Acto II

ESCENA I.

El bosque de Ardenas.

Entran el antiguo DUQUE, AMIENS y otros lores en traje de monteros.

DUQUE.

Y

bien, compañeros y hermanos de destierro, ¿no hace la costumbre que sea más dulce esta vida que la de las vanas pompas? ¿No están más exentas de peligro estas selvas que la envidiosa corte? Aquí no tenemos otro padecimiento que el de Adán; la diversidad de la estación; el rudo zumbido y el diente helado del viento del invierno. Y cuando sopla sobre mi cuerpo y lo muerde y lo hace encogerse de frío, me digo sonriendo: «Esto no es adulación; estos son consejeros que con toda sinceridad me convencen de lo que soy.» Dulces son los frutos de la adversidad que, semejante al feo y venenoso sapo, lleva en la cabeza una preciosa joya.—Y esta nuestra vida retirada del bullicio público, descubre idiomas en los árboles, libros en los arroyos, sermones en las piedras, y el bien en todas las cosas.

Amiens.—No querría cambiarla. ¡Dichoso sois, Alteza, que podéis tornar la obstinación de la fortuna en un modo de ser tan dulce y apacible!

Duque.—Venid. ¿Iremos á matar venados? Y sin embargo me contrista el que estos pobrecillos abigarrados, naturales moradores de esta soledad, sientan que en sus propios confines un venablo de doble filo les atraviese los costados.

Lord 1.º—Por cierto, mi señor, que el melancólico Santiago se aflige de ello; y en ese sentido jura que sois más usurpador que el hermano que os ha desterrado. Milord Amiens y yo nos deslizamos hoy ocultamente hasta donde yacía aquel, declinado bajo un roble cuyas viejas raices asoman sobre el arroyo que susurra á lo largo de este bosque.—Vino á desfallecer allí un pobre ciervo fugitivo herido por el arma de algún cazador; y en verdad, señor, que el desventurado animal exhalaba tan hondos quejidos, que su piel se dilataba por el esfuerzo como si hubiera ido á rasgarse, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos una tras otra en lastimera sucesión. Así, la pobre alimaña, permaneció en el borde mismo del rápido arroyo que recibía sus lágrimas, mientras la observaba atentamente el melancólico Santiago.

Duque.—Pero ¿qué dijo éste? ¿No moralizó sobre ese espectáculo?

Lord 1.º—¡Oh, sí, por mil símiles! En primer lugar porque vertía sus lágrimas en el arroyo que no necesitaba de ellas, exclamó: «¡Pobre venado! Haces testamento como las gentes mundanas, dando lo más que tienes á quien ya tiene demasiado.» En seguida por hallarse solo y abandonado por sus amigos de piel aterciopelada, dijo: «Es justo: esta desgracia ahuyenta la afluencia de compañeros.» Al mismo tiempo un hato harto de pacer pasa saltando á su lado sin cuidarse de él. «Sí, seguid adelante, gordos y lustrosos ciudadanos. Es la moda. ¿Á qué mirar á ese quebrado, pobre y arruinado?»—Así con gran vehemencia destrozó la estructura del país, corte y ciudad, y aun nuestro presente género de vida; jurando que no somos más que usurpadores, tiranos y todo lo que hay de peor, en espantar á estos animales y matarlos en su propio y nativo albergue.

Duque.—¿Y estaba en tal meditación cuando le dejasteis?

Lord 2.º—Sí, mi señor; llorando y comentando sobre el quejumbroso ciervo.

Duque.—Mostradme el sitio. Pláceme escucharle en estos arranques repentinos, porque entonces está lleno de lucidez.

Lord 2.º—Os conduciré directamente hacia él.

(Salen.)

ESCENA II.

Cuarto en el palacio.

Entran el DUQUE FEDERICO, LORES y SÉQUITO.

Duque Federico.—¿Cómo es posible que ningún hombre las haya visto? No puede ser. Sin duda hay en mi corte algunos villanos que han consentido y cooperado en ello.

Lord 1.º—No puedo saber de persona alguna que la haya visto. Las señoras camareras suyas, la vieron acostarse en su lecho, y temprano en la mañana hallaron que faltaba de él el tesoro de su dueño.

