Acto V

ESCENA I.

Los llanos de Filipi.

Entran OCTAVIO, ANTONIO y su ejército.

OCTAVIO.

A

hora se realizan, Antonio, nuestras esperanzas. Dijisteis que no bajaría el enemigo, sino que se mantendría en las colinas y tierras altas. Resulta no ser así; el grueso de sus fuerzas está muy próximo, y su intento es anticipársenos aquí en Filipi, buscándonos antes de ser buscados.

Antonio.—Bah! Penetro bien su ánimo, y sé por qué lo hacen. Ya se contentarían con ir á otros lugares; y si descienden con arrogante intrepidez, sólo es para inspirarnos por medio de tal apariencia la idea de que tienen valor. Pero no es verdad. (Entra un mensajero.)

Mensajero.—Generales, preparaos! El enemigo viene en bizarro orden marcial. Está levantado su sangriento estandarte y hay que tomar alguna medida inmediatamente.

Antonio.—Octavio, haced avanzar vuestras fuerzas sin precipitación sobre la izquierda del terreno llano.

Octavio.—Yo iré á la derecha: conservad vos la izquierda.

Antonio.—¿Por qué me contrariáis en este trance?

Octavio.—No os contrarío; pero haré como he dicho. (Marcha.—Tambor. Entran Bruto, Casio y su ejército. Lucilio, Messala y otros.)

Bruto.—Hacen alto, y quieren parlamentar.

Casio.—Manteneos firmes, Ticinio. Nosotros tenemos que ir y hablar.

Octavio.—Marco Antonio, ¿daremos la señal de la batalla?

Antonio.—No, César. Responderemos á su ataque. Avanzad. Los generales querrían decir algo.

Octavio.—No os mováis hasta que se dé la señal.

Bruto.—Antes las palabras que los golpes. ¿No es así, compatriotas?

Octavio.—No porque nos agraden más las palabras, como á vosotros.

Bruto.—Buenas palabras son mejores que malos golpes, Octavio.

Antonio.—En vuestros malos golpes, dáis buenas palabras, Bruto. Dígalo, si no, el agujero que hicisteis en el corazón de César, gritando: «Salve, viva César!»

Casio.—Antonio: de cómo dáis golpes, nada se sabe todavía; pero en cuanto á vuestras palabras, parecen haber quitado á las abejas toda su miel.

Antonio.—Y su aguijón también.

Bruto.—¡Oh, sí! y su zumbido; porque hacéis ruido como ellas y muy discretamente amenazáis antes de punzar.

Antonio.—No lo hicisteis vosotros ¡villanos! cuando vuestros viles puñales tropezaban uno con otro en los costados de César! Mostrabais los dientes como monos, y hacíais fiestas como perros, y os inclinabais como siervos para besar los piés de César, mientras que el infernal Casca, como un miserable hería por la espalda el cuello de César! ¡Oh aduladores!

Casio.—¡Aduladores! Agradecedlo á vos mismo, Bruto, que, á haber dominado Casio, esa lengua no habría ofendido hoy así.

Octavio.—Venid, venid á la causa. Si la discusión trae gotas de sudor, la prueba de ella las traerá más coloridas. Mirad. Desnudo la espada contra conspiradores: ¿cuándo pensáis que volverá á la vaina? Nunca, mientras no queden bien vengadas las veintitres heridas de César, ó hasta que otro César se añada á la carnicería hecha por la espada de los traidores.

Bruto.—César, no morirás por manos de traidores, á menos que los traigas contigo.

Octavio.—Así lo espero. No nací para morir por la espada de Bruto.

Bruto.—¡Oh! Si fueras el más noble de tu raza, no podrías, joven, recibir más honrosa muerte.

Casio.—Un impertinente muchacho de escuela, indigno de tal honor, unido á un jaranista enmascarado.

Antonio.—¡Silencio, viejo Casio!

Octavio.—Venid, Antonio. Fuera! Os lanzamos el reto al rostro, traidores! Si os atrevéis á combatir hoy, venid al campo. Si no, cuando hagáis el ánimo.

(Salen Octavio, Antonio y su ejército.)

Casio.—Pues bien: ahora, sopla ¡oh viento! Hínchate, ola; boga, barca; que está encima la tormenta, y todo está en manos del acaso.

Bruto.—Ea! Lucilio. Tengo que deciros una palabra.

