Acto I

ESCENA I.

Huerto cerca de la casa de Oliverio.

Entran ORLANDO y ADAM.

ORLANDO.

P

or lo que recuerdo, Adam, me fué legado de este modo: por testamento, sólo unas miserables mil coronas; y, como dices, encargó á mi hermano, sobre su bendición, el cuidarme bien. Y en esto principia mi desconsuelo. Tiene en la escuela á mi hermano Santiago, de quien se cuenta con gran elogio el aprovechamiento. En cuanto á mí, me mantiene en casa groseramente; ó para hablar con más propiedad, me detiene aquí sin mantenerme; porque ¿llamáis manutención para un caballero de mi nacimiento, la que no difiere del modo de mantener á un buey en el establo? Mejor criados están sus caballos; pues aparte de lo lozanos que se ven con su alimento, se les enseña y adiestra, teniendo para ello picadores pagados á alto precio.—Pero yo, hermano suyo, nada gano bajo su poder, sino la talla; por lo cual tan obligados deben estarle sus animales en sus estercoleros como yo. Fuera de esta nada que tan liberalmente me da, su conducta parece quitarme lo poco que me dió la naturaleza. Me hace alimentar entre sus criados, me priva del lugar que corresponde á un hermano, y hace cuanto puede para que la educación mine mi buen natural. Esto es, Adam, lo que me aflige; y el espíritu de mi padre, que pienso está dentro de mí, principia á sublevarse contra esta servidumbre. No la soportaré más tiempo, aunque no conozco todavía remedio eficaz para evitarla. (Entra Oliverio.)

Adam.—Ahí viene mi señor, vuestro hermano.

Orlando.—Retírate á un lado, Adam, y oirás cómo ha de atormentarme.

Oliverio.—¡Hola, señor mío! ¿Qué hacéis aquí?

Orlando.—Nada. No se me enseña á hacer cosa alguna.

Oliverio.—¿Pues qué dañáis, entonces, señor mío?

Orlando.—Por cierto, señor, os estoy ayudando á estropear por la ociosidad una de las obras de Dios: un pobre é indigno hermano vuestro.

Oliverio.—Por cierto, empleaos mejor, y callad algún tanto.

Orlando.—¿Cuidaré vuestros cerdos, y comeré bellotas con ellos? ¿Qué herencia de hijo pródigo he consumido para tener que venir á semejante miseria?

Oliverio.—¿Sabéis, señor mío, dónde estáis?

Orlando.—¡Oh! Perfectamente. Aquí, en vuestro huerto.

Oliverio.—¿Y sabéis en presencia de quién?

Orlando.—Sí; y mejor que lo que sabe de mí aquel en cuya presencia estoy. Sé que sois mi hermano mayor, y del mismo modo la consideración de una sangre generosa debería hacerme conocer de vos. Os permite preferencia sobre mí la etiqueta que rige en las naciones, por cuanto nacisteis primero; pero la misma tradición no me despoja de mi sangre, aun cuando hubieran veinte hermanos entre vos y yo. Tengo en mí tanto de mi padre como vos, aunque confieso que el nacer antes que yo os acerca más á su respeto.

Oliverio.—¡Qué! ¡Muchacho!

Orlando.—Vamos, vamos, hermano mayor, en esto sois demasiado joven.

Oliverio.—¿Y pondrás tus manos en mí, villano?

Orlando.—No soy villano. Soy el hijo menor de sir Rowland de Bois. Él fué mi padre; y es tres veces villano quien dice que semejante padre engendró villanos.—Si no fueras mi hermano, no apartaría esta mano de tu garganta hasta haber arrancado con la otra la lengua que tal dijo. Te has injuriado á ti mismo.

Adam.—(Avanzando.) Apaciguaos, mis gentiles señores. En nombre de la memoria de vuestro padre, tened armonía.

Oliverio.—Suéltame, te digo.

Orlando.—No lo haré hasta que me plazca. Tenéis que oirme. Mi padre os encargó en su testamento darme buena educación. Me habéis educado como á un gañán, oscureciendo y ocultando de mí todas las cualidades propias de un caballero. El espíritu de mi padre cobra fuerza en mí, y no sufriré eso más tiempo. Por consiguiente, permitidme los ejercicios que cumplen á un caballero, ó dadme la escasa suma que me fué legada en su testamento. Yo trataré de probar con ella fortuna.

