Acto II

ESCENA I.

Delante de la casa de Page.

Entra la señora PAGE con una carta.

SEÑORA PAGE.

C

ómo! ¿En los alegres días de mi belleza habré escapado á las cartas de amor, y me veré ahora expuesta á ellas? Veamos:—«No me preguntéis por qué os amo, pues aunque el amor toma á la razón por su médico, jamás lo ha tomado por consejero. Ya no estáis en la primavera de la juventud ni yo tampoco, y he ahí un motivo de simpatía. Sois alegre y también lo soy. Pues más simpatía por ello. Gustáis del jerez seco y yo también. ¿Quisiérais mayores causas de simpatía? Sea suficiente para ti (si al menos el amor de un soldado puede ser suficiente) el saber que te amo. No diré compadécete de mí, porque no es frase que cuadre bien á un soldado. Pero diré «ámame.»

»Tu caballero leal
»que irá á combate mortal
»por tu amor,

»y que con luz ó sin luz
»se hará romper el testuz
»por tu favor,
 Juan Falstaff

¿Qué Herodes de Judea es este? ¡Oh mundo bellaco, pícaro mundo!

Echarla de joven y galante quien se está desmoronando de puro viejo! ¿Qué acto inmeditado ha podido sorprender en mi conversación y trato, este flamenco borracho, que así se atreve á emprender conmigo? Pues si apenas ha estado tres veces en mi sociedad! ¿Qué decirle? Entonces me contenía para no reirme, ¡Dios me perdone! Presentaré una moción, para que llevada al Parlamento sirva de freno á los hombres. ¿Cómo haré para vengarme? Porque de vengarme tengo, tan cierto como que él tiene de budín las entrañas.

(Entra la Sra. Ford.)

Sra. Ford.—¡Señora Page! Creedme que iba á vuestra casa.

Sra. Page.—Y yo os aseguro que me dirigía á la vuestra. Tenéis el aire de estar sufriendo mucho.

Sra. Ford.—No por cierto, no lo creeré nunca. Tengo algo que mostrar en prueba de lo contrario.

Sra. Page.—Pues á fe mía, que para mi modo de ver parecéis muy enferma.

Sra. Ford.—Bueno: que sea como decís. Pero dije que puedo mostrar algo para probar lo contrario. ¡Oh señora Page; aconsejadme!

Sra. Page.—¿De qué se trata, mujer?

Sra. Ford.—¡Oh mujer! ¡Á qué alto honor podría yo llegar, si no fuera por un frívolo escrúpulo de respeto!

Sra. Page.—Pues vaya enhoramala el escrúpulo y echad mano de ese honor. Bagatelas á un lado. ¿Qué cosa es?

Sra. Ford.—Podría entrar en la orden de la caballería, con sólo consentir en irme á los infiernos por una eternidad, ó una friolera semejante.

Sra. Page.—¡Cómo! ¡Tú mientes! ¡Sir Alicia Ford! Estos caballeros son todos unos benditos y así no deberías alterar la condición de tu alcurnia.

Sra. Ford.—Perdemos lastimosamente el día. Leed esto, leed y contemplad el modo como puedo alcanzar la orden de caballería. Mientras me venga á las mientes el observar la diferencia en los gustos de los hombres, pensaré lo peor acerca de los gordos. Sin embargo, él no habría dicho un juramento por nada del mundo: ensalzaba la modestia de las mujeres, y era tan ordenado y circunspecto en su reprobación de todas las inconveniencias, que yo habría jurado á favor de la entera consonancia entre sus sentimientos y sus palabras. Pero la verdad es que unos y otras no concuerdan mejor que el miserere de los salmos con la tonada de «las mangas verdes.» ¿Qué borrasca hizo que esta ballena con cien toneladas de aceite en la barriga, viniese á varar en Windsor? ¿Cómo me vengaré de él? Se me ocurre que lo mejor sería entretenerle con esperanzas, hasta que el diabólico fuego de la lujuria le hiciera derretirse en su propia grasa. ¿Quién ha oído jamás cosa semejante?

Sra. Page.—Carta por carta; pero los nombres, Page y Ford, son diferentes. He aquí, para consuelo tuyo en este misterio de malos pensamientos, la hermana gemela de tu carta; pero que la tuya sea la primer nacida y la natural heredera, pues protesto que la mía no lo será jamás. Respondo de que él tiene un millar de estas cartas con el blanco necesario para llenarlo con nombres diferentes; y estas son de la segunda edición. Sin duda alguna las hará imprimir, pues no le importa lo que ponga en prensa, desde que querría ponernos á nosotras dos. Por lo que á mí respecta, más me gustaría ser un gigante, una mujer Titán y tener sobre mí el monte Pelión. Verdaderamente que antes podría encontrar veinte tortugas lascivas que un hombre casto.

