XXXIV

 

Figúrense nuestros lectores que están a la vista del castillo o preceptorio de Templestowe una hora poco más o menos antes de librarse el sangriento combate del cual dependía la vida o la muerte de la interesante y desgraciada Rebeca. Habíase agolpado a presenciar tan terrible escena, como a divertirse en una feria o romería, un numeroso concurso de habitantes de los pueblos circunvecinos. Mas la curiosidad que excitan los espectáculos crueles no es peculiar de los siglos bárbaros. Los duelos solemnes y legales en que un guerrero perdía la vida a manos de otro en presencia de una gran muchedumbre y con tantas formalidades religiosas y jurídicas como si fuera el lance más inocente, eran entonces comunísimos y formaban parte de las costumbres públicas. Pero en nuestros días, con todos los progresos que hemos hecho en la civilización, con todas las teorías que ilustran y fortifican los principios morales, ¿no vemos acorrer hombres y mujeres a millares a presenciar la ejecución de una sentencia de muerte? ¿No hay todavía corridas de toros en España y combates a puñetazos en Inglaterra?

El tropel que rodeaba el preceptorio se había dividido en dos porciones. Los unos estaban enfrente de la puerta aguardando la procesión que debía dar principio a las solemnidades del día; los otros, en mayor número, habían ido a tomar puesto alrededor del campo de batalla. Era éste un vasto cercado inmediato al edificio y nivelado con el mayor esmero para que sirviese a los ejercicios militares de los caballeros del Temple. Ocupaba el pie de una suave eminencia, y estaba rodeado de fuertes empalizadas y barreras; y como los templarios gustaban de lucir su destreza en el manejo de armas y caballos, había dispuestas en torno suficientes galerías para admitir un gran número de espectadores.

En la ocasión presente se había erigido un trono en uno de los lados del palenque para el Gran Maestre de los templarios, y puestos de distinción para los caballeros y preceptores de la Orden. Tremolaba sobre este aparato el estandarte sagrado llamado Le Bausean, que era la insignia, como su nombre era el grito de guerra, de aquella Orden militar.

Enfrente del trono se alzaba la pira fúnebre, dispuesta alrededor de una estacada, de modo que quedaba en medio un espacio vacío para la víctima que las llamas debían consumir. De la estacada pendían las cadenas destinadas a sujetarla. Custodiaban esta horrible armazón cuatro esclavos africanos, cuyo color y facciones, que a la sazón no eran muy comunes en Inglaterra, llenaban de terror a la muchedumbre. Miraban los espectadores como demonios verdaderos y dignos ejecutores del infernal ministerio que se les había encargado. Aquellos hombres estaban inmóviles como estatuas, y sólo daban señales de vida cuando el que hacía de jefe les mandaba echar leña en la hoguera. Parecían insensibles a todo lo que les rodeaba y sólo atentos al desempeño de su odiosa obligación. Cuando hablaban entre sí, los movimientos de sus prominentes labios y la blancura de los dientes que descubrían aumentaban la extrañeza y el horror de los que los observaban. Hubo quien dijo que eran los espíritus familiares de la hebrea, convocados por ella con sus ensalmos y brujerías para asistirla en el lance terrible que la aguardaba. Esta opinión dio lugar a grandes comentarios sobre las hechuras de Luzbel en aquellos tiempos de crímenes y de revueltas; y por cierto que se le atribuyeron cosas en que no tuvo la menor parte.

—¿Has oído decir, tío Dionisio —preguntó un patán a otro avanzado en años—, que el diablo ha cargado con Athelstane, el señor del castillo de Coningsburgh?

—Si —respondió Dionisio—; pero ya le ha devuelto, gracias a Dios y a San Dustán.

—¿Cómo es eso? —preguntó un joven de gallarda presencia, vestido con gabán verde bordado en oro, y acompañado por un muchacho que llevaba el arpa, símbolo de su profesión.