Oliverio.—¿Y qué irás á hacer? ¿Mendigar cuando la hayas gastado? Bien, señor mío, no me molestaré por vos mucho tiempo más: tendréis alguna parte de lo que deseáis. Os ruego que me dejéis.

Orlando.—No deseo molestaros más de lo que exige en conciencia mi propio bien.

Oliverio.—Márchate con él, perro viejo.

Adam.—¿Y es mi recompensa que me llaméis «perro viejo»? Mucha verdad es que he perdido los dientes en vuestro servicio. ¡Bendiga Dios á mi antiguo amo! ¡Jamás habría dicho él semejante palabra! (Salen Orlando y Adam.)

Oliverio.—¿Con que á esto hemos llegado? ¿Principiáis á imponerme? Yo os curaré de vuestra petulancia y no por eso daré tampoco las mil coronas. ¡Hola! Dionisio! (Entra Dionisio.)

Dionisio.—¿Llama vuesamerced?

Oliverio.—¿No había venido Carlos, el luchador del duque, á hablar conmigo?

Dionisio.—Si os place, está á la puerta y solicita llegar hasta vos.

Oliverio.—Hazle entrar. (Sale Dionisio.) Será buen medio y la lucha es mañana. (Entra Carlos.)

Carlos.—Buenos días á vuestra señoría.

Oliverio.—Mi buen monsieur Carlos, ¿qué noticias en la Corte?

Carlos.—No hay en la Corte, señor, mas noticias que las antiguas, esto es, que el antiguo duque está desterrado por su hermano menor el nuevo duque; y tres ó cuatro lores, por amor á él, se han impuesto un destierro voluntario para acompañarle; y como sus tierras y sus rentas enriquecen al nuevo duque, este les concede de buena gana permiso para que peregrinen.

Oliverio.—¿Podéis decir si Rosalinda, la hija del duque, es desterrada con su padre?

Carlos.—¡Oh, no! porque su prima, la hija del duque, que se ha criado junto con ella desde la cuna, la ama tanto, que la habría seguido al destierro ó habría muerto si hubiera quedado separada de ella. Está en la Corte tan amada del duque como su propia hija, y jamás dos señoras se amaron tanto.

Oliverio.—¿Dónde vivirá el antiguo duque?

Carlos.—Dicen que se encuentra ya en el bosque de Ardenas y buen número de hombres alegres con él, y que allí viven sin temor á rey ni Roque, como el antiguo Robin Hood de Inglaterra. Dicen que muchos caballeros jóvenes acuden á él de día en día y dejan correr alegremente el tiempo como allá en la edad de oro.

Oliverio.—¿Y váis á luchar mañana en presencia del nuevo duque?

Carlos.—Sí, señor. Y vine á haceros saber un asunto. Se me ha dado á comprender embozadamente que vuestro hermano menor Orlando está algo dispuesto á venir disfrazado para probar contra mí sus fuerzas. Mañana, señor, lucharé por mi reputación, y el adversario mío que no saque un miembro roto, quedará bien librado. Vuestro hermano es joven y delicado, y, por el afecto que os tengo, se me haría penoso el causarle daño, como tendría que hacerlo por honor mío, si se presentara. Así, por el afecto que os profeso, he venido á haceros saber esto para que le apartéis de su intento ó para que soporte sin encono el daño á que él mismo se lanza, por cuanto es él quien lo busca y lo hace de todo punto contra mi voluntad.

Oliverio.—Gracias, Carlos, por tu afecto hacia mí, que verás cuán benévolamente he de recompensar. Ya tenía yo noticia del intento de mi hermano y me he esforzado secretamente para disuadirle, pero él está resuelto. Te diré, Carlos, que es el mozo más testarudo que hay en Francia; lleno de ambición, émulo envidioso de cuanto sobresale en cada hombre, y oculto y villano conspirador contra mí, que soy su natural hermano. Así, pues, procede como quieras: tanto me importa que le rompas la crisma, como que le rompas un dedo; y mejor sería que cuidaras de hacerlo, porque si sólo le infieres un daño leve, ó si él no alcanza á brillar grandemente á costa tuya, te suministrará un veneno, te atrapará en algún lazo traidor y te perseguirá hasta arrancarte la vida por cualquiera suerte de medios indirectos. Te aseguro, y hablo así casi con lágrimas en los ojos, que no hay entre los vivos uno que sea á la vez tan joven y tan vil. Hablo solamente como hermano; pues si me pusiera á analizarlo á tus ojos, tal como es en sí, tendría yo que ruborizarme y llorar, y tú quedarías pálido y atónito.

