ¿Por qué no me es dado abandonarte a tu suerte, como este frío hipócrita me aconseja? Haré un esfuerzo por salvarte; pero, ¡ay de ti si continúas ingrata a mis beneficios! ¡Mi venganza será entonces igual a y mi amor! ¡Bois-Guilbert no arriesga el honor y la vida para tener en galardón injurias y desprecios!

Apenas hubo dado el Preceptor las órdenes necesarias, cuando Conrado Mont-Fichet fue a notificarle que el Gran Maestre había decidido proceder al juicio sin pérdida de tiempo.

—¿Qué delirios son éstos? —dijo Alberto de Malvoisin—. Toda Europa está llena de físicos hebreos; y por cierto que nadie atribuye sus curas portentosas al arte mágico ni a los sortilegios.

—El Gran Maestre —respondió Conrado— piensa de otro modo; y, Alberto, hablemos claro: hechicera o no, más vale que esta judía perezca que ver la Orden dividida por disensiones y bandos o privada de un guerrero como Brian. Ya sabes que su reputación es grande, y que la merece; mas de nada le serviría si el Gran Maestre le creyera cómplice, y no víctima de la hebrea. Aunque pereciera con ella todo el pueblo de Israel, mejor es eso que no perder nosotros un miembro útil, y con él la fama de nuestra gran familia.

—Hasta ahora he estado batallando con él y persuadiéndole que la abandone —dijo Malvoisin—; pero seamos justos: ¿hay motivos suficientes para condenar a esa infeliz como hechicera? ¿Qué dirá el Gran Maestre cuando vea que la acusación carece de pruebas?

—No carecerá —dijo Conrado—: sobrarán pruebas irresistibles para condenarla.

—Pero ¿no se nos da tiempo para preparar la máquina? —respondió Malvoisin.

—Prepárala lo más aprisa que puedas —dijo Conrad— y te saldrá la cuenta. Templestowe es un pobre preceptorio: el de la casa de Dios tiene rentas dobles y otras muchas ventajas. Encárgate de disponer los pormenores del proceso, y ya sabes que yo puedo mucho con Beaumanoir. ¿Quieres ser preceptor de la casa de Dios en el fértil condado de Kent? ¿Qué dices?

—Entre los que han venido con Brian —dijo Malvoisin— hay dos hombres que me son muy conocidos, porque estuvieron mucho tiempo al servicio de mi hermano Felipe, y de él pasaron al de Frente de buey. Puede ser que ellos sepan algo acerca de Rebeca.

—Búscalos inmediatamente —dijo Conrado de MontFichet—, y si algunos besantes pueden refrescarles la memoria, no te pares en eso.

—Despáchate, que el juicio ha de empezar a las doce. Nunca he visto a Lucas tan apresurado desde que condenó al relapso Hamet Alfagi.

La sonora campana del castillo había acabado de dar la señal de mediodía, cuando Rebeca oyó pasos en la escalera secreta del aposento que le habían destinado. El ruido indicaba la llegada de muchas personas, y esta circunstancia le causó alegría, porque más temía las visitas privadas del feroz y apasionado Bois-Guilbert que todos los otros males que pudieran sobrevenirle. Las puertas del aposento se abrieron, y entraron Conrado, el Preceptor y cuatro alabarderos vestidos de negro.

—¡Hija de una raza maldita —dijo Alberto de Malvoisin—, levántate y síguenos!

—¿Adónde —dijo Rebeca—, y para qué?

—¡Mujer—dijo Conrado—, no te toca preguntar, sino obedecer! Sabe, sin embargo, que vas a ser presentada ante el tribunal del Gran Maestre de nuestra Orden, para responder a los cargos que se te hagan.

—¡Bendito sea el Dios de Abraham! —dijo Rebeca cruzando las manos—. El nombre de juez es para mí como el de protector. ¡De buena gana te sigo! Permíteme tan sólo que me cubra con el velo.

Rebeca bajó pausadamente la escalera y atravesó una larga galería, al fin de la cual por una puerta entró en el salón principal del preceptorio, donde Lucas de Beaumanoir había reunido el tribunal de que era presidente nato como Gran Maestre de la Orden de los templarios.

La parte inferior de aquel vasto salón estaba llena de escuderos y gente de los alrededores, que con gran dificultad hicieron calle a Rebeca, la cual se presentó en medio de los dos preceptores y seguida por los cuatro alabarderos... éstos la condujeron al sitio que le estaba destinado. Al pasar por la muchedumbre con los brazos cruzados y la cabeza inclinada sintió que le habían puesto un papel en la mano; mas ella continuó, sin examinar su contenido. La idea de tener en aquel concurso alguna persona que se interesaba en su suerte le dio algún aliento. Alzando los ojos echó una mirada al sitio en que se hallaba, y cierto que le causó gran extrañeza la escena que procuraremos describir en el capítulo siguiente.

 

 

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