La entrada de la torre principal del castillo de Coningsburgh era tan singular en su estructura como correspondía a la tosca sencillez de los tiempos en que fue erigida. Por unos escalones tan estrechos y empinados que más bien merecían el nombre de precipicio, se entraba a un portal bajo situado en la parte sur de la torre por el cual el curioso anticuario puede aún pasar, o podía a lo menos hace pocos años, a la escalera construida en el espesor del muro que conducía al piso tercero del edificio. Los dos inferiores se componían de piezas abovedadas, sin otra luz ni ventilación que la que recibían por un agujero cuadrado, el cual, por medio de una escala de mano, servía de comunicación con los aposentos altos. Los pisos eran cuatro y la escalera principal que conducía de unos a otros se apoyaba en los asperones de que ya hemos hecho mención.
El rey Ricardo, en compañía de Ivanhoe, pasó por esta complicada y difícil entrada, y fue introducido en el aposento circular que ocupaba todo el tercer piso. Wilfrido se subió cuanto pudo el embozo de la capa porque no juzgaba oportuno presentarse a su padre hasta que se lo mandase el Rey.
En aquel aposento y en torno de una gran mesa de encina estaban sentados doce de los más distinguidos representantes de las familias sajonas residentes en los condados circunvecinos. Todos eran de edad avanzada, o a lo menos algo más que madura, porque los jóvenes habían seguido con gran sentimiento de sus padres el ejemplo de Ivanhoe y roto las barreras que por más de medio siglo habían separado a los vencedores de los vencidos sajones. Las miradas graves y abatidas de aquellos hombres venerables presentaban una escena algo diferente al bullicio y alegría de los huéspedes externos del castillo. Cualquiera hubiera dicho al ver aquellas cabelleras, aquellas barbas que llegaban hasta la cintura, juntamente con las túnicas antiguas y las anchas capas negras, que los personajes reunidos en tan singular y tosco aposento eran sacerdotes del templo de Wooden recién salidos de sus sepulcros para deplorar la pérdida de su gloria nacional.
Cedric, aunque sentado sin distinción en medio de sus compañeros, parecía ejercer por consentimiento de ellos las veces de presidente de aquella reunión. Se levantó con ademán majestuoso cuando vio entrar a Ricardo, a quien sólo conocía por el título de caballero del Candado, y le saludó con la fórmula ordinaria ¡Waes hael!, alzando al mismo tiempo una copa hasta la frente. El Rey, que no desconocía las costumbres de sus vasallos, devolvió el saludo con las palabras de estilo, Drinchael, y bebió de la copa que le presentó el copero. La misma formalidad se usó con Ivanhoe, el cual respondió con una cortesía, temeroso de que le descubriera el sonido de su voz.
Terminada esta ceremonia de introducción, Cedric se separó de sus compañeros, presentó la mano a Ricardo, y le condujo a una pequeña capilla labrada a pico en uno de los asperones que rodeaban exteriormente la cúpula. Una estrechísima claraboya era la única abertura que se notaba en la pared; mas a la rojiza y opaca luz de los dos cirios se distinguían la techumbre abovedada, los muros desnudos y un tosco altar de piedra con un crucifijo de lo mismo.
Delante del altar estaba colocado el ataúd, entre dos frailes arrodillados que rezaban en voz baja con aspecto devoto y compungido. La madre del difunto pagaba una buena propina al convento de San Edmundo por la asistencia de aquellos religiosos, y a fin de dar mayor esplendor a la ceremonia la comunidad entera se había trasladado a Coningsburgh. Seis sacerdotes estaban constantemente de guardia en la capilla. Ponían todo su empeño en no interrumpir un solo instante sus devotas oraciones; también cuidaban de que ningún lego tocase el paño de tumba que había servido en igual ocasión al bendito San Edmundo.
Ricardo y Wilfrido entraron en la capilla mortuoria conducidos por Cedric, el cual les señaló con gesto grave y melancólico el ataúd de su amigo. Los tres se santiguaron devotamente y dijeron una breve oración por el reposo de su alma.
