Acto V

ESCENA I.

La misma.

Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.

PIEDRA.

Y

a encontraremos ocasión, Tomasa: paciencia, gentil Tomasa.

Tomasa.—Por vida! que el clérigo era harto bueno, á pesar de cuanto decía el caballero viejo.

Piedra.—Un perverso don Oliverio, Tomasa; un vil Dañatextos. Pero, Tomasa, aquí en el bosque hay un mancebo que te reclama.

Tomasa.—Sí, ya sé quién es. No tiene en mí ni el menor interés del mundo. Aquí viene el que decís.

(Entra Guillermo.)

Piedra.—La vista de un patán es cosa que me llena y satisface más que un banquete. Á fe mía que los hombres de ingenio tenemos mucho de qué responder. Siempre hemos de hacer burla: no podemos evitarlo.

Guillermo.—Buenas tardes, Tomasa.

Tomasa.—Buenas os las dé Dios, Guillermo.

Guillermo.—Y buenas tardes á vos, caballero.

Piedra.—Buenas tardes, buen amigo. Cubre tu cabeza, cubre tu cabeza: te ruego que la cubras. ¿Qué edad tienes, amigo?

Guillermo.—Veinticinco, señor.

Piedra.—Madura edad. ¿Es Guillermo tu nombre?

Guillermo.—Guillermo, señor.

Piedra.—Bonito nombre. ¿Es este bosque el lugar de tu nacimiento?

Guillermo.—Sí, señor, á Dios gracias.

Piedra.—«¡Á Dios gracias!» Galana respuesta. ¿Eres rico?

Guillermo.—Á fe mía, señor, así... así.

Piedra.—«Así, así;» está bien, muy bien, desmesuradamente bien; y sin embargo, no lo es; no es más que así, así. ¿Eres discreto?

Guillermo.—Sí, señor: tengo un ingenio regular.

Piedra.—Pues dices bien. Recuerdo ahora un dicho: «el necio se cree discreto y el discreto se tiene á sí propio en concepto de necio.» El filósofo pagano cada vez que tenía deseo de comer un racimo de uvas abría los labios al ponerlo en la boca; significando con ello que las uvas han sido hechas para comerlas y los labios para abrirse. ¿Amas á esta muchacha?

Guillermo.—Sí, señor, la amo.

Piedra.—Dame tu mano. ¿Eres instruído?

Guillermo.—No, señor.

Piedra.—Entonces aprende de mí esto: tener es tener; porque es una figura retórica que la bebida vertida de una taza á un vaso, mientras llena al uno deja vacía á la otra; pues todos vuestros autores convienen en que ipse es él. Ahora bien; vos no sois ipse, porque ese soy yo.

Guillermo.—¿Cuál es ese?

Piedra.—El que se ha de casar con esta mujer. Por lo cual vos, patán, abandonad—ó en lenguaje vulgar—dejad la sociedad, que en rústico es la compañía, de esta hembra—que en el trato común es esta mujer—y todo junto quiere decir, abandona la sociedad de esta hembra ó pereces ¡oh patán!; ó para que lo entiendas mejor, mueres: á saber: te mato, te hago desaparecer, cambio tu vida en muerte, tu libertad en servidumbre. Te administraré veneno, paliza ó cuchillada. Haré asonadas para pelotearte, te abrumaré con mi política, te mataré de ciento cincuenta modos. Tiembla, pues, y vete.

Tomasa.—Hazlo, buen Guillermo.

Guillermo.—Que Dios os conserve el humor, caballero.

(Sale.—Entra Corino.)

Corino.—Nuestros amos os buscan: venid, venid.

Piedra.—Lista, Tomasa, lista, Tomasa. Ya sigo, ya sigo.

(Sale.)

ESCENA II.

La misma.

Entran ORLANDO y OLIVERIO.

Orlando.—¿Es posible que conociéndola apenas os hayáis prendado de ella? ¿Que la améis sólo con haberla visto? ¿Y amándola la pretendáis? ¿Y pretendiéndola haya ella consentido? ¿Y tendréis perseverancia en gozarla?

