Acto III

ESCENA I.

Se ve la calle que pasa delante de la casa de Antífolo de Éfeso.

ANTÍFOLO de Éfeso, DROMIO de Éfeso,
ANGELO y BALTASAR.

ANTÍFOLO DE ÉFESO.

M

i buen señor Angelo, es necesario que nos excuséis á todos: mi mujer se pone de mal humor, cuando no llego á tiempo. Decid que me entretuve en vuestra tienda viendo trabajar en su cadena, y que mañana la llevaréis á la casa. Pero he aquí un canalla que quiere sostener en mi presencia que me ha alcanzado en la plaza, que le he golpeado, que le he confiado mil marcos en oro, y que he renegado de mi casa y mi esposa.—¿Qué quisiste decirme con esto, grandísimo borracho?

Dromio de Éfeso.—Decid lo que queráis, señor; pero yo sé lo que sé. Guardo todavía las señales de vuestra mano para probar que me habéis golpeado en la plaza. Si mi piel fuese un pergamino y vuestros golpes tinta, vuestra propia escritura atestiguaría lo que digo.

Antífolo de Éfeso.—Yo, digo que eres un asno.

Dromio de Éfeso.—Por cierto que así parece por los malos tratos que recibo y por los golpes que sufro. Debería responder á un puntapié con una coz, y entonces os guardaríais de mis cascos y tendríais cuidado con el asno.

Antífolo.—Estáis triste, señor Baltasar. Ruego á Dios que nuestro banquete responda á mi buena voluntad y á la buena acogida que recibiréis aquí.

Baltasar.—Doy poco valor á vuestro banquete, señor, al lado del alto valor de vuestra buena acogida.

Antífolo.—¡Oh! señor Baltasar, sea carne ó pescado, una mesa llena de buena acogida hace parecer pobre el plato más exquisito.

Baltasar.—La buena vianda es común, señor; se encuentra hasta en la mesa de todos los rústicos.

Antífolo.—Y una buena acogida es aún más común; porque no es nada sino palabras.

Baltasar.—Mesa parca y buena acogida hacen una alegre fiesta.

Antífolo.—Sí, para un huésped avaro y un convidado aún más mezquino. Pero, aunque mis provisiones sean exiguas, aceptadlas de buena gracia: podéis encontrar mejor festín, pero no ofrecido más de corazón.—Pero despacio, mi puerta está cerrada. (Á Dromio.) Vé á decir que se nos abra.

Dromio.—(Llamando.) Hola, Magdalena, Brígida, Mariana, Cecilia, Giulieta, Juana.

Dromio de Siracusa.—(Dentro.) Silencio, caballo de noria, capón, gañán, idiota! Aléjate de la puerta ó siéntate en el umbral. ¿Andas reclutando mozas que así llamas tal surtido de ellas, cuando con una sola hay ya una de más? Vamos, vete de esta puerta.

Dromio de Éfeso.—¿Qué belitre nos han dado de portero?—Mi amo espera en la calle.

Dromio de Siracusa.—Que se marche por donde vino, no sea que coja frío en los piés.

Antífolo de Éfeso.—¿Quién habla ahí dentro? ¡Hola! abrid la puerta.

Dromio de Siracusa.—Bien, señor; os diré el cuándo si me decís para qué!

Antífolo de Éfeso.—¿Para qué? Para sentarme á comer; no he comido hoy.

Dromio de Siracusa.—Ni comeréis hoy aquí; volved cuando podáis.

Antífolo de Éfeso.—¿Quién eres para cerrarme la puerta de mi casa?

Dromio de Siracusa.—Soy portero por el momento, señor, y mi nombre es Dromio.

Dromio de Éfeso.—¡Ah! bandido! me has robado á la vez mi empleo y mi nombre. El uno no me ha dado jamás honra y el otro me ha traído amargos reproches. Si hubieses sido Dromio hoy y hubieses estado en mi lugar, habrías cambiado con gusto tu facha por un nombre, ó tu nombre por un asno.

Lucía.—(Del interior de la casa.) ¿Qué barullo es ese? ¿Dromio, qué gente es esa que está en la puerta?

Dromio de Éfeso.—Lucía, haz entrar á mi amo.