Concluido este acto de piadosa caridad, Cedric hizo a sus huéspedes seña de que le siguiesen. Salió con pasos silenciosos de la capilla, y después de subir algunos escalones abrió con precaución la puerta de un pequeño oratorio contiguo. Era una pieza de ocho pies en cuadro, abierta como la capilla, en la misma piedra del muro, y alumbrada también por una claraboya; mas ésta daba al Occidente, y estando el sol a la sazón en el ocaso, un rayo de su luz que en aquel momento penetró en el opaco recinto descubrió a los ojos de los dos extranjeros una dama de gravísimo aspecto, cuyo rostro conservaba notables restos de majestuosa hermosura. Su pomposo y ancho traje de luto y la guirnalda de fúnebre ciprés que le sombreaba la frente realzaban la blancura de su complexión y el esplendor de su rubia cabellera que ondeaba esparcida por el cuello y por los hombros sin que los años la hubiesen aún plateado y disminuido. La expresión de su fisonomía era la del más profundo dolor, comprimido por la resignación y por la humildad. En la mesa de piedra que tenía enfrente había un crucifijo de marfil y un misal con primorosas viñetas y broches y placas de oro.
—Noble Edita —dijo Cedric después de haber permanecido algún rato en silencio, como para dar tiempo a los extranjeros a que examinaran el aposento de la dama—, aquí están dos dignos caballeros que vienen a tomar parte en vuestra aflicción... éste, particularmente, es el valiente guerrero que peleó con tanto arrojo por la libertad del que hoy lloramos.
—Reciba su valor el tributo de mi agradecimiento —respondió la dama—, aunque la voluntad divina dispuso que lo empleara tan infructuosamente. También agradezco su cortesía y la de su compañero, por haber venido a acompañar a la viuda de Adeling y a la madre de Athelstane en los días de su mayor pena y amargura. A vuestra amistad y vigilancia los encomiendo, y espero que no carecerán de la hospitalidad que esta triste mansión puede ofrecerles. Los dos caballeros la saludaron con una humilde reverencia y se retiraron en compañía de su oficioso conductor.
Este los introdujo por una escalera en una pieza de las mismas dimensiones que la que acababan de visitar situada sobre ella, y de la cual salía una armoniosa melancólica y pausada. Cuando entraron en aquel aposento se hallaron en presencia de veinte matronas y doncellas de las más ilustres familias sajonas. Cuatro de las últimas, dirigidas por lady Rowena, entonaban una canción fúnebre.
Después de haber sido introducidos en las diferentes partes del edificio en que se celebraban de diversos modos las exequias del noble sajón, los dos caballeros conducidos siempre por Cedric pasaron a otro aposento destinado a los forasteros de distinción que por su conexión con la familia quisiera ir a acompañarla en la fúnebre solemnidad. Cedric les aseguró que podrían residir allí como en sus propias moradas, y ya iba a retirarse, cuando el caballero de las negras armas le detuvo por la mano.
—Ahora es la ocasión de recordarte, noble Cedric —le dijo—, que cuando nos separamos después de la toma del castillo de "Frente de buey" me prometiste una gracia en galardón de los servicios que tuve la fortuna de emplear en tu defensa.
—Está concedida de contado —dijo Cedric—; pero en esta triste ocasión...
—Bien sé—dijo Ricardo— que no es la más oportuna; pero el tiempo urge; y no creo tampoco que sea fuera de propósito cuando se cierra la tumba de un amigo depositar en ella todo resentimiento y enemistad.
—Señor caballero del Candado —dijo Cedric poniéndose encendido—, la gracia que te he prometido es para ti, y no para otra persona; ni puedo permitir que un extranjero tome parte en lo concerniente al honor de mi familia.
—Ni yo quiero tomarla —dijo el Rey— sino en lo que peculiarmente me interesa. Hasta ahora sólo he sido a tus ojos el caballero del Candado. ¿Conoces a Ricardo Plantagenet?
—¿Ricardo de Anjou? —exclamó Cedric dando un paso atrás atónito y confuso.
—No, noble Cedric; Ricardo de Inglaterra, cuyo más vivo interés, cuyo más vehemente deseo es ver unidos a todos los que la Providencia ha colocado bajo su protección. Y qué, ¿no doblas la rodilla a tu soberano?
—¡Jamás se dobló ante la sangre normanda! —respondió Cedric.
—Reserva, pues, tu homenaje —dijo el Rey— para cuando veas que mi protección abraza igualmente a normandos y a ingleses.
