Acto IV

ESCENA I.

En Roma. Cuarto en casa de Antonio.

ANTONIO, OCTAVIO Y LÉPIDO sentados alrededor de una mesa.

Antonio.

A

odos estos, pues, tienen que morir. Sus nombres están marcados.

Octavio.—Vuestro hermano debe morir también. ¿Consentís, Lépido?

Lépido.—Consiento.

Octavio.—Marcadlo, Antonio.

Lépido.—Á condición de que no vivirá Publio, que es hijo de vuestra hermana, Marco-Antonio.

Antonio.—No vivirá. Mirad: le condeno con esta señal. Pero id, Lépido, á casa de César; traed el testamento y arreglaremos el modo de suprimir alguna parte de los legados.

Lépido.—¡Qué! ¿Os hallaré aquí?

Octavio.—Aquí ó en el Capitolio. (Sale Lépido.)

Antonio.—Este es un pobre hombre sin mérito que sólo está bueno para hacer mandados. ¿Es conveniente que, dividido el mundo en tres partes, venga él á ser uno de los tres que lo dominen?

Octavio.—Así lo pensabais y consultasteis su voto sobre quiénes debían ser marcados para morir en nuestra sentencia de muerte y proscripción.

Antonio.—Octavio, he vivido más días que vos, y aunque prodigamos estos honores en este hombre para libertarnos del peso de algunas calumnias, él no los llevará sino como lleva el asno el oro, para trabajar y sudar en la faena, ya sea que al señalar el camino sea guiado ó sea arreado. Y cuando hemos traído nuestro tesoro adonde queremos, le quitamos la carga y le hacemos irse, como el asno descargado, á sacudir las orejas y pacer en el campo.

Octavio.—Haced como queráis; pero es un bravo y experto soldado.

Antonio.—También lo es mi caballo, Octavio, y por tanto le proveo con un depósito de heno. Es una criatura á la cual he enseñado á lidiar, á partir, á detenerse, á correr de frente, gobernados siempre por mi espíritu los movimientos de su cuerpo. En cierto modo, Lépido no es más que esto. Tiene que ser enseñado, disciplinado, estimulado á ir adelante.—Es un espíritu estéril que se alimenta con objetos, artes é imitaciones, manoseadas por otros hombres y caídas en desuso, pero que para él son moda nueva. No habléis de él sino como de una propiedad. Y ahora, Octavio, escuchad grandes cosas. Bruto y Casio están reclutando fuerzas. Nosotros debemos ir adelante sin vacilar. Combinemos, pues, nuestra alianza, aseguremos á nuestros más fieles amigos y ensanchemos nuestros mejores recursos. Reunámonos inmediatamente en consejo para descubrir mejor las cosas encubiertas y hacer frente á los peligros visibles.

Octavio.—Hagámoslo; porque estamos en juego, circundados por muchos enemigos, y me temo que algunos de los que nos sonríen, tienen en su corazón abismos de maldad.

(Salen.)

ESCENA II.

Delante de la tienda de Bruto, en el campo cerca de Sardis.

Tambor.—Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y SOLDADOS. TICINIO Y PÍNDARO se encuentran con ellos.

Bruto.—¡Alto aquí!

Lucilio.—Dad la voz y haced alto.

Bruto.—¿Qué hay, Lucilio? ¿Está Casio cerca?

Lucilio.—Va á llegar, y Píndaro ha venido á saludaros en nombre de su señor.

(Píndaro da una carta á Bruto).

Bruto.—Me saluda bien. Vuestro señor, Píndaro, por mudanza en él, ó por malos oficiales, me ha dado algún motivo para desear que cosas que habían sido hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, quedaré satisfecho.

Píndaro.—No dudo que mi noble dueño aparecerá tal como es, lleno de delicadeza y honor.

Bruto.—No se duda de él. Una palabra, Lucilio. Quiero saber con certeza de qué modo os recibió.

Lucilio.—Cortésmente y con bastante respeto; pero no con las mismas formas familiares, ni con el libre y amistoso trato que acostumbraba en tiempos anteriores.