Oliverio.—No os preocupe lo súbito de mi afecto, ni la pobreza de ella, ni el corto trato y repentino galanteo que me ganaron su consentimiento; sino antes bien, decid conmigo: amo á Aliena; con ella, que me ama; y con los dos, que consentís para que gocemos cada uno del otro. Y ello será en beneficio vuestro; porque transferiré á vuestro favor la casa de mi padre, junto con todas las rentas que fueron del anciano sir Rowland, y yo viviré y moriré aquí como pastor.

(Entra Rosalinda.)

Orlando.—Tenéis mi consentimiento. Que sean mañana las nupcias. Á ellas invitaré al duque y á todos sus joviales secuaces. Id á preparar á Aliena, pues he aquí que llega Rosalinda.

Rosalinda.—Dios os guarde, hermano.

Oliverio.—Y á vos, hermosa hermana.

Rosalinda.—¡Oh mi querido Orlando! ¡Cuánto me duele verte llevar vendado el corazón!

Orlando.—Es mi brazo.

Rosalinda.—Pensé que las garras de la leona te habían herido el corazón.

Orlando.—Muy herido está; pena por los ojos de una dama.

Rosalinda.—¿Díjote tu hermano cómo fingí desmayarme cuando me mostró tu pañuelo?

Orlando.—Sí, y aun prodigios mayores que ese.

Rosalinda.—Ya sé lo que queréis decir. Y en verdad que jamás hubo cosa tan repentina, á no ser el choque de dos carneros, y la famosa baladronada de César: «vine, ví, vencí.» Porque todo fué encontrarse vuestro hermano con mi hermana, cuando se vieron; apenas se vieron se amaron; no bien nació este amor, se dieron á suspirar; al primer suspiro se preguntaron el por qué; y en el instante de saberlo, buscaron el remedio; de modo que escalón por escalón han subido así un par de escaleras hacia el piso del matrimonio. Y lo escalarán incontinenti, so pena de ser incontinentes antes de entrar en él. Están en una verdadera furia de amor y quieren unirse. No los apartarán ni á garrotazos.

Orlando.—Se casarán mañana, é invitaré al duque á la boda. Pero ¡ay! ¡qué dura cosa es mirar la felicidad por la vista de otros hombres! Tanto mas sentiré mañana en mi corazón el colmo del abatimiento, cuanto más piense en la felicidad de mi hermano al obtener lo que desea!

Rosalinda.—Pues entonces, ¿por qué no podré mañana hacer el papel de Rosalinda?

Orlando.—No puedo vivir más tiempo de ilusiones.

Rosalinda.—Ya no os fatigaré mas con palabras ociosas. Dejadme deciros, pues (y hablo ahora con algún propósito), que os conozco por caballero bien educado. Y no lo digo por inspiraros buena opinión de mi discernimiento al expresar que os conozco así; ni tengo por objeto ganar vuestro aprecio más allá de lo necesario para que creáis aquello que podrá adquiriros algún bien más que á mí una gracia. Creed, pues, si os place, que puedo hacer cosas extrañas. Desde que tuve tres años de edad, he tratado á un mágico, eximio en su arte, y, sin embargo, no condenable. Si tan de corazón amáis á Rosalinda como parece declararlo vuestra actitud, os casaréis con ella al mismo tiempo que vuestro hermano con Aliena. Conozco bien las adversidades de fortuna en que se encuentra; y no es imposible para mí, si no os parece objecionable, hacerla aparecer en vuestra presencia mañana, en toda su humana realidad y sin peligro alguno.

Orlando.—¿Hablas seriamente?

Rosalinda.—Te lo aseguro por mi vida, á la cual tengo un afecto muy tierno, aunque diga que soy mágico. Así, pues, vístete de gala, é invita á tus amigos; porque si quieres casarte mañana, te casarás; y con Rosalinda, si quieres. (Entran Silvio y Febe.) Mira, aquí vienen una que se ha enamorado de mí, y uno que se ha enamorado de ella.

