En efecto; no tardó en presentarse en el campo de batalla el caballero Negro capitaneando una gran cuadrilla de guerreros y caballeros en completa armadura.
—¡Vengo tarde! —dijo el de lo negro mirando a todas partes—. Venía a tomar posesión de la persona de Bois-Guilbert y a excusarle el trabajo de morir por ahora. ¿Es regular, sir Wilfrido, que os metáis en aventuras cuando apenas podéis sosteneros a caballo?
—El Cielo, señor, —repuso Ivanhoe—, lo ha dispuesto así, señalando su justicia con la muerte de este hombre; ni aun siquiera era digno de vuestro enojo.
—¡Dios tenga piedad de su alma! —exclamó el Rey mirando atentamente el cadáver—. Era valiente, y ha muerto vestido de acero, como mueren los hombres de pro. Pero no perdamos el tiempo. ¡Bohun, haz tu oficio!
Al mandato del Rey salió de su comitiva un caballero, y poniendo la mano en el hombro de Malvoisin, le dijo:
—Alberto de Malvoisin, date preso como reo de alta traición.
El Gran Maestre había mirado con suma extrañeza la repentina aparición de aquella gente armada. Entonces rompió el silencio.
—¿Quién se atreve —dijo— a prender a un caballero del Temple dentro de la jurisdicción de su preceptorio y delante del Gran Maestre de la Orden? ¿Por mandato de quien se comete ese atentado?
—Yo me apodero de su persona —replico el caballero—, yo, Enrique Bohun, conde de Essex, lord Gran Condestable de Inglaterra.
—Y quien lo ha mandado —dijo el Rey alzándose la visera— es Ricardo de Plantagenet, que está presente. ¡Conrado Mont-Fichet, válgate no haber nacido en mis Estados! ¡Y tú, Malvoisin, morirás antes de una semana con tú hermano Felipe!
—¡Protesto contra esa violencia! —grito Lucas de Beaumanoir—. Es en vano, orgulloso templario —dijo el Rey—. Alza los ojos a los muros de tú preceptorio y veras tremolando en ellos el estandarte real de Inglaterra. Ten prudencia, y no hagas una resistencia infructuosa. Estas en la boca del león.
—¡Apelare a la cristiandad —insistió el Gran Maestre— contra esa usurpación de los privilegios de mi Orden!
—Haz lo que quieras —dijo el Rey—; pero no hables de usurpación por ahora, si no quieres pasarlo mal. Disuelve tú Capitulo y retírate con tú comitiva al primer preceptorio que encuentres, si acaso hay alguno que no haya sido teatro de traidoras conspiraciones contra el rey de Inglaterra. O si quieres quedarte en casa, gozaras de mi hospitalidad y presenciaras mi justicia.
—¿Ser huésped donde he sido amo? —replico el templario—. ¡Nunca! ¡Hermanos, entonad el salmo Quare fremuerunt gentes! ¡Caballeros, escuderos, dependientes de la santa Orden de los caballeros del Temple, preparaos a seguir la bandera de Bausean!
El Gran Maestre habló con una dignidad que sorprendió a Ricardo y excitó las esperanzas y el valor de los templarios. Todos acudieron cerca de su persona como las ovejas al perro que las guarda cuando oyen el aullido del lobo. Mas no imitaron la timidez del rebaño indefenso: sus gestos y miradas indicaban los deseos que tenían de venir a las manos con un enemigo a quien, sin embargo, no osaban provocar de otro modo. Formaron en breve un espeso bosque de lanzas en que sobresalían los mantos blancos de los caballeros por entre el negro conjunto de sus subalternos, como los bordes de una nube tenebrosa cuando reflejan los rayos del sol. La muchedumbre, que desde el principio de esta escena había alzado el grito contra los templarios, miró con algún terror aquel formidable cuerpo de guerreros experimentados, a quienes había insultado tan temerariamente. El tropel enmudeció y se retiró a cierta distancia.