Casio.—Messala?

Messala.—¿Qué decís, mi general?

Casio.—Messala, hoy es mi cumpleaños; pues Casio nació en este mismo día. Dame tu mano y sé testigo de que contra mi voluntad, como sucedió en Pompeya, me veo forzado á aventurar en el éxito de una batalla todas nuestras libertades. Sabéis que tuve en grande estima á Epicuro y su doctrina. Ahora, pienso de otro modo, y en parte creo en cosas que son presagios. Viniendo de Sardis, cayeron sobre la enseña de nuestra vanguardia dos vigorosas águilas y en ella se posaban, y se alimentaban de manos de nuestros soldados que nos acompañaron aquí á Filipi.—Esta mañana volaron y se fueron, y en su lugar vuelan sobre nuestras cabezas cuervos, milanos y buitres que miran hacia nosotros abajo, como si fuéramos una presa moribunda.—Sus sombras parecían el más funesto pabellón extendido sobre nuestro ejército próximo á perecer.

Messala.—No creáis tal cosa.

Casio.—No lo creo sino en parte; porque tengo el espíritu despejado, y resuelto á afrontar los peligros con toda constancia.

Bruto.—Lucilio también.

Casio.—Ahora, muy noble Bruto, los dioses nos son favorables, para que amándonos en paz, dejemos correr los días hasta la vejez. Pero desde que son siempre tan inciertas las cosas humanas, discurramos sobre lo que puede acontecer de peor. Si perdemos esta batalla, seguramente es esta la última ocasión en que hablaremos juntos.—En tal caso ¿qué contáis hacer?

Bruto.—Seguiré la norma de aquella filosofía en cuyo nombre censuré á Catón por haberse dado la muerte. No sé por qué, pero encuentro que es cobardía y vileza anticipar el término de la vida, por temor á lo que pueda acontecer. Me armaré de paciencia para sobrellevar los decretos de los altos poderes que gobiernan las cosas de aquí abajo.

Casio.—¿Es decir que si perdemos esta batalla, estaréis contento con ser llevado como trofeo del vencedor por las calles de Roma?

Bruto.—No, Casio, no. Ni pienses tú, noble romano, que Bruto se dejaría llevar cautivo á Roma. Tiene el alma sobrado grande. Pero este mismo día debe concluir la obra principiada en los idus de Marzo, y no sé si volveremos á encontrarnos. Recibid por tanto un último adios. Adios, Casio, por siempre jamás! Si volvemos á encontrarnos ¡bien! será con una sonrisa. Si no, habremos hecho bien de despedirnos ahora.

Casio.—¡Por siempre jamás, adios, Bruto! Si volvemos á encontrarnos, ciertamente que sonreiremos. Si no, en verdad, que esta despedida habrá sido oportuna.

(Salen.)

ESCENA II.

La misma.—El campo de batalla.

Bruto.—Corre á toda brida, Messala, corre, corre, y da estas órdenes á las legiones en el otro lado. Que avancen al instante porque percibo tibieza en el ala de Octavio, y un ataque repentino los derrotará. Corre, corre, Messala. Que vengan todos.

(Salen.)

ESCENA III.

La misma.—Otra parte del campo.

Toque de alarma.—Entran CASIO y TICINIO.

Casio.—¡Oh, mirad, Ticinio! Mirad! Los cobardes! Huyen! Yo mismo he debido volverme enemigo de los míos. Ví que retrocedía mi enseña. Maté al cobarde y la tomé de sus manos.

Ticinio.—¡Oh Casio! Bruto dió la señal demasiado pronto. Había alcanzado alguna ventaja sobre Octavio, y la asió con demasiada precipitación. Sus soldados se dieron á buscar botín, mientras que nosotros estamos rodeados por todas partes por Antonio.

(Entra Píndaro.)

Píndaro.—¡Huíd á más distancia, mi señor, huíd á más distancia! Marco Antonio está en vuestras tiendas. ¡Huíd, noble Casio, más lejos!

Casio.—Esta colina está bastante lejos. Mira, mira, Ticinio. ¿Son mis tiendas aquellas donde diviso un incendio?

Ticinio.—Ellas son, mi señor.