Sra. Ford.—Pues por cierto que son las cartas en todo iguales. La misma escritura, las mismas palabras. ¿Qué ha pensado de nosotras este hombre?

Sra. Page.—No lo sé, en verdad. Tentada estoy casi de armar quimera á mi propia honradez. Seguramente me tendré yo misma en el concepto que tendría de mí quien ignorase completamente lo que soy; pues á menos que haya descubierto él en mí algún lado débil que yo misma no conozco, jamás habría podido tener la audacia de abordarme de semejante modo.

Sra. Ford.—¿Llamáis á esto abordaje? Pues ya lo he de poner yo suspendido sobre cubierta.

Sra. Page.—Yo haré otro tanto. Venguémosnos de él; démosle una cita; aparentemos alentarlo en sus galanteos; y con una demora gradual y suave, llevémosle hasta que empeñe sus caballos al posadero de la Liga.

Sra. Ford.—Mientras no sea empañando el lustre de nuestra honestidad, consiento en cualquiera bellaquería contra él. ¡Oh, si hubiese visto esta carta mi marido! Habría sido un alimento eterno para sus celos!

Sra. Page.—Pues mírale ahí que viene; y mi buen esposo con él. Tan distante está de tener celos, como yo de darle causa para ellos; y esto, me atrevo á decirlo, es una distancia inconmensurable.

Sra. Ford.—De las dos, sois la más feliz.

Sra. Page.—Consultemos juntas acerca de ese gordo caballero. Venid conmigo.

(Se retiran.—Entran Ford, Pistol, Page y Nym.)

Ford.—Bueno: espero que no será así.

Pistol.—Espero es en muchos negocios un perro sin cola, un carro sin ruedas. Sir Juan es aficionado á tu esposa.

Ford.—Pero, hombre! si mi esposa no es joven!

Pistol.—El hace la corte á la dama y á la fregona, á la rica y á la pobre, á la joven y á la vieja, una tras otra, ó dos ó más á la vez. Le gusta la variedad. Ponte en guardia, Ford.

Ford.—¡Ama á mi mujer!

Pistol.—Con un calor de quemarse. Toma tus precauciones, ó te vas á encontrar de repente como aquel sir Acteón, que tenía al otro sobre los talones. ¡Oh, y qué nombre tan odioso!

Ford.—¿Qué nombre, si gustáis?

Pistol.—El nombre de cuerno. Adios. Para mientes y abre el ojo, pues de noche es cuando los ladrones están en pié. Y no esperes hasta que llegue el verano y empiecen los cuclillos á repetir la cantinela. En marcha, señor cabo Nym. Créele, Page; te habla en razón.

Ford.—Tendré paciencia hasta descubrir lo que haya en esto.

Nym.—Y es la verdad. No gusto de mentiras. Hízome agravio en algunos caprichos. Yo debía haber llevado aquella pícara carta á vuestra esposa; pero tengo una espada que me ayudará á satisfacer mi necesidad. Lo que hay en todo esto es que él ama á vuestra esposa; y lo digo y lo sostengo, como que mi nombre es Nym. Es la verdad, y Nym me llamo, y Falstaff anda enamorado de vuestra esposa. Adios. No me antojo de venderme por pan y queso, y es toda la fantasía que hay en ello.

(Sale Nym.)

Page.—«La fantasía que hay en ello,» ha dicho. Vaya un mozo capaz de volver la fantasía en sandez.

Ford.—Buscaré á Falstaff.

Page.—Jamás he oído á un bribón tan relamido y tan pesado.

Ford.—Si descubro esto, veremos.

Page.—Yo no daría fe á semejante charlatán, así respondiera por él el cura del pueblo.

Ford.—Hablaba como hombre de seso y de buena índole. Veremos.

Page.—¿Tú por aquí, Margarita?

Sra. Page.—¿Á dónde váis, Jorge? Escuchad.

Sra. Ford.—¿Qué ocurre, querido Frank? ¿Por qué estás melancólico?

Ford.—¡Melancólico! No: no estoy melancólico. Volved á casa, id.

Sra. Ford.—Juraría que tienes ahora alguna cavilación que te calienta el cerebro. ¿Queréis venir, señora Page?

Sra. Page.—Soy con vos. Vendréis á comer, Jorge. Ved quien llega. (Aparte á La señora Ford.) Ella será nuestro mensajero para el caballero bellaco.

(Entra la señora Aprisa.)

Sra. Ford.—Confiad en mí. Yo había pensado en ella, y es muy apta para el caso.

Sra. Page.—¿Venís á ver á mi hija Ana?