—Príncipe —respondió Cedric—, siempre he hecho justicia a tu valor y a tu magnanimidad, y no ignoro los derechos que alegas a la de Inglaterra por tu descendencia de Matilde, sobrina de Edgar Atheling e hija de Malconi de Escocia. Pero Matilde, aunque de sangre real sajona, no era la inmediata heredera del trono.
—No vengo a disputar contigo mis derechos—dijo el Monarca—, sólo te pido que veas si encuentras otros que poner en la balanza.
—¿Y has venido a este castillo para decírmelo, para amargarme con los recuerdos de nuestra degradación y miseria, cuando aún no está cerrada la tumba del último vástago de la familia real de Sajonia?
—No, por cierto —dijo el Rey—; te hablo con la confianza que un hombre de bien puede tener en otro, sin que ninguno de los dos deba temer las consecuencias.
—Tienes razón, señor Rey —dijo Cedric—; porque rey eres, y rey serás a despecho de mi débil oposición. Y cree que no soy capaz de aprovecharme de la ocasión que tú mismo me ofreces de estorbártelo, por grande que sea la tentación.
—Volvamos a la gracia que me has concedido —dijo el Rey—, y no presumas que confío menos en tu palabra por la repugnancia que muestras a reconocerme por tu soberano. Exijo de ti como hombre de honor y de palabra, so pena de declararte desleal y villano mal nacido, que restituyas tu afecto paternal al buen caballero Wilfrido de Ivanhoe. Confieso que estoy interesado en esta reconciliación, tanto por la ventura de mi amigo como por la concordia que deseo ver establecida entre todos mis vasallos.
—¿Y es éste Wilfrido? —preguntó Cedric señalando a su hijo.
—Yo soy —respondió Ivanhoe echándose a los pies de Cedric—. ¡Padre mío, perdóname!
—Te perdono —dijo Cedric alzando del suelo a Ivanhoe—. El hijo de Hereward sabe cumplir su palabra, aunque haya sido empeñada a un normando; pero si quieres que esta reconciliación sea sólida, no has de usar de ahora en adelante otro traje ni practicar otros usos ni costumbres que la de tus abuelos. ¡No más ropillas cortas, no más gorras engalanadas, no más plumajes ni mojigangas! El hijo de Cedric ha de ser inglés, y no más que inglés. ¡Detente; ya sé lo que vas a decir! Lady Rowena debe llevar el luto por espacio de dos años, como prometida esposa del que ya no existe. ¿Qué dirían nuestros abuelos si tratásemos de nuevo enlace antes de que estuviera seca la tumba del que tan digno era de su mano por su nacimiento como por sus virtudes? La sombra de Athelstane rompería sus ensangrentados ligamentos y vendría a impedir que deshonrásemos su memoria.
Como si las palabras de Cedric tuvieran la virtud que se atribuye a las artes diabólicas de evocar los muertos de sus sepulcros, apenas las hubo pronunciado cuando se presentó a su vista el mismo Athelstane, pálido, desgreñado y con el atavío sepulcral con que debía ir a la mansión de su eterno reposo.
No es posible describir la sensación que produjo esta aparición en los que la presenciaron. Cedric retrocedió precipitadamente hasta la pared, y quedó apoyado en ella como si no bastaran sus propias fuerzas para sostenerle, fija la mirada, entreabiertos los labios, e incapaz de respirar y de moverse. Ivanhoe se santiguaba todo lo más de prisa que podía, y recitaba cuantas oraciones se presentaron a su memoria en sajón, en latín y en francés. Ricardo luchando entre sus sentimientos religiosos y su imperturbable valor, empezó por un salmo y acabó con un terrible juramento.
Al mismo tiempo se oyó en las piezas inferiores una confusa gritería.
—¡En nombre de Dios —dijo Cedric al que creía espectro de su difunto amigo—, si eres mortal, habla, si eres espíritu, dinos por qué causa vuelves a la Tierra o que podemos hacer para asegurar tu eterno reposo! ¡Vivo o muerto, noble Athelstane, habla a tu amigo Cedric!
—Hablaré —dijo el espectro sin alterarse— cuando me dejes hablar y cuando cobre aliento. ¿Que si estoy vivo? Tanto como puede considerarse así el que ha estado en ayunas porque espacio de dos días, que me han parecido dos siglos. ¡Si, padre Cedric; así Dios me salve! ¡Y providencia de Dios ha sido que pueda contarlo!