Cuando el conde de Essex los vio formados con tanto orden y en tan considerable número, apretó espuelas al caballo y corrió por todas partes dando las órdenes que creyó necesarias a fin de evitar una sorpresa. Ricardo, solo, como si se complaciera en el peligro que había provocado, se adelantó hacia los templarios, gritándoles:
—¿Qué es eso, señores templarios? ¿No hay uno entre vosotros que quiera romper una lanza con Ricardo de Inglaterra? ¡En poco tenéis a vuestras damas si rehusáis pelear conmigo por su honor!
El Gran Maestre se separó de los suyos, salió al encuentro a Ricardo y le dijo:
—Los hermanos del temple no pelean por tan profanos motivos. En mi presencia no peleará contigo ninguno de mis súbditos. Los príncipes de Europa decidirán entre tú y yo, y ellos te harán saber si conviene a un monarca cristiano adoptar la causa por la cual has querido pronunciarte. Nos retiramos sin ofender a nadie, si no somos ofendidos. A tu honor confío las armas y otros efectos que dejamos en el preceptorio, y a tu conciencia el encargo de responder del escándalo a la cristiandad.
Al decir esto, y sin esperar contestación, el Gran Maestre dio la orden de marchar, y las trompetas tocaron una marcha oriental, que era la señal de ataque de que usaban ordinariamente los templarios. Cambiaron la formación de línea en columna y se pusieron en movimiento con suma lentitud, como si dieran a entender que se retiraban sólo por obedecer a su superior y no por temor de sus enemigos.
—¡Por la Virgen nuestra señora —dijo Ricardo—, que es lástima que esos templarios no sean tan leales como disciplinados y valientes!
El concurso, a guisa de gozque tímido y cauteloso que sólo ladra cuando se aleja el objeto de su terror, prorrumpió en denuestos e injurias apenas había vuelto la espalda el aguerrido escuadrón.
Durante el alboroto a que dio lugar la retirada de los templarios, Rebeca no oyó ni vio nada de lo que ocurría. Estaba aprisionada en los brazos de su padre, aturdida y enajenada por efecto de las violentas sensaciones que había experimentado en tan rápida mudanza de circunstancias. Las palabras de Isaac la hicieron volver en sí.
—¡Vamos, hija mía, —le decía el viejo—, tesoro restituido; vamos a echarnos a los pies de ese valiente joven!
—¡No, no! —respondió su hija—. ¡No tengo bastantes fuerzas para hablarle en este momento! Quizás diría más. ¡No, padre mío; alejémonos cuanto antes de este horroroso sitio!
—Pero, hija mía —replicó Isaac—, ¿hemos de salir de aquí sin manifestar nuestra gratitud al que ha expuesto su vida por salvar la tuya, siendo hija de un pueblo extraño? Ese servicio merece algún agradecimiento.
—Merece todo el agradecimiento que puede caber en el corazón humano: merece más todavía; pero ahora me es imposible. ¡Padre mío, ten piedad de la hija de tu amor!
—¿Qué dirán de nosotros? —observó Isaac—. ¡Dirán que somos unos perros ingratos!
—¡En presencia de Ricardo! —exclamó Rebeca.
—Tienes razón —dijo Isaac—, y eres más prudente que tu padre, ¡Vámonos, vámonos pronto! Ricardo está falto de dinero; ¡como que viene de Palestina, y aun dicen que ha sufrido un penoso cautiverio! No le faltarán pretextos para arrancarme hasta el último maravedí si sabe mis negocios con su hermano Juan. ¡Salgamos de aquí cuanto antes!
Isaac y Rebeca salieron inmediatamente del palenque, y en las acémilas que el hebreo tenía preparadas pasaron a casa del rabino Nathán.
La judía, cuya suerte había sido objeto del interés general en los diferentes sucesos de aquel día, pudo retirarse sin que nadie lo echase de ver, porque la atención de todos los espectadores se había fijado en la llegada repentina y el belicoso acompañamiento del caballero de las negras armas. Reconocido ya por el pueblo, oyéronse por todas partes ruidosas aclamaciones.