Aprisa.—Ciertamente, y os ruego me digáis ¿cómo está la señorita Ana?

Sra. Page.—Venid con nosotras y la veréis. Tenemos que conversar largamente con vos.

(Salen la señora Page, señora Ford y señora Aprisa.)

Page.—¿Qué tal, señor Ford?

Ford.—¿Oísteis lo que me dijo aquel bribón, no es verdad?

Page.—Sí; ¿y oísteis lo que me dijo el otro?

Ford.—¿Creéis que hablan de buena fe?

Page.—El diablo cargue con ellos. ¡Esclavos! No pienso que el caballero propusiera tal cosa; pero estos que le acusan de malas intenciones respecto de nuestras esposas, son una pareja de criados despedidos, que se hacen aún más pícaros ahora que se ven sin servicio.

Ford.—¿Eran sirvientes suyos?

Page.—Sí que lo eran.

Ford.—Pues razón de más para que la cosa me guste menos. ¿Se hospeda en la Liga?

Page.—Allí mismo. Si tal propósito abrigara él acerca de mi esposa, yo se la dejaría accesible sin estorbo alguno; y si consiguiera de ella otra cosa que una buena reprimenda, que me la claven en la frente.

Ford.—Yo no desconfío de mi mujer; pero se me haría pesado dejarlos entregados á sí solos. Puede pecar un hombre por exceso de confianza; y no quisiera yo, por cierto, que me clavaran nada en la frente. No es así como puedo quedar satisfecho.

Page.—He ahí á nuestro pomposo posadero de la Liga, que se acerca. Ó tiene vino en la testa, ó dinero en la bolsa, cuando parece tan alegre. ¿Cómo va, posadero mío?

(Entran el posadero y Pocofondo.)

Posadero.—¡Hola, mi gran picarón! Tú eres un caballero; caballero juez, digo.

Pocofondo.—Soy con vos, mi buen posadero. Buenas tardes, excelente señor Page, una y veinte veces. ¿Querríais venir con nosotros? Tenemos entre manos un pasatiempo.

Posadero.—Contadle, caballero juez, contadle, gran tuno!

Pocofondo.—Pues, señor, hay un duelo pendiente entre el señor Hugh, párroco galo, y el doctor francés Caius.

Ford.—Bien, amigo posadero de la Liga. Deseo hablaros una palabra.

Posadero.—¿Qué dices, gran bribonazo mío?

(Se van á un lado.)

Pocofondo.—(A Page.) ¿Queréis venir con nosotros á presenciar el lance? Mi alegre posadero ha tenido el encargo de medir las armas; y, á lo que pienso, les ha señalado sitios opuestos, porque, creedme, sé que el párroco no es hombre de gastar bromas. Escuchad y os diré en qué consiste nuestro juego.

Posadero.—¿Tienes algo contra mi campeón, mi caballero huésped?

Ford.—Nada, por vida mía; pero os obsequiaré con una botella de Jerez rancio si me introducís á él diciéndole que mi nombre es Brook. Es una mera chanza, pura jovialidad.

Posadero.—Venga esa mano, mi bravo. Tendrás entrada y salida francas. ¿Es bien dicho? Y te llamarás Brook. Es un caballero jovial. ¿Queréis venir, corazones míos?

Pocofondo.—Soy con vos, amigo posadero.

Page.—He oído decir que el francés maneja bien su espada.

Pocofondo.—Bah! Más podría yo decir. En estos tiempos todo se vuelve distancias, y pases, y estocadas, y qué sé yo qué más. Pero el asunto es el valor, señor Page, es el corazón aquí, aquí. Hubo tiempo en que con mi espada larga os habría hecho, á los cuatro gallardos mozos que sois, escabulliros como ratoncillos.

Posadero.—Vamos, muchachos, vamos. ¿Hemos de eternizarnos aquí?

Page.—Á vuestras órdenes. Preferiría una disputa entre ellos á una lucha.

(Salen el Posadero, Pocofondo y Page.)

Ford.—Aunque Page es loco de remate y descansa con tanta seguridad en la fidelidad de su esposa, yo no puedo prescindir de mi opinión tan fácilmente. Ella estuvo en compañía de él en casa de Page, y no se me alcanza lo que harían allí. Bueno, examinaré esto más de cerca. Tengo un disfraz para sondear á Falstaff. Si encuentro que es honrada no habré perdido mi trabajo; y si resulta que no lo es, será trabajo bien empleado.

(Sale.)

ESCENA II.

Cuarto en la posada de la Liga.

Entran FALSTAFF y FISTOL.

Falstaff.—No te prestaré ni siquiera un penique.