Carlos.—Con todo mi corazón me alegro de haberme dirigido á vos. Si viene mañana, ya le daré su merecido; pues si vuelve á andar por sus piés, jamás volverá á luchar por premio. Y con esto guarde Dios á vuestra merced.

(Sale.)

Oliverio.—Adios, buen Carlos. Y ahora á excitar á ese tunante. Espero que he de verle llegar á su fin; pues sin saber por qué, no hay cosa que mi alma deteste más que á él. Sin embargo, es manso, instruído sin haber tenido escuela, lleno de noble aspiración y ciertamente tan amado de todos, y en especial de mi propio pueblo, que es quien mejor le conoce, que yo soy enteramente tenido en menos. Pero esto no ha de durar; este luchador lo allanará todo. Sólo falta enardecer al muchacho para que acuda allí, y voy al instante á ocuparme de ello.

(Sale.)

ESCENA II.

Esplanada delante del palacio del duque.

Entran ROSALINDA y CELIA.

Celia.—Te suplico, mi dulce prima, que estés alegre.

Rosalinda.—Más alegría demuestro, querida Celia, que la que hay en mí.—¿Y querríais verme más alegre aún? Á menos que me enseñéis á olvidar á un padre desterrado, no debéis enseñarme á recordar ningún placer extraordinario.

Celia.—En esto veo que no me amas con tanta consagración como yo á ti. Si mi tío, tu desterrado padre, hubiese desterrado á tu tío, el duque mi padre, con tal de que hubieses permanecido á mi lado, yo habría podido enseñar á mi afecto á tomar á tu padre por mío; y así lo harías si la realidad de tu amor hacia mí fuera tan bien templada como la de mi amor por ti.

Rosalinda.—Bien. Olvidaré las circunstancias de mi posición, para regocijarme en la tuya.

Celia.—Sabes que mi padre no ha tenido ni es probable que tenga otros hijos que yo; y ciertamente, á su muerte, serás su heredera; porque lo que él tomó de tu padre por fuerza, te lo devolveré por afecto.—Te prometo por mi honor que lo haré, y sea yo convertida en un monstruo si quebranto mi juramento. Así, pues, mi dulce Rosalinda, mi querida Rosalinda, alégrate!

Rosalinda.—Lo haré en adelante, prima, é idearé pasatiempos. Veamos ¿qué pensaríais de improvisar unos amores?

Celia.—Excelente, y te ruego lo hagas para divertirte; pero no ames con todas veras á hombre alguno, ni te dejes llevar de ese juego tan allá que no puedas salir de él libre y con honra á costa de un honesto sonrojo.

Rosalinda.—Pues entonces ¿cuál ha de ser nuestro pasatiempo?

Celia.—Sentémonos, y con nuestras burlas echemos de su rueda á la buena matrona Fortuna, para que en adelante sus dones sean igualmente repartidos.

Rosalinda.—Desearía que así pudiera ser; porque sus favores están harto mal colocados; y la pródiga ciega se equivoca más á menudo en sus dádivas á mujeres.

Celia.—Es verdad; porque rara vez da la honestidad á aquellas á quienes dota con la hermosura; y da muy pobre apariencia á aquellas á quienes hace honestas.

Rosalinda.—No. En esto equivocas la tarea de la Fortuna con la de la naturaleza. La Fortuna impera en los dones del mundo, no en los rasgos de la naturaleza.

(Entra Piedra-de-toque.)

Celia.—¿No? ¿Pues no puede la Fortuna hacer que caiga en el fuego una criatura á quien ha hecho hermosa la naturaleza?—Y aunque esta nos ha dado ingenio para burlarnos de la Fortuna: ¿no es esta quien envía á este necio para dar al traste con el argumento?

