IX

Recorramos todas las tierras; ni una sola encontraremos en el mundo que sea extraña al hombre. Desde todas ellas se eleva nuestra mirada a igual distancia hacia el cielo; y el mismo intervalo separa las cosas divinas de las humanas. Mientras no se prive a mis ojos de este espectáculo de que no se sacian, con tal que se me permita contemplar la luna y el sol, sumergir mi vista en los demás astros, interrogar su salida y su ocaso, su distancia y las causas de su marcha, unas veces rápida, otras lenta; admirar durante las noches tantas brillantes estrellas, inmóviles unas, desviándose ligeramente otras, pero girando siempre en la órbita que tienen trazada, y en tanto que unas se lanzan de pronto, otras nos deslumbran con un rastro brillante como si fuesen a caer, o vuelan arrastrando en pos inflamada cabellera; con tal que viva en esta compañía, y me mezcle, en cuanto puede mezclarse el hombre, a las cosas del cielo; con tal que mi alma, aspirando a contemplar los mundos que participan de su naturaleza, se mantenga en las regiones sublimes, ¿qué me importa lo que piso? Y sin embargo, la tierra en que me encuentro no es abundante en árboles fructíferos o umbrosos; no la surcan ríos anchos y navegables; no produce nada que vengan a pedirla los otros pueblos, bastando apenas para sustentar a sus habitantes: no se labran aquí piedras preciosas, ni se registran venas de oro y de plata. Estrecho es el ánimo al que encantan las cosas de la tierra: volvámonos hacia aquellos que aparecen igualmente en todas partes, que en todas brillan lo mismo, y persuadámonos de que las otras, con los errores y preocupaciones que engendran, son obstáculo para la verdadera felicidad. Cuanto más largos hayamos hecho nuestros pórticos, cuanto más hayamos elevado nuestras torres, extendido nuestros dominios, ahondado nuestras grutas de estío y más atrevida sea la techumbre que cubra nuestra sala de festines, más habremos hecho para ocultarnos el cielo. La suerte te ha arrojado a un país donde el edificio más grande es una cabaña. Débil será tu corazón y muy bajo buscarás consuelos, si para vivir animosamente en ese asilo necesitas pensar en la cabaña de Rómulo. Di más bien: Este humilde tugurio es asilo de virtudes; y superior en magnificencia será a todos los templos, cuando se vea en él la justicia con la continencia, la sabiduría con la piedad, la ordenada observancia de todos los deberes con la ciencia de las cosas divinas y humanas. Ningún paraje es estrecho cuando puede contener esta multitud de grandes virtudes: no es penoso ningún destierro, cuando se puede ir a él con este acompañamiento. Bruto, en el libro que escribió sobre la virtud, dice que vio a Marcelo en el destierro de Mitilena, viviendo con cuanta felicidad es compatible con la naturaleza del hombre, y entregado con más entusiasmo que nunca a los estudios elevados. Así añade que, cuando iba a separarse de él, parecíale partir él mismo para el destierro, antes que dejar un desterrado. ¡Oh Marcelo, más dichoso cuando merecías las alabanzas de Bruto, que cuando tu consulado recibía las de la república! ¡Cuán grande fue aquel hombre a quien no se podía abandonar en el destierro sin creerse desterrado uno mismo; que se hizo admirar por un hombre que fue admirado hasta por el mismo Catón! Bruto refiere también que C. César no quiso detenerse en Mitilena, porque no podía sostener la presencia de aquel noble infortunio. El Senado impetró el regreso de Marcelo con preces públicas; y al ver su luto y su tristeza, se hubiese dicho que aquel día todos participaban del sentimiento de Bruto, y suplicaban, no por Marcelo, sino por ellos mismos, desterrados si habían de vivir lejos de él: y sin embargo, el día más hermoso de su vida fue aquel en que Bruto no pudo abandonarle, cuando César no pudo verle en el destierro. Bruto se afligió, César se avergonzó de volver sin Marcelo. ¿Puedes dudar que aquel grande hombre se animó con estas palabras, para soportar tranquilamente el destierro: «Estar lejos de la patria no es una calamidad; te has imbuido bastante en la filosofía para saber que el sabio en todas partes encuentra su patria? ¿Cómo no? ¿el mismo que te desterró no estuvo por diez años privado de su patria? Verdad es que fue por ensanchar el imperio, pero no por eso dejo de estar privado de la patria. Helo ahora atraído por el África, que nos amenaza con nueva guerra; por España, que reaviva las partes vencidas y dominadas; por el pérfido Egipto, por el mundo entero atento para aprovechar nuestras conmociones. ¿Adónde acudirá primero? ¿A qué partido se opondrá? La victoria le paseará por toda la tierra. Que todas las naciones se postren para adorarle: tú vive contento con la admiración de Bruto». Marcelo soportó, pues, sabiamente su destierro, y el cambio de lugar no alteró nada en su alma, aunque tuviese por compañera la pobreza, en la que nada se encuentra penoso, cuando no se está cegado por esa locura que todo lo trastorna: la avaricia y el lujo. ¡Cuán poco basta, en efecto, para la conservación del hombre! ¿y qué puede faltar al que posee algo de virtud? Por lo que a mí toca, observo que no he perdido riquezas sino cuidados. Limitados son los deseos del cuerpo; quiere preservarse del frío, saciar con alimentos el hambre y la sed: todo lo que se apetece fuera de esto, es un trabajo que se toma para los vicios y no para las necesidades. No es indispensable registrar todos los Océanos, cargar el vientre con inmenso estrago de animales, ni arrancar conchas en las desconocidas orillas de los mares más remotos. Los dioses y las diosas confundan a aquellos cuyo desenfreno traspasa los límites de tan apetecido imperio. Quieren que se vaya a cazar más allá de Phaso para proveer a su ambiciosa cocina; atrévense a ir en busca de aves hasta entre los Parthos, de los que todavía no nos hemos vengado. De todas partes se hace venir lo que puede satisfacer las exigencias de su desdeñosa gula. De los últimos extremos del Océano se trae lo que apenas recibirá su estómago gastado por los placeres. Vomitan para comer; comen para vomitar: y desdeñan digerir los manjares que han pedido a toda la tierra. Al que desprecia todas estas cosas ¿qué daño le hace la pobreza? Y también aprovecha la pobreza al que la desea, porque cura a pesar suyo, y si no acepta los remedios que se ve obligado a tomar, al menos, durante este tiempo, lo que no puede hacer es como si no quisiera hacerlo. C. César, al que creo dio vida la naturaleza para mostrar lo que pueden los grandes vicios en la gran fortuna, comió en una sola cena diez millones de sextercios; y a pesar del auxilio de tantos genios inventivos, apenas pudo gastar en una comida la renta de tres provincias. ¡Desgraciados aquellos cuyo paladar no despierta sino con platos delicados, y no se los hace preciosos su sabor exquisito, ni nada de lo que agrada a las fauces, sino la dificultad de adquirirlos! Si recobraran la sana razón, ¿qué necesidad tendrían de poner tantas industrias al servicio de su vientre? ¿Para qué ese comercio? ¿Para qué ese estrago de bosques? ¿Para qué esos sondeos en los abismos? A cada paso se encuentran alimentos que la naturaleza ha sembrado en todas partes; pero como ciegos pasan a su lado; errantes van por todas las comarcas; cruzan los mares, y cuando con tan poco podían calmar el hambre, la irritan con grandes gastos.

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