Acto II

ESCENA I.

Plaza pública.

Entran ADRIANA y LUCIANA.

ADRIANA.

N

i mi marido, ni el esclavo á quien con tanta prisa envié á buscar á su amo, han vuelto. Luciana, son las dos.

Luciana.—Quizás algún comerciante le habrá invitado, y habrá ido del mercado á comer á alguna parte. Querida hermana, comamos y no os agitéis. Los hombres son dueños de su libertad. El tiempo es el único dueño de ellos; y, según ven el tiempo, van ó vienen. Así, tomad paciencia, mi querida hermana.

Adriana.—Eh! ¿Por qué ha de ser su libertad mayor que la nuestra?

Luciana.—Porque sus quehaceres están siempre fuera del hogar.

Adriana.—Y ved, cuando yo hago lo mismo lo toma á mal.

Luciana.—¡Oh! Sabed que él es la brida de vuestra voluntad.

Adriana.—No hay sino los asnos que se dejan embridar así.

Luciana.—Una libertad obstinada es herida por la desgracia. Nada existe bajo el cielo, sobre la tierra, en el mar y en el firmamento, que no tenga sus límites.—Entre los animales, los peces y los pájaros alados, dominan los machos, y los demás están sujetos á su autoridad; los hombres, más cercanos de la divinidad, dueños de todas esas criaturas, soberanos del ancho mundo y de los vastos y turbulentos mares, dotados de alma y de inteligencia, de un rango más elevado que los peces y los pájaros, son los dueños de sus esposas y sus señores. Que vuestra voluntad sea, pues, sometida á sus acuerdos.

Adriana.—¿Es esta esclavitud lo que os impide casaros?

Luciana.—No, no es eso, sino los inconvenientes del lecho conyugal.

Adriana.—Pero, si fueses casada, sería necesario soportar la autoridad.

Luciana.—Antes de aprender á amar, quiero acostumbrarme á obedecer.

Adriana.—¿Y si vuestro marido fuese á hacer alguna encartada á otra parte?

Luciana.—Hasta que él hubiese vuelto á mí, yo tendría paciencia.

Adriana.—Mientras la paciencia no está perturbada, no es maravilla que se tenga tranquila. Puede ser dulce quien no tenga otro motivo. Pedimos á una alma desgraciada, oprimida por la adversidad, que esté tranquila cuando la oímos gemir. Pero si estuviéramos cargadas con el mismo peso de dolor, nos quejaríamos nosotros mismos tanto ó más aún. Así, tú que no tienes un marido duro que te aflija, pretendes consolarme instando una paciencia que no da ningún socorro; pero si vives suficiente para verte tratar como á mí, echarás pronto á un lado esta absurda paciencia.

Luciana.—Vamos, quiero casarme algún día, aunque no sea sino para hacer la prueba.—Pero, he aquí á vuestro esclavo que vuelve; vuestro marido no está lejos. (Entra Dromio de Éfeso.)

Adriana.—¡Y bien! ¿Tu tardío amo está ya cerca?

Dromio.—Verdaderamente, está á diez dedos de mí; lo cual pueden atestiguar mis orejas.

Adriana.—Dime ¿le has hablado? ¿Sabes su intención?

Dromio.—Sí, sí; ha explicado su intención á mi oreja. Maldita sea su mano. ¡Trabajo he tenido para comprenderla!

Luciana.—¿Ha hablado de una manera tan equívoca, que no hayas podido sentir su pensamiento?

Dromio.—¡Oh! ha hablado tan claro, que no he sentido sino demasiado bien sus golpes; y á pesar de esto tan confusamente, que apenas los he comprendido.

Adriana.—Pero, te ruego decirme ¿está en camino para volver aquí? ¡Parece que se cuida bien de agradar á su esposa!

Dromio.—Ama, mi amo es seguramente del orden del creciente ¿estáis?

Adriana.—¡Del orden del creciente, pícaro!

