XXXII

 

Eran Wilfrido de Ivanhoe, montado en la yegua del prior de Botolph y Gurth, en el caballo de batalla de su amo. No puede describirse la sorpresa del caballero al ver la armadura del Rey salpicada de sangre y los muertos y despojos que cubrían el campo de batalla. Ni extrañó menos ver a Ricardo circundado de bandidos y ladrones, que no son por cierto la escolta más segura para un monarca perseguido. No sabía si dirigirle la palabra como a un caballero errante o como a su señor y monarca legítimo. Ricardo conoció su perplejidad.

—Nada temas, Wilfrido —dijo el Rey—; háblame como a Ricardo de Plantagenet. Estoy rodeado de verdaderos ingleses, a quienes quizás el estado de la nación ha hecho cometer algunos pecados veniales que ya están perdonados.

—Sir Wilfrido de Ivanhoe —dijo el jefe de los bandidos— de nada serviría lo que yo dijera después de lo que habéis oído; séame lícito sin embargo, añadir que, aunque hemos sufrido mucho y estamos privados de la protección de las leyes, el rey de Inglaterra no tiene vasallos más leales que los que en este instante le rodean.

—No lo dudo, puesto que tú los mandas —dijo Wilfrido de Ivanhoe—. ¿Pero qué significan estas señales de discordia y de muerte? ¿Qué significan esos cadáveres y esas manchas de sangre en la armadura de mi príncipe?

—La traición, amigo Ivanhoe —dijo el Monarca— acaba de hacer una de las suyas; pero ha recibido la pena que merecía, gracias al celo y a la fidelidad de estos valientes. ¡Pero ahora caigo —añadió sonriéndose— en que tú también eres traidor y desobediente a las órdenes de tu monarca! ¿No te mandé permanecer en el convento de Botolph hasta que estuviera curada tu herida?

—Lo está, señor —dijo Ivanhoe—; y lo que tengo es como arañazo de gato travieso. Pero ¿será posible que deis tanta inquietud a los que os aman y sirven exponiendo vuestra vida en estas correrías y aventuras, como si no fuera más preciosa que la de un caballero errante sin más dominios ni fama que los que la lanza y la espada le proporcionen?

—Ricardo de Plantagenet no ambiciona más gloria ni más imperios que los que con su espada y su lanza sepa adquirir; y en más alto precio tiene llevar a cabo una aventura con La fuerza de su brazo que ganar una batalla a la cabeza de cien mil hombres armados.

—Pero señor—dijo Ivanhoe—, la disolución y la guerra civil amenazan a vuestro reino. ¿Qué será de vuestros vasallos si perecéis en uno de esos peligros que continuamente estáis arrostrando? No hace mucho que os habéis visto expuesto a perder la vida en la soledad de un bosque.

—¡Mi reino y mis vasallos! —dijo el Rey—. Sabe que ninguno de ellos tiene más juicio que yo. Por ejemplo, mi fiel servidor Wilfrido de Ivanhoe acaba de faltar a mis preceptos, y ahora me predica porque no he seguido los suyos. Pero por esta vez, te perdono. Ya te he dicho en el convento que debo permanecer oculto para dar tiempo a que los nobles que se han mantenido fieles a mi causa reúnan sus fuerzas y se aperciban a la defensa de mis derechos. Ricardo no debe presentarse a la nación inglesa si no es a la cabeza de un ejército numeroso que baste a frustrar los planes de sus enemigos sin necesidad de desenvainar el acero. Estoteville y Bohun necesitan todavía veinticuatro horas antes de poder presentarse delante de York. Aún no recibí noticias de los progresos que hacen Salisbury, Beauchamp y Multon. Tengo que contar con Londres, y de esto se ha encargado el Canciller. Mi aparición repentina me expondría a peligros mayores que los que puedo vencer con mi espada y con mi lanza, aun cuando vinieran en mi socorro Robin con su arco, Tuck con su garrote y Wamba con su cuerno.

Ivanhoe se inclinó respetuosamente y no quiso persistir en sus reconvenciones; sabía que era invencible la afición del Rey a los peligros y aventuras caballerescas, aunque conocía cuán imperdonable era semejante arrojo en el jefe del Estado. Así pues lanzó un suspiro y no rompió el silencio; mientras Ricardo, satisfecho de haber puesto término a sus objeciones, si bien no podía menos de reconocer su justicia, entró en conversación con Robin Hood.

—Rey de los monteros —le dijo con la mayor afabilidad el Monarca—, ¿no tienes un pedazo de carne que ofrecer a otra testa coronada? Porque esos desalmados me cogieron en ayunas, y las estocadas me han abierto el apetito.