Lucía.—No, ciertamente: viene demasiado tarde; puedes decírselo á tu amo.

Dromio de Éfeso.—¡Santo Dios! Es necesario que ría.—Á vos el proverbio. ¿Debo colocar mi bastón?

Lucía.—Y á vos este otro; quiere decir ¿cuándo? ¿Podéis decirlo?

Dromio de Siracusa.—Si tu nombre es Lucía, Lucía le has respondido bien.

Antífolo de Éfeso.—¿Oyes, tontuela? ¿Espero que nos dejarás entrar?

Lucía.—Pensaba habéroslo preguntado.

Dromio de Siracusa.—Y habéis dicho que no.

Dromio de Éfeso.—Vamos, bien, bien contestado; es golpe por golpe.

Antífolo de Éfeso.—Ea! maula, déjame entrar.

Lucía.—¿Podríais decir para agradar á quién?

Dromio de Éfeso.—Señor, golpead fuerte en la puerta.

Lucía.—Que golpee, hasta que le duela á la puerta.

Antífolo de Éfeso.—Te lo haré pagar caro, aunque tenga que echar abajo la puerta.

Lucía.—¿Quién se antoja de eso y de un cepo de piés en la ciudad?

Adriana.—(En el interior de la casa.) ¿Quién hace tanto ruido en la puerta?

Dromio de Siracusa.—Bajo mi palabra, que vuestra ciudad está embarullada por mozos turbulentos.

Antífolo de Éfeso.—¿Estáis ahí, esposa mía? Podíais haber venido un poco más pronto.

Adriana.—¿Vuestra esposa, señor bribón? Ea! Marchaos de esta puerta.

Dromio de Éfeso.—Si tenéis que sufrir, señor, ese bribón no quedará bueno y sano.

Angelo.—(Á Antífolo de Éfeso.) Aquí no hay ni mesa puesta, ni buena acogida; ya quisiéramos tener una ú otra.

Baltasar.—Discutiendo lo que se debe hacer, no perderemos una ni otra.

Dromio de Éfeso.—(Á Antífolo.) Estos señores están en la puerta, mi amo; decidles pues, que entren.

Antífolo.—Algo de sospechoso sucede cuando no podemos entrar.

Dromio de Éfeso.—Vuestra sopa está caliente, adentro; y vos quedáis aquí expuesto al frío. Hay para poner á un hombre furioso como un gamo, cuando es engañado y burlado de este modo.

Antífolo.—Vé á traer alguna cosa para derribar la puerta.

Dromio de Siracusa.—Romped alguna cosa aquí, y yo romperé vuestra cabeza de bribón.

Antífolo de Éfeso.—Vamos, quiero entrar por fuerza; vé á traer una grúa.

Dromio de Éfeso.—¿Una grúa sin plumas, señor, es lo que queréis decir? Para un pez sin nadaderas, hé aquí un pájaro sin plumas; si un pájaro puede hacernos entrar, tunante, desplumaremos un cuervo.

Antífolo.—Vé pronto á buscarme una grúa de hierro.

Baltasar.—Tened paciencia, señor. ¡Oh! No lleguéis á tal extremidad. Hacéis mal á vuestra reputación y vais á poner al alcance de las sospechas el honor inmaculado de vuestra esposa. Una palabra más. Vuestra larga experiencia de su sensatez, de su casta virtud, de sus años y de su modestia alegan en su favor alguna razón que os es desconocida; no dudéis, señor; ella os explicará por qué se encuentran hoy cerradas para vos las puertas; dejaos guiar por mí, apartaos de este lugar con paciencia y vamos á comer juntos á la hostería del Tigre, y al caer la tarde volved solo para saber la razón de esta extraña sorpresa. Si queréis entrar por fuerza en medio del movimiento del día, se suscitarán sobre esto los comentarios del vulgo. Las suposiciones injuriosas á vuestra reputación, sin mancha aún, se deslizarán hasta vuestra tumba y se albergarán sobre ella cuando ya no existáis. La calumnia vive de herencias y se establece para siempre allí donde penetra una vez.

