Acto IV

ESCENA I.

La misma.

Entran ROSALINDA, CELIA y JAQUES.

Jaques.

R

uégote, bello joven, que me hagas conocerte mejor.

Rosalinda.—Dicen que sois dado á la melancolía.

Jaques.—Así soy. Me gusta más que la risa.

Rosalinda.—Los que pecan por uno ú otro de ambos extremos son gentes abominables y se exponen más á la moderna crítica que si cayeran en la embriaguez.

Jaques.—Pues paréceme bien que quien está triste guarde silencio.

Rosalinda.—Pues entonces me parece bien ser un poste.

Jaques.—No tengo la melancolía del erudito, que es emulación; ni la del músico, que es fantástica; ni la del cortesano, que es altiva; ni la del soldado, que es ambiciosa; ni la del abogado, que es política; ni la de la dama, que es agraciada; ni la del enamorado, que es todo esto á la vez. La mía es una melancolía peculiar de mí mismo, un compuesto de muchos simples, extraído de muchos objetos; y en verdad, la contemplación de mis viajes, que á menudo absorbe mis meditaciones, es una tristeza en extremo caprichosa.

Rosalinda.—¡Viajero! Pues á fe mía que os sobra motivo para estar triste. Me temo que hayáis vendido vuestras tierras por ir á ver las agenas. Y luégo, haber visto mucho y no tener nada, es tener ojos ricos y manos pobres.

Jaques.—Sí; he ganado experiencia.

(Entra Orlando.)

Rosalinda.—Y vuestra experiencia os entristece. Yo preferiría tener un bufón que me pusiera alegre, y no una experiencia que me pusiera triste. ¡Y todavía viajar por ella!

Orlando.—Buenos días y ventura, amada Rosalinda.

Jaques.—Pues nada; Dios os asista, que estáis hablando en verso suelto.

Rosalinda.—Adios, señor viajero. Parad mientes. Mientras no habléis pronunciando con afectación, os vistáis con extraños trajes, echéis á perder los beneficios de vuestro propio país, reneguéis del amor á vuestra nacionalidad y aun echéis en cara á Dios el haberos dado la forma que tenéis, me costará mucho trabajo creer que habéis navegado ni siquiera en una góndola. (Sale Jaques.) ¿Qué significa esto, Orlando? ¿A dónde habéis estado todo este tiempo? ¿Y sois un amante? Si os acontece hacerme otra partida como esta, no os volváis á presentar á mi vista.

Orlando.—Amada Rosalinda, no ha pasado una hora desde el momento de veros, según mi promesa.

Rosalinda.—¡Faltar una hora entera á una promesa amorosa! En materia de amor, aquel que divida un minuto en mil partes y falte en fracción alguna á la milésima parte del minuto, está, como si se dijera, en manos de la policía del amor; pero yo garantizo que está sano de corazón.

Orlando.—Perdonadme, amada Rosalinda.

Rosalinda.—No. Si habéis de ser tan lento, no volváis á verme. Tanto me valdría tener por pretendiente á un caracol.

Orlando.—¿Un caracol?

Rosalinda.—Sí; pues aunque camina despacio, lleva su casa en la cabeza; mejor dote que la que podéis hacer á mujer alguna. Fuera de esto, lleva consigo su destino.

Orlando.—¿Qué es eso?

Rosalinda.—Los cuernos con los cuales se presume que deben aparecer á mérito de sus esposas aquellos que se os parecen; mientras que él tiene la suerte de venir armado sin que por ello se pueda difamar á su esposa.

Orlando.—La virtud no es fabricante de cuernos; y mi Rosalinda es virtuosa.

Rosalinda.—Y yo soy vuestra Rosalinda.

Celia.—Le agrada daros ese nombre; pero él tiene una Rosalinda de mejor aspecto que vos.