Bruto.—En ello habéis descrito á un caluroso amigo que se enfría. Advertid, Lucilio, que cuando el amor principia á debilitarse y decaer, usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no conoce disfraces.—Pero los hombres frívolos, como ciertos caballos fogosos al principio, hacen ostentación y alarde de su firmeza; pero luégo que sienten las sangrientas espuelas, agachan la cabeza como rocines mañosos y sucumben en la prueba. ¿Avanza su ejército?

Lucilio.—Propónense acampar esta noche en Sardis. La mayor parte, las tropas de á caballo, han venido con Casio.

Bruto.—¿Oyes? Ha llegado. Vé pausadamente á encontrarlo.

(Entran Casio y soldados.)

Casio.—¡Alto!

Bruto.—¡Alto! Pasad la voz.

Dentro.—¡Alto!

Dentro.—¡Alto!

Dentro.—¡Alto!

Casio.—Muy noble hermano. Habéis sido injusto hacia mí.

Bruto.—Juzgadme ¡oh dioses! ¿Hago injusticia á mis enemigos? Pues si no la hago ¿cómo podría hacerla á un hermano?

Casio.—Bruto, esta sobria apariencia vuestra encubre injusticias; y cuando las hacéis....

Bruto.—Conteneos, Casio. Exponed vuestros agravios tranquilamente. Os conozco bien. Aquí bajo las miradas de nuestros dos ejércitos, que no deben ver entre nosotros sino buen afecto, no disputemos. Haced que se retiren y luégo en mi tienda, Casio, os espaciaréis sobre vuestras quejas y os daré audiencia.

Casio.—Píndaro, pedid á los jefes que retiren un poco de este lugar sus tropas.

Bruto.—Hacedlo también, Lucilio; y que nadie venga á nuestra tienda hasta que haya terminado nuestra conferencia. Que Lucio y Ticinio guarden la puerta.

(Salen.)

ESCENA III.

En la tienda de Bruto.

LUCIO y TICINIO á alguna distancia de ella.

Casio.—Que me habéis tratado injustamente, se ve en que habéis condenado y marcado á Lucio Pella por haber recibido aquí sobornos de los sardios; al paso que mis cartas implorando en su favor, porque conozco al hombre, han sido despreciadas.

Bruto.—Os hicisteis injusticia vos mismo, escribiendo en semejante caso.

Casio.—En tiempos como el presente, no es oportuno que una pequeña falta sea tan notada.

Bruto.—Dejadme deciros, Casio, que vos, vos mismo, tenéis la mala reputación de la codicia; de vender y traficar por oro nuestros empleos á personas indignas.

Casio.—¿Codicia, yo? Bien sabéis, Bruto, que á no ser vos quien habla ¡por los dioses! estas serían vuestras últimas palabras.

Bruto.—Y á no estar esta corrupción amparada bajo el nombre de Casio, no tardaría en aparecer el castigo.

Casio.—¡Castigo!

Bruto.—¡Acordaos de Marzo, de los ídus de Marzo! ¿No fué por la justicia que corrió la sangre del gran Julio? ¿Qué villano tocó su cuerpo y lo hirió, y no por justicia? ¡Qué! ¿Habrá de haber uno de nosotros, los que pusimos la mano sobre el primer hombre del mundo, sólo porque protegía á los expoliadores, que manche ahora sus manos con bajos cohechos? ¿Y venda la alta región de nuestros grandes honores, por la vil basura que así se pueda recoger?—Antes que ser un romano semejante, prefiriera ser un perro hambriento.

Casio.—No me provoquéis, Bruto. No he de sufrirlo. Os olvidáis de vos mismo al acusarme. Soldado soy, soldado más antiguo y experimentado, más hábil que vos para dictar condiciones.

Bruto.—Apartaos. No sois Casio.

Casio.—Casio soy.

Bruto.—Digo que no.

Casio.—Conteneos ó lo olvidaré todo. Mirad por vos mismo. No me tentéis más.

Bruto.—¡Fuera! ¡Pobre diablo!

Casio.—¿Es posible esto?

Bruto.—Oíd, porque tengo que hablar. ¿Debo yo ceder y abrir campo á vuestra temeraria cólera? ¿Me asustaré de que me mire un loco?

