Acto III

ESCENA I.

Campo cerca de Frogmore.

Entran Sir HUGH EVANS y SIMPLE.

EVANS.

O

s ruego me digáis, buen servidor del señor Slender, y amigo Simple por vuestro nombre, ¿de qué manera habéis buscado al señor Caius, que se da el título de «Doctor en medicina?»

Simple.—En verdad, señor, le busqué en el distrito de la ciudad y en el del parque, en todas direcciones: en el antiguo camino de Windsor, y en todos los demás, excepto el de la ciudad.

Evans.—Pues deseo con la mayor vehemencia, que busquéis también en ese camino.

Simple.—Así lo haré.

Evans.—¡Dios me asista! ¡Cuán lleno estoy de cólera y de incertidumbre! Me alegraré de que él me haya engañado. ¡Qué melancólico estoy! En la primera oportunidad le haré salir la cruz de los calzones por la copa del sombrero, á ese bribón! ¡Dios me asista!

(Canta.)

 Junto al claro riachuelo
á cuya bella cascada
canta el ave en la alborada
madrigales desde el cielo,
formaremos á la sombra,
sobre el musgo y entre flores
ricas de aroma y colores,
un lecho de blanda alfombra.


¡Válgame Dios! ¡Y qué gana tengo de llorar!

Canta el ave melodiosa
madrigales desde el cielo,
un lecho me brinda el suelo
de césped, clavel y rosa
junto al claro riachuelo,
 etc., etc.


Simple.—Señor Hugh, vedle que viene por allí abajo.

Evans.—Bien venido.

Junto al claro riachuelo,
á cuya bella cascada....


¡Que el cielo ayude al que tenga justicia! ¿Qué armas trae?

Simple.—Ninguna, señor. Vienen mi amo el señor Slender y otro caballero de Frogmore, y se dirigen hacia aquí.

Evans.—Bien. Dame mi toga; ó más bien, tenla en tu brazo.

(Entran Page, Pocofondo y Slender.)

Pocofondo.—¿Qué tal, señor cura? Buenos días, buen señor Hugh. Quien quiera hacer una maravilla, que separe de los dados á un jugador y dé su libro á un estudiante.

Slender.—¡Ah, dulce Ana Page!

Page.—Dios os guarde, buen señor Hugh.

Evans.—Él os bendiga á todos por su misericordia.

Pocofondo.—¡Qué! ¿La espada y la palabra? ¿Estudiáis una y otra, señor cura?

Page.—¿Y todavía andáis en cuerpo, como un jovencito, en un día tan crudo y reumático?

Evans.—Hay motivos y razones para ello.

Page.—Hemos venido á encontraros, señor cura, con ánima de hacer una buena acción.

Evans.—Muy bien. ¿Cuál es?

Page.—Allá hay un venerable caballero, que juzgándose ofendido por alguna persona, está en la más terrible lucha que se pueda ver con su propia gravedad y paciencia.

Pocofondo.—Ochenta y pico de años he vivido, y nunca he visto á hombre de su posición, gravedad y saber, tan celoso de su propio respeto.

Evans.—¿Quién es?

Page.—Pienso que le conocéis. Es el señor doctor Caius, el reputado médico francés.

Evans.—¡Por Dios y todos los santos del cielo! Preferiría hablar de un hervido de coles!

Page.—¿Por qué?

Evans.—Porque no sabe jota de Hipócrates y Galeno. Y además es un bribón: tan cobarde bribón, como el que más de cuantos pudiérais conocer.

Page.—Os aseguro que este es quien se batiría con él.

Slender.—¡Oh dulce Ana Page!

Pocofondo.—Así parece, por sus armas. Mantenedles separados: aquí viene el doctor Caius.

(Entran el posadero, Caius y Rugbi.)

Page.—No, señor cura: no desnudéis vuestra arma.

Pocofondo.—Ni tampoco vos, mi buen doctor.

Posadero.—Desarmadles y dejad que discutan. Así conservarán ilesos sus miembros y no harán trizas sino nuestro idioma.

Caius.—Dejadme deciros una palabra al oído, si gustáis. ¿Por qué evitáis el encuentro conmigo?