—Sería pecado engañar a vuestra alteza —respondió el bandido—; nuestra despensa se halla suficientemente provista de...

—¿De venado? —dijo Ricardo—. Como un Rey no puede estar todo el día en el monte matando la caza que han de servirle a la mesa, bueno es que haya quien se la tenga muerta y guisada.

—Si vuestra alteza se digna honrar con su presencia uno de nuestros puntos de reunión, no faltará carne de venado; y aun quizás le ofreceremos un buen trago de cerveza y otro de vino seco.

Robin se puso en camino, seguido por el alegre Monarca, más satisfecho con el encuentro de aquel célebre bandido que si estuviera presidiendo un banquete real a la cabeza de los nobles y pares de Inglaterra.

La novedad tenía grandes atractivos para el corazón de Ricardo, y mucho más después de haber vencido y arrostrado peligros y contratiempos. Aquel monarca realizaba el ideal de los caballeros andantes, héroes de tantas novelas y romances. La gloria personal adquirida por su intrepidez y valor le era mucho más grata que la que hubiera podido granjearse por medio de una política sabia y juiciosa. Su reinado fue como uno de esos brillantes y rápidos meteoros que cruzan la inmensidad de los cielos esparciendo portentosas ráfagas de luz, y que al instante se confunden en la obscuridad del espacio. Sus proezas sirvieron de texto inagotable a los trovadores de su siglo, sin proporcionar a su reino ninguno de aquellos beneficios que la Historia perpetúa en sus anales para ejemplo de la posteridad.

En la ocasión presente, sin embargo, sirvió mucho a Ricardo su espíritu arrojado y caballeresco, porque le granjeó el afecto de aquellos hombres indómitos y emprendedores, entre los cuales se mostró franco, alegre y bondadoso. El valor era a sus ojos la primera de las virtudes, y apreciaba a todo el que lo poseía, cualesquiera que fuesen su clase y condición.

Se sentó el rey de Inglaterra debajo de una frondosa encina al rústico banquete que le habían preparado aquellos hombres, poco antes perseguidos por las leyes de su reino, y que a la sazón componían toda su corte y toda su guardia.

A medida que daba vueltas el jarro, los bandidos empezaron a perder el terror que al principio les había inspirado la presencia de su Soberano. Hubo chanzas y canciones, y mientras cada cual refería sus hazañas, todos olvidaban que éstas eran otras tantas infracciones de las leyes, cuyo protector natural estaba oyéndolos. El Monarca reía y chanceaba como ellos prescindiendo de su dignidad y poniéndose al nivel de sus huéspedes. Robin Hood, sin embargo, que era hombre de sana razón, temía que ocurriese algún disgusto y que se turbara la buena armonía que hasta entonces había reinado en el banquete.

Aumentaron sus recelos cuando observó la inquietud de Wilfrido de Ivanhoe. Llamó aparte al Barón, y le dijo:

—Gran honor es para nosotros la presencia de nuestro Soberano; pero los negocios de su reino son muy urgentes, y es lástima que pierda un tiempo tan precioso.

—Tienes razón, Robin —dijo Ivanhoe—; y sabe además que los que se familiarizan con la majestad, aun cuando ésta olvide lo que vale, juegan con un león que saca las garras y destroza cuando menos se piensa.

—Habéis dado en la verdadera causa de mis recelos: esos hombres son ásperos de suyo y violentos por hábito, y el Rey, aunque de buen humor, suele tener sus arranques. La menor cosa puede dar motivo a que se le ofenda, y Dios sabe adónde llegarían las consecuencias. Tiempo es de separarnos.

—Procura tú hacerlo con maña y delicadeza —dijo Ivanhoe—, porque yo he dicho algunas indirectas y todas han sido inútiles.

—Señor —dijo Robin Hood a Ricardo—, voy a exponerme al enojo de vuestra alteza; pero, ¡por San Cristóbal que es por su bien, y que he de hacerlo aunque nunca me perdone! Bernardo —dijo luego llamando aparte a un montero—, corre a esas malezas de la izquierda sin que te observe ninguno de los presentes y toca el cuerno a la manera de los normandos: si te detienes un instante, te parto por medio.

Bernardo se separó con el mayor disimulo de la concurrencia, y obedeció exactamente las órdenes de su capitán. Aquel inesperado sonido dejó suspensos a todos los asistentes.

—Ese es el toque de Malvoisin —dijo el molinero apoderándose del arco.