Casio.—¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¿Y debo soportar todo esto?

Bruto.—¿Todo esto? Sí, y más. Enfureceos hasta que estalle vuestro orgulloso corazón. Id, mostrad á vuestros esclavos cuán iracundo sois, y que tiemblen vuestros siervos. ¿He de alterarme? ¿He de guardaros consideración? ¿He de humillarme ante vuestro mal humor? ¡Por los dioses! que habéis de digerir el veneno de vuestro fastidio, aunque os haga reventar; porque de hoy en adelante haré de vos mi diversión, sí, mi hazme-reir, cuando estéis rabioso.

Casio.—¿Y á esto hemos llegado?

Bruto.—Decís que sois mejor soldado. Pues mostradlo. Que vuestra jactancia se convierta en hechos y quedaré muy contento. Por lo que á mí toca, me alegraría recibir lecciones de hombres nobles.

Casio.—Me hacéis injusticia en todo. Dije que soy soldado más antiguo, no mejor.—¿Dije que soy mejor?

Bruto.—Si lo dijisteis, no me importa.

Casio.—Cuando César vivía no se atrevió á provocarme así.

Bruto.—Poco á poco. No os atrevisteis á tentarlo así!

Casio.—¿No me atreví?

Bruto.—No.

Casio.—¡Qué! ¿No atreverme á tentarlo?

Bruto.—Por vida vuestra, que no.

Casio.—No contéis demasiado sobre mi afecto.—Podría hacer algo que me pesara después.

Bruto.—Ya habéis hecho algo que os debería pesar. Nada hay, Casio, en vuestras amenazas, que pueda inquietarme; porque estoy tan poderosamente armado de honradez, que pasan junto á mí como el aire juguetón del que no puedo hacer caso. Envié á pediros ciertas sumas de oro, que habéis rehusado; porque yo no sé levantar dinero por medios viles, y antes de arrancar por fraude de las endurecidas manos de los campesinos su mezquina ganancia ¡por los cielos! ¡preferiría hacer acuñar mi corazón y destilar mi sangre por draemas! Envié donde vos por oro para pagar mis legiones, y lo negasteis. ¿Fué ese proceder digno de Casio? ¿Habría yo respondido así á Cayo Casio? Cuando Marco-Bruto llegue á ser tan avaro que encierre de sus amigos esas miserables monedas, ¡aprontad, oh dioses, todos vuestros rayos para despedazarle!

Casio.—No os negué!

Bruto.—Negasteis.

Casio.—No negué. El que os trajo mi respuesta fué un imbécil. Bruto ha desgarrado mi corazón. Un amigo debería soportar los defectos de sus amigos; pero Bruto exagera los míos.

Bruto.—No lo hago, sino cuando me hacéis sufrir por ellos.

Casio.—No me tenéis afecto.

Bruto.—No me gustan vuestras faltas.

Casio.—El ojo de un amigo nunca podría ver tales faltas.

Bruto.—No las vería un adulador, aunque son tan grandes como el monte Olimpo.

Casio.—¡Venid, Antonio y joven Octavio, venid y vengaos sólo de Casio! Porque Casio está cansado del mundo; odiado por aquel á quien ama; retado por su hermano; oprimido como un siervo; observadas todas sus faltas y anotadas en el libro y divulgadas y aprendidas de memoria para arrojárselas al rostro. ¡Oh! ¡Podría llorar el alma por los ojos! Aquí está mi puñal: he aquí mi pecho desnudo. Dentro hay un corazón más valioso que la mina de Pluto, más rico que el oro. Si es verdad que eres un romano, tómale. Yo que te he negado oro, te entrego mi corazón. Hiere como hiciste con César; yo sé que cuando más lo aborreciste, lo amabas aún más que lo que nunca amaste á Casio.

Bruto.—Envainad vuestro puñal. Montad en cólera cuanta os plazca: ya tendrá libre campo. Haced lo que os plazca: el deshonor será mal humor. ¡Oh Casio! Estáis uncido con un cordero que soporta la cólera como el pedernal soporta el fuego; y que sólo cuando se le fuerza mucho, despide una chispa rápida y se enfría al momento.