Pistol.—Pues entonces haré del mundo una ostra y la abriré con mi espada. Devolveré la suma en equipos.

Falstaff.—Ni un penique. He tenido á bien dejaros tomar mi nombre para que tomaseis dinero sobre prendas. He atormentado a mis amigos para que vos y vuestro compinche Nym obtuviérais tres prórrogas; ó de lo contrario habríais tenido que ir á parar tras de las rejas, como un par de monos enjaulados. Tengo el alma condenada al infierno, por haber jurado á caballeros amigos míos, que erais buenos soldados y bravos mozos, y cuando la Sra. Bridget perdió el mango de su abanico, respondí sobre mi honor de que tú no lo habías tomado.

Pistol.—¿Y no tuviste tu parte? ¿No recibiste quince peniques?

Falstaff.—Reflexiona, bribón, reflexiona. ¿Te imaginas que he de poner mi alma en peligro, gratis? En una palabra, no procures estar colgado de mí, que no he nacido para ser el patíbulo en que te han de colgar. Vete. Una cuchilla poco larga y un poco de muchedumbre, te hacen falta. Vete á tus dominios de Pickthatch, vete. No queríais llevar una carta mía, bribón! Hacéis punto de honor! Por vida mía, has de saber tú, insondable bajeza, que lo más que puedo hacer yo mismo es mantener íntegras las circunstancias de mi honor. Yo, yo, yo mismo, algunas veces, dejando el temor al cielo en mi mano izquierda, y ocultando en la necesidad mi honor, me veo precisado á buscar astucias, á acechar, á sorprender; y sin embargo vos pretendéis esconder vuestros harapos, vuestra figura de gato montés, vuestros dicharachos y vuestros brutales juramentos, bajo la capa de vuestro honor! No, no lo haréis nunca!

Pistol.—Cedo. ¿Qué más podéis exigir de un hombre?

(Entra Robin.)

Robin.—Señor, hay aquí una mujer que desea hablaros.

Falstaff.—Déjala entrar.

(Entra la Sra. Aprisa.)

Aprisa.—Buenos días á vuestra señoría.

Falstaff.—Así los tengas, buena esposa.

Aprisa.—No de esa manera, si place á vuestra señoría.

Falstaff.—Pues entonces, buena doncella.

Aprisa.—Y que podría jurarlo, como mi propia madre cuando me dió á luz.

Falstaff.—Lo creo aun sin juramento. ¿Qué se ofrece conmigo?

Aprisa.—¿Me permitirá su señoría hablarle una palabra ó dos?

Falstaff.—Dos mil, honrada mujer, y te concedo audiencia.

Aprisa.—Señor, hay una señora Ford—os ruego que vengáis un poquito más cerca.—Yo resido en casa del Dr. Caius.

Falstaff.—Bueno. Adelante. Decíais que la señora Ford.....

Aprisa.—Mucha verdad dice vuestra señoría. Os suplico que os acerquéis un poquito más.

Falstaff.—Te aseguro que nadie nos escucha. Esas gentes son de mi servicio: de mi servicio.

Aprisa.—¿En verdad? Dios los bendiga y los haga buenos servidores suyos.

Falstaff.—Bien; pero ¿qué, á propósito de la señora Ford?

Aprisa.—Por mi vida, señor, que es una criatura inmejorable, un alma de Dios! ¡Ay señor! ¡Ay señor! Y qué travieso es vuestra señoría! En fin, que el cielo nos perdone, á vos y á todos nosotros!

Falstaff.—La señora Ford..... Vamos al caso. La señora Ford.....

Aprisa.—Pues allá va todo el asunto en dos palabras. Le habéis trastornado la cabeza de una manera asombrosa! No podría haberlo conseguido el mejor de cuantos galanes luce la corte cuando viene á Windsor. Y os aseguro que han venido caballeros y lores, uno tras otro, en sus carruajes. Os lo aseguro, coche tras coche, carta tras carta, presente tras presente, y todo tan lleno de olor de algalia y tan envuelto en oro y seda, y con mensajes en tan elegantes términos y tan almibarados con la más fina y mejor azúcar, que no habría habido corazón de mujer capaz de resistir. Pues á pesar de todo, os garantizo que no consiguieron ni una guiñada. Yo misma recibí esta mañana un obsequio, veinte ángeles; pero desafío á todos los ángeles á que consigan nada por otro camino que la honradez. Ni el más encopetado de todos logró alcanzar de ella, vamos, lo que es un sorbo de una taza; y eso que había condes, y lo que es aún más, pensionistas! Pero os aseguro que con ella todo sale á lo mismo.

Falstaff.—Pero ¿qué dice de mí? Sed lacónica, mi señora Mercurio.