Este maestro de la gaya ciencia parecía hombre de alguna distinción, porque además del esplendor de su traje llevaba al cuello una cadena de plata de la que pendía la llave que le servía para templar el instrumento. Tenía en el brazo derecho una placa del mismo metal, en la cual, en lugar de la divisa o escudo del señor feudal a quien pertenecía, sólo se notaba grabada de realce la palabra Sherwood.

—¿Cómo es eso? —volvió a preguntar el alegre arpista tomando parte en la conversación de los dos campesinos—. Justamente vengo a buscar asunto para un romance, ¡y por la Virgen que me alegro de hallarme con dos! ¡Una judía quemada por los templarios y un barón arrebatado por los demonios!

—Es bien sabido —dijo el viejo Dionisio— que Athelstane de Coningsburgh, después de haber estado muerto cuatro semanas...

—¡No puede ser! —exclamó el trovador—. Porque yo le vi lleno de vida y salud en el paso de armas de Ashby de la Zouche.

—Muerto estaba —dijo el campesino Joven— o en poder de Satanás, que es lo mismo para el caso. Yo mismo oí a los frailes de San Edmundo cuando le cantaban el responso. Y, además, que el castillo de Coningsburgh ha estado lleno de gente estos días, y ha habido pernil por barba, como era regular. Yo no hubiera faltado si no fuera porque le dio un torozón al mulo.

—Muerto estaba —repitió el tío Dionisio—, y es lástima, porque era el último de los...

—¡Vamos al caso! —interrumpió el músico con alguna impaciencia.

—¡Acabad con dos mil santos el cuento! —dijo un corpulento frailote que se había acercado a la sazón, y que se apoyaba en un palo grueso, capaz de desempeñar, en caso necesario, las funciones de garrote y de bordón de peregrino—. Acabad el cuento, que no tenemos mucho tiempo que perder.

—Con perdón de vuestra reverencia —continuó Dionisio—, diré que vino un monje, borracho, a visitar al sacristán de San Edmundo...

—¡No gusta mi reverencia —respondió el religioso— de que haya monjes borrachos en el mundo! ¡Sed comedido y bien hablado, hermano, y no digáis que estaba borracho, sino arrobado en algún éxtasis, que a veces hace flaquear las piernas como si estuviera el estómago lleno de vino nuevo! ¡Lo sé por experiencia!

—Puede ser así —dijo el labrador—; pero lo cierto es que el tal, que como iba diciendo vino a visitar un sacristán de San Edmundo, es el que mata la mitad de los venados que se roban en esos cotos; hombre que gusta más del jarro que de la campanilla, y más de una lonja de jamón que del Breviario. Por lo demás, es un buen hombre (mis palabras no le ofendan), capaz de manejar el palo como el mejor montero de estos alrededores.

—Tus últimas palabras —dijo el trovador— te han libertado de tener dos costillas hundidas. Al cuento, y dejémonos de floreos.

—Pues, como digo —continuó Dionisio—, cuando enterraron a Athelstane de Coningsburgh en el convento de San Edmundo...

—¡Qué le habían de enterrar —dijo el otro— si yo le vi en cuerpo y alma caminar hacia su castillo!

—Busca quien te dé más noticias —gruñó el viejo—, cansado de tan repetidas interrupciones. Pero cedió a las instancias de su compañero y del trovador, y volvió a tomar el hilo de su historia.

—Los dos santos varones, ya que este reverendo padre no quiere que se les dé otro título, estaban piadosamente ocupados en vaciar una bota de cerveza, cuando oyeron cadenas y gemidos y vieron entrar por la puerta el alma en pena de Atheistane, que les dijo con voz terrible y echando fuego por los ojos: ¡En nombre de Dios!

—¡No dijo tal cosa! —repuso el fraile.

—¡Tuck de Barrabás! —dijo el músico llamando aparte al ermitaño—. ¿Cómo quieres que componga el romance si a cada paso estás quitando a ese hombre las palabras de la boca?

—Dígote, Allan-a-Dale— contestó Tuck—, que yo vi con mis ojos a Athelstane de Coningsburgh, como estoy viéndote a ti. Estaba amortajado y apestaba a difunto. Una arroba de vino seco no bastará a borrarle de mi memoria.