Casio.—¿Ha vivido Casio solamente para servir de diversión y risa á su Bruto, cuando el pesar y la sangre enardecida le irritaban?

Bruto.—También estaba yo irritado cuando hablé así.

Casio.—¿Confesáis esto? Dadme vuestra mano.

Bruto.—Y mi corazón también.

Casio.—¡Oh Bruto!

Bruto.—¿Qué hay ahora?

Casio.—¿No tenéis por mí bastante afecto para tolerarme, cuando ese violento humor que me dió mi madre, me hace olvidarlo todo?

Bruto.—Sí, Casio. Y en adelante, cuando seáis demasiado exaltado con vuestro Bruto, él pensará que es vuestra madre quien regaña y os dejará así. (Ruido dentro.)

Poeta.—(Adentro.) Dejadme entrar á ver á los generales.—Hay un resentimiento entre ellos.—No está bien dejarlos solos.

Lucilio.—(Adentro.)—No tendréis entrada.

Poeta.—Nada me detendrá sino la muerte. (Entra el poeta.)

Casio.—¿Qué hay ahora? ¿qué sucede?

Poeta.—En nombre de la vergüenza, generales, ¿qué intentáis? Amaos y sed amigos cual cumple á dos hombres como vosotros. Porque estoy cierto de haber vivido más años que vosotros.

Casio.—¡Ha! ¡ha! ¡Qué detestablemente rima este cínico!

Bruto.—¡Fuera de aquí, villano! ¡Mozo impudente, fuera!

Casio.—Tened paciencia con él, Bruto. Es su manera.

Bruto.—Yo sabré soportar su genialidad, cuando él sepa escoger la ocasión.—¿Qué tiene que hacer la guerra con estos necios danzantes?—¡Camarada, fuera!

Casio.—¡Fuera! ¡fuera! Marchaos. (Sale el poeta.)

(Entran Lucilio y Ticinio.)

Bruto.—Lucilio y Ticinio, encargad á los jefes que se preparen á alojar sus tropas.

Casio.—Y regresad inmediatamente trayéndonos á Messala. (Salen Lucilio y Ticinio.)

Bruto.—Lucio. Una taza de vino.

Casio.—No pensé que podíais haber estado tan encolerizado.

Bruto.—¡Oh Casio! Me tienen enfermo muchos pesares.

Casio.—No usáis de vuestra filosofía, si dáis importancia á males accidentales.

Bruto.—Ningún hombre soporta mejor la aflicción.—Porcia ha muerto.

Casio.—¡Ah! ¡Porcia!

Bruto.—Es muerta.

Casio.—¡Y habéis podido no matarme cuando os contrarié tanto! ¡Oh! pérdida conmovedora é insoportable! ¿De qué dolencia?

Bruto.—Impaciente por mi ausencia, y pesarosa de que el joven Octavio y Marco Antonio se hayan hecho tan fuertes (pues con su muerte llegó esa nueva), perdió la razon, y en ausencia de sus servidores, tragó fuego.

Casio.—¿Y murió así?

Bruto.—Así.

Casio.—¡Oh dioses inmortales!

(Entra Lucio con vino y bujías.)

Bruto.—No hableis más de ella. Dadme una taza de vino. En esto sepulto todo resentimiento, Casio. (Bebe.)

Casio.—Sediento está mi corazon de esa noble promesa. Llena, Lucio, llena hasta que se derrame la taza. Nunca beberé demasiado del afecto de Bruto. (Bebe.)

(Vuelven á entrar Ticinio y Messala.)

Bruto.—Entrad, Ticinio. Bienvenido, buen Messala. Sentémonos ahora bien junto á esta luz y examinemos nuestras necesidades.

Casio.—¡Porcia! ¿Y eres ida?

Bruto.—Basta. Os lo ruego. Messala, he recibido aquí cartas anunciando que el joven Octavio y Marco Antonio avanzan sobre nosotros con fuerzas poderosas, y que dirigen su marcha hacia Filipi.

Messala.—También tengo cartas del mismo tenor.

Bruto.—¿Con qué adición?