Aprisa.—Por cierto que recibió vuestra carta, por la cual os da mil veces las gracias, y desea que tengáis aviso de que su esposo estará fuera de casa entre las diez y las once.

Falstaff.—¿Entre diez y once?

Aprisa.—Sí, exactamente. Y en ese tiempo podréis ir á ver la pintura que sabéis, y su esposo, el señor Ford, no estará en casa. ¡Ay! ¡qué vida lleva la pobrecita con él! Es un hombre tan celoso, que la hace pasar la mar á pié, como dicen. ¡Pobre palomita!

Falstaff.—Entre diez y once. Preséntale mis cumplimientos. No dejaré de ser puntual á la cita.

Aprisa.—Muy bien dicho; pero tengo otro mensaje para vuestra señoría. La señora Page os presenta también sus más afectuosos cumplimientos—y dejad que os lo diga muy en secreto—es una esposa recatada y virtuosa, como la mejor que pueda haber en Windsor, y que jamás falta al rezo de la mañana y de la tarde. Me ha pedido decir á vuestra señoría, que su marido sale muy raras veces de casa, pero que tiene ella la esperanza de que no faltará una oportunidad. Jamás, en los días de mi vida, he visto á una mujer tan apasionada de un hombre. Seguramente tenéis alguna magia para encantarlas.

Falstaff.—Os aseguro que no. Fuera del natural atractivo en mi persona, no tengo encantos.

Aprisa.—Pues Dios os bendiga por ellos, mi feliz señor!

Falstaff.—Sólo te ruego que me digas esto: ¿saben la esposa de Ford y la de Page, cada una, que la otra está enamorada de mí?

Aprisa.—Pues bonita la habríamos hecho! Espero que no son tan estúpidas. Por cierto que eso no habría sido sino una treta. Pero la señora Page desea que á todo trance le enviéis á vuestro pajecito. Su esposo tiene un afecto singular hacia éste, y os aseguro que el señor Page es todo un hombre de bien. No hay en Windsor esposos mejor avenidos; como que él hace lo que ella quiere, dice lo que se le antoja, toma cuanto le pide y paga cuanto toma: se acuesta cuando ella lo desea, se levanta cuando se lo dice, y en todo y por todo no se hace en la casa sino lo que ella ordena. Y en verdad que lo merece; porque si hay en Windsor una excelente mujer, es ella. Debéis enviarle vuestro paje, no hay remedio.

Falstaff.—Por supuesto que lo haré.

Aprisa.—Bien; pues manos á la obra. Pero mientras él hace el corre-vé-y-díle entre vosotros dos, cuidad de que haya siempre una excusa ó pretexto ostensible, para que comprendiendo vosotros vuestra buena intención, él no pueda caer en sospecha alguna, pues no está bien que los muchachos entren en malicia. Los viejos, como sabéis, tenemos discreción y conocemos el mundo.

Falstaff.—Adios. Hazme presente á las dos señoras. He aquí mi bolsa, y todavía me reconozco por deudor tuyo. Muchacho, vé con esta mujer. ¡Esta noticia me tiene aturdido!

(Salen la señora Aprisa y Robin.)

Pistol.—Esta galera vieja es uno de los mensajeros de Cupido. Forcemos velas, démosle caza, vamos al abordaje, hagamos fuego y será mía la presa, ó que el Océano nos trague á todos!

(Sale Pistol.)

Falstaff.—¿Con que esas tenemos, mi viejo Falstaff? Sigue adelante, que todavía sacaré de tu viejo cuerpo más que en los tiempos pasados. ¿Todavía te persiguen ellas? Y después de tanto dinero perdido, ¿vas á entrar ahora en ganancias? Gracias, cuerpo mío. Que digan enhorabuena que ha sido hecho groseramente. Con tal de que se gane bastante, ¿qué importa?

(Entra Bardolfo.)

Bardolfo.—Señor Juan, hay abajo un señor Brook que desea hablaros y entrar en relación con vos, y ha enviado para vuestra señoría una bota de jerez seco.

Falstaff.—¿Dices que se llama Brook?

Bardolfo.—Sí, señor.

Falstaff.—Hazle venir. (Sale Bardolfo.) Esta clase de Brooks, que derrama semejante licor, es siempre bienvenida. Ah! ah! Señora Ford, señora Page, ¿no os he atrapado mal, eh? Adelante, adelante, via!

(Vuelve á entrar Bardolfo, con Ford disfrazado.)

Ford.—Dios os guarde, señor.

Falstaff.—Y á vos. ¿Deseáis hablar conmigo?

Ford.—Temo ser demasiado audaz, presentándome en vuestra casa sin preparativo alguno.

Falstaff.—Sois bien venido. ¿Qué deseáis? Retírate, mozo.