Lord 2.º—Señor, también se echa de menos al bufón que tantas veces hizo reir á Vuestra Alteza. Hesperia, la dama de honor de la princesa, confiesa haber oído secretamente á vuestra hija y á su prima elogiar en extremo las cualidades y atractivos del luchador que poco há venció al robusto Carlos; y cree que adonde quiera que hayan ido, seguramente ese joven las acompaña.

Duque Federico.—Enviad adonde su hermano, y traed aquí á ese valiente. Si se ha ausentado, traedme á su hermano. Yo haré que lo encuentre. Haced esto al instante, y no haya tregua en la investigación y diligencia para hacer regresar á esas locas fugitivas.

(Salen.)

ESCENA III.

Delante de la casa de Oliverio.

Entran ORLANDO y ADAM, que se encuentran.

Orlando.—¿Quién está ahí?

Adam.—¡Cómo! ¿mi joven señor? ¡Oh mi buen y amado señor! ¡Oh vos, memoria viva de sir Rowland! ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué sois virtuoso? ¿Por qué os aman las gentes? ¿Y por qué sois gentil, fuerte y valeroso? ¿Por qué tomaríais tan á deseo el vencer al membrudo luchador del caprichoso duque? Demasiado aprisa ha llegado aquí antes que vos vuestra alabanza. ¿No sabéis, señor, que para cierta clase de hombres sus buenas prendas les sirven sólo de enemigos? Así os sirven las vuestras. Vuestras virtudes, mi gentil señor, son para vos santificados traidores. ¡Oh! ¡qué mundo éste en el cual la nobleza de alma atrae el veneno al que la posee!

Orlando.—¿Pero qué acontece?

Adam.—¡Oh desdichado joven! No paséis por estas puertas. Bajo este techo vive el enemigo de todas vuestras virtudes. Vuestro hermano (no, no hermano, y sin embargo es hijo—pero no, no es hijo—no quiero llamarlo hijo—de aquel á quien iba á llamar su padre) ha oído vuestras alabanzas, y se propone incendiar esta noche el alojamiento en que acostumbráis dormir, cuando estéis en él. Si no lo consigue así, echará mano de otros medios para deshacerse de vos. Pude oir lo que él y los suyos decían. Este no es un hogar: esta casa no es más que un matadero. ¡Abominadla, temedla, no entréis en ella!

Orlando.—¿Pues á dónde querrías entonces que fuese, Adam?

Adam.—No importa á dónde, con tal de que no vengáis aquí.

Orlando.—¡Pues qué! ¿Querrías verme ir á mendigar mi alimento? ¿Ó con una espada vil y turbulenta arrancar por fuerza en el camino público una subsistencia furtiva? Tendría que hacer esto, ó no sabría qué hacer. Y esto no lo haré jamás, suceda lo que quiera. Antes me someteré á la malignidad de una sangre degenerada, y de un sanguinario hermano.

Adam.—Pero no hagáis tal. Tengo quinientas coronas, el salario economizado bajo vuestro padre, que atesoré para que me alimentara cuando mis miembros envejecidos no pudieran ya hacer el servicio y estuviera mi vejez abandonada en un rincón. Tomadlas; y aquel que alimenta al cuervo y provee de sustento al gorrioncillo, será el báculo de mi vejez. He aquí el oro: os le doy por entero. Permitidme ser vuestro criado. Aun cuando parezco anciano, soy vigoroso y activo; porque jamás en mi juventud vicié mi sangre con licores ardientes y perturbadores; ni con desvergonzada frente atraje sobre mí la extenuación y el agotamiento. Así mi edad es como un invierno helado pero saludable. Dejad que os acompañe y os prestaré en todas vuestras ocupaciones y necesidades los servicios de un hombre más joven.

Orlando.—¡Oh buen anciano! ¡Qué bien se muestra en ti el fiel servicio del mundo antiguo en el cual el servidor derramaba su sudor por el deber, no por la recompensa! No eres tú semejante á los de este tiempo, en que ninguno trabaja sino por medrar, y una vez conseguido esto, entorpece el servicio aun con la ganancia. No es así contigo, pobre anciano, que cultivas un árbol carcomido que no puede producir ni siquiera una flor en cambio de todas tus fatigas y cuidados. Pero haz como quieres: iremos juntos, y antes de consumir los salarios de tu mocedad, encontraremos algún modesto modo de vivir.