El ermitaño dejó caer el jarro y empuñó el garrote. Wamba suspendió sus carcajadas y echó mano de la espada y del broquel. Todos los demás se pusieron en pie y tomaron las armas.

Hombres de vida tan precaria y borrascosa pasan sin alterarse de la alegría del banquete al peligro de la batalla.

Para Ricardo esta transición era un recreo. Pidió el yelmo y las piezas principales de la armadura, y mientras Gurth se Las ajustaba, mandó expresamente a Wilfrido de Ivanhoe, so pena de su perpetuo enojo, que no tomase parte en el encuentro.

—Hartas veces has peleado por mí —le dijo el Monarca—; ahora serás espectador, y verás cómo sabe pelear Ricardo por su vasallo y por su amigo.

Entretanto Robin Hood había enviado algunos monteros en diferentes direcciones como para reconocer al enemigo, y cuando vio que todos estaban en pie y separados, y el Rey completamente armado y dispuesto a marchar, se echó a sus pies y le pidió perdón.

—¿De qué, buen montero? —dijo Ricardo—. ¿No basta el perdón general que ya os he concedido? ¿Piensas que mi palabra es una pluma que el viento lleva a discreción? ¿O has cometido desde entonces algún nuevo desaguisado?

—Sí, señor —respondió Robin Hood—; he cometido una falta, si así puede llamarse un engaño que redunda en bien de vuestra alteza. El toque que habéis oído no es de Malvoisin, Sino dado por orden mía. Mi objeto ha sido poner término a este banquete, en el cual se está perdiendo un tiempo que puede ser más útilmente empleado.

Levantóse al concluir estas palabras, se cruzó de brazos, actitud más respetuosa que sumisa aguardó la respuesta del Rey, como quien conoce la falta que ha cometido y confía en la rectitud de los motivos que le han impulsado. Asomó la cólera a los ojos del Rey; pero este movimiento instantáneo cedió a la justicia natural de su carácter.

—El rey de los bosques —dijo— tiene miedo de que Ricardo dé fin de su venado y de su vino seco; yo te convidaré a comer en Londres, y no te echaré tan pronto de mi mesa. Tienes razón, Robin, ¡A caballo, y marchemos! Hace una hora que estoy leyendo la inquietud en los ojos de Wilfrido. Dime: ¿no tienes en tu cuadrilla algún buen amigo que, no contento con estar predicando todo el día, observa tus movimientos y se pone de mal humor cuando haces lo que se te antoja?

—Si, señor —respondió Robin Hood—; esa es justamente la condición de mi teniente Juanito, que está ahora de expedición en los confines de Escocia; y aseguro a vuestra alteza que algunas veces me molestan las libertades que toma. Pero, bien reflexionado, no puedo enfadarme contra quien se aflige por mi bien y se inquieta por mis peligros.

—Bien has dicho —contestó Ricardo—: y si yo tuviera por un lado a Ivanhoe para dirigirme con sus graves consejos y amonestaciones, y a ti por otro para que me engañases en lo que crees conveniente a mi servicio, pronto me vería tan libre en mis acciones como el esclavo atado a una cadena. ¡Vamos gente honrada a Coningsburgh, y no hablemos más del asunto!

Robin notició al Rey y a su amigo que había enviado una partida de descubierta al camino, y que, sin duda, si había alguna emboscada pronto se tendría aviso. Les dijo que por entonces no temía el menor peligro; pero que, en todo caso, él y los suyos no se separarían de aquellos alrededores y acudirían, como ya lo habían hecho, a la menor novedad.

Las prudentes y solícitas precauciones adoptadas por el bandido para su seguridad enternecieron el corazón generoso de Ricardo y disiparon todas las sospechas que hubiera podido inspirarle el artificio de que había echado mano. Le presentó otra vez la suya, reiterándole su perdón y su protección y dándole palabra de suavizar las Ordenanzas de montes y otras leyes tiránicas y opresivas que tenían a muchos y buenos ingleses en perpetuo estado de rebeldía. Frustró las buenas intenciones del Monarca su muerte desgraciada y prematura, y las leyes de montería fueron abolidas después a despecho de Juan cuando éste sucedió a su heroico hermano. En cuanto a las otras aventuras de Robin Hood que terminaron por una muerte traidora, los lectores podrán consultar las innumerables relaciones de la historia de este famoso bandido que corren impresas en Inglaterra.

Volvamos a Ricardo Corazón de León, el cual, en compañía de Ivanhoe, de Gurth y de Waniba, llegó sin obstáculo ni tropiezo, como Robin lo había predicho, a vista del castillo de Coningsburgh antes que el Sol se ocultara en el Occidente.

 

 

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