—¡Qué ganas tienes de chancearte! —dijo Allan-a-Dale.

—Por más señas —continuó Tuck—, que le di un garrotazo capaz de derribar a un toro de ocho años; pero el mismo efecto le hizo en el cuerpo que si hubiera sido de humo.

—¡Por San Huberto —interrumpió el arpista—, que es cosa maravillosa y digna de ponerse en romance!

—¡Si yo lo canto —dijo el fraile—, que me ahorquen de una encina! ¿Quieres que se aparezca el muerto y me dé otro susto como el pasado? ¡No, hijo mío; esas son chanzas pesadas!

Al decir esto, la poderosa campana de la iglesia de San Miguel de Templestowe, venerable edificio situado en una aldea inmediata al preceptorio, interrumpió su conversación. Uno a uno llegaron a sus oídos aquellos repiques majestuosos dejando apenas tiempo a que uno se desvaneciese en los ecos distantes cuando el bronce conmovía de nuevo los aires. Era la señal del principio de la ceremonia. Los espectadores quedaron suspensos y ansiosos, y todas las miradas se fijaron en la puerta del preceptorio aguardando la salida del Gran Maestre, de la judía y de su campeón.

Echaron el puente levadizo, abrióse la puerta y se presentó un caballero con el gran guion de la Orden, precedido por seis trompetas y seguido por los preceptores, que marchaban dos a dos, y a quienes precedía el Gran Maestre, montado en un soberbio caballo enjaezado con la mayor sencillez.

Detrás iba Brian de Bois-Guilbert, brillantemente armado de punta en blanco. Dos escuderos llevaban su escudo, su lanza y su espada. Aunque el pomposo plumero del morrión le ocultaba parte del rostro, bien se echaba de ver en sus facciones alteradas y descompuestas que el orgullo y la irresolución luchaban obstinadamente en su alma. La palidez de su rostro indicaba que había pasado muchas noches sin gozar de sueño ni de reposo; mas, sin embargo, manejaba el caballo con la destreza y gracia propias de la mejor lanza del Temple. Su continente era, como siempre, noble y majestuoso; pero el que le observaba con atención leía en sus ojos sentimientos y pasiones en que no queremos fijarnos.

A los dos lados del campeón de los templarios iban Conrado de Mont-Fichet y Alberto de Malvoisin, que hacían de padrinos en el duelo, y que vestían el traje de paz o manto blanco de la Orden. Seguíanles los caballeros compañeros y una gran comitiva de pajes y escuderos que aspiraban a los mismos grados.

Detrás de estos neófitos marchaba una guardia de alabarderos, entre cuyas aceradas puntas se divisaba el pálido rostro de Rebeca. Su aspecto denotaba aflicción, pero no abatimiento. La habían despojado de todos sus adornos, por miedo de que hubiese entre ellos algún talismán u otra prenda diabólica dada por el enemigo de las almas para privarla de la facultad de confesar sus pecados, aun en medio de las agonías y de los horrores de la muerte.

En lugar de su vistoso y espléndido traje oriental, llevaba uno de grosera tela blanca y de sencillísima forma; pero tan irresistible era la expresión del valor y resignación que se leía en sus miradas que, aun en aquel tosco atavío y sin otra gala que las largas trenzas de sus negros cabellos, inspiró la más tierna compasión a cuantos la veían. Hasta los hombres más empedernidos deploraban su muerte, lamentando que criatura tan favorecida por la Providencia hubiese caído en las redes del ángel de las tinieblas y fuera destinada a ser vaso de reprobación.

Seguían a la víctima todos los dependientes del preceptorio, que marchaban en buen orden con los brazos cruzados y la vista en el suelo.

Subió la procesión a la altura próxima a la escena del combate; entró en el palenque; dio una vuelta por él de derecha a izquierda y concluida, hizo alto. El Gran Maestre y todos los que le acompañaban, excepto el campeón y los dos padrinos, desmontaron de sus caballos, y éstos salieron inmediatamente de las barreras, conducidos por los pajes que con este objeto les seguían.