Rosalinda.—Vamos, galanteadme, galanteadme, que estoy de humor de fiesta, y es bastante probable que consienta. ¿Qué me diríais ahora si yo fuera vuestra Rosalinda en alma y cuerpo?

Orlando.—Principiaría por un beso antes de decir nada.

Rosalinda.—No; mejor sería hablar primero, y cuando os viérais embarazado por falta de asunto, podríais aprovechar la oportunidad para los besos. Hay muy buenos oradores que cuando pierden el hilo del discurso se limpian el pecho, y entre los amantes, cuando viene á faltar asunto (lo que Dios no permita en nuestro caso) el mejor método de limpiar el pecho es besarse.

Orlando.—¿Y cuando se niega el beso?

Rosalinda.—Entonces se os obliga á suplicar, y he ahí nuevo asunto.

Orlando.—Pero ¿á quién se le perdería el discurso estando en presencia de la dama que adora?

Rosalinda.—Á vos, por cierto, si fuese yo la dama; ó pensaría que mi honradez no valía tanto como mi discreción. ¿No soy vuestra Rosalinda?

Orlando.—Algún placer encuentro en decir que lo sois, pues así puedo hablar de ella.

Rosalinda.—Pues en nombre de ella os digo que no quiero teneros.

Orlando.—Pues en mi propio nombre os digo que me muero.

Rosalinda.—No, á fe mía; morid por poderes. Este bendito mundo lleva ya cosa de seis mil años de vida, y en todo ese tiempo jamás ha habido varón que haya muerto en persona por enfermedad de amor. Froilo, que es uno de los modelos de amante, tuvo aplastados los sesos por una maza griega; pero hizo cuanto pudo para morir antes. Á no haber sido por una calurosa noche de la canícula, Leandro habría vivido muchos buenos años, por mas que Hero se hubiese metido á monja; pues habéis de saber, buen joven, que no fué al Helesponto mas que por darse una lavada; pero le sobrevino un calambre y se ahogó. Por esto los necios cronistas de aquel tiempo echaron la culpa á Hero de Sestos. Pero todas estas son mentiras. Los hombres se mueren alguna vez y los gusanos se los comen, pero no por amor.

Orlando.—No desearía que mi verdadera Rosalinda fuese de ese modo de pensar; pues protesto que su enojo podría matarme.

Rosalinda.—Por esta mano protesto que no podría matar un mosquito. Pero vamos; seré vuestra Rosalinda en más accesible temperamento y pedidme lo que queráis que os lo concederé.

Orlando.—Pues amadme, Rosalinda.

Rosalinda.—Sí, á fe mía que sí, los viernes y los sábados y todo lo demás.

Orlando.—¿Y quieres que sea tuyo?

Rosalinda.—Por cierto, y veinte por el estilo.

Orlando.—¿Qué dices?

Rosalinda.—¿No eres bueno?

Orlando.—Deseo serlo.

Rosalinda.—Pues entonces, ¿no se puede desear de lo bueno lo más? Ea! hermana! Vos seréis el sacerdote y nos casaréis. Orlando, dadme vuestra mano. ¿Qué decís, hermana?

Orlando.—Casaduos, os ruego.

Celia.—No puedo decir las palabras.

Orlando.—Debéis principiar así: «¿Queréis, Orlando.....

Celia.—Ya estoy. «¿Queréis, Orlando, tomar por esposa á Rosalinda?

Orlando.—Sí, quiero.

Rosalinda.—Sí, pero ¿cuándo?

Orlando.—Por supuesto, ahora mismo, y tan aprisa como pueda ella casarnos.

Rosalinda.—Entonces debéis decir: «Rosalinda, te tomo por esposa.»

Orlando.—Rosalinda, te tomo por esposa.

Rosalinda.—Podría yo pediros que me mostréis vuestra credencial; pero, Orlando, te tomo por esposo.» He aquí una jovencita que se anticipa al sacerdote: y ciertamente, el pensamiento de la mujer se anticipa á sus actos.