Evans.—Tened un poco de paciencia, os ruego. Ya vendrá el momento oportuno.

Caius.—¡Voto á san! que sois un cobarde, un perro, un mico!

Evans.—Os suplico que no nos hagáis el hazme-reir del buen humor de otras personas. Deseo vuestra amistad, y de un modo ú otro os dejaré satisfecho. (En voz baja.) Os he de sacar á puntapiés la cruz del calzón por la cabeza, gran bellaco, para que no os burléis de citas y compromisos de honor.

Caius.—¡Al diablo! Jack Ruby, y vos, hostelero de la Liga, ¿no le esperé para matarle? ¿No estuve en el sitio designado?

Evans.—Tan cierto como que soy cristiano, este es el sitio que se había señalado. Que lo diga el mismo hostelero de la Liga.

Posadero.—¡Paz! ¡Paz, digo, entre Gales y la Galia! entre galo y francés! Paz entre el que cura el alma y el que cura el cuerpo!

Caius.—Sí, eso es muy bueno, excelente!

Posadero.—Paz, digo. Decid si el posadero de la Liga no es un político sutil, si no es un Maquiavelo! ¿Perderé á mi médico? No! Él es quien me da las pociones y mociones. ¿Perderé á mi cura? ¿Á mi sacerdote? ¿Á mi amigo Hugh? No. El me da los proverbios y los pater-noster. Dame tu mano, hombre terreno, así. Dadme la tuya, hombre místico, así. No sois más que niños en la astucia. Os he engañado á ambos, dirigiéndoos á diferentes lugares para que no pudiérais encontraros. Vuestros corazones están llenos de vigor, vuestros cuerpos ilesos, y el desenlace debe ser una libación de vino jerez. Ea! guárdense esas armas para empeño. Sígueme, hombre de paz. Seguidme, seguidme.

Pocofondo.—Contad conmigo, huésped. Seguid, caballeros, seguid.

Slender.—¡Oh dulce Ana Page!

(Salen Pocofondo, Slender, Page y el posadero.)

Caius.—¡Ah! Ya caigo en cuenta. Nos ha hecho pasar por un par de tontos! ah! ah!

Evans.—Está muy bien. Se ha reído de nosotros. Deseo que vos y yo seamos amigos, y vamos concertando juntos el modo de vengarnos de este despreciable, sarnoso y tahur compañero, el posadero de la Liga.

Caius.—¡Voto á! Con todo mi corazón. Me prometió conducirme á donde Ana Page y también me ha engañado!

Evans.—Bueno. He de romperle la crisma. Tened la bondad de venir conmigo.

(Salen.)

ESCENA II.

Una calle de Windsor.

Entran la señora PAGE y ROBIN.

Sra. Page.—No; sigue adelante, galancito mío. Tú debías ir detrás y ahora vas á la cabeza. ¿Te gusta más hacer que te sigan mis ojos, ó seguir con los tuyos los talones de tu señor?

Robin.—Á fe mía que prefiero ir delante como un hombre, que seguirle como un enano.

Sra. Page.—¡Oh! Eres un chico zalamero. Veo que pararás en cortesano.

(Entra Ford.)

Ford.—Me alegro de encontraros, señora Page. ¿Á dónde vais?

Sra. Page.—Por cierto que á ver á vuestra esposa. ¿Está en casa?

Ford.—Sí, y tan ociosa, por falta de compañía, que no sé cómo no se le caen los cuartos. Se me figura que, si muriesen vuestros maridos, os casaríais las dos.

Sra. Page.—De seguro; con otros dos maridos.

Ford.—¿Dónde hubisteis este bonito gallo de campanario?

Sra. Page.—Por nada puedo acordarme del nombre del sujeto de quien lo tuvo mi esposo. Muchacho ¿cómo se llama tu señor?

Robin.—El señor Juan Falstaff.

Ford.—¡El señor Juan Falstaff!

Sra. Page.—El mismo. Nunca puedo dar con su nombre. Hay tanta intimidad entre mi buen hombre y él! ¿Es seguro que vuestra esposa está en casa?