Rosalinda.—En verdad que es la Fortuna demasiado dura para con la naturaleza, cuando se sirve de un natural idiota para imponer silencio al natural ingenio.

Celia.—Quizás tampoco sea esto obra de la Fortuna, sino de la naturaleza; la cual advirtiendo que nuestro ingenio es demasiado obtuso para discurrir sobre semejante diosa, ha enviado á este idiota para estimularnos; ya que siempre la estupidez del necio es aguijón del discreto. Hola! Prodigio ¿adónde bueno?

Piedra.—Señora: debéis venir á donde vuestro padre.

Celia.—¿Os tomó de mensajero?

Piedra.—No, por mi honor; pero se me encargó llamaros.

Celia.—¿Dónde aprendiste ese juramento, bufón?

Piedra.—De cierto caballero que juró por su honor ser buenas las tortas y juró por su honor ser mala la mostaza. Ahora bien; yo sostengo que eran malas las tortas y buena la mostaza; y, sin embargo, el caballero no perjuró.

Celia.—¿Y cómo lo pruebas, lumbrera de ciencia?

Rosalinda.—Sí, sí. Quita el bozal á tu ingenio.

Piedra.—Adelantad ahora las dos: tocaos las caras y jurad por vuestras barbas que soy un bribón.

Celia.—Sí que lo sois, por nuestras barbas si las tuviéramos.

Piedra.—Sí, que lo soy, por mi bribonada si la tuviera. Pero si juráis por lo que no tenéis, no perjuráis; ni más perjuró ese caballero jurando por su honor, pues jamás lo tuvo; ó si lo tuvo lo había perdido á fuerza de jurar antes de haber visto nunca aquella mostaza, ni aquellas tortas.

Celia.—¿Y te dignarás decirme á quién aludes?

Piedra.—Á uno á quien ama el viejo Federico, vuestro padre.

Celia.—Para honrarle basta el amor de mi padre. Silencio! no hables más de él. No tardará mucho el que te azoten por maldiciente.

Piedra.—Tanto más lastimoso, que los necios no hablen discretamente de las necedades de los discretos.

Celia.—Á fe que dices verdad: porque al haberse impuesto silencio al poco ingenio que tienen los necios, la poca necedad que tienen los discretos ha tomado mucho vuelo.—Aquí viene Monsieur Le Bean.

(Entra Le Bean.)

Rosalinda.—Con la boca llena de noticias.

Celia.—Que nos administrará como las palomas dan el sustento á sus pequeñuelos.

Rosalinda.—Así quedaremos cebadas con noticias.

Celia.—Tanto mejor: seremos más negociables.—Buenos días, monsieur Le Bean, ¿qué nuevas?

Le Bean.—Hermosa princesa, habéis perdido muchos juegos interesantes.

Celia.—¿Juegos? ¿De qué color?

Le Bean.—¿De qué color, señora? ¿Cómo habré de responderos?

Rosalinda.—Como lo quieren el ingenio y la fortuna.

Piedra.—Ó como lo mande el destino.

Celia.—Bien dicho. Eso se ha aplicado con llana.

Piedra.—Y aún más. Si no mantengo mi rango....

Rosalinda.—Estás perdiendo tu antiguo olfato.

Le Bean.—Me admiráis, señoras. Habría querido contaros una buena lucha, cuyo espectáculo habéis perdido.

Rosalinda.—Con todo, deciduos cómo fué.

Le Bean.—Os contaré el principio, y si os place, podréis ver vosotras mismas el fin, porque aún falta lo mejor; y vienen aquí, donde os halláis, para ejecutarlo.

Celia.—Bien. Sepamos el principio, que ya está muerto y sepultado.

Le Bean.—Ahí viene un anciano con sus tres hijos.

Celia.—Yo podría referir un cuento añejo que principia de ese modo.

Le Bean.—Tres jóvenes apuestos, de excelente vigor y presencia.

Rosalinda.—Con carteles en el pescuezo: «Sepan cuantos las presentes vieren.»