Febe.—Me habéis tratado con demasiada dureza, joven, mostrando la carta que os había escrito.

Rosalinda.—Si lo he hecho, no me importa. Pongo especial cuidado en parecer adverso y rudo hacia vos. Un fiel pastor os solicita: miradle bien y amadle. Os adora.

Febe.—Buen zagal, decid á este joven lo que es amar.

Silvio.—Es volverse uno todo suspiros y lágrimas; como yo por Febe.

Febe.—Y yo por Ganimedes.

Orlando.—Y yo por Rosalinda.

Rosalinda.—Y yo por ninguna mujer.

Silvio.—Tiene que ser todo fe y sumisión, como yo para Febe.

Febe.—Y yo para Ganimedes.

Orlando.—Y yo para Rosalinda.

Rosalinda.—Y yo para ninguna mujer.

Silvio.—Tiene que ser todo fantasía, todo pasión, todo deseos, todo adoración, deber y observancia, todo humildad, todo paciencia é impaciencia, todo pulcritud, contradicción y obediencia, como yo por Febe.

Febe.—Y yo por Ganimedes.

Orlando.—Y yo por Rosalinda.

Rosalinda.—Y yo por ninguna mujer.

Febe.—(A Rosalinda.) Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?

Silvio.—(A Febe.) Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?

Orlando.—Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?

Rosalinda.—¿De quién habláis al decir «tenéis a mal que os ame?»

Orlando.—De aquella que no está aquí ni me oye.

Rosalinda.—Basta de esto, basta, os lo ruego. Se parece al aullido de los lobos irlandeses á la luna. (A Silvio.) Os ayudaré, si puedo. (A Febe.) Os amaría, si pudiera. Venid juntos á verme mañana. (A Febe.) Me casaré con vos, si he de casarme con alguna mujer, y me casaré mañana. (A Orlando.) Os daré satisfacción, si alguna vez he de haber podido darla á un hombre, y os casaréis mañana. (A Silvio.) Os dejaré contento, si os contenta lo que os agrada, y os casaréis mañana. (A Orlando.) Pues amáis á Rosalinda, venid á la cita. (A Silvio.) Pues amáis á Febe, venid á la cita. Y pues no amo á ninguna, vendré á la cita. Así, quedad con Dios. Ya os daré mis órdenes.

Silvio.—No faltaré, si vivo.

Febe.—Ni yo.

Orlando.—Ni yo.

(Salen.)

ESCENA III.

La misma.

Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.

Piedra.—Mañana es el día de júbilo, Tomasa: mañana nos casaremos.

Tomasa.—Con todo mi corazón lo deseo, y espero que no sea malhonesto el desear ser mujer de mundo. He aquí á dos pajes del desterrado duque.

(Entran dos pajes.)

Paje 1.º—Buen encuentro, honrado caballero.

Piedra.—Buen encuentro, por vida mía. Vamos, asiento, asiento, y una canción.

Paje 2.º—Estamos á vuestras órdenes: sentaos entre los dos.

Paje 1.º—¿Entraremos en ello de rondón, sin limpiar el pecho, ni escupir, ni decir que estamos roncos, que es el prólogo obligado de toda mala voz?

Paje 2.º—Por cierto, por cierto; y ambos en un solo tono, como dos gitanos en un mismo caballo.

 CANCIÓN.

 Iba un amante con su doncella,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!,

 Entre los surcos de los maices,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!,
sobre los verdes blandos tapices
se recostaron los dos felices
bajo la sombra de aquel maizal.
 Las aves cantan de dos en dos,
 etc., etc.
 Y principiaron una tonada,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!,
de que la vida no dura nada,
como una rosa que á la alborada
se abre, y de noche marchita está.
 Las aves cantan de dos en dos,
 etc., etc.
 Disfruta la hora cuando es propicia,
con el ¡eh! con el ¡oh! y el ¡qué gusto me da!;
porque en amores es la delicia
ser coronado con la primicia
que en primavera más bella está.
 Las aves cantan de dos en dos,
 etc., etc.