Una desgraciada Rebeca pasó en medio de la guardia a un banquillo cubierto de negro y próximo al sitio de la ejecución. Al echar una ojeada a los horrorosos preparativos de la muerte que le estaba destinada, tan espantosa por los agudos tormentos que debían acompañarla se estremeció, cerró los ojos, y el movimiento de sus labios denotó que sus primeros pensamientos en tan amargo trance se dirigían al Padre de las misericordias. Abrió sin embargo los ojos después de algunos instantes, miró atentamente a la pira como para familiarizarse con su aspecto, y volvió sin afectación la cabeza a otro lado.

Entretanto el Gran Maestre ocupó su sitio; y cuando todos los individuos de la Orden se acomodaron en los que correspondían a sus grados y dignidades, las trompetas anunciaron la apertura solemne del juicio. Malvoisin entonces, como padrino del campeón, tomó el guante de la judía y lo arrojó a los pies del Gran Maestre.

—Valeroso señor y reverendo padre —dijo—, aquí está el buen caballero Brian de Bois-Guilbert, preceptor de la Orden del Temple, que al aceptar la prenda de batalla que presento a los pies de vuestra reverencia se ha obligado a hacer su deber en el combate de este día y a mantener que la mujer judía llamada Rebeca merece la sentencia pronunciada contra ella por el Capítulo de esta santa orden del Temple, condenándola como hechicera. Aquí está, vuelvo a decir, el caballero campeón de la Orden para pelear como tal y como hombre de honor, si tal es vuestra noble y santa voluntad.

—¿Ha hecho juramento —preguntó el Gran Maestre— de ser justa y honrosa la causa que defiende? Traed el cáliz y la patena.

—Señor y muy reverendo padre —dijo Malvoisin—, nuestro hermano, que está presente, ha jurado ya la verdad de su acusación en manos del buen caballero Conrado de Mont-Fichet, y no puede celebrarse de otro modo esta formalidad, en vista de que la parte contraria no puede jurar por ser infiel. El astuto Alberto había imaginado este subterfugio por estar convencido de la gran dificultad o, por mejor decir, de la imposibilidad absoluta de reducir a Bois-Guilbert a pronunciar delante de aquel vasto concurso un juramento tan contrario a sus sentimientos y opiniones. El Gran Maestre quedó satisfecho, y Malvoisin libre de aquella verdadera dificultad. Beaumanoir mandó entonces a los heraldos que hicieran su deber. Tocáronse de nuevo las trompetas, y un heraldo, presentándose en medio del campo de batalla, proclamó el duelo en los siguientes términos:

—¡Oíd, oíd, oíd! Aquí está el buen caballero sir Brian de Bois-Guilbert, pronto y apercibido a pelear cuerpo a cuerpo con todo caballero de sangre ilustre que salga a la defensa de la judía Rebeca, en virtud de la facultad que se le ha concedido de presentarse por medio de otra persona en este juicio de Dios en que debe ser juzgada; y al caballero que salga al duelo como campeón de la dicha Rebeca, el reverendo y valeroso Gran Maestre de la muy santa Orden de los templarios, que está aquí presente, concede campo libre e igual partición de sol y aire, y todos los demás requisitos de un combate legal.

Volvieron a sonar las trompetas, y siguieron algunos minutos de suspensión y silencio.

—Ningún campeón se presenta por la apelante —dijo el Gran Maestre—. Heraldo, pregunta a la judía Rebeca si aguarda que se presente algún caballero que tome las armas en su defensa.

El heraldo se encaminó hacia la judía, y Bois-Guilbert, volviendo de pronto las riendas de su caballo, a despecho de Las amonestaciones de sus dos padrinos, se dirigió al mismo punto, y llegó a él casi al mismo tiempo que el heraldo.

—¿Es esto conforme a las reglas del combate judicial? —preguntó Alberto de Malvoisin al Gran Maestre.

—Sí, hermano —respondió Lucas de Beaumanoir—, porque en esta apelación al juicio de Dios no debemos impedir que las partes comuniquen entre sí, a fin de no dificultar ninguno de los medios que puedan conducirnos al descubrimiento de la verdad y de la justicia.

