Todos mis consuelos deben dirigirse hacia aquel lado de donde brota con toda su fuerza el dolor maternal: «Estoy privada de los abrazos de mi amado hijo; no gozo de su presencia, de su palabra: ¿dónde está aquel cuyo rostro disipaba la tristeza del mío, en el que depositaba todas mis penas? ¿dónde aquellos coloquios de que me mostraba insaciable? ¿dónde aquellos estudios a los que asistía con más gusto que una mujer, con más familiaridad que una madre? ¿dónde aquellos encuentros y aquella alegría infantil al ver a la madre?» Te representas aún los sitios de nuestros regocijos y expansiones, y no puedes olvidar las impresiones de nuestra reciente conversación, tan a propósito para oprimir tu alma. Porque la fortuna te reservaba todavía esta pena cruel: la de hacerte regresar tranquila y sin sospechar tu desgracia tres días antes de que descargase el golpe. Oportunamente nos había separado la distancia; oportunamente ausencia de muchos años te había preparado para este infortunio: regresaste, no para encontrar alegría al lado de tu hijo, sino para no perder la costumbre de los dolores. Si hubieses partido mucho tiempo antes, habrías sufrido menos; la distancia misma habría suavizado el sentimiento: si no hubieses partido, habrías tenido al menos como último consuelo el placer de ver a tu hijo dos días más. Hoy, gracias a la crueldad del destino, no has estado presente a mi infortunio y no has podido acostumbrarte a mi ausencia. Pero cuanto más terrible es esta desgracia, más indispensable te es recoger todo tu valor, mayor ardimiento necesitas para combatir, hallándote al frente de un enemigo conocido y frecuentemente vencido. No brota tu sangre de cuerpo intacto; has sido herida en tus mismas cicatrices.