Casio.—Ticinio, si me amas, monta en mi caballo y sepulta tus espuelas en sus ijares, hasta que hayas llegado á aquellas tropas, allá arriba, y estés de regreso aquí, á fin de que pueda yo estar seguro de si son nuestras ó del enemigo.

Ticinio.—Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.

(Sale.)

Casio.—Píndaro, sube más arriba, á aquella colina. Mi vista fué siempre débil. Mira bien, Ticinio, y dime lo que observes en el campo. (Sale Píndaro.)—En este día exhalé mi primer aliento. El tiempo se acerca, y donde principié tengo que acabar. Está llena la medida de mi vida.—¿Qué noticias?

Píndaro.—¡Oh, mi señor!

Casio.—¿Qué noticias?

Píndaro.—Ticinio está cercado de jinetes que avanzan sobre él á escape tendido, pero él sigue adelante. Ya están á su alcance. Ahora se apean algunos. ¡Oh! Él se apea también. Le han cogido. (Aclamación.) Y ¡oíd! Dan vítores de alegría!

Casio.—Baja: no mires más. ¡Oh cobarde de mí, que vivo hasta haber visto á mi mejor amigo apresado en mi presencia! (Entra Píndaro.)—Ven acá, siervo. En Parcia te hice prisionero, y me juraste como precio de tu vida, que siempre tratarías de hacer lo que yo te mandase. Pues bien: cumple tu juramento! Sé ahora un hombre libre; y con esta buena espada que atravesó las entrañas de César, busca mi seno. No te detengas á replicar. Ea! Toma la empuñadura, y cuando haya cubierto mi rostro, como ves que ya lo está, hiere! ¡César, estás vengado con la misma espada con que te dí muerte!

(Muere.)

Píndaro.—Así, soy libre. No lo habría sido de este modo, si me hubiese atrevido á hacer mi voluntad. ¡Oh Casio! Píndaro huirá lejos de este país, adonde ningún romano se pueda acordar de él. (Sale.—Vuelven á entrar Ticinio y Messala.)

Messala.—No es más que un cambio, Ticinio, porque Octavio está derrotado por el ejército del noble Bruto, como las legiones de Casio lo están por Antonio.

Ticinio.—Estas nuevas darán no poca satisfacción á Casio.

Messala.—¿Dónde le dejasteis?

Ticinio.—Quedó lleno de desconsuelo en esta colina con Píndaro su siervo.

Messala.—¿No es él quien yace allí en tierra?

Ticinio.—No yace como los que viven. ¡Oh dolor!

Messala.—¿No es él?

Ticinio.—No: éste era él, Messala; pero Casio ya no existe. ¡Oh sol poniente! Como tú envuelto en tus rojos rayos te sepultas en la noche, así Casio está envuelto en su roja sangre! Se ha puesto el sol de Roma! Se ha acabado nuestro día! Venid, nubes, lluvias y peligros. Nuestros hechos están consumados, y de este fué causa la desconfianza de que yo alcanzara buen éxito.

Messala.—La desconfianza del éxito ha causado este hecho! ¡Oh odioso error, engendro de la melancolía! ¿Por qué presentas á la mente de los hombres cosas que no son? ¡Oh error! Prontamente concebido, jamás alcanzas un nacimiento feliz; sino que matas á la madre que te concibió!

Ticinio.—¡Hola, Píndaro! ¿Dónde está Píndaro?

Messala.—Búscalo, Ticinio, mientras voy á encontrar al noble Bruto y á fulminarle esta noticia. Y digo bien fulminarle, porque el agudo acero y los dardos envenenados serían mejor recibidos por Bruto que la noticia de este espectáculo.

Ticinio.—Id, Messala, que entre tanto yo buscaré á Píndaro. (Sale Messala.)—¿Á qué enviarme, valiente Casio? Pues ¿no encontré a tus amigos? ¿No pusieron sobre mis sienes este laurel de victoria invitándome á que te lo diera? ¿No oíste sus aclamaciones? ¡Y todo lo interpretaste en daño tuyo! Pero toma este lauro para tu frente. Tu Bruto me encargó dártele y cumplo su encargo. Bruto, acercaos un tanto y ved cómo he considerado á Cayo Casio. Con vuestro permiso ¡oh dioses! esto es lo que cumple á un romano. Ven, espada de Casio, á encontrar el corazón de Ticinio. (Muere.—Alarma. Vuelven á entrar Messala, con Bruto, Catón el joven, Strato, Volumnio y Lucilio.)