—¡Viva Ricardo de Inglaterra, Corazón de León! ¡Mueran los usurpadores templarios!
—A pesar de todas estas demostraciones de afecto y lealtad —dijo Ivanhoe al conde de Essex—, bien ha hecho el Rey en venir en tu compañía y en la de tus fieles y valientes partidarios.
El Conde se sonrió, como si conviniera en la observación de Wilfrido; sin embargo, no quiso confesar que fueran justos sus recelos.
—Conociendo tan a fondo a nuestro señor —le respondió—, ¿le juzgas capaz de tomar esas precauciones? La casualidad ha querido que cuando me dirigía a York por tener noticias del armamento del príncipe Juan encontrase a Ricardo solo como un caballero andante; y creo que su intención era acometer esta aventura de la judía del templario.
—¿Y qué noticias tenemos de York? —pregunto Ivanhoe—. ¿Crees tú, noble conde, que nos resistirán los traidores?
—Como la nieve resiste al fuego —respondió Essex—. Ya se están dispersando como bandada de aviones. ¿Sabes quién ha venido en posta a traernos la noticia? El mismo príncipe Juan.
—¡Felón, desagradecido, insolente traidor! —exclamó Wilfrido—. ¿No le mandó echar Ricardo una cadena de veinte arrobas?
—No, por cierto —dijo el Conde—. Lo mismo le recibió que si le hubiera dado cita para correr liebres.
—¿Y no hubo más? —preguntó Ivanhoe—. No parece sino que Ricardo convida a los rebeldes con su clemencia.
—Como el hombre —respondió Essex— convida a la muerte cuando pelea teniendo abiertas sus heridas.
—Ya te entiendo, señor conde—dijo Ivanhoe—; pero yo no expongo más que mi vida, y Ricardo expone la seguridad de su reino.
—Los que desprecian su vida —objetó el conde de Essex— no suelen tener en mucho las de los otros. Pero vamos al castillo. Ricardo piensa castigar a muchos de los que han tomado parte en la conspiración, aunque ya están perdonados algunos de los jefes principales.
El manuscrito de que hemos sacado los sucesos de esta historia refiere muy por menor los procedimientos judiciales a que dio lugar el plan tramado contra los derechos legítimos de Ricardo Plantagenet. Nos limitaremos por ahora a poner en noticia de nuestros lectores que Bracy huyó a Francia y se alistó al servicio del rey Felipe; que Alberto Malvoisin, preceptor de Templestown, y su hermano el Barón murieron en el cadalso; que Waldemar de Fitzurse, a pesar de haber sido resorte principal de la conspiración, fue tratado con más blandura, y salió desterrado del reino; y que el príncipe Juan, cuya ambición había dado lugar a tantos crímenes y trastornos, no recibió la menor reconvención de su bondadoso hermano. No hubo un inglés que se apiadara de los dos hermanos Malvoisin: todos confesaban que habían merecido la muerte por sus innumerables perfidias, tiranías y crueldades.
Poco después de terminado el combate judicial, Cedric el Sajón fue llamado a presencia de Ricardo, el cual, con el objeto de apaciguar los condados más turbulentos, había establecido su corte en la ciudad de York. Cedric hizo mil aspavientos al recibir este mensaje; más no se atrevió a desobedecer al Monarca. En efecto; el regreso de este príncipe había desbaratado enteramente las esperanzas y proyectos de restablecer la dinastía sajona en el trono de Inglaterra.
Por otra parte, Cedric conocía a pesar suyo que la unión del partido sajón por medio del casamiento de lady Rowena con Athelstane no podía tener efecto en virtud de la repugnancia de las partes interesadas. El buen viejo, lleno siempre de entusiasmo en favor de la causa que defendía, no había previsto esta ocurrencia, y aun después de desengañado, le costaba mucho trabajo comprender que dos sajones de sangre real renunciasen a una alianza tan necesaria al bien general de su nación. Mas era preciso ceder a la realidad; lady Rowena se había manifestado opuesta al proyectado consorcio, y Athelstane, desde la aventura del entierro, no había cesado de declarar en los términos más positivos que renunciaba para siempre a sus antiguas pretensiones.
