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Decirles deseo: ¿Por qué lanzáis naves al mar? ¿por qué armáis vuestras manos contra los animales y contra los hombres? ¿por qué corréis con tanto tumulto? ¿por qué amontonáis riquezas sobre riquezas? ¿No queréis pensar en lo pequeño que es vuestro cuerpo? ¿No es la última locura y el error más grande tener tanta avidez cuando se tiene tan poca capacidad? Aunque aumentéis vuestro censo y ensanchéis vuestros límites, nunca, sin embargo, aumentaréis vuestro cuerpo. Que haya prosperado vuestro comercio, que la guerra os haya producido grandes utilidades, que se amontonen en vuestra mesa manjares traídos de todos los países, no tendréis donde colocar todo ese aparato. ¿Por qué correr en pos de tantas cosas? ¡Sin duda nuestros antepasados, cuya virtud forma todavía el vigor de nuestros vicios, eran muy desgraciados, puesto que con sus propias manos preparaban sus alimentos, tenían por lecho el suelo, sus techos no brillaban aún con el oro, ni centelleaban en sus templos las piedras preciosas! Pero entonces se respetaban los juramentos hechos ante dioses de arcilla, y por no faltar a su fe, el que los había hecho regresaba a morir al campo del enemigo. ¡Sin duda vivía menos feliz nuestro dictador, que prestaba oídos a los enviados de los Samnitas, condimentando por sí mismo en el hogar un alimento grosero, con aquella mano que más de una vez ya había derrotado al enemigo y colocado el laurel del triunfo sobre las rodillas de Júpiter Capitolino; menos dichoso que vivió en nuestros días aquel Apicio que, en una ciudad de donde en otro tiempo se expulsaba a los filósofos como corruptores de la juventud, puso escuela de glotonería, infestando su siglo con vergonzosas doctrinas! Pero conviene referir su fin. Habiendo gastado en la cocina un millón de sextercios y disipado en comidas los regalos de los príncipes y la inmensa renta del Capitolio, agobiado de deudas, viose obligado a examinar sus cuentas, y lo hizo por primera vez: calculó que solamente la quedaban diez millones de sextercios, y creyendo que vivir con diez millones de sextercios era vivir en extrema miseria, puso fin a su vida con el veneno. ¡Cuánto desorden el de aquel hombre para quien diez millones de sextercios eran la miseria! Considera ahora si es el estado de nuestro caudal y no el de nuestra alma el que importa para nuestra felicidad.

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