Le Bean.—El hermano mayor luchó con Carlos, el luchador del duque, y en un momento fué aquel derribado y sacó tres costillas rotas, con lo cual pocas esperanzas le quedan de vida. Y otro tanto hizo con el segundo y con el tercero. Allí yacen, y el pobre anciano su padre se lamenta de tan lastimosa manera, que cuantos le ven simpatizan sollozando con él.

Rosalinda.—¡Ay, desdichado!

Piedra.—Pero, señor, ¿cuál es la diversión que han perdido las señoras?

Le Bean.—Pues es claro; la que acabo de decir.

Piedra.—De este modo los hombres podrán crecer en sensatez de día en día. Es la primera vez que oigo decir que romper costillas es una diversión propia de señoras.

Celia.—Como que sí; te lo aseguro.

Rosalinda.—¿Pero hay alguien más que tenga comezón porque le apliquen ese solfeo en los costados? ¿Hay algún otro tan apasionado al rompe-costillas? ¿Veremos esta lucha, prima?

Le Bean.—Tendréis que verla si os quedáis; porque, he ahí el sitio destinado para la lucha, y ya están prontos los que deben tomar parte en ella.

Celia.—Allí vienen, por cierto. Quedémosnos y veámosla. (Preludio. Entran el duque Federico, Lores, Orlando, Carlos y séquito.)

Duque.—Venid. Pues el mancebo no da oído á súplicas, que su audacia responda de su peligro.

Rosalinda.—¿Es aquél el antagonista?

Le Bean.—Él mismo, señora.

Celia.—¡Ay, qué joven es! Sin embargo, parece como si hubiera de vencer.

Duque.—¿Qué es esto, hija y sobrina? ¿Os habéis escurrido hasta aquí para ver la lucha?

Rosalinda.—Sí, mi señor, si os place darnos permiso.

Duque.—Poca diversión tendréis en ella, os lo aseguro, siendo tan desiguales los luchadores. Por compasión á la temprana edad del joven, intentaría disuadirle, pero no quiere oir consejo. Habládle, niñas; ved si podéis influir sobre él.

Celia.—Hacedle venir, monsieur Le Bean.

Duque.—Hacedlo. Yo me apartaré. (El duque se va á un lado.)

Le Bean.—Señor desafiador: las princesas quieren hablaros.

Orlando.—Estoy á sus órdenes con todo respeto y humildad.

Rosalinda.—Mancebo, ¿habéis desafiado á Carlos el luchador?

Orlando.—No, hermosa princesa. Es él quien hace un reto general. Yo no vengo sino como uno de tantos, para probar en él la fuerza de mi juventud.

Celia.—Vuestro valor ¡oh joven! sobrepuja con exceso á vuestros años. Crueles pruebas habéis visto del vigor de ese hombre. Si pudiérais veros con nuestros ojos, ó juzgaros con nuestro discernimiento, el recelo de vuestra aventura os aconsejaría una empresa más proporcionada. Os rogamos, por vuestro bien, que penséis en vuestra seguridad y abandonéis esta tentativa.

Rosalinda.—Hacedlo, buen joven; que no por ello será rebajada vuestra reputación. Solicitaremos del duque que haga suspender la lucha.

Orlando.—Os suplico no me impongáis el castigo de pensar mal de mí, aunque me reconozco culpable de negar cosa alguna á tan bellas y eminentes señoras. Pero acompáñenme en la lucha vuestras hermosas miradas y benévolos deseos; que si he de ser vencido, no tendrá que avergonzarse sino uno que jamás fué favorecido; y si recibo la muerte, sólo sucumbirá uno que ya sobrado la desea. Ni causaré pesadumbre á mis amigos, desde que no tengo uno para deplorarme; ni mal alguno al mundo, en el cual nada poseo; y el lugar que en él ocupo, será ocupado mejor cuando yo lo deje vacío.

Rosalinda.—Quisiera añadir á vuestra fuerza la muy poca que hay en mí.

Celia.—Y yo la mía para aumentar la suya.

Rosalinda.—Adios. Ruego al cielo estar equivocada en cuanto á vos.

Celia.—¡Ojalá se cumplan vuestros deseos!

Carlos.—¡Ea! ¿Dónde está ese valeroso joven que tanto afán tiene por yacer en su madre tierra?

Orlando.—Presto, señor; pero sus deseos son más modestos.

Duque.—Sólo probaréis una suerte.