—¿Cómo es posible? —dijo Ricardo—. Yo mismo te vi caer bajo la espada del feroz templario poco después del asalto del castillo, y creí, como luego me aseguró Wamba, que te había partido el cráneo hasta los dientes.
—Te engañaste, señor caballero —dijo Athelstane—, y Wamba mintió como villano: mis dientes están como estaban y espero probarlo cuando me den de cenar. No fue la culpa del templario, sino de su espada, que se le torció en las manos y cayó de plano sobre mi cabeza. A no haber estado sin morrión, ni aun hubiera sentido el golpe, y el templario hubiera ido a contarlo al otro mundo. Pero estaba descubierto, y caí aturdido, aunque sin daño considerable. Enseguida cayeron sobre mí cinco o seis entre muertos y heridos, todo lo cual prolongó mi muerte aparente. Cuando recobré los sentidos me hallé dentro de un ataúd, que por fortuna estaba abierto, enfrente del altar de San Edmundo. Estornudé repetidas veces, me quejé, desperté del todo, y ya iba a levantarme, cuando el sacristán y el Abad acudieron al ruido aterrado y confuso, tomándome por un espectro. Así que echaron a correr y me quedé solo. El sitio estaba envuelto en la más profunda obscuridad. Era, sin duda, el cementerio de su convento. Ocurriéronme extraños pensamientos acerca de todo lo que me había pasado.
—Cobrad aliento, noble Athelstane —dijo Ricardo—, para referir vuestra historia, ¡que por las barbas de mi padre tiene algo de novela!
—No hay novela que valga —replicó Athelstane.
—En nombre de la Virgen Santísima —dijo Cedric tomando la mano a su amigo—; ¿cómo pudiste escapar de tan inminente peligro?
—Porque tuve la fortuna de que el sacristán cerrase la puerta en falso.
Athelstane se sintió cansado de hablar y con la lengua seca. Pidió de beber, y quiso que sus huéspedes le hiciesen la razón. Entretanto Edita, después de haber dado ciertas disposiciones que le parecieron prudentes en tan extraordinaria ocurrencia, siguió los pasos del resucitado y entró en el cuarto de los extranjeros Acudieron inmediatamente cuantos huéspedes cabían en tan reducida pieza. Otros se agolparon a la escalera, y la historia de Athelstane corrió de boca en boca, con tantas alteraciones y comentarios que cuando llegó a los que estaban fuera del castillo en nada se parecía a la realidad.
El muerto entretanto continuó del modo siguiente la relación de sus aventuras:
—Pocos esfuerzos bastaron para levantarme de mi embarazosa posición. Libre ya, subí las escaleras con la ligereza que me permitía el peso que llevaba encima, y sin saber adónde dirigirme seguí el sonido de un alegre romance que llegó a mis oídos. Bajé a las cuadras, y encontré en una de ellas a mi propio caballo, que, sin duda, el Abad se había reservado para su uso particular. Púseme en camino aguijoneándole cuanto más podía, y asustando con mi sepulcral presencia a cuantos alcanzaban a verme a una milla de distancia. Ni aun en mi propio castillo hubiera hallado entrada, a no ser porque los de la puerta me tomaron por uno de los bufones que están divirtiendo ahí fuera a los que han venido a mis exequias; y exequias más alegres en mi vida las he visto. Fuime en derechura a ver a mi madre, y he venido Enseguida a buscaros, noble amigo.
—Y aquí me encuentras —dijo Cedric—, pronto a sostenerte en el camino de la gloria y de la libertad. Las circunstancias no pueden ser más favorables, y nunca hallarás mejor dispuesto el terreno para liberar a la ilustre raza de los sajones.
—No me hables de libertar a nadie —repuso Athelstane—, que harto he hecho con libertarme a mí mismo.
—¿Es posible —dijo Cedric— que pienses de ese modo cuando tienes abierta la carrera de la gloria? Ve aquí al príncipe normando Ricardo de Anjou: dile que aunque tiene un corazón de león en el pecho, trabajo ha de costarle subir al trono de Alfredo ínterin exista un descendiente del santo confesor que se lo dispute.
—¡Qué!— exclamó Athelstane—. ¿Este es el noble rey Ricardo?