Bruto.—¿Dónde, Messala, dónde yace su cuerpo?

Messala.—Un poco más allá; y Ticinio lo acompaña.

Bruto.—Ticinio, yace de espaldas.

Catón.—Ha muerto.

Bruto.—¡Oh Julio César! ¡Aún eres poderoso! ¡Tu espíritu nos persigue y hace tornar nuestras espadas contra nuestras propias entrañas!

Catón.—¡Valiente Ticinio! ¡Mirad cómo ha coronado á Cayo Casio muerto!

Bruto.—¿Hay todavía entre los vivos dos romanos como estos? ¡Adios, oh tú el último romano! ¡Jamás, jamás podrá producir Roma uno igual á ti! Amigos, debo á este hombre muerto más lágrimas que las que me veríais derramar. Ya encontraré tiempo, Casio, ya encontraré tiempo. Venid, pues, y enviad su cuerpo á Fhasos. No debemos hacerle funerales en el campamento, por no desalentar las tropas. Venid, Lucilio y joven Catón, vamos al campo. Labeo y Flavio, avanzad con vuestras fuerzas. Son las tres, y á fuer de romanos, probaremos fortuna antes de la noche en un segundo combate.

(Salen.)

ESCENA IV.

Alarma. Entran combatiendo soldados de ambos ejércitos. En seguida BRUTO, CATÓN, LUCILIO y otros.

Bruto.—¡Ea, compatriotas, erguid la cabeza, erguidla aún!

Catón.—¿Qué cobarde no lo hará? ¿Quién quiere seguirme? Proclamaré mi nombre por el campo. ¡Oh! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Enemigo de los tiranos y amigo de la patria! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Oh!

(Carga sobre el enemigo).

Bruto.—Y yo soy Bruto, Marco Bruto soy. Bruto, el amigo de mi patria. Sabed que yo soy Bruto. (Sale cargando al enemigo. Catón el joven es vencido y cae.)

Lucio.—¡Oh joven y noble Catón! ¿Has caído? Pues mueres tan valerosamente como Ticinio, y bien se te debe honorar como al hijo de Catón.

Soldado 1.º—¡Ríndete ó mueres!.

Lucilio.—Yo no me rindo sino para morir. Toma este dinero para que me mates pronto (le ofrece dinero); para que te honres con la muerte de Bruto.

Soldado 1.º—No debemos hacerlo. ¡Un noble prisionero!

Soldado 3.º—¡Campo! ¡Campo! Decid á Antonio que Bruto está en nuestras manos.

Soldado 1.º—Daré la nueva. Aquí viene el general. (Entra Antonio.)—¡Bruto es prisionero, señor, Bruto es prisionero!

Antonio.—¿Dónde está?

Lucilio.—En salvo. Antonio, Bruto está bastante salvo. Me atrevo á asegurarte que jamás enemigo alguno cogerá vivo al noble Bruto. Los dioses le defienden de tan gran vergüenza. Cuando le encontréis, vivo ó muerto, le hallaréis digno de sí mismo, digno de Bruto!

Antonio.—Amigo, este no es Bruto; pero te aseguro que es una presa que no vale menos. Vela por la seguridad de este hombre y trátalo con toda bondad. Prefiere tener á tales hombres por amigos que por enemigos. Marchad y ved si Bruto está vivo ó muerto, y avísanos en la tienda de Octavio de todo lo que haya acontecido.

(Salen.)

ESCENA V.

Otra parte del campo.

Entran BRUTO, DARDANIO, CLITO, STRATO y VOLUMNIO.

Bruto.—Venid, exiguo resto de amigos, y descansad en esta roca.

Clito.—Stacilio mostró la encendida antorcha, pero, señor, no ha vuelto. Ha sido cogido ó muerto.

Bruto.—Siéntate, Clito. Muerto es la palabra. Es la cosa á la moda. Escucha, Clito. (Le habla en secreto.)

Clito.—¡Qué! ¡Yo! ¡No, mi señor, no por el mundo entero!

Bruto.—Calma, pues; nada de palabras.

Clito.—Primero me mataré.

Bruto.—Oye, Dardanio. (Le habla en secreto.)

Dardanio.—¿Hacer semejante cosa, yo?

Clito.—¡Oh, Dardanio!