Dromio.—No quiero decir que sea deshonrado; pero ciertamente, es de todo punto lunático.—Cuando le he dado priesa de venir á comer, me ha pedido mil coronas en oro.—Es hora de comer, le he dicho.—Mi oro, ha respondido.—Vuestras viandas se queman, he dicho.—Mi oro, dijo.—¿Váis á venir? dije.—Mi oro, replicó, ¿dónde están las mil coronas que te he dado, malvado?El lechón, dije, está todo quemado.—Mi oro, díjome.—Mi ama, señor, le dije.—¡Que vaya tu ama á ahorcarse! ¡Yo no conozco ama! ¡Al diablo tu ama!

Luciana.—¿Quién ha dicho eso?

Dromio.—Es mi amo quien lo ha dicho. No conozco, dijo, ni casa, ni esposa, ni ama. De suerte que os traigo sobre mis espaldas el mensaje del cual mi lengua debía haber sido encargada; pues, para concluir, me ha dado golpes sobre ellas.

Adriana.—Vuelve hacia él, miserable, y tráele al albergue.

Dromio.—Sí, vuelve hacia él, para hacerte enviar otra vez al albergue molido de golpes! ¡En nombre de Dios! Enviad algún otro mensajero.

Adriana.—Vuelve á ir, esclavo, ó voy á abrirte la cabeza por en medio.

Dromio.—Y él bendecirá esta cruz con otros golpes. Entre ambos tendré una cabeza bien santa.

Adriana.—Vete, rústico hablador; conduce tu amo á la casa.

Dromio.—¿Soy tan movible con vos, como lo sois conmigo, para que me echéis como una pelota? Vos me arrojáis de aquí y él me arrojará para acá. Si he de durar en este servicio, haríais bien en aforrarme de cuero. (Sale.)

Luciana.—¡Vaya! ¡Cómo rebaja la impaciencia la expresión de vuestro rostro!

Adriana.—¿Es necesario que halague con su compañía á sus favoritas, mientras que yo languidezco en el albergue y suspiro por una mirada afectuosa? ¿Ha desaparecido con la fealdad de los años la belleza seductora de mi pobre rostro? Entonces es él quien lo ha marchitado. ¿Es fastidiosa mi conversación, estéril mi ingenio? Si ya no tengo una conversación viva y picante, es su dureza, peor que la del mármol, lo que la ha embotado. ¿Atraen otras su afecto con brillantes aderezos? No es culpa mía: él es dueño de mis bienes. ¿Qué estragos hay en mí que no haya causado él? Sí, es él solo quien ha alterado mis facciones.—Una mirada suya animadora restauraría bien pronto mi belleza; pero él, ciervo indomable, salta las empalizadas y corre á buscar pasto lejos de su albergue. ¡Pobre desventurada! No soy ya para él sino un goce pasado.

Luciana.—¡Celos con que te atormentas tú misma! ¡Ea, pues! arrójalos de ti.

Adriana.—Sólo idiotas insensibles pueden prescindir de semejantes agravios. Sé que sus ojos llevan á otra parte su homenaje; si no ¿qué causa le impediría estar aquí? Hermana, sabéis que me ha prometido una cadena.—¡Pluguiera á Dios que esto fuese la sola cosa que me negara! No desertaría entonces de su lecho legítimo. Veo que la joya mejor esmaltada ha de perder su hermosura; que si el oro resiste largo tiempo al frotamiento, al fin se gasta con el roce; del mismo modo no hay hombre, que tenga un nombre sin que la falsedad y la corrupción lo degraden. Puesto que mi belleza no tiene encanto á sus ojos, llorando consumiré lo que me queda de ella, y moriré en el llanto.

Luciana.—¡Cuántas amantes insensatas se esclavizan á celos furiosos!

(Salen.)

ESCENA II.

Plaza pública.

Entra ANTÍFOLO de Siracusa.

Antífolo.—El oro que remití á Dromio está colocado con seguridad en el Centauro, y el solícito esclavo ha ido á vagar por la ciudad en busca mía..... Según mi cálculo y la relación del hostelero, no ha podido hablar á Dromio desde que al principio lo envié del mercado..... Pero, hele aquí que viene. (Entra Dromio de Siracusa). ¡Y bien! señor, ¿habéis perdido vuestro buen humor? Ya que os agradan los golpes, no tenéis sino empezar de nuevo vuestra broma conmigo. ¿No conocéis el Centauro? ¿No habéis recibido el oro? ¿Vuestra ama os ha enviado á buscarme para comer? ¿Mi alojamiento era en el Fénix? ¿Has perdido la razón para darme respuestas tan descabelladas?