Entretanto el heraldo habló a Rebeca en estos términos:

—Doncella, el honorable y reverendo Gran Maestre te pregunta si estás advertida de algún campeón que sostenga tu parte en la pelea, o si reconoces la justicia de la sentencia y te sometes a la pena que te impone.

—Di al Gran Maestre —respondió Rebeca— que persisto en declarar mi inocencia; y protesto y debo protestar contra el fallo pronunciado, so pena de ser homicida de mí misma. Dile además que le pido y requiero me conceda todo el término que las formalidades del juicio permitan, a ver si Dios que socorre al hombre en las últimas extremidades, me suscita un libertador; y si ese término pasa, hágase su santa voluntad.

El heraldo se retiró a llevar esta respuesta al Gran Maestre.

—¡No permita Dios —dijo Lucas de Beaumanoir— que falte yo a la justicia, aunque sea judío o pagano quien la demande! Hasta que Las sombras sean arrojadas de Poniente a Levante, aguardaremos a ver si se presenta algún campeón en favor de esta cuitada.

El heraldo comunicó la resolución del gran Maestre a Rebeca, la cual inclinó respetuosamente la cabeza, cruzó los brazos y miró a los cielos, como si esperase de su bondad el favor que ya no podía aguardar de los hombres. Durante este terrible intervalo llegó a sus oídos la voz de Bois-Guilbert. Aunque apenas podía entender sus palabras, aquel sonido le hizo más impresión que si fuera el de un trueno espantoso.

—¿Me oyes, Rebeca? —le dijo el templario.

—¡Nada tienes que decirme, hombre cruel y empedernido! —respondió la desgraciada.

—Dime si entiendes mis palabras —dijo Brian—, porque yo mismo no me entiendo. Apenas sé dónde estoy ni con qué objeto me han traído aquí. Esas barreras, ese asiento enlutado, esos haces de leña, ¿qué significan? ¡Ah, ya sé, ya conozco la triste realidad! Pero ¿es realidad o ilusión? ¡Ilusión tenebrosa que espanta mi fantasía y no convence mi razón!

—Mi razón y mi fantasía —contestó Rebeca— no son parte a desvanecer la realidad de mi suerte. Esos haces de leña van a consumir mi existencia terrena; van a abrirme un tránsito doloroso, pero breve, a la eternidad.

—¡Óyeme, Rebeca! —continuó con extraño anhelo. Más esperanzas de vida y libertad puedes tener que las que esos insensatos se figuran. Monta en la grupa de mi caballo, de mi valiente Zamor, que nunca abandona a su jinete. Despojo es del soldán de Trebizonda, a quien vencí en singular combate. ¡Monta, digo; y dentro de pocas horas te burlarás de esos encarnizados perseguidores; un nuevo mundo de placeres se abrirá a tu vista, y a mí, nueva carrera de ambición y fama! ¡Pronuncien contra mí sus anatemas; y los desprecio! ¡Borren el nombre de Bois-Guilbert del catálogo de los suyos; yo borraré con sangre de ellos cualquiera mancha que osen echar en mi escudo!

—¡Huye de mí, tentador! —dijo Rebeca—. Tus ofertas no bastan a conmover mi resolución, aun estando como estoy al borde del sepulcro. Me veo rodeada de enemigos; pero tú eres el peor y el más implacable. ¡Apártate en nombre de Dios!

Alberto de Malvoisin, a quien inquietaba sobremanera esta conversación, la interrumpió acercándose a su amigo.

—¿Ha confesado su culpa —le preguntó—, o está resuelta a negarla?

—Está resuelta —respondió enfáticamente Bois-Guilbert.

—Pues, entonces —dijo Malvoisin—, debes volver a tu puesto y esperar a tu enemigo, si es que alguno se presenta. El término señalado se aproxima. Brian de Bois-Guilbert, tú eres la esperanza de la Orden del Temple, y pronto peras su caudillo.

Dijo estas palabras con tono suave y amistoso; pero al mismo tiempo echo mano al freno del caballo de su amigo, como para guiarle al puesto que debía ocupar.