Carlos.—Aseguro á vuestra alteza que no tendrá ocasión de rogarle para la segunda, después de haber intentado con tanto empeño disuadirle de la primera.

Orlando.—Pensáis burlaros de mí después. No deberíais burlaros antes. Pero probad como gustéis.

Rosalinda.—Que Hércules os asista, ¡oh joven!

Celia.—Quisiera ser invisible para atrapar por una pierna á aquel hombronazo. (Carlos y Orlando luchan).

Rosalinda.—¡Oh extraordinario joven!

Celia.—Si pudiera lanzar de mis ojos un rayo, ya sé quién había de caer.

(Carlos es derribado.—Aclamación).

Duque.—Basta, basta.

Orlando.—Suplico á Vuestra Alteza que nos deje continuar. Aún no estoy bastante alentado.

Duque.—¿Cómo te encuentras, Carlos?

Le Bean.—Ha quedado sin habla, señor.

Duque.—Llevadlo fuera. (Llevan á Carlos).—¿Cómo te llamas, mancebo?

Orlando.—Orlando, señor, el hijo menor de sir Rowland de Bois.

Duque.—Habría preferido que fueses hijo de otro. Las gentes tenían á tu padre por honorable; pero, sin embargo, encontré en él un enemigo. Más me habría agradado tu proeza si hubieses descendido de otro linaje. Pero Dios te guarde. Eres un mancebo valiente. Me habría alegrado de que hubieses mencionado otro padre. (Salen el Duque, Federico, el séquito y Le Beau).

Celia.—Á estar yo en lugar de mi padre, ¿haría esto, prima?

Orlando.—Á orgullo tengo ser hijo de sir Rowland, siquiera su hijo menor, y no cambiaría de condición así me adoptara el duque por heredero suyo.

Rosalinda.—Mi padre amaba con toda su alma á sir Rowland, y todo el mundo era del mismo modo de sentir. Si hubiese yo conocido antes á este joven, hijo suyo, le habría suplicado con lágrimas que no se aventurase de ese modo.

Celia.—Vamos, querida prima, á darle las gracias y á animarlo. La índole áspera y envidiosa de mi padre me lastima el corazón. Sois digno de aplauso, joven. Si tan bien cumplís vuestras promesas de amor, como la que ahora habéis excedido, vuestra amante deberá ser muy feliz.

Rosalinda. (Dándole una cadena de su cuello).—Caballero, llevad esto en recuerdo mío; que por contraria fortuna no tengo en la mano los medios de ofrecer todo lo que quisiera. ¿Nos iremos, prima?

Celia.—Sí. Adios, gentil caballero.

—Caballero, llevad esto en recuerdo mio.

Orlando.—¿No puedo daros las gracias? Me habéis abrumado en lo que hay de mejor en mí, y sólo quedo en vuestra presencia como un poste, como un mármol inerte.

Rosalinda.—Nos llama. Mi orgullo ha desaparecido junto con mi prosperidad. Le preguntaré lo que desea. ¿Nos llamasteis, caballero? Habéis luchado bien, y vencido aún más que á vuestros adversarios.

Celia.—¿Nos vamos, prima?

Rosalinda.—Soy con vos. Quedad con Dios.

(Salen Rosalinda y Celia).

Orlando.—¿Qué pasión me ata la lengua? Ha querido que le hable y no he podido hablar.—(Vuelve á entrar Le Beau).—¡Oh pobre Orlando! Estás derribado. No Carlos, algo más débil te domina.

Le Bean.—Amistosamente os aconsejo, buen señor, que abandonéis este lugar. Aunque habéis merecido altos elogios, aplausos y afecto, la índole del duque es tal que da mal sentido á cuanto habéis hecho. El duque es caprichoso; y lo que es él en toda verdad sería mejor que lo presumiéseis vos que el que yo os lo dijera.

Orlando.—Os doy las gracias, señor. Dignaos decirme ¿cuál de las dos damas que presenciaron la lucha es la hija del duque?