Dromio.—¿Qué respuestas, señor? ¿Cuándo os he hablado así?

Antífolo.—Hace apenas un momento, aquí mismo; no hace media hora.

Dromio.—No os he visto desde que me habéis mandado de aquí al Centauro con el oro que me habíais confiado.

Antífolo.—Pícaro, me has negado haber recibido este depósito, y me has hablado de una ama y de una comida, lo que me desagradaba demasiado, como habrás sentido, lo espero.

Dromio.—Estoy muy satisfecho de veros en vena de buen humor: pero ¿qué quiere decir esta broma? Os ruego, mi señor, que os expliquéis.

Antífolo.—¡Qué! ¿quieres hacerme burla aún y provocarme de frente? ¿Piensas que chanceo? Toma, toma esto y esto.

(Le golpea).

Dromio.—Parad, señor, ¡en nombre de Dios! Ya vuestro juego se vuelve de veras. ¿Por qué motivo me golpeais así?

Antífolo.—¡Porque te tomo familiarmente algunas veces por mi bufón, y converso contigo, tu insolencia se burlará de mi afecto é interrumpirá libremente mis horas serias! Cuando brilla el sol retocen los moscones; pero desde que oculta sus rayos escúrranse en los agujeros de las paredes. Cuando quieras bromear conmigo, estudia mi rostro y conforma tus modales á mi fisonomía, ó bien haré entrar á golpes este método en tu cabeza.

Dromio.—En mi cráneo, decís. Preferiría yo que fuese cabeza, no cráneo solo, si dejarais de magullarla; pero si seguís con estos golpes, será necesario procurarme un cráneo para cubrir mi cabeza y ponerla al abrigo, ó si no tendré que buscar mi entendimiento en mis espaldas. ¿Pero por gracia, señor, por qué me golpeais?

Antífolo.—¿No lo sabes?

Dromio.—No sé nada, señor, sino que soy golpeado.

Antífolo.—¿Quieres que te diga por qué?

Dromio.—Sí, señor, el por qué. Pues dícese que todo por qué tiene su por qué.

Antífolo.—Desde luégo, porque has osado burlarte de mí. ¿Y por qué todavía? Por haber venido á burlarte una segunda vez.

Dromio.—¿Se ha golpeado alguna vez á un hombre tan mal á propósito, cuando en el por qué y en el por qué no hay concordancia ni razón?—Vamos, señor, os doy gracias.

Antífolo.—Me das gracias, y á propósito ¿de qué?

Dromio.—¡Ah! señor, porque me habéis dado algo por nada.

Antífolo.—Te lo pagaré pronto, dándote nada por algo.—Pero dime, ¿es la hora de comer?

Dromio.—No, señor; creo que á la comida le falta de lo que yo tengo.

Antífolo.—Vamos, ¿de qué?

Dromio.—De salsa.

Antífolo.—¡Bien! Entonces estará seca.

Dromio.—Si es así, señor, os ruego no probarla.

Antífolo.—¿Y la razón?

Dromio.—De miedo de que os haga encolerizaros y me valga otra salsa de palos.

Antífolo.—Vamos, aprende á chancear á propósito. Cada cosa á su tiempo.

Dromio.—Habría osado negarlo antes que os hubiéseis puesto tan enojado.

Antífolo.—¿Según qué regla?

Dromio.—¡Diablos, señor! Según una regla tan llana como la cabeza calva del viejo padre Tiempo en persona.

Antífolo.—Veámosla.

Dromio.—No hay ocasión de que recobre sus cabellos el hombre que se pone naturalmente calvo.

Antífolo.—¿No puede recobrarlos por multa y recobros?

Dromio.—Sí, pagando multa por llevar peluca, y recobrando de los cabellos que ha perdido otro hombre.

Antífolo.—¿Por qué el tiempo escatima tanto los cabellos, puesto que son una secreción tan abundante?

Dromio.—Porque es un dón que prodiga á los animales; y lo que quita á los hombres en cabellos se lo devuelve en cordura.