Adam.—Poneos en camino, señor; que yo os seguiré hasta el último aliento, con sincera lealtad. Desde que tuve diez y siete años hasta ahora que cuento cerca de ochenta, he vivido aquí; pero ya aquí no vivo más. Muchos prueban fortuna á los diez y siete años; pero á los ochenta es demasiado tarde. Sin embargo, la fortuna no puede darme mejor premio que el morir bien, habiendo cumplido mi deber con el amo.

(Salen.)

ESCENA IV.

El bosque de Ardenas.

Entran ROSALINDA en traje de mancebo. CELIA vestida de
pastora y PIEDRA-DE-TOQUE.


Rosalinda.—¡Oh Júpiter! ¡Qué fatigado está mi ánimo!

Piedra.—Poco me importaría el ánimo, si no tuviera cansadas las piernas.

Rosalinda.—Si me dejara llevar de mi corazón, deshonraría mi traje de hombre llorando como una mujer. Pero debo animar á la parte más débil; porque justillo y bragas han de ostentar valor ante una falda. Ánimo, pues, buena Aliena.

Celia.—Te ruego que tengas paciencia conmigo. No puedo seguir adelante.

Piedra.—Pues por lo que á mí atañe, mejor querría llevaros en paciencia que llevaros en brazos; aunque llevaros á cuestas no sería llevar ninguna cruz; pues creo que andáis con la bolsa vacía.

Rosalinda.—Bien. Esta es la selva de Ardenas.

Piedra.—Sí, heme aquí en Ardenas, con lo cual soy doblemente idiota; pues mejor lugar tenía cuando estaba en casa. Pero los que viajan han de contentarse con todo.

Rosalinda.—Y así debéis hacerlo, buen Piedra-de-toque. Pero mirad quién viene. Son un joven y un anciano que conversan con solemnidad. (Entran Corino y Silvio.)

Corino.—Ese es el camino para hacer que os desprecie todavía.

Silvio.—¡Oh Corino! ¡Si supieras cuanto la amo!

Corino.—Algo de ello conjeturo; como que alguna vez he amado.

Silvio.—No, Corino. No puedes imaginarlo, siendo anciano, aunque hayas sido en tu juventud un amante tan verdadero, como el que en cualquier tiempo haya suspirado en el insomnio de la media noche. Pero si tu amor se parecía al mío (aunque estoy seguro de que jamás hombre alguno amó como yo) ¡á cuantas acciones soberanamente ridículas no te ha de haber arrastrado tu fantasía!

Corino.—Á mil de ellas que ya ni recuerdo.

Silvio.—¡Oh! ¡Pues entonces jamás amaste tan de corazón! Si no tienes presente hasta la más insignificante locura en que te hiciera caer el amor, no has amado; ó si no te has sentado, como yo ahora, fatigando á tu interlocutor con las alabanzas de tu amada, no has amado: ó si no has abandonado bruscamente la compañía, como me obliga la pasión á hacerlo ahora, no has amado. ¡Oh Febe, Febe, Febe!

(Sale Silvio.)

Rosalinda.—¡Pobre pastor! ¡Por buscar tu herida, he venido desgraciadamente á dar con la mía propia!

Piedra.—Y yo con la mía. Me acuerdo de que estando enamorado, quebré mi espada contra una piedra, y le dije que aguantara eso por venir de noche en busca de Juana Remilgos; y de cómo besé su batidera y los pezones de la vaca que ella había ordeñado con sus lindas manos agrietadas; y recuerdo, en fin, haber hecho la corte en lugar de ella á una vaina de guisantes, de la cual saqué dos y se los devolví diciendo con los ojos llenos de lágrimas: «Póntelos por amor á mí.» Nosotros, los que amamos de veras, damos en extrañas manías; pero así como todo muere en la naturaleza, toda naturaleza enamorada muere en la tontería.

Rosalinda.—Hablas con más sensatez de lo que piensas.

Piedra.—Ya lo creo: no he de caer jamás en cuenta de mi propio ingenio, hasta que me dé de narices contra él.

Rosalinda.—¡Oh Jove, Jove! La pasión de este pastor se parece mucho á la mía.

Piedra.—Y á la mía; pero ya se me va poniendo un poco rancia aquí dentro.

Celia.—Os ruego que uno de vosotros pregunte á aquel hombre, si nos dará por oro algún alimento. Estoy medio muerta de desmayo.