Le Bean.—Ninguna, á juzgar por los modales; pero en realidad es su hija la menor en estatura. La otra es hija del duque desterrado, y la detiene aquí su tío el usurpador para que acompañe á su hija; y las liga un afecto más estrecho que el natural vínculo de las hermanas. Pero puedo aseguraros que de poco tiempo acá el duque ve con desagrado á su gentil sobrina, sin más motivo que el de alabar el pueblo las virtudes de ésta y compadecerla por amor á su buen padre. Y á fe mía, la mala voluntad del duque hacia ella estallará de repente. Quedad con Dios, señor. Desearía conoceros mejor y gozar de vuestro afecto en el porvenir en un mundo mejor que este.

Orlando.—Os quedo sumamente agradecido.—(Sale Le Beau).—¿Es decir que tengo que salir de las brasas para caer en las llamas? Del duque tirano al hermano tirano. ¡Pero, divina Rosalinda!

(Sale).

ESCENA III.

Un cuarto en el palacio.

Entran CELIA y ROSALINDA.

Celia.—¿Es posible, prima? ¿Es posible, Rosalinda? ¡Ten piedad, Cupido! ¿Ni una palabra?

Rosalinda.—Ni una para echarla á un perro.

Celia.—No, tus palabras tienen demasiado valor para desperdiciarlas en perros; echa algunas para mí. ¡Ea! Póstrame con razones.

Rosalinda.—Pues así habría dos primas postradas: la una á causa de las razones, y la otra por haber enloquecido sin ninguna.

Celia.—¿Pero es todo esto por tu padre?

Rosalinda.—No. Alguna parte de ello es por la hija de mi padre. ¡Oh, qué lleno de espinas es este fatigoso mundo!

Celia.—No son sino cardillos arrojados sobre ti, en festivo retozo. Si no caminas por las sendas trilladas, hasta tus faldas los atraparán.

Rosalinda.—Podría sacudirlos de mi ropa. Pero estos están en mi corazón.

Celia.—Tóselos y saldrán.

Rosalinda.—Probaría; si llorando de tos, pudiera tenerlo.

Celia.—Vamos, vamos, lucha con tus afectos.

Rosalinda.—¡Ah! Se ponen del lado de un luchador más fuerte que yo.

Celia.—¡Válgate mi buen deseo! Ya harás la prueba á su tiempo, á riesgo de una caída. Pero dejando á un lado estas chanzas, hablemos con seriedad. ¿Es posible que tan de súbito hayas sentido esta vehemente inclinación por el hijo menor de sir Rowland?

Rosalinda.—El duque, mi padre, amaba á éste de todo corazón.

Celia.—¿Y se sigue de ello que has de amar de todo corazón á su hijo? Por ese camino llegaremos á que yo debiera odiarle, porque mi padre odió cordialmente al suyo; y sin embargo, no aborrezco á Orlando.

Rosalinda.—¡Por Dios! no le odies, por amor á mí.

Celia.—¿Y por qué lo odiaría? ¿No merece aprecio?

Rosalinda.—Deja que por ello le ame; y ámalo tú porque yo lo hago. Mira: ahí viene el duque. (Entran el duque Federico y Lores.)

Duque.—Señorita, disponeos á toda prisa y alejaos de nuestra corte.

Rosalinda.—¿Yo, tío?

Duque.—Vos, sobrina. Si pasados estos diez días se te encuentra á veinte millas de mi corte, mueres.

Rosalinda.—Ruego á Vuestra Alteza que me haga saber en qué he faltado. Si tengo conciencia de mi misma, ó si conozco mis deseos; si no sueño ó no estoy delirando (y confío en que no lo estoy), entonces, querido tío, jamás he ofendido á Vuestra Alteza ni con la sombra de un pensamiento.

Duque.—Así proceden todos los traidores. Si su purificación consistiera en palabras, serían todos tan inocentes como la gracia misma de Dios.—Baste el que sepas que no confío en tí.

Rosalinda.—Vuestra desconfianza no puede hacer que mi traición exista. Decidme en qué se funda la sospecha.

Duque.—Eres hija de tu padre; basta con eso.

Rosalinda.—También lo era cuando Vuestra Alteza se apoderó de su ducado. También lo era cuando Vuestra Alteza lo desterró. No se hereda la traición, señor. Ó si la tenemos por contagio de nuestros amigos ¿en qué me afectaría eso? Mi padre no fué traidor. No me equivoquéis, pues, mi buen señor, á tal punto que juzguéis traidora mi pobreza.