(Sale Bardolfo.)

Ford.—Soy un caballero que ha gastado excesivamente. Me llamo Brook.

Falstaff.—Mi buen señor Brook, me alegraré de conoceros más íntimamente.

Ford.—El mismo deseo me anima respecto de vos; pues debo declararos que me considero en mejor situación que la vuestra para prestar dineros. Y esto me ha animado un tanto á entrar aquí inoportunamente, como un intruso; pero dicen que cuando el dinero hace veces de introductor, todas las puertas se abren.

Falstaff.—El dinero es un valeroso soldado, que siempre sale adelante en sus empresas.

Ford.—Por cierto. Y he aquí que tengo este saco de dinero que me molesta; y si queréis, señor Juan, tomar todo ó la mitad de él, ese peso menos tendré que llevar.

Falstaff.—No sé en verdad, señor, cómo podré merecer el ayudaros de este modo.

Ford.—Os lo diré si queréis escucharme.

Falstaff.—Hablad, mi buen señor Brook. Me encantará ser vuestro auxiliar.

Ford.—Dicen que sois instruído. Por tanto, seré lacónico. Os conozco de tiempo atrás, aunque nunca haya tenido tan buena ocasión como deseaba para entrar en relación con vos. Y ahora debo haceros una revelación que pondrá al descubierto muchas de mis imperfecciones; pero, buen sir Juan, si fijáis la vista en mis locuras, á medida que os las refiera, acordaos al mismo tiempo de echar una mirada á las vuestras, á fin de que me sea menos penosa la censura, sabiendo que vos mismo conocéis cuán fácil es caer en semejantes debilidades.

Falstaff.—Perfectamente. Proseguid.

Ford.—Hay en esta ciudad una señora cuyo marido se llama Ford.

Falstaff.—¿Y bien?

Ford.—Hace mucho tiempo que la amo, y os aseguro que no es poco lo que he gastado por ella. La he seguido con la perseverancia más obstinada: he multiplicado las ocasiones de encontrarme con ella; he promovido hasta las más leves oportunidades de alcanzar siquiera á verla un instante: no solamente he gastado con profusión en obsequiarla, sino que he dado mucho dinero por saber lo que ella querría dar: en una palabra, la he perseguido como me ha perseguido á mí el amor, esto es, tomando al vuelo todas las ocasiones posibles. Pero cualquiera que haya sido mi merecimiento, ya por el afecto, ya por los medios, ninguna recompensa he recibido, á no ser que la experiencia sea, como dicen, una joya, y en este caso la he comprado á precio fabuloso. Esto me ha enseñado que:

 Amor cual sombra se aleja
de quien sincero le sigue.
Deja á aquel que le persigue,
y persigue á quien le deja.


Falstaff.—¿Y nunca habéis obtenido promesa alguna de satisfacción?

Ford.—Nunca.

Falstaff.—¿Y no la habéis acosado para ello?

Ford.—Nunca.

Falstaff.—¿Pues entonces qué clase de amor era el vuestro?

Ford.—Como una bella casa fabricada en el terreno de otro hombre; de modo que he perdido mi edificio por haber equivocado el sitio donde había de erigirlo.

Falstaff.—¿Y cuál es vuestro propósito al descubrirme todo esto?

Ford.—Cuando os lo haya dicho, lo habré dicho todo. Dicen algunas personas que, aun cuando ella aparece honrada ante mí, sin embargo suele llevar su alegría á tal punto, que se hacen sobre ella poco piadosos comentarios. Y vengo ahora á lo esencial de mi propósito. Vos sois un caballero perfectamente educado, admirable en el discurso, bien acogido en la mejor sociedad, valioso por la posición y la persona, y reconocido por muchas eminentes cualidades de guerra, de corte y de ciencia.

Falstaff.—¡Oh! Me abrumáis!

Ford.—Debéis creerme, pues tenéis conciencia de todo esto. Aquí tenéis dinero: gastadlo; gastadlo todo; gastad más; gastad cuanto tengo; y en cambio, concededme solamente aquella parte de vuestro tiempo que baste á poner un asedio amoroso á la honestidad de la mujer de Ford. Emplead para conquistarla todos los recursos de vuestro arte; que si hombre alguno puede triunfar de ella, ninguno lo podría más pronto que vos.

Falstaff.—¿Y cómo puede conciliarse la vehemencia de vuestra pasión, con la idea de que yo me apodere de lo mismo que anheláis disfrutar? Se me figura que os servís de un remedio en extremo ineficaz.