Piedra.—¡Hola! ¡á ti, villano!

Rosalinda.—Silencio, bufón: no es pariente tuyo.

Corino.—¿Quién llama?

Piedra.—Tus superiores, pobre hombre.

Corino.—Muy desvalidos han de ser, si son mis iguales.

Rosalinda.—Silencio, digo. Buenas tardes, amigo.

Corino.—Y á vos, gentil caballero, y á todos vosotros.

Rosalinda.—Ruégote, pastor, que si el afecto ó el oro pueden comprar algún refrigerio en este desierto, nos procures algo con qué reposar y alimentarnos. He aquí una joven doncella fatigada en demasía por el viaje y que se desmaya por falta de socorro.

Corino.—La compadezco, gentil señor, y quisiera por su bien más que por el mío que mis recursos fuesen mayores para aliviarla; pero soy pastor al servicio de otro hombre, y no trasquilo el rebaño que apaciento. Mi dueño es de carácter duro, y no se cuida de encontrar el camino del cielo por actos de hospitalidad. Por otra parte, su egido, sus ganados y sus pastos están en venta; y con motivo de su ausencia, no hay en nuestro cortijo cosa con que pudiérais alimentaros; pero venid y veréis lo que hay, que por mi parte seréis muy bienvenidos.

Rosalinda.—¿Y quién comprará sus rebaños y sus pastos?

Corino.—Aquel joven zagal, que visteis poco há, y que tiene muy poco interés en comprar algo.

Rosalinda.—Te suplico que, guardando los fueros de la honradez, compres tú la casa, los pastos y rebaños. Te daremos con que pagarlos.

Celia.—Y aumentaremos tu salario. Gústame el sitio, y de buena gana pasaría en él mi tiempo.

Corino.—Que todo está para vender, es seguro. Venid conmigo, y si os agradan los informes sobre el suelo, las ganancias y este género de vida, seré vuestro fiel labrador, y lo compraré todo con vuestro oro sin perder momento.

(Salen.)

ESCENA V.

Entran AMIENS, SANTIAGO y otros.

Canto.

Amiens. Quien bajo el árbol frondoso
 desee yacer conmigo,
 y ajustar su alegre canto
 del ave á los dulces trinos,
 que venga hacia aquí, que venga,
 donde no hay más enemigo
 que el invierno y la tormenta,
 las tempestades y el frío.

Jaques.—Continuad, continuad, os lo suplico.

Amiens.—Os entristecería, monsieur Jaques.

Jaques.—Y gracias. Más, os ruego, más. Puedo sorber melancolía de una canción, como huevos la comadreja. Más, te ruego, más.

Amiens.—Estoy enronquecido. Conozco que no podría agradaros.

Jaques.—No deseo que me agradéis; deseo, sí, que cantéis. Vamos: más: otra estrofa. ¿No las llamáis estrofas?

Amiens.—Lo que queráis, monsieur Jaques.

Jaques.—No me importan sus nombres. Nada me deben. ¿Queréis cantar?

Amiens.—Más por satisfaceros que por placer mío.

Jaques.—Pues bien: si alguna vez doy las gracias á un hombre, será á vos; aunque lo que llaman cumplidos se parece al encuentro de dos monos; y cuando un hombre me da gracias sinceramente, se me figura haberle dado un centavo, y que me devuelve gracias á lo mendigo. Vamos, cantad y que los demás cierren la boca.

Amiens.—Bien. Concluiré la canción. Mientras tanto, señores, cubrid la mesa; el duque quiere beber bajo este árbol. Ha esperado todo este día para veros.

Jaques.—Y yo todo este día he estado evitándolo. Discute demasiado para mí. Yo pienso en tantos asuntos como él; pero, gracias al cielo, no hago alarde de ello. Vamos, vamos, trinad.

 Canto.

Todos. Quien desdeña la ambición
 y vive del sol al brillo
 buscando el pan, y contento
 con lo que haya conseguido,
 que venga, que venga aquí,
 donde no hay más enemigo
 que el invierno y la tormenta
 las tempestades y el frío.

Jaques.—Voy á daros un verso para esa tonada, que hice ayer, mal que pesara á mi inventiva.

Amiens.—Y yo lo cantaré.