Antífolo.—¡Cómo! Si existen hombres que tienen más cabellos que entendimiento!

Dromio.—Ninguno de esos hombres tiene el talento de perder los cabellos.

Antífolo.—¡Pues qué! has dicho ahora poco que los hombres de abundantes cabellos son buenas gentes sin ingenio.

Dromio.—Cuanto más simple es un hombre, tanto más pronto los pierde. Sin embargo, los pierde con una especie de alegría.

Antífolo.—¿Por qué razón?

Dromio.—Por dos razones, y dos buenas.

Antífolo.—Te ruego no digas buenas.

Dromio.—Entonces por dos razones seguras.

Antífolo.—No, no seguras, en una cosa falsa.

Dromio.—Entonces por dos razones ciertas.

Antífolo.—Preséntalas.

Dromio.—Una, para economizar el dinero que le costarían sus rizos; otra, á fin de que en la comida sus cabellos no caigan en la sopa.

Antífolo.—Deberías haber probado en todo este tiempo que no hay tiempo para todo.

Dromio.—Y así lo he hecho, señor, probando que no hay tiempo para recobrar los cabellos que se han perdido naturalmente.

Antífolo.—Pero no has dado una razón sólida para probar que no hay tiempo alguno para recobrarlos.

Dromio.—Voy á remediarlo de este modo. El Tiempo mismo es calvo; así, pues, hasta el fin del mundo tendrá un séquito de hombres calvos.

Antífolo.—Sabía que la conclusión sería calva. Pero despacio, ¿quién nos hace señas allá abajo?

(Entran Adriana y Luciana.)

Adriana.—Sí, sí, Antífolo; tienes una expresión extraña y adusta: guardas tus dulces miradas para alguna otra querida: no soy más tu Adriana, tu esposa. Hubo un tiempo en que sin exigírtelo jurabas que ninguna habla era una música á tu oído sino el sonido de mi voz; ningún objeto tan encantador á tus ojos como mis miradas; ningún tacto más lisonjero para tu mano que el de la mía; ningún manjar delicioso que te agradase sino los que yo te servía. Cómo sucede hoy, esposo mío, ¡oh! cómo sucede que te hayas alejado tanto de ti mismo? Sí; digo alejado de ti mismo, porque lo estás de mí; que, siendo incorporada á ti, inseparable de ti, soy más que la mejor y más amada parte de ti mismo. ¡Ah! no te arranques de mi lado; pues créeme, mi bien amado, que te sería tan fácil dejar caer una gota de agua en el Océano y recogerla en seguida sin mezcla, sin adición, ni disminución alguna, como separarte de mí sin arrastrarme contigo también. ¡Oh! ¿cómo heriría tu corazón en lo más vivo, si oyeras solamente decir que soy infiel, y que este cuerpo, consagrado á ti, es manchado por una grosera voluptuosidad? ¿No me escupirías el rostro? ¿No me arrojarías? ¿No me echarías en cara el nombre de marido? ¿No desgarrarías la piel teñida de mi frente de cortesana? ¿No arrancarías el anillo nupcial de mi mano pérfida? ¿Y no le destrozarías con el juramento del divorcio? Sé que no lo puedes: ¡y bien! hazlo desde este momento..... Estoy cubierta con una mancha adúltera; mi sangre está manchada con el crimen de la prostitución; pues si los dos no formamos sino una sola carne y tú eres infiel, recibo el veneno mezclado en tus venas y quedo prostituída por tu contagio.—Sé, pues, constante y fiel á tu lecho legítimo. Entonces viviremos yo sin mancha y tú sin deshonor.

Antífolo.—¿Es á mí á quien persuadís, bella dama? No os conozco. No ha sino dos horas que estoy en Éfeso, tan extranjero á vuestra ciudad como á vuestros discursos: y aunque tengo que emplear toda mi atención para estudiar cada una de vuestras palabras, no puedo comprender una sola de lo que decís.

Luciana.—¡Vaya, hermano, cómo ha cambiado el mundo para vos! ¿Cuándo habéis tratado así á mi

—¿Es á mi á quien persuadis, bella dama?

hermana? Ella os ha enviado á buscar por Dromio para comer.