Quedaban, sin embargo, que vencer dos grandes obstáculos en el ánimo de Cedric para realizar los deseos de los dos amantes; a saber: su tenacidad característica y el odio con que miraba a la dinastía normanda. El primero fue cediendo poco a poco a las instancias de Rowena y al orgullo que le inspiraba la fama de su hijo. Cedric tenía además a mucha honra la alianza de su familia con la de aquella ilustre dama, a pesar de todo el empeño que había manifestado en unirla con el único descendiente de Eduardo el Confesor, También se enfrió considerablemente su aversión a los conquistadores de Inglaterra. Consideraba que era imposible despojarlos del trono en que habían sabido cimentarse, y contribuyó a suavizarle la bondad que le manifestaba Ricardo, el cual se divertía con sus francas y naturales ocurrencias. Lo cierto es que a los siete días de su permanencia en la corte del Monarca, el noble sajón dio su consentimiento al enlace de Rowena y Wilfrido.
Obtenida la venia de su padre, las bodas de nuestro héroe se celebraron en la augusta y magnífica catedral de York. Las honró aquel príncipe con su asistencia, y la afabilidad con que entonces y en otras muchas ocasiones trató a los abatidos y desgraciados compatriotas de Cedric le granjeó mayores auxilios para la defensa de sus legítimos derechos que los que hubiera podido esperar de las vicisitudes de la guerra civil. La iglesia se hermoseó para aquella solemnidad con toda la pompa y esplendor del culto católico.
Gurth, vistosamente engalanado, acompañó a su amo en calidad de escudero, y tuvo en gran precio este galardón de sus fieles servicios. El magnánimo Wamba concurrió también a la ceremonia luciendo un ruidoso atavío de campanillas de plata. Habían sido compañeros de Ivanhoe en sus infortunios, y desde entonces fueron, como debían esperarlo, partícipes de su prosperidad.
Las bodas de Wilfrido y Rowena dieron lugar a un numeroso concurso de familias normandas y sajonas de todas clases y jerarquías. Unas y otras miraron aquel enlace como prenda de la íntima unión de los dos pueblos, los cuales desde aquella época han ido mezclándose y confundiéndose en términos que ya no los separa ninguna distinción. Cedric vivió bastante para alcanzar los últimos anuncios de la completa unión de ambos pueblos, porque ya en su tiempo empezaban a ligarse sajones y normandos con los vínculos del matrimonio: los unos perdían sus modales altivos, y los otros su natural grosería y aspereza; pero hasta el reinado de Eduardo III no se habló en la corte de Londres la lengua mixta llamada inglesa, y entonces fue también cuando sajones y normandos llegaron a formar una sola familia.
Dos días después de su casamiento Rowena supo por su camarera Elgitha que una doncella extranjera y bien parecida deseaba hablarle a solas. La esposa de Wilfrido recibió con sorpresa este mensaje, vaciló acerca de la respuesta que había de dar y, cediendo por fin a la curiosidad, mandó que le diesen entrada.
Presentóse a su vista una persona de noble y majestuoso talante cubierta con un gran velo blanco que, lejos de ocultarla, realzaba la gracia de su talle. Su aspecto indicaba respetuoso comedimiento, con algunos visos de temor, o más bien de deseos de conciliarse indulgencia y buena voluntad. Rowena estaba siempre naturalmente dispuesta a compadecer y aliviar los males ajenos. Se levantó e iba a dar asiento a la hermosa extranjera, pero reparó en Elgitha, a quien hizo seña de retirarse. Cuando ésta la hubo obedecido, no sin alguna repugnancia, la desconocida hincó una rodilla en tierra, se puso las dos manos en la frente, la inclinó hasta el suelo, y a pesar de la resistencia de lady Ivanhoe, le besó la guarnición del vestido.
—¿Qué significa esto'? —preguntó la dama con la mayor sorpresa—. ¿Qué significa tan extraordinaria demostración de homenaje?