Ford.—Seguro que está allí.

Sra. Page.—Con vuestro permiso. Estoy impaciente por verla.

(Salen la señora Page y Robin.)

Ford.—¿Tiene Page sesos? ¿Tiene ojos? ¿Tiene algo como entendimiento? Pues si los tiene, no hay duda de que están dormidos: no le sirven para nada. Por cierto que este muchacho llevara una carta veinte millas, con tanta facilidad como un cañón arroja una bala, punto en blanco, á doscientas cuarenta yardas. Page da rienda suelta á la inclinación de su esposa; da impulso y facilidades á su insensatez; y ahora va á donde mi mujer, y la acompaña el muchacho de servicio de Falstaff! Un ciego podría ver al través de esto. ¡La acompaña el muchacho de Falstaff! ¡Bien urdidas están las intrigas! Y nuestras mujeres se juntan para condenarse¡Bueno. Me apoderaré de él; en seguida torturaré á mi esposa, arrancaré la máscara de falsa modestia de la hipócrita señora Page, exhibiré á Page como un Acteón voluntario; y á estos violentos procederes, todos mis vecinos dirán amen. (Se oye el reloj dar horas.) El reloj me da el aviso, y mi certeza me invita á hacer un registro. Allí encontraré á Falstaff; y seré más encomiado que ridiculizado por esto; porque tan seguro es que Falstaff está allí como que la tierra está bajo los piés. Iré. (Entran Page, Pocofondo, Slender, el posadero, sir Hugh Evans, Caius y Rugbi.)

Pocofondo, Page, ETC.—Pláceme veros, señor Ford.

Ford.—Una buena reunión, á fe mía. Hay una buena mesa hoy en casa; y os ruego á todos que me acompañéis.

Pocofondo.—Debo ofreceros mis excusas, señor Ford.

Slender.—Y yo igualmente, señor. Estamos comprometidos á comer donde la señorita Ana, y no le faltaría por ninguna suma de dinero que se pueda contar.

Pocofondo.—Hemos disertado sobre unas bodas entre Ana Page y mi primo Slender, y hoy debemos recibir la respuesta.

Slender.—Espero contar con vuestro favor, padre Page.

Page.—Tenéis mi buena voluntad, señor Slender. Estoy enteramente á favor vuestro; pero mi esposa, señor doctor, está no menos decidida por vos.

Caius.—Y ¡por vida de...! que la doncella está enamorada de mí; que así me lo ha dicho mi aya, la señora Aprisa.

Posadero.—¿Y qué decís al joven señor Fenton? Él baila, tiene el brillo de la juventud, escribe versos, habla alegremente, y tiene olor de Abril y Mayo. Él ganará la partida; él ganará la partida. Eso está en la masa de la sangre. Ganará la partida.

Page.—No con mi consentimiento, os lo aseguro. No es un caballero apetecible. Era asociado y compinche del príncipe disoluto y de Poins. Pertenece á una región demasiado elevada, y tiene demasiado mundo. No. No será con mi caudal con lo que ha de echar un remiendo á su fortuna. Si ha de tomar á mi hija, la tomará á ella sola; pues la riqueza que poseo, será dirigida por mi voluntad; y mi voluntad no se dirige hacia ese lado.

Ford.—Os suplico lo más encarecidamente que algunos de vosotros vengáis á casa á comer conmigo; pues fuera de la mesa, habrá una buena diversión: os haré ver un monstruo. Vendréis, señor doctor; y también vos, señor Page; y vos, señor Hugh.

Pocofondo.—Bien: quedad con Dios. Así tendremos más libertad para los asuntos matrimoniales en casa del señor Page.

(Salen Pocofondo y Slender.)

Caius.—Vete á casa, Rugbi. Ya iré yo.

(Sale Rugbi.)

Posadero.—Adios, amigos de mi alma. Me voy donde mi honrado huésped el caballero Falstaff á beber con él un trago de vino de España.

(Sale el posadero.)

Ford.—(Aparte.) Creo que primero beberé vino de pipa con él. Ya le haré bailar. ¿Queréis venir, buenos amigos?

Todos.—Somos con vos, para ver el monstruo.