Messala.—Que por proscripciones y mandando poner fuera de la ley, Octavio, Antonio y Lépido han hecho matar cien senadores.

Bruto.—No están acordes nuestras cartas en ese punto. Las mías hablan de setenta senadores muertos por sus proscripciones, siendo Cicerón uno de ellos.

Casio.—Cicerón?

Messala.—Sí. Cicerón ha muerto por esa orden de proscripción. ¿Son de vuestra esposa esas cartas, mi señor?

Bruto.—No, Messala.

Messala.—¿Ni cosa alguna escrita en esas cartas acerca de ella?

Bruto.—Nada, Messala.

Messala.—Paréceme extraña cosa.

Bruto.—¿Por qué lo preguntáis? ¿Habéis sabido algo de ella en vuestras cartas?

Messala.—No, mi señor.

Bruto.—Pues sois romano, decid la verdad.

Messala.—Pues bien: sobrellevad como romano la verdad que digo. Muerta es en verdad y de extraña manera.

Bruto.—Adios, pues, Porcia. Tenemos que morir, Messala; y reflexionando en que ella había de morir un día, encuentro paciencia para sufrir esto ahora.

Messala.—Así es como los grandes hombres deben sobrellevar las grandes pérdidas.

Casio.—Tengo tanto de ello en teoría como vos; pero mi naturaleza no podría sufrirlo así.

Bruto.—Bien. Á nuestra obra viva. ¿Qué pensáis de marchar inmediatamente á Filipi?

Casio.—No me parece bien.

Bruto.—¿Qué razón tenéis?

Casio.—Esta. Es mejor que el enemigo nos busque. Así gastará sus recursos y cansará á sus soldados, dañándose á sí propio; mientras que nosotros permaneciendo inmóviles estamos descansados, fuertes para la defensa y activos.

Bruto.—Las buenas razones han de ceder, es claro, ante las mejores. El pueblo entre Filipi y este campo permanece en una adhesión forzada, pues nos ha dado de mala gana la contribución. El enemigo, marchando entre ellos, llenará con ellos sus filas y vendrá refrescado, acrecido y más animoso.—Le quitaremos esta ventaja si vamos á Filipi á hacerle frente, dejando este pueblo á nuestra espalda.

Casio.—Escuchadme, buen hermano.

Bruto.—Con vuestro permiso. Debéis advertir, además, que hemos procurado obtener de nuestros amigos lo más que era posible. Nuestras legiones están del todo completas y nuestra causa ha llegado á su madurez. El enemigo aumenta cada día. Nosotros, que nos hallamos en la cima, estamos expuestos á declinar.—Hay en los negocios humanos una marea que, tomada cuando está llena, conduce á la fortuna; y omitida, hace que el viaje de la vida esté circundado de bajíos y miserias.—Flotando estamos ahora en ese mar, y tenemos que aprovechar la corriente cuando es favorable, ó perder nuestras probabilidades.

Casio.—Así, pues, como lo deseáis, seguid adelante. Nosotros nos pondremos en marcha y los encontraremos en Filipi.

Bruto.—La alta noche ha avanzado mientras hablábamos. La naturaleza tiene que obedecer á la necesidad, y la satisfaremos, aunque mezquinamente, con un breve descanso. ¿No hay más que hablar?

Casio.—No más. Buenas noches. Madrugaremos mañana, y en camino.

Bruto.—Lucio, mi túnica. (Sale Lucio.)—Adios, buen Messala. Buenas noches, Ticinio. Buenas noches y buen reposo, noble Casio.

Casio.—¡Oh querido hermano! Esta noche ha tenido un mal principio. Que jamás semejante disensión surja entre nuestras almas! No dejéis que suceda, Bruto.

Bruto.—Ya está bien todo.

Casio.—Buenas noches, mi señor.

Bruto.—Buenas noches, buen hermano.

Ticinio.—Buenas noches, Bruto, mi señor.

Bruto.—Adios á cada uno. (Salen Casio, Ticinio y Messala.—Vuelve á entrar Lucio con la túnica.)—Dame mi túnica. ¿Dónde está tu instrumento?

Lucio.—Aquí en la tienda.