Jaques.—Dice así:

Si por ventura acontece
tornarse un hombre en borrico,
dejando paz y riqueza
por un porfiado capricho,
duc ad me, duc ad me, duc ad me,
que aquí verá otros pollinos
como él; y si no, que venga
adonde Amiens nuestro amigo.

Amiens.—¿Qué significa ese duc ad me?

Jaques.—Es una invocación griega para llamar á los necios á formar círculo. Me voy á dormir, si puedo. Y si no pudiese, renegaré de todos los primogénitos de Egipto.

Amiens.—Y yo voy á buscar al duque. Está preparado su banquete.

(Salen separadamente.)

ESCENA VI.

La misma.

Entran ORLANDO y ADAM.

Adam.—Mi querido señor, ya no puedo ir más lejos. ¡Oh, me muero de hambre! Aquí me acuesto, y marco la medida de mi sepulcro. Adios, mi bondadoso señor.

Orlando.—¿Cómo es eso, Adam? ¿Tú no tienes más corazón? Vive un poco, anímate un poco, alégrate un poco. Si este áspero bosque produce algún animal salvaje, ó yo le serviré de alimento, ó lo traeré para alimentarte. Tu imaginación, no tus fuerzas, es lo que está expuesto á morir. Tranquilízate por amor á mí; y por unos momentos pon á raya la muerte. Estaré aquí contigo dentro de breve rato, y si no te traigo algún alimento, tendrás mi consentimiento para morir. Pero si mueres antes, me habrás hecho perder mi trabajo. ¿No lo dije? Tienes más alegre la cara. No tardaré en estar de vuelta. Pero yaces aquí á la intemperie. Te llevaré á algún punto abrigado, y si hay cosa que viva en este yermo, no morirás por falta de comida. ¡Ánimo, buen Adam!

(Salen.)

ESCENA VII.

La misma.—Una mesa cubierta.

Entran el antiguo DUQUE, AMIENS, señores y otros.

Duque.—Parece que se ha transformado en bestia, pues no puedo encontrarle cosa alguna á semejanza del hombre.

Lord 1.º—Señor, hace un momento que se fué de aquí, donde había estado alegre oyendo una canción.

Duque.—Si él, que es un conjunto de discordancias, se aficiona á la música, no tardaremos en ver discordancia en los cielos. Id á buscarle: decidle que deseo hablar con él.

(Entra Jaques.)

Lord 1.º—Me ahorra la pena viniendo él mismo.

Duque.—¡Hola! ¿Cómo es esto, monsieur, y qué vida lleváis, que vuestros pobres amigos tienen que conquistar vuestra compañía?

Jaques.—Un bufón! un bufón! Encontré un bufón en el bosque; un bufón abigarrado. ¡Oh miserable mundo! Tan cierto como que vivo encontré á un bufón que se acostó á calentarse al sol, y renegó de la fortuna en buenas frases, en buenas vigorosas frases. «Buenos días, zote—le dije.—No señor—respondió—no me llaméis zote mientras el cielo no me haya enviado fortuna.»—Sacó luégo de su bolsillo un reloj de sol y mirándolo con ojos amortiguados, dijo muy sensatamente: «Son las diez; por lo cual vemos, añadió, cómo va el mundo. No hace sino una hora que eran las nueve, y dentro de una hora serán las once. Así, de hora en hora maduramos y maduramos, y luego de hora en hora nos pudrimos y nos pudrimos, y de aquí sale un cuento.» Cuando oí á aquel pintarrajeado bufón filosofar así sobre el tiempo, solté una carcajada más sonora que el canto del gallo á la madrugada, al pensar que un bufón fuese tan profundamente meditativo, y me reí sin tregua una hora entera contada en su reloj. ¡Oh noble bufón! ¡Oh digno bufón! No hay más traje que el de arlequín.

Duque.—¿Qué bufón es este?

Jaques.—¡Oh insigne bufón! Ha sido cortesano, y dice que con tal de que las damas sean jóvenes y hermosas, tienen el don de conocerlo; y en su cerebro tan seco como galleta de viaje pasado, tiene extraños sitios atestados de observaciones á las cuales da salida en zurdas formas. ¡Oh qué daría por ser un bufón! ¡Cuánto codicio un traje con cascabeles!

Duque.—Tendrás uno.