(Salen.)

ESCENA III.

Cuarto en casa de Ford.

Entran la señora FORD y la señora PAGE.

Sra. Ford.—¡Hola, Juan! ¡Hola, Roberto!

Sra. Page.—Pronto, pronto. Es en la canasta...

Sra. Ford.—Por vida mía. ¡Hola, Robin, ¿oyes?

(Entran criados con una canasta.)

Sra. Page.—Venid, venid.

Sra. Ford.—Ponedla aquí.

Sra. Page.—Dad la orden á vuestras gentes. No tenemos tiempo que perder.

Sra. Ford.—Entended, como os tengo dicho, Juan y Roberto, que debéis estar listos aquí cerca, en la cervecería; y en el mismo instante en que yo os llame, venid, sin dilación ni tropiezo, y tomad esta canasta en vuestros hombros. Con ella iréis á toda prisa hacia los lavaderos de la ciénaga de Datchet, y la vaciaréis en la zanja cenagosa que está junto a la margen del Támesis.

Sra. Page.—¿Lo haréis así?

Sra. Ford.—Les he hecho el encargo una y otra vez. No son instrucciones lo que les falta. Idos, y acudid en el momento en que os llame.

(Salen los criados.)

Sra. Page.—Aquí viene el rapazuelo Robin.

(Entra Robin.)

Sra. Ford.—¿Qué tal, chiquitín mío? ¿Qué nuevas traes?

Robin.—Mi amo sir Juan, ha venido á la puerta falsa, señora, y solicita vuestra compañía.

Sra. Page.—Y tú, rapazuelo prestado, ¿no nos has hecho alguna mala partida?

Robin.—Puedo jurar que no. Mi señor no sabe que estais aquí, y me ha amenazado con despedirme si os digo la menor palabra, pues jura que me pondría á la puerta.

Sra. Page.—Eres un buen muchacho, y tu sigilo te servirá de sastre; como que le deberás un vestido nuevo. Voy á esconderme.

Sra. Ford.—Hacedlo. Vé á decir á tu señor que estoy sola. Señora Page, no os olvidéis de la señal.

(Sale Robin.)

Sra. Page.—Te lo garantizo. Si no desempeño mi papel, sílvame.

(Sale la Sra. Page.)

Sra. Ford.—Pues á ello. Nos serviremos de esta pestilente humedad, de esta grosera calabaza, y le enseñaremos á distinguir las flores de los guijarros.

(Entra Falstaff.)

Falstaff.—¿Te he alcanzado al fin, celeste joya mía? Pues ahora debería yo morir, ya que he vivido bastante tiempo para ver coronada mi ambición. ¡Oh! ¡Bendita hora!

Sra. Ford.—¡Oh simpático sir Juan!

Falstaff.—Señora Ford, no puedo lisonjear, no puedo charlar, señora Ford. Ahora mi deseo es pecaminoso: quisiera que estuviese muerto vuestro marido. En presencia del más encumbrado lord lo diría: te haría mi esposa.

Sra. Ford.—¡Yo, esposa vuestra, sir Juan! Sería una muy pobre esposa para vos.

Falstaff.—No la hay igual en toda la corte de Francia! Veo cómo tu mirada rivaliza con el brillo del diamante; tienes en las cejas el arco armonioso que corresponde á un modelo veneciano ricamente adornado.

Sra. Ford.—Un modesto pañuelo es todo lo que puede venirles bien. Y aun eso, lo dudo.

Falstaff.—Es una traición lo que te haces hablando así. Harías en todo rigor una excelente dama de corte; y tu paso firme y elástico, daría á tu talle la más seductora oscilación bajo los semicírculos de la crinolina. Bien veo lo que serías si no te fuera adversa la fortuna; pero la naturaleza te ha favorecido, y esto no puedes ocultarlo.

Sra. Ford.—Creedme, no tengo tales atractivos.

Falstaff.—¿Pues por qué te he amado? Esto solo basta para convencerte de que hay en ti algo de extraordinario. Vamos, yo no puedo adular y decir que eres esto y aquello, como tantos de esos remilgados pisaverdes que se presentan como mujeres disfrazadas de hombre y perfumados de piés á cabeza. No, no puedo hacerlo, pero te amo, á ti, á ti sola, y lo mereces.