Orlando.—Así es con todo pensamiento; tienen alas.

Rosalinda.—Decidme ahora, ¿cuánto tiempo querréis guardarla después de haberla poseído?

Orlando.—Para siempre y un día más.

Rosalinda.—Decid un día sin el siempre. No, no, Orlando. Los hombres son Abril cuando pretenden y Diciembre cuando se casan. Las doncellas son Mayo cuando solteras, pero casadas, cambia la atmósfera. Tendré más celos de ti, que un palomo berberisco de su paloma; seré más bullanguera que un loro cuando asoma la lluvia; más antojadiza que una mona; más voluble en mis deseos, que un mico. Romperé en llanto por nada, como Diana en la fuente, y he de hacerlo cuando estés dispuesto á la alegría; y me reiré como una hiena, y esto cuando te sientas más inclinado á dormir.

Orlando.—Pero ¿haría tal mi Rosalinda?

Rosalinda.—Por vida mía, que hará lo mismo que yo.

Orlando.—¡Oh! Pero ella es sensata.

Rosalinda.—Y de no serlo le faltaría el talento de hacer esto; pues cuanto más sensata, más excéntrica. Cerrad las puertas al ingenio de la mujer y se saldrá por la ventana, cerrad ésta y se escapará por el ojo de la cerradura; obstruíd este agujero y volará con el humo por la chimenea.

Orlando.—El hombre que tenga una mujer de tal ingenio, podrá decir: «Ingenio, ¿adónde te quieres ir?»

Rosalinda.—No podéis usar de este freno para con él, hasta que lo encontréis llevando á vuestra mujer al lecho de vuestro vecino.

Orlando.—¿Y de dónde sacaría ese talento el talento de disculpar eso?

Rosalinda.—Nada más fácil, iba allí en busca vuestra. Jamás podréis tomar á la mujer sin la réplica, á menos que la toméis sin su lengua. ¡Oh! La que no pueda echar siempre á su marido la culpa de cuanto malo ella hace, que no amamante jamás á su hijo, porque lo criará como un idiota!

Orlando.—Rosalinda, me separo de ti por dos horas.

Rosalinda.—¡Ay, amor mío! No puedo pasar dos horas sin ti.

Orlando.—He de asistir al duque en la mesa. Á las dos estaré otra vez contigo.

Rosalinda.—Bien está, idos, idos. Ya me lo había yo presumido. Me lo habían dicho mis amigos y yo no pensaba menos que ellos. Me habéis alucinado con vuestras zalamerías. Todo se reduce á que haya una mujer echada en olvido. Quisiera morir ahora. ¿Vuestra hora es las dos?

Orlando.—Sí, amada Rosalinda.

Rosalinda.—Por mi palabra y de todas veras, así Dios me valga, y por todos los juramentos que no sean ruines ni peligrosos, si faltáis en una tilde á vuestra promesa, si venís un solo minuto después de la hora, os tendré en concepto del más patético embustero y del amante más superficial y del más indigno de la que llamáis Rosalinda, aun escogiendo entre la vasta caterva de desleales. Por tanto, tened cuidado de mi reprimenda y cumplid vuestra promesa.

Orlando.—No menos religiosamente que si fuéseis Rosalinda en persona. Así, hasta luégo.

Rosalinda.—Bueno. El tiempo es el viejo juez que examina á tales delincuentes. Dejemos que el tiempo juzgue. Adios.

(Sale Orlando.)

Celia.—En tu charla amorosa, no has hecho más que maltratar nuestro sexo. Es menester que te pongamos sobre la cabeza tus calzas y tu chaqueta, y hagamos ver al mundo lo que ha hecho el ave á su propio nido.

Rosalinda.—¡Oh, prima, prima hermosa, primita mía, si supieras á cuántos brazos de profundidad estoy sumergida en el amor! Pero es imposible sondear esto. Mi afecto, como la bahía de Portugal, tiene un fondo desconocido.