Piedra.—En verdad, caballeritos, que aunque la letra no valía gran cosa, la entonación era insoportable.

Paje 1.º—Os equivocáis, señor. Hemos guardado el tiempo; no hemos perdido el tiempo.

Piedra.—Á fe mía que sí; pues el tiempo pasado en oir tan necia canción no es más que tiempo perdido. Que Dios os guarde y remiende vuestras voces. Ven, Tomasa.

(Salen.)

ESCENA IV.

Otra parte del bosque.

Entran el DUQUE (MAYOR), AMIENS, JAQUES, ORLANDO, OLIVERIO Y CELIA.


Duque (M.)—¿Crees, Orlando, que el mancebo podrá cumplir todo lo que ha prometido?

Orlando.—Á veces lo creo y á veces no, como aquellos que temen esperar y saben que temen.

(Entran Rosalinda, Silvio y Febe.)

Rosalinda.—Paciencia una vez más, mientras llega el momento de cumplir nuestro pacto. (Al Duque.) ¿Decís, señor, que si os traigo á vuestra Rosalinda la daréis aquí por esposa á Orlando?

Duque (M.)—Así lo haría, aunque tuviera que dar reinos con ella.

Rosalinda.—(A Orlando.) ¿Y vos decís que la tomaréis por esposa en el momento en que la traiga?

Orlando.—Así lo haría, aunque fuese soberano de todos los reinos.

Rosalinda.—(A Febe.) ¿Decís que os casaréis conmigo si lo deseo?

Febe.—Así lo haría aunque tuviera que morir una hora después.

Rosalinda.—Pero si rehusáis el casaros conmigo, ¿seréis la esposa de este fidelísimo pastor?

Febe.—Es lo convenido.

Rosalinda.—(A Silvio.) ¿Decís que tomaréis por esposa á Febe, si consiente?

Silvio.—Aunque tomarla y morir fuese todo uno.

Rosalinda.—He prometido allanar todo esto. Cumplid vuestra palabra ¡oh duque! de dar vuestra hija; vos, Orlando, la vuestra de recibir su hija; cumplid vuestra palabra, Febe, de desposaros conmigo; ó si lo rehusáis, de ser la esposa de este pastor. Cumplid vuestra palabra, Silvio, de casaros con ella, si me rehusa; y yo me aparto de aquí para que todas estas perplejidades se aclaren.

(Salen Rosalinda y Celia.)

Duque (M.)—Este joven zagal me trae vivamente á la memoria ciertos rasgos de la fisonomía de mi hija.

Orlando.—Señor, la primera vez que le ví me pareció hermano de vuestra hija; pero, benévolo señor, este joven es nativo de este bosque, y ha sido educado en los rudimentos de muchos aventurados estudios por un tío suyo, de quien dice que era gran mágico y que vivía oscuramente en el recinto de este bosque.

(Entran Piedra-de-toque y Tomasa.)

Jaques.—De seguro que se aproxima algún nuevo diluvio y estas parejas vienen en busca del arca. He aquí que llega un par de las más extrañas bestias, que en todos los idiomas se conocen con el nombre de imbéciles.

Piedra.—Salud y buenaventura á todos.

Jaques.—Acogedle benignamente, señor. Éste es el caballero de estrambótica imaginación, que tantas veces he encontrado en el bosque, y jura que ha sido cortesano.

Piedra.—Y si hay quien lo dude, á la prueba me remito. He bailado una contradanza: he adulado á una señora: he sido político con mi amigo y suave con mi enemigo: he estafado á tres sastres: he tenido cuatro desafíos, y uno de ellos casi acaba á estocadas.

Jaques.—¿Pues cómo vino á acabar?

Piedra.—Llegando al terreno, y descubriendo que la disputa versaba sobre la séptima causa.