Sra. Ford.—Pero no me traicionéis. Mucho me temo que amáis á la Sra. Page.

Falstaff.—Tanto valdría que dijeras que me gusta ir á parar á la cárcel; cosa que me halaga tanto como el vapor de cal viva.

Sra. Ford.—Bueno. El cielo sabe cuánto os amo, y algún día os convenceréis de ello.

Falstaff.—No varíes de pensamiento, que yo mereceré tu amor.

Sra. Ford.—Nunca, debo decíroslo, si no variáis vos mismo; pues entonces no podría pensar del mismo modo.

Robin.—(Adentro.) ¡Señora Ford! ¡Señora Ford! La señora Page está á la puerta, toda sudando y jadeando y con la cara despavorida, y dice que tiene que hablaros inmediatamente.

Falstaff.—Es necesario que no me vea. Me ocultaré aquí detrás de este tapiz.

Sra. Ford.—Hacedlo. Es una mujer muy chismosa. (Falstaff se oculta.Entran la señora Page y Robin.) ¿Qué ocurre? ¿Qué hay de nuevo?

Sra. Page.—¡Oh señora Ford! ¿Qué habéis hecho? Estáis cubierta de afrenta, estáis arruinada, estáis perdida para siempre!

Sra. Ford—Pero ¿qué acontece, buena señora Page?

Sra. Page.—¡Pues no es nada, señora Ford! Teniendo por marido á un hombre honrado, darle semejante motivo de sospecha!

Sra. Ford—¿Qué motivo de sospecha?

Sra. Page.—¿Qué motivo de sospecha? ¡Vergüenza para vos! ¿Cómo he podido equivocarme sobre vos?

Sra. Ford—Pero ¡por Dios! ¿de qué se trata?

Sra. Page.—Se trata, mujer, de que vuestro marido viene en este momento con todos los oficiales de Windsor, á sorprender á un caballero que dice está ahora aquí en su casa, de acuerdo con vos, para aprovechar deshonrosamente su ausencia. Estáis perdida!

Sra. Ford—(Aparte.) Hablad más alto.—Espero que no es así.

Sra. Page.—Plegue á Dios que no sea así el que tengáis aquí á tal hombre; pero es indudable que vuestro esposo viene con la mitad de Windsor tras de él, para buscarle aquí. Me he adelantado á ellos por daros aviso. Si os encontráis inocente, me alegro en el alma; pero si ocultáis aquí algún amigo, hacedle salir al instante, al instante. No os atolondréis; apelad á toda vuestra lucidez, defended vuestra reputación ó despedíos para siempre de la buena vida que habíais disfrutado.

Sra. Ford—¡Ay Dios mío! ¿Qué haré? Allí está un caballero, amiga querida; y no es tanto mi vergüenza lo que tomo como el peligro que él corre. Daría mil libras por verle sano y salvo fuera de la casa.

Sra. Page.—¡Qué disparate! Este no es tiempo de «daría esto» ni «daría aquello.» Vuestro marido llegará dentro de pocos instantes. Pensad en algún medio de transportar á vuestro amigo. Ocultarlo en la casa es imposible. ¡Oh! ¡Cómo me habéis engañado! Mirad. Aquí hay un canasto. Si él no es de una estatura desmedida, podrá agazaparse aquí. Lo cubriréis con ropas sucias como para enviar al lavado; ó si aún hay tiempo, enviadlo con vuestros criados á los lavaderos de la ciénaga de Datchet.

Sra. Ford.—Es demasiado corpulento para caber ahí.

(Vuelve á entrar Falstaff.)

Falstaff.—Dejadme ver! Dejadme ver! Probaré entrar. Sí. Entraré, entraré!

Sra. Page.—¡Qué! ¡Señor Juan Falstaff! ¿En esto han venido á parar las cartas que me habéis escrito, caballero?

Falstaff.—Es á ti á quien amo; a nadie sino á ti. Ayúdame á escapar. Déjame meterme aquí dentro. Jamás en mi vida....