Celia.—Ó más bien, no tiene fondo; pues cuanto más afecto derramas sobre él, más se sale.

Rosalinda.—Que juzgue cuán profundamente enamorada estoy el mismo bastardo maligno de Venus, engendrado por el pensamiento, concebido por la hipocondria y nacido de la locura; aquel bellaco ceguezuelo que engaña los ojos de cada cual, porque él no tiene los suyos propios. Te aseguro, Aliena, que no puedo estar sin Orlando ante mis ojos. Voy á buscar la sombra y á suspirar hasta que él vuelva.

ESCENA II.

Otra parte del bosque.

Entran JAQUES y señores en traje de monteros.

Jaques.—¿Quién mató al ciervo?

Lord 1.º—Yo, señor.

Jaques.—Presentémosle al duque como un conquistador romano; y no vendría mal el ponerle los cuernos del ciervo sobre la cabeza, como lauro de victoria. ¿No tenéis, montero, alguna canción adecuada al asunto?

Lord 2.º—Sí, señor.

Jaques.—Cantadla, y no importa que desafinéis, con tal que metáis bastante ruido.

 Canción.

 ¿Qué dar al montero
 que mató al venado?
 Brindémosle el cuero;
 los cuernos también,
 para que con estos
 adorne su sién,
 y llevémosle en triunfo á su casa
 y entonémosle así el parabién.

 Coro.

No te avergüence llevar un cuerno:
naciste mucho más tarde que él.
De padre en hijo fué adorno eterno;
 de suegro en yerno,
no hay más segura luna de miel.
 ¡Pues viva el cuerno!
 ¡Fuerte y lozano!
 No lo desprecies,
 llévalo, hermano!

(Salen.)

ESCENA III.

El bosque.

Entran ROSALINDA y CELIA.

Rosalinda.—Y ahora ¿qué decís? ¿No han dado ya las dos? Pues de Orlando, nada.

Celia.—Te aseguro que, convertido todo él en amor y turbado el cerebro, ha tomado su arco y sus flechas y se ha ido á dormir. Pero mira quien viene.

(Entra Silvio.)

Silvio.—Hermoso joven, para vos es mi recado. Mi gentil Febe me pidió entregaros esto. (Dándole una carta.) Ignoro su contenido; pero á lo que presumo por el adusto ceño y vehemente acción que mostraba al escribirla, debe ser de tenor colérico. Perdonadme: no soy más que mensajero sin culpa.

Rosalinda.—La paciencia misma se violentaría y saldría de juicio con esta carta. Soportad esto, y lo soportaréis todo. Dice que no tengo ni gallardía ni buenos modales; me llama orgulloso y asegura que no me amaría así fueran los hombres tan raros como el fénix. Pues tan singular es mi voluntad, que no es el amor de ella el blanco de mis tiros. ¿De qué le viene el escribirme tales cosas? Vamos, pastor, vamos: eres tú quien le ha sugerido esta carta.

Silvio.—No, no. Protesto ignorar el contenido. Es Febe quien la escribió.

Rosalinda.—Vamos, sois un tonto y enamorado de remate. Ví su mano, una mano de cuero, color de piedra, que me hizo pensar realmente que se había puesto sus guantes viejos. Pero no, eran sus propias manos: tiene manos de fregona. Mas no importa. Digo que ella jamás ha inventado tal carta. Esto es invención y escritura de hombre.

Silvio.—De seguro es de ella.

Rosalinda.—Cómo! Este es un estilo fanfarrón y cruel, estilo de perdonavidas. ¿Pues no me desafía, como un moro á un cristiano? El benigno cerebro de la mujer no podría destilar una invención tan enormemente grosera, ni tales palabras etiopes, más negras en su alcance que en su apariencia. ¿Queréis oir la carta?