Antífolo de Éfeso.—Habéis prevalecido. Voy á retirarme tranquilamente, y á despecho de la alegría, pretenderé estar alegre. Conozco una moza de humor encantador, bonita y espiritual, un poco extravagante, y, sin embargo, benigna. Comeremos allí; mi esposa me ha movido querella muy á menudo por ese motivo, pero inmerecidamente lo protesto. Iremos á comer donde ella. Volved á vuestra casa y traed la cadena. Sé que ha de estar terminada á esta hora. Llevadla, os lo ruego, al Puerco-espín, que es la casa. Voy á regalar esta cadena á mi hostelera, aunque no sea sino para hacer rabiar á mi esposa; querido amigo, daos prisa; puesto que mi esposa me cierra las puertas, iré á llamar á otra parte y veremos si me rechaza del mismo modo.

Angelo.—Iré á encontraros á esta cita dentro de una hora.

Antífolo.—Hacedlo; esta broma me costará algún gasto.

ESCENA II.

La casa de Antífolo de Éfeso.

LUCIANA aparece con ANTÍFOLO de Siracusa.

Luciana.—¡Ah! ¿Es posible que hayáis olvidado completamente los deberes de un marido? Qué, Antífolo, ¿vendrá el odio desde la primavera del amor á corromper los primeros brotes de vuestro amor? ¿El edificio empezado á fabricar por el amor amenazará ruina desde ahora? Si habéis desposado á mi hermana por su riqueza, al menos, por consideración á ésta, tratadla con más bondad. Si amáis en otra parte, hacedlo en secreto; ocultad vuestro amor pérfido con alguna apariencia de misterio y que mi hermana no lo lea en vuestros ojos. Que vuestra lengua no sea heraldo de vuestra vergüenza; el aspecto afable, las palabras honestas convienen á la deslealtad; revestid al vicio con la librea de la virtud; conservad la actitud de la inocencia, aunque vuestro corazón sea culpable; enseñad al crimen á llevar el exterior de la santidad; sed pérfido en silencio. ¿Qué necesidad hay de que ella sepa nada? ¿Qué ladrón es tan torpe que se jacte de su propio delito? Es doble injuria abandonar vuestro lecho y hacerlo comprender en la mesa por vuestro aspecto. Hay para el vicio una especie de buena fama bastarda cuando se le maneja con habilidad. Las malas acciones se duplican con las malas palabras. ¡Ah! ¡Pobres mujeres! Puesto que es fácil engañarnos, haceduos creer á lo menos que nos amáis. Si otras tienen el brazo, mostraduos al menos la manga; estamos avasalladas á todos vuestros movimientos y nos hacéis mover como queréis. Vamos, querido hermano, entrad en casa; consolad á mi hermana, regocijadla, llamadla vuestra esposa. Es una mentira santa el faltar un poco á la sinceridad, cuando la dulce voz de la lisonja subyuga á la discordia.

Antífolo de Siracusa.—Amada señora (pues no conozco vuestro nombre ni sé por qué prodigio habéis podido acertar con el mío), vuestra inteligencia y vuestra gracia hacen de vos nada menos que una maravilla del mundo. Sois una criatura divina; enseñadme lo que debo pensar, lo que debo decir. Manifestad á mi inteligencia grosera, terrena, ahogada por los errores, débil, ligera y superficial, el sentido del enigma oculto en el disfraz de vuestras palabras. ¿Por qué trabajáis contra la sencilla rectitud de mi alma para hacerla vagar por un campo desconocido? ¿Sois un dios? ¿Querríais crearme de nuevo? Transformadme, pues, y cederé á vuestro poder. Pero si soy yo mismo, sé bien entonces que vuestra llorosa hermana no es mi esposa ni debo homenaje alguno á su lecho. Mucho más, mucho más arrastrado me siento hacia vos. ¡Ah! No me atraigas con tus cantos, dulce sirena, para ahogarme en la corriente de las lágrimas de tu hermana. Canta, sirena, para ti misma y te adoraré; extiende sobre la onda plateada tus dorados cabellos y serás el lecho donde me recline. Si tal gloria fuese posible, ¡dichoso aquel que muriera teniendo semejante modo de morir! Que el amor, este sér ligero, se ahogue, si se hunde bajo las aguas.

Luciana.—¡Qué! ¿Estáis loco para discurrir de esta manera?

Antífolo.—No, no estoy loco; estoy subyugado, no sé cómo.