(Se mete en el canasto y lo cubren con ropa sucia.)

Sra. Page.—Ayuda á tapar á tu amo, muchacho. Señora Ford, llamad á vuestros criados. ¡Desleal caballero!

Sra. Ford.—¡Hola! Juan! Roberto! ¡Juan! (Sale Robin.—Vuelven á entrar los criados.) Ea! Levantad ese canasto de ropas. Pronto! ¿Dónde está la vara en que se cuelga para llevarlo? Vamos! No hay que andar bamboleándose. Llevadlo á la lavandera en la ciénaga de Datchet. ¡Listos, listos!

(Entran Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)

Ford.—Acercaos, os lo suplico. Si mis sospechas carecen de fundamento, pues bien, burlaos de mí, hacedme vuestro hazme-reir. Lo tendré bien merecido. Hola! ¿Á dónde lleváis eso?

Criado.—Á donde la lavandera, por cierto.

Sra. Ford.—Pues está bien! ¿Qué tenéis que hacer con que lleven eso acá ó allá? Sería mejor que os encargaseis del lavado y de apuntar la ropa.

Ford.—¿Apuntar, eh? Ya quisiera yo que lavándome se me quitara lo que me puede apuntar! Punta! Punta! Punta! Sí; punta, punta, os lo garantizo. Y de la estación, como se verá luégo. (Salen los criados con la canasta.) Señores; he tenido anoche un sueño y os le he de contar. He aquí mis llaves; aquí, aquí las tenéis. Subid á mis habitaciones, buscad, registrad, descubrid. Os aseguro que atraparemos el zorro. Dejadme primero que obstruya esta salida. Ahora, principiad la caza.

Page.—Buen señor Ford, tranquilizaos. Vos mismo os hacéis grave injusticia.

Ford.—¿De veras? Adelante, caballeros, que vais á tener diversión. Seguidme, señores.

(Sale.)

Evans.—Fantasías de celoso.

Caius.—Por vida de...! que no es así la moda en Francia. Nadie tiene celos en Francia.

Page.—No. Seguidle, señores, y ved el resultado de su investigación.

(Salen Evans, Page y Caius.)

Sra. Page.—¿No hay en esto un doble mérito?

Sra. Ford.—No sé qué me deleita más; si ver que mi marido se engaña, ó ver la burla hecha á sir Juan.

Sra. Page.—¡Qué bien atrapado debió verse cuando vuestro esposo preguntó lo que iba en el canasto!

Sra. Ford.—Temblando estoy de que necesite un baño para lavarse: de manera que echarlo al agua, será hacerle un beneficio.

Sra. Page.—Que el diablo cargue con ese bribón sin vergüenza! De buena gana vería yo en igual trance á todos los de su jaez!

Sra. Ford.—Me parece que mi marido tenía una sospecha particular de que Falstaff estaba aquí; porque nunca le he visto tan rudo en su celo, como ahora.

Sra. Page.—Voy á urdir una trama, para que tengamos algunas tretas más contra Falstaff. Su mal crónico de corrupción, difícilmente cederá á este medicamento.

Sra. Ford.—¿Os parece bien enviar á esa mala peste de la señora Aprisa, para ofrecerle excusas por haberle echado al agua, y darle una nueva esperanza que le haga caer en un nuevo castigo?

Sra. Page.—Sí; hagámoslo. Que venga mañana á las ocho para recibir satisfacciones. (Vuelven á entrar Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)

Ford.—No he podido encontrarle. Quizás el bribón se jactaba de lo que no podía alcanzar.

Sra. Page.—¿Habéis oído eso?

Sra. Ford.—Sí, sí, basta. Me tratáis bien, señor Ford, ¿no os parece así?

Ford.—Sí, así lo hago.

Sra. Ford.—Que Dios os haga mejor que vuestros pensamientos.

Ford.—Amen.

Sra. Page.—Os causáis un gran mal vos mismo, señor Page.

Ford.—Sí, sí. Debo sobrellevar todo esto.

Evans.—Así Dios me perdone el día del juicio final, como es verdad que no hay nadie en los dormitorios, ni en los cofres, ni en los armarios.