Silvio.—Si lo tenéis á bien; pues nunca la he oído, aunque sí he oído mucho de la crueldad de Febe.

Rosalinda.—Hace de las suyas conmigo. Fijaos en el modo como escribe la tirana.

(Leyendo.) «¿Eres algún dios convertido en pastor, que así has abrasado el corazón de una doncella?»

¿Puede una mujer regañar así?

Silvio.—¿Llamáis á eso regañar?

Rosalinda.—«¿Por qué, olvidando lo que tienes de divino, te ensañas contra el corazón de una mujer?»

¿Habéis oído nunca semejante regaño?

«Muchas veces la mirada suplicante del hombre me habló de un amor que no podía conmoverme.»

Lo cual quiere decir que soy una bestia.

«Si el desdén de tus ojos basta para encender tanto amor en los míos, ¡ay! ¿qué no me harían sentir si me miraran cariñosos? Os amé mientras me ofendíais. ¿Á que no me moverían, pues, vuestros ruegos? El mensajero de esta queja amorosa, no sospecha que tal amor existe en mí. Confíale tu respuesta en pliego sellado, y dime en ella si tu juventud y tu condición aceptarán la leal oferta de mi persona y de cuanto soy y valgo; ó desecha mi amor y buscaré el modo de morir.»

Silvio.—¿Y esto también es regaño?

Celia.—¡Ay, pobre pastor!

Rosalinda.—¿Le compadecéis? No, no merece compasión. ¿Amarás á semejante mujer? ¡Qué! Servirse de ti como de un instrumento para burlarte mejor! Eso es intolerable. Bien: torna á su lado, pues veo que el amor te ha convertido en una serpiente mansa, y dile esto: que si ella me ama, le exijo que te ame; y si no, no la tomaré nunca, á menos que tú mismo ruegues por ella. Si sois un verdadero amante, id y no repliquéis palabra, porque viene gente.

(Sale Silvio.)

Oliverio.—Salud, hermosas. ¿Podéis decirme, os ruego, en qué parte del circuíto de este bosque se encuentra un ejido circundado de olivos?

Celia.—Al oeste de este sitio, en la hondonada vecina, dejando á vuestra derecha la fila de mimbreras que está á orillas del arroyo, os encontraréis en el redil. Mas en este momento no hay persona alguna en la casa, ni aun para cuidar de ella.

Oliverio.—Si puede el ojo aprovechar de la lengua, debería yo conoceros por descripción. Tales trajes y tal edad. «El joven es de complexión clara, femenil de aspecto, y se presenta como una hermana experta; pero la joven es de baja estatura y más morena, que su hermano.» ¿No sois dueño de la casa por la cual preguntaba?

Celia.—Pues lo preguntáis, no es jactancia deciros que es nuestra.

Oliverio.—Orlando me encarga saludaros á una y otro, y envía al joven á quien llama su Rosalinda, esta servilleta ensangrentada. ¿Sois acaso vos?

Rosalinda.—Sí; pero ¿qué significa esto?

Oliverio.—Algo de lo que me avergüenza, si queréis saber qué hombre soy, y cómo y por qué y cuándo fué manchado de sangre este pañuelo.

Celia.—Referidlo, os ruego.

Oliverio.—Cuando el joven Orlando se alejó de vos, hace poco, empeñó su palabra de volver dentro de una hora; y caminaba por el bosque, engolfada su fantasía en visiones ya tristes, ya risueñas, cuando ¡extraño suceso! al mirar á un lado observó ¿qué diréis? Un infeliz hombre cubierto de harapos, que yacía de espaldas dormido bajo un roble cuyo ramaje musgoso y encumbrada copa desnuda, dan testimonio de su antigüedad. Una sierpe color verde y oro se había enroscado á su cuello, y acercaba á sus labios entreabiertos la presta y amenazadora cabeza; pero de súbito al ver á Orlando se desenrolló y se deslizó sinuosamente á un matorral, á cuya sombra yacía agazapada con la cabeza en el suelo y en acecho como un gato, una leona con las ubres secas, aguardando que el hombre dormido se moviese. Porque es regio instinto de este animal no hacer presa en lo que parece muerto. Al ver esto, Orlando se acercó al hombre y halló que era su hermano, su hermano mayor.