Antífolo.—¿Por Dromio?

Dromio.—¿Por mí?

Adriana.—Por ti. Y he aquí la respuesta que me has traído: que él te había abofeteado, y que al hacerlo había renegado mi casa por suya y á mí por su esposa.

Antífolo.—¿Habéis hablado á esta dama? ¿Cuál es, pues, el giro y el fin de vuestra intriga?

Dromio.—Yo, señor, no la he visto jamás hasta este momento.

Antífolo.—Mientes, bellaco; pues me has repetido en la plaza las propias palabras que acabas de decir.

Dromio.—Jamás en mi vida le he hablado.

Antífolo.—¿Cómo sucede, pues, que nos llama por nuestros nombres, á menos que no sea por inspiración?

Adriana.—¡Qué mal sienta á vuestra gravedad fingir tan groseramente, de acuerdo con vuestro esclavo, y excitarlo á que me contraríe! Sea mía la culpa y que de ella no os toque parte alguna; pero no os hagáis culpable hacia esa culpa añadiendo todavía mayor desprecio. Vamos, voy á coger tu brazo: tú eres el olmo, esposo mío, y yo soy la vid, cuya debilidad unida á tu fuerza me da algo de tu vigor; si algún objeto te desliga de mí, no puede ser sino una vil planta, una yedra usurpadora ó un musgo inútil que, creciendo sin cultivo, penetra en tu savia, la infecta y vive á expensas de tu honor.

Antífolo.—¡Es á mí á quien habla! Me toma por tema de sus discursos. ¡Qué! ¿La habré desposado en sueños, ó estoy dormido en este momento y me imagino oir todo esto? ¿Qué error engaña nuestros oídos y nuestros ojos? Hasta que haya aclarado esta incertidumbre quiero entretener el error que se me ofrece.

Luciana.—Dromio, vé á decir á los criados que sirvan la comida.

Dromio.—¡Oh! ¡Si yo tuviese mi rosario! Me santiguo como pecador. Este es el país de las hadas. ¡Oh enigma de los enigmas! Hablamos á fantasmas, á buhos, á espíritus fantásticos. Si no les obedecemos, he aquí lo que sucederá: nos chuparán la sangre ó nos pellizcarán hasta ponernos azules y negros.

Luciana.—¿Qué refunfuñas ahí á tus solas en lugar de responder? Dromio, zángano, caracol, holgazán, imbécil.

Dromio.—Estoy metamorfoseado, amo; ¿no es verdad?

Antífolo.—Creo que lo estás en tu alma, y que yo también lo estoy.

Dromio.—Todo, á fe, amo mío, alma y cuerpo.

Antífolo.—Tú conservas tu propia forma.

Dromio.—No: soy un mono.

Luciana.—Si en algo te has convertido, es en asno.

Dromio.—Eso es verdad: yo la llevo á cuestas y estoy ansioso de pacer. No hay duda; soy un asno. ¿De qué otro modo podría ser que la conociese yo tan bien como ella me conoce?

Adriana.—Vamos, vamos, no quiero ser tan necia que me ponga el dedo en el ojo y llore, mientras que el criado y el amo ríen y se burlan de mis males. Vamos, señor, venid á comer: Dromio, cuida la puerta. Esposo mío, hoy comeré arriba con vos y os obligaré á hacer confesión de mil travesuras. Oye, bellaco; si alguien viniere á preguntar por tu amo, dirás que come fuera y no dejarás entrar alma viviente. Venid, hermana. Dromio, haz bien tu papel de portero.

Antífolo.—¿Estoy en la tierra, en el cielo ó en el infierno? ¿Estoy dormido ó despierto, loco ó en mi buen sentido? Conocido de éstas y disfrazado para mí mismo. Diré lo que digan ellas, lo sostendré con perseverancia y en esta niebla me dejaré llevar á todas las aventuras.

Dromio.—Amo, ¿serviré de portero?

Antífolo.—Sí; no dejes entrar á nadie, si no quieres que te rompa la cabeza.

Luciana.—Vamos, venid, Antífolo. Comemos demasiado tarde.

(Salen.)

Share on Twitter Share on Facebook