Jaques.—¿Qué séptima causa es esa? Duque mío, vale la pena de gustar de este perillán.

Duque.—No me desagrada en manera alguna.

Piedra.—Dios os premie, y otro tanto deseo para vos. Vengo aquí, señor, entre la muchedumbre de paisanos copulativos, á jurar y perjurar, según como liga el matrimonio y como la sangre quebranta. Una pobre doncella, señor, nada agraciada, pero mía. Con ella cargo, señor, por un humilde capricho mío, de tener lo que nadie querría. La honestidad oculta su riqueza, como los avaros, señor, en un pobre alojamiento; así como la perla dentro de una fea ostra.

Duque.—Á fe mía que es agudo y sentencioso.

Piedra.—Conforme á la coyunda de los necios, señor, y á tales dulzainas dolencias.

Jaques.—Pero vamos á la séptima causa. ¿Cómo descubristeis que la querella era sobre la séptima causa?

Piedra.—Por una mentira contradecida siete veces.—No te pongas en tan mala postura, Tomasa.—Y es como sigue, señor. No me gustaba el corte de la barba de cierto cortesano, y él hizo que me dijeran de su parte que si yo decía que su barba no estaba bien cortada, él era de parecer que sí lo estaba: esto se llama la réplica cortés. Si yo le enviaba á decir que no estaba bien cortada, él replicaría que la cortaba á su gusto: y esto se llama el sarcasmo modesto. Si todavía, que no estaba bien cortada, me calificaría de juez incapaz; y esto es la réplica grosera. Si una vez aún, que no estaba bien cortada, me respondería que yo faltaba á la verdad; y esto se llama la repulsa valiente. Y si tornase á decir que no estaba bien cortada, me diría que miento; y esto es el rechazo turbulento. Y así sucesivamente se llega al mentís condicional y al mentís directo.

Jaques.—¿Y cuántas veces dijisteis que su barba no estaba bien cortada?

Piedra.—No me animé á pasar del mentís condicional, ni él se atrevió á darme el mentís directo. Así, medimos las armas y nos despedimos. Jaques.—¿Podríais enumerar ahora por su orden los grados de la mentira?

Piedra.—¡Oh señor! Así como tenéis libros para los buenos modales, tenemos también las querellas en letra de molde, en libro. Os enumeraré los grados. Primero, la réplica cortés; segundo, el sarcasmo modesto; tercero, la réplica grosera; cuarto, la repulsa valiente; quinto, el rechazo turbulento; sexto, el mentís condicional; séptimo, el mentís directo. Podéis evadir todos estos, excepto el mentís directo; y aun este se puede evadir por medio de un si hipotético. Supe de una querella que siete jueces no habían podido arreglar; pero cuando los contendientes se encontraron uno frente á otro en el terreno, ocurriósele á uno de ellos aquel si, como por ejemplo: «Si dijisteis tal cosa, entonces dije tal otra;» y se dieron la mano y se juraron amistad eterna. Es increíble lo que puede el si hipotético.

Jaques.—Alteza: ¿no es éste un curioso sujeto? Lo mismo sirve para todo; y, sin embargo, es un bufón.

Duque.—De esa calidad se sirve como de una emboscada, y escondido desde ella dispara sus agudezas. (Entran Himeneo, conduciendo á Rosalinda en traje de mujer, y Celia.)

Himeneo. Hay regocijo en el cielo
 cuando las cosas del suelo
 acordes y unidas son.
 Recibe á tu hija querida
 ¡oh duque! y une su vida
 al que está en su corazón.
 Para cumplir tal deseo
 te la ha traído Himeneo
 de la celeste región.

Rosalinda (al duque.)—Á vos me entrego, pues soy vuestra.—(A Orlando.) Á vos me entrego, pues soy vuestra.

Duque.—Si no engaña la vista, sois mi hija.

Orlando.—Si no engaña la vista, sois mi Rosalinda.

Febe.—Si la vista y la forma no engañan, ¡adios mi amor!

