Ya ves cuánto me prometo de tu indulgencia: no dudo ser más poderoso para contigo que el dolor, que es omnipotente con los desgraciados. Así, pues, lejos de trabar combate bruscamente con él, quiero ante todo defenderle y alimentarle: despertaré todas sus causas y abriré de nuevo todas las heridas. Dirase: «Extraña manera de consolar, la de recordar las penas olvidadas; colocar el corazón en presencia de todas sus amarguras, cuando apenas puede soportar una sola». Pero reflexiónese qué males bastante peligrosos para aumentar a pesar de los remedios, se curan con los medicamentos contrarios. Voy, pues, a rodear tu dolor de todos sus lutos, de todo su lúgubre aparato; esto no será aplicar calmantes, sino el hierro y el fuego. ¿Qué conseguiré? Que te avergüence, después de haber triunfado de tantas miserias, no saber soportar una herida sola en un cuerpo cubierto de cicatrices. Lloren largamente y giman aquellos cuyos delicados ánimos enervó prolongada felicidad, abatiéndoles la contrariedad más ligera que cae sobre ellos; pero aquellos cuyos años han trascurrido entre calamidades, soportan los dolores más intensos con inquebrantable y firme constancia. La asiduidad del infortunio tiene algo bueno, y es que, atormentando sin descanso, concluye por endurecer. La fortuna no te dio ni un solo día sobre el que no hiciese pesar la desgracia, ni siquiera exceptuó el de tu nacimiento. Apenas nacida, perdiste a tu madre, o más bien, al venir al mundo, y en cierta manera fuiste arrojada a la vida. Creciste bajo una madrastra, y por medio de la dulzura y cariño que pueden encontrarse en una hija buena, la obligaste a trocarse en madre; sin embargo, nadie hay que no haya pagado caro madrastra aun siendo buena. A tu tío, que tanto te quería, tan excelente y esforzado, lo perdiste cuando esperabas la hora de su llegada. Y como si temiese la fortuna herirte menos dividiendo sus golpes, treinta días después llevaste al sepulcro un esposo al que amabas tiernamente y que te había hecho madre de tres hijos. Llorosa como estabas, vinieron a anunciarte nuevos quebrantos con la ausencia de tus hijos: parecía que todos los males se habían puesto de acuerdo para caer a la vez sobre ti, para no dejarte donde reposar tu dolor. Omito tantos peligros y temores, cuyos ataques has soportado y que se sucedían sin interrupción. En otro tiempo, sobre el mismo seno que tus tres hijos acababan de dejar, recogías los huesos de tus tres nietos. Veinte días después de haber dado sepultura a mi hijo, muerto en tus brazos y entre tus besos, oíste que te era arrebatado yo: todavía te faltaba llorar por los vivos.