—¡Villano, falso amigo! —exclamo Bois-Guilbert— ¿Como te atreves a apoderarte de la brida de mi caballo?

Y enseguida, arrancándose de las manos de su compañero echo a correr hacia el lado opuesto del palenque.

—Todavía —dijo Alberto a Conrado— hay brío en su corazón. ¡Lástima es que lo emplee tan desacordadamente!

Ya hacía dos horas que los jueces aguardaban en vano al campeón de Rebeca.

—¿Quien ha de querer esgrimir la espada en favor de una judía? —dijo Tuck a su amigo el cantor—. Sin embargo, ¡por las barbas de mi padre, es lástima que tan joven y tan hermosa vaya a perecer en las llamas sin haber quien de un golpe en su favor! ¡Aunque fuera diez veces bruja, con tal que tuviera algo de cristiano en su cuerpo, por Dios santo que el templario y yo nos veríamos las caras! ¡Y yo le aseguro que un garrotazo descargado por mí en su gorra de acero había de quitarle las ganas de llevar el asunto adelante!

La opinión general de los espectadores era, en efecto, que ningún cristiano se decidiría a montar a caballo por una hechicera judía. Los templarios, excitados por Malvoisin, hablaban ya entre sí de dar por finada la causa y de pasar a la ejecución de la sentencia cuando se vio venir un caballero a todo escape por la llanura inmediata al campo de batalla.

—¡Un campeón, un campeón! —gritaron a un mismo tiempo todos los espectadores.

Y a despecho de la preocupación general y de los errores que dominaban en aquella época de tinieblas, la presencia del desconocido excito los aplausos de la muchedumbre. Sin embargo, pronto perdieron toda esperanza los que se interesaban en la suerte de Rebeca. El caballo del forastero que sin duda había hecho una larga jornada parecía fatigadísimo, y el jinete, sea por cansancio, por debilidad o por ambas cosas juntas, apenas podía mantenerse sobre la silla.

A las preguntas de los heraldos acerca de su nombre y clase y del objeto que allí le llevaba, el caballero respondió con firmeza y prontitud:

—Soy un noble y buen caballero que vengo a sostener con la lanza y con la espada la justa causa de Rebeca, hija de Isaac de York, contra la sentencia pronunciada en su juicio, la que declaro falsa e inicua, y a desafiar a sir Brian de Bois-Guilbert como traidor, homicida y embustero. Y lo probare en este campo de batalla con mis armas y con la ayuda de Dios, de la Virgen y de San Jorge el buen caballero.

—El forastero debe probar ante todo —dijo Malvoisin —que ha sido armado caballero y que es de noble linaje. Los campeones del Temple no pelean con desconocidos.

—Mi nombre —replico el caballero izando la visera— es más noble y mi linaje más puro que el tuyo, Malvoisin. Yo soy Wilfrido de Ivanhoe.

—¡No seré yo quien pelee contigo! —observo Brian demudado y trémulo—. Cúrate las heridas, toma mejor caballo, y puede ser que recibas una lección de mi mano por esa pueril fanfarronada.

—Bien podías tener presente—dijo Ivanhoe— que dos veces has cedido al impulso de mi lanza. ¡Orgulloso templario, acuérdate del torneo de San Juan de Acre; acuérdate del paso de armas de Ashhy; acuérdate de tu insensata jactancia en el salón de Cedric, cuando diste tu cadena de oro contra mi relicario en prenda de que pelearías con Ivanhoe y que recobrarías el honor de que te despojo su brazo! ¡Por aquel bendito relicario, por la santa reliquia que contiene, juro que te declararé cobarde en todas las cortes de Europa, en todos los preceptorios de tu Orden, si no tomas las armas inmediatamente!

Bois-Guilbert volvió la vista hacia Rebeca con todas las señales de la irresolución; después echó una mirada feroz a Ivanhoe, y exclamo:

—¡Perro sajón, toma la lanza y prepárate a la muerte que te has acarreado!

—Gran Maestre —preguntó Ivanhoe—, ¿me concedéis el campo?