Celia.—Escuchadme, querido soberano.

Duque.—Sólo por causa vuestra, Celia, la hemos tenido aquí. Á no ser por eso, habría corrido la suerte de su padre.

Celia.—Yo no pedí entonces que se quedara, sino que así lo quisieron vuestro deseo y vuestro propio remordimiento. Era yo entonces demasiado niña para conocerla en todo su valor. Pero ahora la conozco. Si es culpable de traición, también lo soy yo misma. Hasta ahora hemos dormido juntas, y juntas nos hemos levantado, estudiado, jugado y sentado á la mesa. Y como los cisnes de Juno, jamás fuímos á lugar alguno sino como una pareja inseparable.

Duque.—Es demasiado astuta para ti, y su suavidad, su silencio mismo y su paciencia, hablan al pueblo, y éste la compadece. Eres una simple. Ella te defrauda de tu reputación; y tú aparecerás más inteligente y más virtuosa, cuando ella se haya ido. No repliques, pues. La sentencia que he dado contra ella es firme é irrevocable: está desterrada.

Celia.—Pronunciad entonces, señor, esa sentencia contra mí. Yo no puedo vivir sino á su lado.

Duque.—Eres una loca. Disponeos á partir, sobrina. Si os excedéis del plazo, por mi honor y lo sagrado de mi palabra, que os costará la vida.

(Salen el duque Federico y séquito.)

Celia.—¡Oh pobre Rosalinda mía! ¿Á donde irás? ¿Quieres cambiar de padres? Te daré el mío. Te aseguro que no estás más desolada que yo.

Rosalinda.—Tengo mayor motivo.

Celia.—No es así, prima. Te ruego que te animes. ¿No comprendes que el duque me ha desterrado, á mí, su hija?

Rosalinda.—No, no lo ha hecho.

Celia.—¿Que no? Te falta, pues, Rosalinda, el amor que te enseña que tú y yo somos una? ¿Habremos de ser separadas? ¿Habremos de decirnos adios, dulce prenda mía? No. Busque mi padre otro heredero. Discurre conmigo el modo de que huyamos, á dónde iremos y lo que habremos de llevar. Y no intentes soportar tú sola tus pesares, prescindiendo de mí; porque tomo por testigo al cielo, que palidece á la vista de nuestras penas, de que á pesar de cuanto digas, me marcharé contigo.

Rosalinda.—Pero ¿á dónde ir?

Celia.—Á buscar á mi tío.

Rosalinda.—¡Ah! ¡Qué peligro para nosotras, doncellas, viajar á tanta distancia! Más pronto provoca á los malvados la belleza que el oro.

Celia.—Me cubriré de pobres y mezquinas vestiduras, y me embadurnaré la cara con una especie de barniz oscuro. Haréis lo mismo, y así seguiremos nuestro camino sin provocar asaltos.

Rosalinda.—¿No sería mejor, ya que soy de una estatura más alta que la general, que me disfrazara de hombre? Con una buena daga al cinto y un venablo en la mano (aunque en mi corazón se anide oculto todo el miedo de la mujer), tendré un exterior marcial é imponente. Y en ello seré como muchos hombrezuelos cobardes que con la apariencia ocultan su cobardía.

Celia.—¿Qué nombre te he de dar cuando seas hombre?

Rosalinda.—No quiero tener un nombre que valga menos que el del mismo paje de Júpiter. Así, me llamarás Ganimedes. ¿Y qué nombre tomarás tú?

Celia.—Uno que de algún modo se refiera á mi situación. Ya no me llamaré Celia, sino Aliena.

Rosalinda.—¿Y qué te parecería, prima, si ensayáramos robarnos á aquel necio de bufón de la corte de vuestro padre? ¿No nos serviría de solaz durante el viaje?

Celia.—Me seguiría de extremo á extremo del mundo. Deja á mi cuidado el ganarlo. Vámonos. Juntemos nuestras joyas y nuestro caudal, y discurre tú el tiempo más oportuno y el camino más seguro para sustraernos á la persecución que se nos ha de hacer después de mi fuga. Ahora iremos contentas, no al destierro, sino á la libertad.

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