Luciana.—Es una ilusión de vuestros ojos.

Antífolo.—Por haber visto de cerca vuestros rayos, brillante sol.

Luciana.—No veáis sino lo que debéis ver, y vuestra vista se despejará.

Antífolo.—Tanto vale cerrar los ojos, dulce amor, como abrirlos en la oscuridad.

Luciana.—¡Qué! ¿Me llamáis amor? Dad ese nombre á mi hermana.

Antífolo.—Á la hermana de vuestra hermana.

Luciana.—Queréis decir mi hermana.

Antífolo.—No: sino tú misma; tú, la mejor mitad de mi sér; la pura luz de mis pupilas; el caro corazón de mi corazón; mi alimento, mi fortuna y el único anhelo de mi tierna esperanza; tú, mi cielo en la tierra, toda mi ambición en el cielo.

Luciana.—Mi hermana es todo esto, ó al menos, debería serlo.

Antífolo.—Toma tú misma el nombre de hermana, mi bien amada, pues es á ti á quien aspiro: es á ti á quien quiero amar; es contigo con quien quiero pasar mi vida. No tienes esposo aún, ni yo tengo aún esposa. Dame tu mano.

Luciana.—¡Oh! Poco á poco, señor: esperad, voy á traer á mi hermana para pedirle su consentimiento.

(Sale Luciana.—Entra Dromio de Siracusa.)

Antífolo de Siracusa.—¡Y bien! ¿Qué ocurre, Dromio? ¿Á dónde corres tan aprisa?

Dromio.—¿Me conocéis, señor? ¿Soy Dromio? ¿Soy vuestro criado? ¿Soy yo, yo mismo?

Antífolo.—Eres Dromio, eres mi criado, eres tú mismo.

Dromio.—Soy un asno, soy el hombre de una mujer, y todo esto sin ser yo parte en ello.

Antífolo.—¡Cómo! ¿El hombre de qué mujer? ¿Y cómo sin que seas parte en ello?

Dromio.—Á fe mía, señor, que sin saber cómo pertenezco á una mujer; á una mujer que me reivindica; á una mujer que me persigue; á una mujer que está resuelta á tenerme.

Antífolo.—¿Qué derechos alega sobre ti?

Dromio.—¡Ah! señor, el derecho que alegaríais sobre vuestro cabello; pretende poseerme como á una bestia de carga: no que quiera tenerme por ser yo una bestia, sino que siendo ella una criatura enteramente bestial, quiere tener derechos sobre mí.

Antífolo.—¿Quién es ella?

Dromio.—Un cuerpo muy venerable: sí, uno del cual un hombre no puede hablar sin decir: «Muy reverendo señor.» Bien flaca suerte me cabría en esta unión, y sin embargo, es un casamiento maravillosamente gordo.

Antífolo.—¿Qué quieres decir por un casamiento maravillosamente gordo?

Dromio.—¡Oh! sí, señor: es la moza de cocina, y con más grasa que piel. Ni se me ocurre lo que podré hacer con ella, á menos que sea hacerla arder como una lámpara para escaparme lejos á favor de su propia claridad. Garantizo que los andrajos con que se viste y el sebo de que están impregnados calentarían el invierno de Polonia: y si viviese hasta el juicio final, podría arder una semana más que el mundo entero.

Antífolo.—¿Cuál es el color de su rostro?

Dromio.—Prieto como el cuero de mis zapatos, pero está lejos de tener la cara como ellos. ¿Por qué? Porque suda de modo que un hombre tendría que calzar zuecos para andar sobre esa mugre.

Antífolo.—Esa es una falta que el agua puede corregir.

Dromio.—No, señor, está dentro de la piel: el diluvio de Noé no llegaría á limpiarla.

Antífolo.—¿Cuál es su nombre?

Dromio.—Ana, señor; pero su nombre y tres cuartos, quiero decir, una ana y tres cuartos no bastarían para medirla de un cuadril al otro.

Antífolo.—¿Mide, pues, algún ancho?

Dromio.—No es más larga de la cabeza á los piés que ancha de un cuadril á otro. Es esférica como un globo; podría marcar los paises sobre ella.

Antífolo.—¿En qué parte de su cuerpo está la Irlanda?