—Lady Rowena —dijo Rebeca levantándose y volviendo a tomar su modesta y grave actitud—, vengo a pagaros la deuda que he contraído con vuestro esposo. Perdonadme si os ha ofendido la expresión de veneración y agradecimiento usada en mi pueblo. Yo soy la desgraciada judía por quien el caballero de Ivanhoe arrostró tan inminentes peligros en el campo de batalla de Templestowe.
—Doncella —siguió Rowena—, Wilfrido de Ivanhoe no hizo más ni aun tanto como debía por quien con tanta caridad le asistió en sus heridas e infortunios. Decidme si todavía podemos mi esposo y yo hacer algo en vuestro obsequio.
—Nada —respondió la judía—. Sólo os pido que le deis en mi nombre el último adiós.
—¿Os vais de Inglaterra? —dijo Rowena, aun no bien repuesta de la sorpresa que le causaba aquella visita.
—Saldré de Inglaterra antes que esta luna termine su giro. Mi padre tiene un hermano que goza favor de Mohammed Boabdil, rey de Granada. Allí podemos gozar de paz y protección en cambio del tributo que aquel monarca exige de nuestro pueblo.
—¿No estáis bastante protegidos en Inglaterra? —interrogó Rowena—. Mi esposo merece mucho favor de Ricardo, el cual es además tan generoso como justo.
—No lo dudo —repuso Rebeca—; pero los ingleses son hombres turbulentos y arrojados, discordes entre sí y con sus vecinos, dispuestos siempre a esgrimir las armas unos contra otros. Los hijos de mi pueblo no pueden vivir en tan inquieto asilo. Durante su peregrinación, Israel no puede fijar sus tiendas en una mansión de sangre y de disturbios, rodeada de enemigos y dividida en facciones encarnizadas.
—¿Qué tienes que temer? —prosiguió lady Rowena—. La que consoló a Ivanhoe en su desventura, la que curó sus heridas —añadió con entusiasmo—, puede vivir tranquila en Inglaterra, donde sajones y normandos se esmerarán en protegerla y honrarla.
—Dulces son tus palabras —contestó Rebeca— y más dulces tus sentimientos; pero no puede ser. Sobrado profundo es el golfo que nos separa. La educación y la fe no nos permiten atravesarlo a unos ni a otros. ¡Adiós! Pero antes de irme quiero pedirte una gracia. Alza el velo nupcial que te cubre, y déjame contemplar esa hermosura de que tanto dice la fama.
—La fama pondera como acostumbra —respondió Rowena—; pero consiento lo que me pides, con tal que me concedas el mismo favor.
Descubrióse la dama, y sea por modestia y timidez, sea por vanidad, enrojeció de tal manera, que el pecho y el rostro se le cubrieron de un carmín subidísimo.
También enrojeció la judía al despojarse de su velo; mas sólo duró su rubor un instante, pasando ligeramente por su fisonomía, como los tintes encendidos de la nube que muda de color cuando el sol se hunde en el horizonte.
—Noble dama —dijo Rebeca—, las facciones que os habéis dignado mostrarme vivirán largo tiempo en mi memoria. En ellas reinan la gentileza y la bondad; y si no está exenta su amable expresión del orgullo que traen consigo las vanidades mundanas, ¿qué extraño es que lo que es de tierra conserva su color original? Nunca olvidaré lo que ahora he visto. Y gracias a Dios que mi generoso libertador ha conseguido ya...
Detúvose al decir estas palabras, vertió algunas lágrimas, lanzó un profundo suspiro y viendo que lady Rowena se inquietaba creyéndola indispuesta, prosiguió.
—¡No os asustéis! Estoy buena; pero me estremezco al recordar los sucesos del castillo de Frente de buey y del preceptorio de los templarios. Sólo me queda que molestaron con otra pequeña súplica. Aceptad este cofrecito, y no os sorprendáis al ver lo que contiene.
Entonces presentó un cofre de ébano guarnecido de plata a lady Rowena, la cual lo abrió, y vio en él un collar de diamantes y otras piedras preciosas que parecían de gran valor.