Bruto.—¡Qué! ¿Hablas medio dormido? Pobre bellaco, no te culpo: has vigilado con exceso.—Llama á Claudio y algunos otros de mis hombres. Los haré dormir en mi tienda sobre almohadones.

Lucio.—¡Varro y Claudio! (Entran Varro y Claudio.)

Varro.—¿Llamáis, señor?

Bruto.—Os ruego, señores, acostaros en mi tienda y dormir. Acaso os despierte más tarde para asuntos con mi hermano Casio.

Varro.—Con vuestro permiso quedaremos en pié esperando vuestras órdenes.

Bruto.—No lo consentiré. Acostaos, buenos señores. Quizás podré variar de pensamiento. Mira, Lucio, aquí está el libro que busqué tanto. Le puse en el bolsillo de la túnica. (Se acuestan los sirvientes.)

Lucio.—Estaba seguro de que su señoría no me lo había dado.

Bruto.—Ten paciencia conmigo, buen muchacho; soy muy olvidadizo. ¿Quieres abrir por un rato tus ojos soñolientos y tocar uno ó dos trozos en tu instrumento?

Lucio.—Sí, mi señor, si os place.

Bruto.—Me place, muchacho. Te fatigo demasiado, pero tienes buena voluntad.

Lucio.—Es mi deber, señor.

Bruto.—Yo no exigiría tu deber más allá de tus fuerzas. Sé que las sangres jóvenes anhelan la hora del descanso.

Lucio.—He dormido ya, mi señor.

Bruto.—Has hecho bien; y volverás á dormir. No te retendré mucho rato. Si vivo, seré bueno para ti. (Música y un canto.)—Es un tono soñoliento. ¡Maldito

El espectro de César.


sueño! ¿Has dejado caer tu maza de plomo sobre mí, muchacho, que así hace música para ti? Buenas noches, gentil siervo. No te haré el daño de despertarte. Si cabeceas romperás tu instrumento. Te lo tomaré, y, buen muchacho, buenas noches. Vamos. ¿No está doblada la hoja donde dejé la lectura?—Paréceme que es esta. (Se sienta.—Entra el espectro de César.) ¡Qué mal arde esta bujía! ¡Ah! ¿Quién viene aquí? Pienso que la debilidad de mis ojos da forma á esta monstruosa aparición. Viene hacia mí. ¿Eres algo? ¿Eres algún dios, ángel ó demonio, que haces helarse mi sangre y erizarse mis cabellos? Dime lo que eres.

Espectro.—Tu mal genio, Bruto.

Bruto.—¿Por qué vienes?

Espectro.—Á decirte que me verás en Filipi.

Bruto.—Bien. ¿Entonces he de verte otra vez?

Espectro.—Sí: en Filipi. (Se desvanece el espectro.)

Bruto.—Pues bien: te veré entonces en Filipi. Ahora que he recobrado mi serenidad te desvaneces. Mal espíritu, querría hablar más contigo. Muchacho! Lucio! Varro! Claudio! Despertad! Claudio!

Lucio.—Las cuerdas, mi señor, están destempladas.

Bruto.—Piensa que todavía se ocupa de su instrumento. Lucio, despierta!

Lucio.—¿Mi señor?

Bruto.—¿Estabas soñando, Lucio, para haber gritado así?

Lucio.—Mi señor, no sabía que hubiese gritado.

Bruto.—Sí, por cierto. ¿Viste algo?

Lucio.—Nada, mi señor.

Bruto.—Vuelve á dormir, Lucio. Siervo Claudio! Mozo, despierta!

Varro.—¿Mi señor?

Claudio.—¿Mi señor?

Bruto.—¿Por qué habéis gritado, señores, en vuestro sueño?

Varro y Claudio.—¿Hemos gritado, señor?

Bruto.—Sí. ¿Visteis alguna cosa?

Varro.—No, mi señor, nada he visto.

Claudio.—Ni yo, mi señor.

Bruto.—Id y saludad por mí á mi hermano Casio. Decidle que ponga en movimiento sus fuerzas con anticipación, y nosotros seguiremos.

Varro y Claudio.—Se hará así, mi señor. (Salen.)

Share on Twitter Share on Facebook