Jaques.—Es todo mi deseo, con tal de que desarraiguéis de vuestros mejores juicios toda opinión que se haya robustecido en ellos en contra de mi cordura. He de tener completa libertad, una patente tan amplia como el viento, para soplar sobre quien yo quiera, pues así la tienen los bufones. Y aquellos á quienes más zahieran mis bufonadas, son los que más deberán reir. ¿Y por qué ha de ser así, señor? El porqué es claro como camino de iglesia parroquial. Aquel á quien el bufón hiera muy cuerdamente, haría una gran necedad, si á pesar de lo que le escueza, no pareciera insensible al golpe. Si no, quedaría desmenuzada la necedad del cuerdo, aun por las chanzas perdidas del bufón. Revestidme con mi traje de arlequín; dadme permiso para decir lo que pienso, y limpiaré por completo el asqueroso cuerpo del infecto mundo, si es que se deja administrar con paciencia mi remedio.

Duque.—¡Quita allá! Puedo decir lo que harías.

Jaques.—¿Pues qué haría contrariándolo sino un bien?

Duque.—Pecarías maligna y groseramente cuando criticaras el pecado; porque tú mismo has sido un libertino tan sensual como el instinto brutal mismo. Y derramarías sobre el mundo todas las úlceras acumuladas y los males crónicos atrapados por tu libertinaje.

Jaques.—¡Pues qué! ¿Acusa á persona alguna en particular, quien clama contra el orgullo? ¿No fluye con tanta pompa como el mar, hasta que refluye contra los mismos medios que lo sustentan? ¿A qué mujer de la ciudad habré nombrado, si digo que la mujer de la ciudad lleva en sus hombros impúdicos el precio pagado por príncipes? ¿Cuál de ellas puede venir á decirme que he querido hablar de ella, cuando su vecina es ni más ni menos que ella misma? ¿Ó quién es aquél aun de la más baja condición que (pensando que aludo á él) dice, que su magnificencia no existe á expensas mías, sin que en ello ajuste su propia necedad al tenor de mi discurso? Ahora bien: ¿qué resulta? Dejadme ver en qué le habrá ofendido mi lengua. Si le ha hecho justicia, será él quien se habrá ofendido á si propio; si no, mi invectiva habrá pasado volando como el ganso silvestre que ningún hombre reclama por suyo. Pero ¿quién viene? (Entra Orlando, espada en mano.)

Orlando.—Deteneos y no sigáis comiendo.

Jaques.—Pues aún no he probado bocado.

Orlando.—Ni lo probaréis antes que la miseria sea socorrida.

Jaques.—¿Qué clase de pájaro es este?

Duque.—¿Es la miseria la que te hace proceder así, hombre atrevido, ó eres un grosero ignorante de los buenos modales, para mostrarte tan falto de buena crianza?

Orlando.—Acertasteis al principio. La aguda espina de la más rigorosa necesidad, me privó de mostrarme suave y cortés. Nací tierra adentro, y tengo alguna cultura. Pero, deteneos, repito; porque si alguno toca

—Deteneos, y no sigáis comiendo.


á estos frutos antes que yo haya cumplido mi propósito, morirá.

Jaques.—Y si no admitís razones en respuesta, habré de morir.

Duque.—¿Qué deseáis? Nos forzaría á ser benévolos vuestra cortesía, más que nos inclinaría á la bondad vuestra fuerza.

Orlando.—Estoy casi muerto por el hambre. Dejadme tomar alimento.

Duque.—Sentaos y alimentaos y sed bien venido á nuestra mesa.

Orlando.—¿Habláis afablemente? Os ruego que me perdonéis. Parecíame que todo había de ser salvaje en este lugar, y por eso tomé un aspecto imperioso é inflexible. Pero quienes quiera que seáis, los que en este desierto inaccesible, á la sombra del melancólico ramaje véis correr indiferentes las cansadas horas del tiempo; si alguna vez visteis días mejores; si alguna vez oísteis el tañer de las campanas llamándoos al templo; si os habéis sentado al banquete de un hombre de bien; y si alguna vez enjugasteis de vuestros párpados una lágrima de piedad y sabéis lo que es compadecer y ser compadecidos, dejad que la humildad sea mi principal fuerza, y en tal esperanza envaino, sonrojándome, este acero.