—¡Es imposible! —objetó lady Rowena devolviendo el cofre a la judía—. ¡Me es imposible aceptar un don de esta especie!
—No me neguéis esta prueba de benevolencia —dijo Rebeca—. Vosotros los nazarenos tenéis el poder, las dignidades, la autoridad y el influjo; nosotros los hebreos tenemos la riqueza, que es el origen de nuestra fuerza y de nuestros males. Aunque el valor de esas frioleras fuera mil veces más subido, no podría tanto en Inglaterra como el más fugaz de tus deseos. Lo que te doy es de poco precio para ti: para mí, de mucho menos. No pienses tan bajamente de mi nación como la mayor parte de tus compatriotas. ¿Crees que estimo más esos brillantes, fragmentos de piedra, que mi libertad? ¿Crees que ni padre los tiene en más que mi honor y mi vida? ¡Acéptalos! Inútiles son para mí, puesto que nunca adornaré con joyas mi persona.
—¡Muy desgraciada debes de ser! —exclamó Rowena a quien hicieron extraña impresión las últimas palabras de la judía—. ¡Quédate con nosotros! Los consejos de los hombres sabios y piadosos te apartarán de los errores de tu creencia, y yo seré tu hermana.
—No. señora, —repuso la judía con tono de voz y expresión de melancolía y abatimiento—. ¡Es imposible! Yo no puedo abandonar mi fe como si fuera un ropaje que no se usa en la tierra en que vivo. Seré desgraciada, pero no tanto. Aquel a quien he consagrado mi vida será quien me consuele ¡Hágase su voluntad! `
—¿Tenéis conventos en vuestra religión? ¿Piensas retirarte a alguno de ellos?
—No, señora, —dijo Rebeca—; pero desde los tiempos de Abraham hasta los presentes ha habido en la nación hebrea mujeres desengañadas y piadosas que han dedicado sus pensamientos a las verdades eternas y al ejercicio de la caridad ocupándose en curar al enfermo, en dar de comer al hambriento y en socorrer al desvalido: tal será mi destino de ahora en adelante. Decidlo así a vuestro esposo, si alguna vez se digna preguntar por aquella desgraciada a quien salvó la vida.
El temblor involuntario que se apoderó de Rebeca al pronunciar estas palabras, y el tono suave y afectuoso de su voz expresaban más de lo que ella quería. Dióse prisa a retirarse diciendo:
—¡Adiós, noble dama! ¡El que dio la vida a judíos y a cristianos derrame sobre vos la plenitud de sus bendiciones!
Rebeca desapareció del aposento, dejando tan sorprendida a Rowena como si hubiera pasado ante sus ojos una visión sobrenatural. La hermosa sajona refirió esta extraña conferencia a su esposo, a quien dio mucho que pensar.
Rowena e Ivanhoe vivieron largos y felices años, porque los ligaban vínculos que se estrecharon en su infancia, y porque nunca olvidaron los obstáculos que se habían opuesto a su unión. No sería prudente, sin embargo, averiguar si el recuerdo de la hermosura y de la magnanimidad de Rebeca se presentaba a la imaginación de Ivanhoe con más frecuencia de la que convenía a la tranquilidad de la bella nieta de Alfredo.
Ivanhoe se distinguió en el servicio de Ricardo y mereció nuevas prendas de su favor. Mayor hubiera sido su elevación, a no haberla interrumpido la muerte prematura del heroico Corazón de León ocurrida en el asedio del Castillo de Chaluz, cerca de Ligomes. Con la vida de su magnánimo, pero temerario y novelesco protector, perecieron todos los proyectos que su generosa ambición había formado. Pueden aplicársele con alguna alteración, estos versos, compuestos por un poeta inglés a Carlos XII, rey de Suecia:
Destino fue del héroe que cantamos coger laureles en remotas tierras.
Tuvo humilde castillo y pecho audaz, y un vate obscuro celebró sus prendas.
Su nombre fue terror del enemigo y dio asunto moral a esta novela.
FIN