Dromio.—Á fe mía, señor, en las nalgas: lo he reconocido por las aguas cenagosas.

Antífolo.—¿En dónde la Escocia?

Dromio.—Lo he reconocido por lo ávida: está en la palma de la mano.

Antífolo.—¿Y la Francia?

Dromio.—Sobre su frente, armada y volteada, y en guerra con sus cabellos.

Antífolo.—¿Y la Inglaterra?

Dromio.—He buscado las rocas de yeso: pero no he podido reconocer en ellas ninguna blancura; conjeturo que podrá hallarse sobre la barba, según el flujo salobre que corría entre ella y la Francia.

Antífolo.—¿Y la España?

Dromio.—Á fe mía que no la he visto; pero la he sentido en el calor de su aliento.

Antífolo.—¿Dónde están las Américas y las Indias?

Dromio.—¡Oh! señor, en su nariz; completamente adornada de rubíes, escarbunclos y zafiros, é inclinando su rico aspecto hacia el cálido aliento de la España que enviaba flotas enteras á cargar lastre en su nariz.

Antífolo.—¿Dónde estaban la Bélgica y los Paises Bajos?

Dromio.—¡Oh! señor; no he estado á ver tan abajo. Para concluir: este limpión ó bruja ha reclamado sus derechos sobre mí, me ha llamado Dromio, ha jurado que estaba comprometido con ella, me ha dicho las señales particulares que tenía en el cuerpo, por ejemplo, la mancha que tengo en la espalda, el lunar que hay en mi cuello, la gran berruga que tengo en el brazo izquierdo; de modo que, absorto y confundido, he huído lejos de ella, como de una bruja. Y creo que si mi pecho no hubiese estado tan lleno de fe y mi corazón tan templado como el acero, me habría metamorfoseado en perro rabón ó me habría hecho dar vueltas al asador.

Antífolo.—Vete, márchate en seguida; corre al gran camino: si el viento sopla de cualquier modo de la playa, por poco que sea, no quiero pasar la noche en esta ciudad. Si hay alguna barca lista á darse á la vela, vuelve al mercado donde me estaré paseando hasta que vuelvas. Si todo el mundo nos conoce, no conociendo nosotros á nadie, paréceme que es tiempo de alistar el equipaje y partir.

Dromio.—Como huiría un hombre para salvar de las garras de un oso su vida, así huyo yo de esa que pretende ser mi esposa.

Antífolo.—En este país no habitan sino brujas, y por consiguiente debía ya haberme ido. Mi corazón aborrece la que me llama su marido; pero su encantadora hermana posee gracias maravillosas y soberanas; su aire y sus discursos son tan encantadores que casi me he hecho traición á mí mismo. Y para no causar yo mi propio daño, taparé mis oídos ante los cantos de la sirena.

(Entra Angelo).

Angelo.—¿Señor Antífolo?

Antífolo.—Sí, ese es mi nombre.

Angelo.—Lo sé bien, señor. Tomad, he aquí vuestra cadena. Creía encontraros en el «Puerco-espín: la cadena no estaba terminada aún; es lo que me ha retardado tanto tiempo.

Antífolo.—¿Qué queréis que haga de esto?

Angelo.—Lo que gustéis, señor; la he hecho para vos.

Antífolo.—¡Hecha para mí, señor!—No os la he ordenado.

Angelo.—No una vez, no dos veces, sino veinte veces. Id á vuestro alojamiento y haced la corte á vuestra esposa con este regalo; y luégo, á la hora de cena, volveré á veros y á recibir el importe de mi cadena.

Antífolo.—Os ruego, señor, que recibáis el dinero al instante, no sea que no volváis á ver ni cadena ni dinero.

Angelo.—Sois jovial, señor; adios, hasta luégo.

(Sale.)

Antífolo.—Me sería imposible decir lo que debo pensar de todo esto; pero lo que sé muy bien, al menos, es que no existe hombre tan tonto para despreciar, cuando se le ofrece, una cadena tan hermosa. Veo que aquí un hombre no necesita atormentarse para vivir, puesto que se hacen en las calles tan ricos presentes. Voy á ir á la plaza del mercado á esperar allí á Dromio; si algún buque se hace á la vela, parto en seguida.

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