XIV

Así pues, madre querida, como en lo que a mí toca, nada hay que deba hacerte derramar eternas lágrimas, resulta que solamente tus propios sentimientos te hacen llorar. Estos pueden reducirse a dos: porque te afliges, bien porque crees haber perdido un apoyo, o porque no puedes soportar el dolor de su ausencia. En cuanto a lo primero, muy poco he de decir: conozco tu corazón, y sé que no amas a los tuyos más que por ellos mismos. Aléjense esas madres que ejercen el poder de los hijos con su impotencia femenil; que, porque su sexo las excluye de la vida de los hombres, son ambiciosas por medio de ellos, disipan y captan su patrimonio y fatigan su elocuencia en favor de los demás. Tú te has regocijado profundamente de la fortuna de tus hijos, usando parcamente de ella: tú impusiste siempre límites a nuestra liberalidad, mientras que no los ponías a la tuya: tú, en patria potestad aún, aumentabas el caudal de tus hijos, que ya eran ricos; tú te has mostrado en la administración de nuestro patrimonio tan activa como si hubiese sido tuyo, cuidadosa como si hubiese sido ajeno; nada recibiste de todos nuestros honores más que regocijo y gasto; tu cariño no pensó jamás en el interés. No puedes, pues, en ausencia de tu hijo, desear lo que en presencia suya nunca consideraste como tuyo.

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