Ford.—¡Oh! Comprended mi intento. Está esa mujer tan encastillada en la excelencia de su honor, que no me atrevo á presentarle la locura de mi alma. Es como una luz que no puedo mirar de frente porque me deslumbra. Ahora bien: si pudiera acercarme á ella con alguna prueba de su verdadera fragilidad en la mano, mis exigencias y pretensiones tendrían un fundamento para hacerse valer: ella quedaría desalojada entonces de ese atrincheramiento de su pureza, su reputación, su juramento de fidelidad al esposo, y de las otras mil defensas que ahora la hacen inexpugnable para mí. ¿Qué pensáis de este plan?

Falstaff.—Amigo Brook, principiaré por tratar sin ceremonia vuestro dinero; dadme vuestra mano en seguida; y, por último, tan cierto como que soy un caballero, podréis, si queréis, gozar de la esposa de Ford.

Ford.—¡Oh mi buen amigo!

Falstaff.—Señor Brook, os digo que será así.

Ford.—No os faltará dinero, no; lo tendréis de sobra.

Falstaff.—Ni vos necesitaréis una señora Ford, pues la tendréis. Yo estaré con ella (podéis estar seguro de lo que os digo), entre las diez y las once, por cita que ella misma me ha dado. Precisamente cuando llegabais, acababa de salir su asistente, emisaria ó corre-vé-y-dile. Digo que estaré con ella entre las diez y las once, pues á esa hora se hallará ausente el bellaco del marido. Venid por la noche y sabréis el progreso que habré alcanzado.

Ford.—Ah! vuestra amistad es una bendición para mí! ¿Conocéis, por ventura, á Ford?

Falstaff.—Que el diablo cargue con ese pobre bellaco cornudo! No le conozco pero le hago injusticia al llamarle pobre; pues dicen que ese celoso cornudo tiene montones de oro, y por esto mismo me parece su mujer muy apetecible. Me serviré de ella como de llave para abrir el cofre del cornudo bribón, y allí tendré mi cosecha.

Ford.—Me alegraría de que conociéseis á Ford á fin de que le evitéis si le encontráis.

Falstaff.—Vaya al diablo ese tuno, estatua de manteca salada! Le haré perder el seso de un susto; le espantaré con mi bastón, levantado como un meteoro sobre sus astas de cornudo. Veréis, señor Brook, cómo haré lo que quiera de ese paisano, y cómo os acostaréis con su esposa. Venid esta noche temprano. Ford es un bribón y yo le añadiré lo que le falta. Vos, amigo Brook, conoceréis pronto que es bribón y cornudo. Venid temprano esta noche.

(Sale.)

Ford.—¡Qué infernal pillo sibarita es éste! El corazón me quiere estallar de impaciencia! Mi mujer le ha dado cita, queda fijada la hora, y el convenio está hecho! ¿Qué hombre lo habría pensado? ¡Oh! ¡Qué infierno es tener una mujer falsa! La deshonra para mi lecho, el robo para mi caudal, la burla y el escarnio para mi reputación! Y no solamente he de recibir estos viles ultrajes, sino que he de sobrellevar los más abominables dictados de boca del mismo que me infama con los hechos! Dictados! Nombres! Satanás, Lucifer, Amaimón, todo eso suena bien, aunque sean dictados de demonios, nombres de desalmados. Pero ¡cornudo! ¡Complaciente cornudo! Ni el diablo mismo se resigna á llevar semejante nombre! Page es un asno, asno de nacimiento. Confía en su mujer y no es celoso. Antes confiaría yo mi manteca á un flamenco, mi queso al cura galo Hugh, mi botella de aguardiente á un irlandés, ó mi caballo de más estima á un ladrón, que confiar á mi mujer á sí propia. Entonces urde, trama, intriga; y han de ejecutar lo que les viene á la mente: lo han de ejecutar, cueste lo que costare. ¡Gracias al cielo por mis celos! Las once es la hora. Evitaré esto, sorprenderé á mi mujer, me vengaré de Falstaff y me reiré de Page. Voy á atender á ello. Vale más que sea tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde. Vaya! vaya! vaya! ¡Cornudo!... ¡cornudo!... ¡cornudo!...

(Sale.)

ESCENA III.

Parque de Windsor.

Entran CAIUS y RUGBI.

Caius.—¿Rugbi?

Rugbi.—Señor.

Caius.—¿Qué hora es?

Rugbi.—Ha pasado, señor, la hora en que sir Hugh prometió venir.

Caius.—Por mi vida, que ha salvado su alma con no venir. Ha rezado bien en su biblia, cuando no ha venido. Voto á sanes, Rugbi, que si viene, es hombre muerto!

Rugbi.—No es tonto, señor. Él sabe bien que vuestra señoría lo habría muerto si hubiese venido.