Rosalinda (al duque.)—No tendré padre, si no lo sois vos. (A Orlando.) No tendré esposo, si no lo sois vos. (A Febe.) Ni me casaré con mujer, si no es con vos.

Himeneo. ¡Silencio! No haya algazara.
 Yo de esta historia tan rara
 deduzco una conclusión.
 Aquí veo cuatro pares
 que juntar en mis altares,
 de mano y de corazón.
 (A Rosalinda y Orlando.)
 Seréis felices unidos.
 (A Oliverio y Celia.)
 Dos en uno confundidos
 como ellos, habréis de ser.
 (A Febe.)
 Al zagal tu amor escoja,
 si tener no se te antoja
 por marido una mujer.
 (A Piedra y Tomasa.)
 Vosotros en firme nudo
 seréis el invierno rudo
 y el granizar y el llover.
 Entre nupciales canciones,
 averiguad las razones
 del suceso singular
 que aquí nos ha reunido,
 y veréis cómo ha nacido
 y cómo pudo acabar.

 canto.

 La diadema de Juno
 fueron las bodas,
 que en mesa y lecho junta
 las almas todas.
 Honremos á Himeneo
 que puebla al mundo
 y es en todas las zonas
 el dios fecundo.


Duque.—Bienvenida eres ¡oh amada sobrina! No menos bienvenida que propia hija.

Febe (á Silvio).—No faltaré á mi palabra, ahora que eres mío. Tu constancia te ha conciliado mi afecto.

(Entra Jaques de Bois.)

Jaques de B.—Concededme audiencia para unas pocas palabras. Soy el hijo segundo de sir Rowland de Bois, y traigo á la digna Asamblea estas nuevas: El duque Federico, informado del considerable número de hombres de valer que diariamente afluyen á este bosque, se puso á la cabeza de un grande ejército para apoderarse aquí de su hermano y darle muerte. Había llegado ya á los linderos de este bosque, cuando se encontró con un anciano religioso, y después de una conferencia con él, quedó resuelto á abandonar su empresa y á retirarse del mundo. La corona queda devuelta á su hermano, y restituídos a sus compañeros de destierro todas las propiedades que poseían. De la verdad de estas noticias respondo con mi vida.

Duque.—Sed bienvenido, joven. Traes hermosos presentes á las bodas de tu hermano. Al uno, sus tierras confiscadas, y al otro todo un territorio, un poderoso ducado. Ante todo, acabemos en este bosque lo que fué tan felizmente comenzado; y en seguida, todos los que han compartido con nosotros acerbos días, participen de la vuelta de nuestra buena fortuna, conforme á su jerarquía. Y al mismo tiempo, olvidemos por un momento esta nueva dignidad, y volvamos á nuestros regocijos campestres. Suene la música, y vosotros, novios y novias, medid por nuestra alegría los compases de la danza.

Jaques.—Con vuestra venia, señor. Si no os he oído mal, el joven duque ha abrazado la vida religiosa, renunciando á las pompas de la corte?

Jaques de B.—Así es.

Jaques.—Pues me marcho á donde él. Hay mucho que oir y aprender oyendo á estos nuevos convertidos. (Al duque.) Os lego vuestros antiguos honores. Bien los merecen vuestra virtud y paciencia. (A Orlando.) Á vos, el amor que con verdadera fe habéis conquistado. (A Oliverio.) Á vos vuestras tierras, vuestro amor y vuestros poderosos aliados. (A Silvio.) Á vos larga duración en un lecho bien merecido. (A Piedra.) Y á ti el eterno disputar: porque el viaje de tu amor no lleva víveres ni para dos meses.—Y con esto, entregaos á vuestros placeres. Yo, no estoy para fiestas.

Duque.—Quedaos, Jaques, quedaos.

Jaques.—No para ver pasatiempos. Para saber lo que os acontezca, permaneceré en la cueva que abandonáis.

(Sale.)

Duque.—Adelante, pues, y principiaremos las ceremonias, que confío terminarán en la ventura de todos.

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