Dardanio.—¡Oh, Clito!

Clito.—¿Qué te pidió Bruto?

Dardanio.—Que lo matara, Clito. Mira. Está meditando.

Clito.—Está ese noble vaso tan colmado de dolor que casi se derrama por sus ojos.

Bruto.—Acércate, buen Volumnio, y escucha una palabra.

Volumnio.—¿Qué dice mi señor?

Bruto.—Esto, Volumnio. El espectro de César se me ha aparecido dos veces de noche: una en Sardis y otra anoche, aquí en el campo de Filipi. Conozco que ha llegado mi hora.

Volumnio.—No, por cierto, señor.

Bruto.—Estoy seguro de ello, Volumnio. Ya ves cómo van las cosas. Nuestros enemigos nos han batido completamente. Es más digno anticiparse que aguardar á ser forzado. Buen Volumnio, acuérdate de que íbamos juntos á la escuela. Pues te suplico por ese antiguo afecto, que tengas el puño de mi espada mientras me arrojo sobre ella.

Volumnio.—Eso no es lo que cumple á un amigo, señor.

(Nueva alarma.)

Clito.—Huíd, huíd, mi señor. Es imposible quedarse aquí.

Bruto.—Adios á vos, y á vos, y á vos, Volumnio. Strato, has estado dormido todo este tiempo. Adios á ti también, Strato. ¡Compatriotas! Mi corazón se regocija de que en toda mi vida no he encontrado un hombre que no fuese leal para mí. Más gloria tendré yo por este día de derrota que Octavio y Marco Antonio por su vil conquista. Así, adios os digo, porque la lengua de Bruto ha terminado casi la historia de su vida. La noche está suspendida sobre mis ojos y mis huesos deben descansar, ya que han trabajado sólo para llegar á esta hora. (Alarma. Gritos adentro: ¡huíd! ¡huídr')

Clito.—¡Huíd, mi señor, huíd!

Bruto.—Aléjate. Ya te seguiré.

(Salen Clito, Dardanio y Volumnio.)

Bruto.—Strato, te ruego que te quedes junto á tu señor. Tú eres un mozo digno y en tu vida ha habido algún destello de honor. Ten, pues, derecha mi espada, y vuelve el rostro á un lado, mientras me arrojo sobre ella. ¿Quieres hacerlo, Strato?

Strato.—Dadme primero vuestra mano. ¡Adios, oh mi señor!

Bruto.—Adios, buen Strato. Está tranquilo ¡oh César! ¡No tuve para tu muerte la mitad de la buena voluntad que para la mía! (Se precipita sobre su espada y muere.—Alarma. Retirada. Entran Octavio, Antonio, Messala, Lucilio y su ejército.)

Octavio.—¿Qué hombre es ese?

Messala.—El criado de mi señor. Strato: ¿dónde está tu amo?

Strato.—Libre de la servidumbre en que estáis vos, Messala. Los vencedores no podrán hacer de él sino una pira. Bruto no se rindió sino á sí mismo, y ningún otro hombre tiene el honor de su muerte.

Lucilio.—Así es cómo debía encontrarse á Bruto. Gracias ¡oh Bruto! que has probado cómo Lucilio había dicho verdad.

Octavio.—Á cuantos han servido á Bruto mantendré en mi servicio. Mozo, ¿quieres pasar tu tiempo conmigo?

Strato.—Sí, si Messala me transfiere á vos.

Octavio.—Consentid, Messala.

Messala.—¿Cómo murió mi señor, Strato?

Strato.—Mantuve su espada y se arrojó sobre ella.

Messala.—Octavio, tomadle y que os siga, pues prestó á mi señor el último servicio.

Antonio.—Este fué el más noble romano entre todos ellos. Todos los conspiradores, excepto él, hicieron lo que hicieron sólo por envidia al gran César; sólo él, al asociarse á ellos, fué guiado por un pensamiento de general honradez y del bien común á todos. Su vida era pura, y de tal modo se combinaron en él los elementos, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo: «¡Este era un hombre!»

Octavio.—Tratémosle conforme á sus virtudes, con todo respeto y solemnidad en sus funerales. Sus restos descansarán esta noche en mi tienda como los de un soldado con los debidos honores. Haced, pues, que reposen las tropas y vámonos á compartir las glorias de este afortunado día!

(Salen.)

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