Caius.—Por vida de..! yo digo lo mismo. No hay nadie, nadie.

Page.—¡Por Dios! ¿No os avergonzáis, señor Ford? ¿Qué espíritu, qué demonio os sugiere tal imaginación? No quisiera tener en estos asuntos vuestra vehemencia, ni por todas las riquezas de Windsor.

Ford.—Confieso que es culpa mía, señor Page, y sufro por ello.

Evans.—Sufrís por una mala conciencia. Vuestra esposa es una mujer tan honesta como podría desearla yo entre cinco mil y quinientas más.

Caius.—Voto á..! que veo claro su honradez.

Ford.—Bien. Os prometí una comida. Venid á dar un paseo por el parque. Os ruego que me perdonéis. Más tarde os diré por qué hice esto. Ven, esposa mía. Venid, señora Page. Os suplico que me perdonéis: lo suplico sinceramente.

Page.—Vamos con él, señores; pero, creedme, que le haremos blanco de nuestra jovialidad. Os invito á almorzar mañana temprano en mi casa. Después iremos á cazar pájaros; tengo un buen halcón. ¿Os acomoda?

Ford.—Lo que queráis.

Evans.—Si hay uno, yo seré el segundo de la partida.

Caius.—Y si hay uno ó dos, yo seré el tercero.

Evans.—Os ruego ahora que os acordéis mañana de aquel sucio bribón de posadero.

Caius.—Perfectamente. ¡Por vida de..! que lo haré con todo mi corazón.

Evans.—¡Sarnoso bribón! Que se permite bromas y burlas!

(Salen.)

ESCENA IV.

Cuarto en casa de Page.

Entran FENTON y ANA PAGE.

Fenton.—Veo que no puedo alcanzar el beneplácito de tu padre. No me obligues de nuevo, dulce Ana mía, á acudir donde él.

Ana.—¡Ay! ¿Qué hacer, pues?

Fenton.—¿Qué? El ser tú misma. Se opone porque considera demasiado alta mi alcurnia, y presume que, mermados mis bienes por mis gastos, sólo procuro restablecerlos á favor de su riqueza. Fuera de estos obstáculos me presenta otros: mis turbulencias pasadas, mis asociaciones de disipación; y me dice que es imposible que yo te ame de otro modo que como una propiedad.

Ana.—Quizás os dice verdad.

Fenton.—No; y así me ampare el cielo en el tiempo futuro. Confieso, sin embargo, que la fortuna de tu padre fué el primer móvil que me impulsó á pretenderte; pero, Ana mía, al hacerlo, encontré que valías más que toda fortuna en oro ó en cualquier otro valor. Ahora no ambiciono otra riqueza que tú misma.

Ana.—Amable señor Fenton, insistid aún en solicitar la buena voluntad de mi padre; buscad de nuevo su consentimiento. Si la oportunidad y la humilde solicitud nada consiguiesen, pues bien! entonces... Escuchad un momento. (Hablan aparte.Entran Pocofondo, Slender y la señora Aprisa.)

Pocofondo.—Interrumpid su conversación, señora Aprisa. Mi pariente debe hablar por sí mismo.

Slender.—Lo echaré á perder de un modo ú otro. Esto no es más que aventurar.

Pocofondo.—No os acobardéis.

Slender.—No, ella no me acobarda. Eso no me importa. Solamente que tengo miedo.

Aprisa.—Oíd, Ana. El señor Slender desea hablaros una palabra.

Ana.—Soy con él al instante. Este es el escogido por mi padre. ¡Oh! ¡Qué cúmulo de viles y feos defectos, parece hermoso por trescientas libras de renta!

(Aparte.)

Aprisa.—¿Y qué tal os va, mi buen señor Fenton?

Pocofondo.—Ya viene.—¡Á ella, primo!—¡Oh muchacho, has tenido padre!

Slender.—Yo tuve padre, señorita Ana; mi tío puede deciros buenas bromas de él. Contad á la señorita Ana el chiste de cómo mi padre se robó dos gansos de la jaula.

Pocofondo.—Señorita Ana, mi primo os ama.