Caius.—Vive Dios, que no hay arenque tan muerto como él cuando yo lo mate. Voy á decirte el modo cómo he de matarle.

Rugbi.—¡Ay, señor! Yo no entiendo de esgrima.

Caius.—Toma tu espada, canalla.

Rugbi.—Tened calma. Aquí viene gente.

(Entran el posadero, Pocofondo, Slender y Page.)

Posadero.—Dios te bendiga, bravo doctor.

Pocofondo.—Él os salve, señor doctor Caius.

Page.—¿Qué tal, mi buen doctor?

Slender.—Os deseo buen día, señor.

Caius.—¿Á qué habéis venido todos, uno, dos, tres, cuatro?

Posadero.—Á verte batiéndote, yendo á fondo, parando, replicando, yendo de aquí para allí, dando golpes de punta y de filo, haciendo tus pases, dando tus estocadas en tercia, en cuarta, y, en fin, tu flanconada. ¿Ha muerto, etíope mío? ¿Ha muerto, Francisco mío? ¡Ah, bravo! ¿Qué dice mi Esculapio, mi Galeno? ¿Mi corazón de saúco? Ah! ¿Está muerto, bravo Stale? ¿Está muerto?

Caius.—Voto á cribas! Es el clérigo más cobarde del mundo. No se ha dejado ver la cara!

Posadero.—Eres un rey de Castilla, un Héctor de Grecia, muchacho mío!

Caius.—Dad testimonio, os ruego, de que le he esperado dos y tres horas y que no ha venido.

Pocofondo.—Es el más prudente, señor doctor. Él es curador de almas y vos lo sois de cuerpos. Si os batís, váis directamente contra toda la índole de vuestra profesión. ¿No es así, señor Page?

Page.—Vos mismo, señor Pocofondo, habéis sido gran duelista, aunque ahora sois hombre de paz.

Pocofondo.—Puñales! Amigo Page, viejo y hombre de paz como me véis, cuando veo una espada, me comen los dedos por menearla; pues aunque seamos jueces y doctores y gente de iglesia, nos queda aún algo del brío de la juventud. Somos hijos de mujeres, amigo Page.

Page.—No hay duda de ello, señor Pocofondo.

Pocofondo.—Así se ha de descubrir, señor Page. Señor doctor Caius, he venido para llevaros á casa. Estoy juramentado para la paz. Habéis probado ser un médico prudente, y el señor Hugh ha probado ser un prudente y sufrido sacerdote. Tenéis que venir conmigo, señor doctor.

Posadero.—Perdonad, juez-huésped. Una palabra, señor Aguaturbia.

Caius.—¡Aguaturbia! ¿Qué significa eso?

Posadero.—En nuestro idioma, quiere decir valentía, bravo mío.

Caius.—¡Voto á san! que entonces tengo tanta agua turbia como cualquier inglés. ¡Ah, perro sarnoso de clérigo! Voto á tantos que le he de cortar las orejas!

Posadero.—Te clavará los dientes de firme, bravo mío.

Caius.—¿Qué es eso de clavar los dientes?

Posadero.—Es decir que te dará satisfacciones.

Caius.—Pues por vida mía que tendrá que hacerlo, porque yo he de tenerlas.

Posadero.—Y yo le provocaré á ello, ó que se vaya á paseo.

Caius.—Y os doy gracias por esto.

Posadero.—Y además, bravo mío... Pero ante todo, señor huésped, señor Page y caballero Slender, id por la ciudad hasta Frogmore.

(Aparte á éstos.)

Page.—¿Está allí el señor Hugh?

Posadero.—Allí está. Ved en qué disposición se encuentra, y yo haré venir al doctor por entre los campos. ¿Os parece bien?

Pocofondo.—Así lo haremos.

Page.

Adios, amigo doctor.

Pocofondo.

Slender.

(Salen Page, Pocofondo y Slender.)

Caius.—¡Voto á....! que he de matar al clérigo, porque se pone á hablar á Ana Page en favor de ese pedazo de mico!

Posadero.—Que muera en buen hora! Pero primero calma tu impaciencia, echa agua fría sobre tu cólera, ven conmigo al través de los campos hasta Frogmore, y te guiaré á la quinta donde está Ana Page en una fiesta, y allí la conquistarás. ¿Digo bien?

Caius.—Por vida de...! que os lo agradezco. Por vida de...! que os amo, y os he de procurar la amistad de mis clientes, caballeros, nobles y lores.

Posadero.—Por todo lo cual seré tu adversario con Ana Page. ¿Digo bien?

Caius.—Por mi alma que está bien, muy bien dicho.

Posadero.—Pues entonces, en marcha.

Caius.—Ven tras de mí, Rugby.

(Salen.)

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