Celia.—Le he oído hablar de ese mismo hermano, y lo describía como al más desnaturalizado que había entre los hombres.

Oliverio.—Y con justicia podía decirlo, porque bien sé que era desnaturalizado.

Rosalinda.—Pero Orlando, ¿lo dejó allí para ser devorado por la exhausta y hambrienta leona?

Oliverio.—Dos veces volvió la espalda con ese propósito; pero la bondad, más noble que la venganza, y la naturaleza más fuerte que la ocasión oportuna, le hicieron luchar contra la leona, que no tardó en sucumbir. El ruido de la lucha me despertó de mi miserable sueño.

Celia.—¿Sois su hermano?

Rosalinda.—¿Sois aquel á quien salvó?

Celia.—¿Sois el que tantas veces atentó contra su vida?

Oliverio.—Era yo tal como fuí, no como soy. No me avergüenza confesaros lo que he sido, desde que la conversión es tan dulce para mí, siendo el infeliz que soy.

Rosalinda.—¿Pero qué del pañuelo ensangrentado?

Oliverio.—En un momento. Cuando las lágrimas de uno y otro hubieron corrido por la narración de todo lo que había pasado, hasta decir la manera como vine á este desierto; llevóme donde el buen duque, quien me dió vestidos y asistencia y me encomendó al afecto de mi hermano, que me condujo al punto á su cueva. Allí se desnudó y en esta parte del brazo la leona había desgarrado algo de la carne, que desde entonces había estado desangrando todo el tiempo; al fin se desmayó, y al desmayarse llamó á Rosalinda. En una palabra: le hice volver en sí, vendé su herida, y recobradas á poco rato sus fuerzas, me envió aquí, á pesar de ser yo extraño, á referiros el suceso para que podáis disculparlo de no haber cumplido su promesa, y á entregar el pañuelo mojado con su sangre al joven zagal á quien por juego llama su Rosalinda.

Celia.—¡Ay! ¿Qué tienes, Ganimedes? ¡Ganimedes mío! (Rosalinda se desmaya.)

Oliverio.—Muchos hay á quienes la vista de la sangre ocasiona un vértigo.

Celia.—Algo más hay en esto.—¡Primo! ¡Ganimedes!

Oliverio.—Ya lo véis; vuelve en sí.

Rosalinda.—Quisiera estar en casa.

Celia.—Te conduciremos allí.—¿Queréis, os lo suplico, sostenerlo por un brazo?

Oliverio.—¡Ea! ánimo, jovencito.—¿Y sois un hombre?—No tenéis varonil el corazón.

Rosalinda.—Es verdad: lo confieso. ¡Ah, señor! cualquiera pensaría que esto estuvo bien fingido. Os ruego decir á vuestro hermano lo bien que lo fingí.

Oliverio.—Esto no ha sido ficción. Demasiado testimonio da vuestro aspecto de que ello era un acceso verdadero.

Rosalinda.—Os aseguro que fué imitación.

Oliverio.—Pues bien, entonces cobrad ánimo y tratad de pasar por hombre.

Rosalinda.—Es lo que hago; pero por cierto que debería haber sido mujer.

Celia.—Vamos, palideces cada vez más.—Os ruego que os pongáis en camino.—Buen hidalgo, acompañaduos.

Oliverio.—Así lo haré, pues debo volver llevando á mi hermano la respuesta sobre el modo cómo disculpáis á mi hermano, Rosalinda.

Rosalinda.—Ya discurriré algo. Pero os suplico que le hagáis presente mi pantomima. ¿Queréis venir?

(Salen.)

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