—Este es Ricardo de Plantagenet —dijo Cedric—, cuya vida y libertad están seguras en nuestras manos, puesto que ha venido por su propia voluntad a ser nuestro huésped. El noble Athelstane de Coningsburgh sabrá respetar los derechos de la hospitalidad.
—Y también los de la soberanía —agregó Athelstane—: como rey le reconozco con mano y palabra.
—¡Hijo mío! —exclamó Edita indignada—. ¿Así olvidas la sangre que tienes en las venas?
—¡Príncipe degenerado! —añadió Cedric—. ¿Así abandonas la libertad de Inglaterra?
—¡Madre, amigo, —dijo Athelstane—, no más reconvenciones! Un cementerio y dos días de ayuno son poderosos agentes para humillar la ambición. El sepulcro me ha dado el juicio y la sensatez que me faltaban. Esta ocurrencia ha disipado las locuras que me calentaban el cerebro. Me ha dado una buena lección, y no la echaré en saco roto. Desde que ando en toda esa baraúnda de planes y proyectos de restablecimiento, y de libertad, y de patriotismo, sólo he sacado en limpio indigestiones, golpes y porrazos, cautiverio y hambre. ¿En qué vendrían a parar todos nuestros castillos en el aire? En la muerte de algunos millares de inocentes que se curan muy poco de nuestro engrandecimiento y de nuestra dignidad. No, señor; rey seré, pero no más allá de mis estados: y el primer acto de mi soberanía será apoderarme del sepulturero del convento y retorcerle el gaznate.
—¿Y mi pupila Rowena?—preguntó Cedric.
—Padre Cedric —continuó el sajón—, hablemos claro. Lady Rowena no piensa en mí, ni ha pensado nunca. Más aprecia ella un dedo del piano de mi primo Wilfrido que toda mi persona. Aquí está ella, que no me dejará mentir. No te avergüences, parienta: todos sabemos que un caballero cortesano vale más que un hidalgo destripaterrones. ¿Te ríes, Rowena? ¡Y es cierto que una mortaja y un rostro de fantasma como el mío son cosas de risa! Pues si estás de humor de divertirte yo te proporcionaré diversión. Dame tu mano, o por mejor decir préstamela por algunos instantes, que sólo te la pido como amigo. ¡Hola, primo Wilfrido de Ivanhoe! En tu favor renuncio y abjura ¿Dónde diablos se ha escabullido? O el ayuno me ha puesto telarañas en la vista, o no hace un minuto que estaba aquí a mi lado.
Wilfrido de Ivanhoe había desaparecido en efecto.
Buscáronle por todas partes, y al fin se supo que había ido a buscarle un judío, que después de una breve conversación mandó llamar a Gurth, pidió la armadura, montó a caballo, y se fue a todo escape del castillo.
—Hermosa prima —dijo Athelstane—, si no creyera que esa salida repentina ha sido ocasionada por motivos urgentes y poderosos, con tu permiso retractaría...
No pudo acabar la frase, pues echó de ver que también había desaparecido Rowena, la cual, valiéndose de una situación tan extraña y delicada, salió del aposento sin que nadie lo notase.
—¡Lo que son las mujeres! —exclamó Athelstane—. ¡No hay peores bichos en la Tierra! ¡Cuando esperaba que me diera las gracias por mi generosidad, y quizás... quizás un beso de gratitud, desaparece también como una sombra! ¡Esta mortaja tiene, sin duda la virtud de hacer huir de mi presencia a todo el género humano! Pero tú, noble rey Ricardo, a quien repito mi homenaje...
Alzó los ojos y se encontró sin el Rey. Este había bajado al patio del castillo cuando supo las nuevas de la partida de Wilfrido de Ivanhoe. Habló con el judío, pidió a toda prisa un caballo, obligó al israelita a montar en otro, y los dos tomaron el trote.
—Zernebock —dijo Atheistane— se ha apoderado de mí y de mi castillo. Cosas se han visto en estos pocos días que podían llenar muchas historias. Muertos resucitados, reyes, damas, caballeros que se hunden como por escotillón. Pero pensemos en lo principal. Amigos míos, los que todavía no se hayan convertido en humo, que me sigan al comedor. Allí estaréis todos seguros. Algunos restos habrán quedado de la comilona fúnebre de un noble sajón. No nos detengamos, porque ¿quién sabe si no habrá cargado el diablo con la cena?