Duque.—En verdad, hemos visto días mejores, y la sagrada campana nos ha llamado al templo, y nos hemos sentado á las fiestas de hombres buenos, y hemos enjugado de nuestros párpados lágrimas arrancadas por la santa piedad; así, pues, sentaos tranquilamente y disponed de cuanta ayuda podemos ofrecer en alivio de vuestras necesidades.

Orlando.—Pues bien: aplazad por pocos momentos vuestro alimento, mientras voy, como la cierva, en busca de mi cervato para alimentarlo. Hay allí un pobre anciano que siguió con paso fatigado mi largo camino, movido por el más desinteresado afecto. Hasta que él, oprimido por dos causas de debilidad—los años y el hambre—sea satisfecho primero, yo no probaré bocado.

Duque.—Id á traerlo, y nada será tocado hasta que volváis.

Orlando.—Os lo agradezco, y sed bendecidos por vuestro auxilio. (Sale.)

Duque.—Ya lo ves: no somos los únicos desgraciados. Este vasto teatro del mundo, presenta escenas aún más dolorosas que esta en que tomamos parte.

Jaques.—Todo el mundo es un escenario, y todos, hombres y mujeres, son meros actores. Todos tienen sus entradas y salidas, y cada hombre en su vida representa muchos papeles, siendo los actos siete edades. Al principio, infante que lloriquea en brazos de la nodriza. Luégo lloroso rapaz, con su saquillo y su luciente cara matutina, arrastrándose de mala gana á la escuela, con paso de caracol. Después, enamorado, suspirando como una fragua, con una triste balada compuesta á las cejas de su dama. En seguida, soldado, lleno de extrañas imprecaciones, bigotudo como el leopardo, celoso del honor, súbito y pronto en la pendencia, buscando la efímera reputación hasta en la boca del cañón. Más tarde, juez, de redondo y prominente abdomen bien aforrado de capón, de severa mirada y barba cortada en estilo serio, lleno de sesudos adagios y de modernas citas: y así desempeña su papel. En la sexta edad múdase en enjuto arlequín, calzado de chinelas, puestas en la nariz las antiparras y el saco al costado, y con las bien conservadas bragas de su mocedad flotando en anchos pliegues sobre sus encogidas piernas; y su sonora voz varonil vuelta al tiple de la infancia resopla y silba en su sonido. La última escena de todas, que termina esta extraña y nutrida historia, es la segunda infancia, un mero olvido, sin dientes, sin ojos, sin palabras, sin cosa alguna.

(Vuelve á entrar Orlando con Adam.)

Duque.—Bienvenidos.—Poned en un asiento vuestra venerable carga, y que se alimente.

Orlando.—Os doy mil gracias por él.

Adam.—Así os era menester.—Apenas puedo hablar para hacerlo yo mismo.

Duque.—Bienvenido. Principiad. Por ahora no os molestaré con preguntas acerca de vuestras aventuras.—Dejadnos oir un poco de música, y, buen primo, cantad.


 Canto.

Amiens. Sopla, sopla, viento helado,
 que no eres tú tan maligno
 cual la ingratitud del hombre
 ni muerdes con tanto ahinco,
 pues no se te puede ver
 aunque tu soplo sentimos.
 Cantemos, ¡oh, sí, cantemos,
 de la enramada el asilo!
 Hay mucha amistad fingida
 y muchos amores frívolos,
 mas ¡oh! bajo la enramada
 la vida es un regocijo.
 —
 Hiela, hiela, crudo cielo,
 que no ofendes con tu frío
 como el pago que los hombres
 dan al bien con el olvido.
 Tú tornas el agua en hielo;
 mas tu soplo no es tan frío
 como el triste desengaño
 de ver que olvida un amigo.
 Cantemos, ¡oh, sí! etc., etc.

Duque.—Si sois hijo del buen sir Rowland, como me lo habéis fielmente dicho al oído, y como ven mis ojos por su imagen vivamente retratada y viviente en vuestro rostro; sed, en verdad, bienvenido aquí. Soy el duque que amó á vuestro padre. Vendréis á mi cueva á decirme el fin de vuestras aventuras.—Buen anciano, bienvenido eres también, como tu señor. Dadle el brazo, y á mí la mano; y hacedme comprender toda vuestra situación. (Salen.)

Share on Twitter Share on Facebook