—No puedo negarlo—dijo Lucas de Beaumanoir—, con tal de que la acusada te acepte por campeón. Duéleme, sin embargo, que vengas a este combate con tan mala salud y con tan pocas fuerzas. Siempre has sido enemigo de nuestra Orden; mas no quisiera que pelearas con desventaja.

—Así he de pelear —insistió Ivanhoe—, y no de otro modo. Es el juicio de Dios. A su santa guardia me encomiendo. Rebeca —dijo después de haberse aproximado a la judía —¿me aceptas por tu campeón?

—Te acepto —contestó con turbación que el miedo de la muerte no le había ocasionado—. Te acepto por el campeón que los Cielos me han enviado. ¡Pero no! ¡Tus heridas están abiertas! ¡No te expongas al furor de ese malvado! ¿Has de perecer tú también?

Ivanhoe no oyó estas últimas palabras, porque ya estaba en su puesto, visera calada y lanza en ristre. Brian de Bois-Guilbert hizo lo mismo y su escudero observó al tiempo de darle el escudo que su rostro, aunque se había mantenido pálido como el de un cadáver durante todas las agitaciones del día, se encendió extraordinariamente en aquel momento crítico.

El heraldo entonces, viendo a los dos combatientes en sus puestos respectivos, pronunció tres veces en alta voz: ¡Faites votre devoir, preux chevaliers! Después del tercer grito se acercó a las barreras, y pregonó que ninguno se atreviese, so pena de la vida, a interrumpir el combate de obra ni de palabra. El Gran Maestre, que tenía en la mano el guante de Rebeca, prenda del desafío, lo arrojó al campo de batalla y pronunció las palabras: ¡Laissez aller!

Sonaron las trompetas, y los dos adalides partieron uno contra otro a carrera tendida. El caballo de Ivanhoe y su jinete cayeron al suelo, como todos temían, ante la formidable lanza y el vigoroso trotero del templario; pero aunque la lanza del primero no hizo más que tocar el broquel del segundo, Bois Guilbert, con asombro general de los concurrentes, después de haber titubeado en la silla perdió los estribos y cayó del caballo.

Ivanhoe, desembarazándose del suyo, se puso inmediatamente en pie con designio de reparar su mala suerte con la espada; pero su antagonista no se levantó. Wilfrido, plantándole el pie en el pecho y colocando la punta de la espada en la garganta, le gritó.

—¡Ríndete, o mueres!

Bois-Guilhert no dio respuesta alguna.

—¡No le mates, señor caballero! —dijo Beaumanoir—.¡Esta sin confesión; ten piedad de su alma! ¡Le damos por vencido; tuya es la victoria!

El Gran Maestre bajó al campo, y mandó descubrir al campeón vencido. Sus ojos estaban cerrados, sus mejillas encendidas. Mientras todos le observaban con espanto, abrió los ojos; pero estaban helados y fijos. La palidez de la muerte se esparció al instante por su rostro. No le había tocado la lanza de su enemigo: murió víctima de la violencia de sus pasiones.

—¡Este es el juicio de Dios! —exclamó Lucas de Beaumanoir alzando los ojos al Cielo—. ¡Fiat voluntas tua!

Cuando pasaron los primeros momentos de sorpresa y de agitación que este inesperado suceso había producido, Wilfrido de Ivanhoe preguntó al Gran Maestre, como juez de campo, si había cumplido bien y legalmente su deber en el combate.

—Bien y legalmente lo has hecho —respondió Lucas de Beaumanoir—. Declaro a la doncella absuelta y libre. Las armas y el cuerpo del caballero vencido quedan al arbitrio del vencedor.

—No le despojaré de sus armas —dijo Wilfrido de Ivanhoe—, ni privaré de sepultura a quien tantas veces se expuso en defensa de la cristiandad. La mano de Dios le ha vencido, no mi lanza. Lo único que exijo es que sean privadas sus exequias, puesto que en esta ocasión peleó por una causa injusta; y en cuanto a la doncella...

Interrumpió la voz del caballero el estrépito de gran número de caballos los cuales se aproximaban con tanta rapidez que hacían temblar la Tierra.

 

 

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