Slender.—Por cierto que sí; tanto como á cualquiera mujer en Gloucestershire.

Pocofondo.—Y os mantendrá en el rango de una dama.

Slender.—Por cierto que sí, y con traje de cola larga, como corresponde al rango de escudero.

Pocofondo.—Y os dará una dote de ciento y cincuenta libras.

Ana.—Buen señor Pocofondo, dejad que él hable por sí mismo.

Pocofondo.—De buen grado y os doy las gracias. Os agradezco este descanso. Os llama, primo. Me retiro.

Ana.—¿Y bien, señor Slender?

Slender.—¿Y bien, señorita Ana?

Ana.—¿Cuál es vuestra voluntad, vuestra disposición?

Slender.—¿Mi voluntad? ¿Mi disposición? Este sí que es chiste. Gracias á Dios, no soy tan enfermizo que haya tenido que hacer mi disposición, ni mi voluntad. No he hecho testamento.

Ana.—Quiero decir, señor Slender, ¿qué es lo que deseáis de mí?

Slender.—Por lo que á mí toca, en verdad, poco ó nada tendría que hacer con vos. Vuestro padre y mi tío lo han hablado entre ellos. Si sale bien, bueno: si no, también. Ellos podrán deciros mejor que yo cómo van estas cosas. Aquí viene vuestro padre; podéis preguntarle.

(Entran Page y la Sra. Page.)

Page.—Bien, señor Slender. Ámale, Ana, hija mía. ¿Qué hacéis aquí, señor Fenton? Sabéis que me inferís agravio empeñándoos en visitar esta casa. Ya os he dicho que he dispuesto de mi hija.

Fenton.—Os suplico no os impacientéis, señor Page.

Sra. Page.—Mi buen señor Fenton, no volváis á acercaros á mi hija.

Page.—No es un partido para vos.

Fenton.—¿Queréis escucharme, señor?

Page.—No, mi buen señor Fenton. Venid, señor Slender: venid adentro, así. Sabiendo mi decisión, señor Fenton, me agraviáis.

Fenton.—Señora Page: amando á vuestra hija con toda la verdad y honradez de mi afecto, fuerza es que sostenga mi pretensión á pesar de todos los obstáculos, repulsas y desaires, y que no desista. Concededme, os suplico, vuestra buena voluntad.

Ana.—Buena madre mía, no me caséis con ese idiota que está allí.

Sra. Page.—No es mi intención. Busco mejor esposo para ti.

Aprisa.—Y ese es mi amo, el señor doctor.

Ana.—¡Ay de mí! Antes querría que me pusieran pronto bajo de tierra, y sembraran berzas encima.

Sra. Page.—Vamos, no te atormentes. Señor Fenton, no seré para vos en esto ni amiga, ni enemiga. Examinaré á mi hija para saber qué grado de afecto os tiene; y según lo que en ella descubra arreglaré mi proceder. Hasta entonces, adios, señor. Es necesario que Ana éntre, ó se enfadaría su padre.

(Salen la Sra. Page y Ana.)

Fenton.—Adios, bondadosa señora; adios, Ana.

Aprisa.—Todo esto es obra mía. ¡Pues qué!—le dije—¿vais á malograr vuestra hija en manos de un imbécil y por añadidura médico? Ya lo véis, señor Fenton, todo esto es obra mía.

Fenton.—Te doy las gracias, y te ruego que esta noche dés á mi dulce Ana esta sortija. Toma por tu molestia.

(Sale.)

Aprisa.—¡Dios te llene de bendiciones! Como que tiene un corazón bondadoso. ¡Una mujer sería capaz de echarse de cabeza al fuego por tan buen corazón! Sin embargo, yo quisiera mas bien que Ana fuese de mi amo, ó del señor Slender; ó en fin, que fuese del señor Fenton. Haré todo lo que pueda por los tres, ya que así lo he prometido y que soy incapaz de faltar á mi palabra; pero especialmente por el señor Fenton. Bueno: ahora tengo que ir con otro mensaje al señor Falstaff de parte de mis dos señoras. ¡Soy un animal en tardarme así!

(Sale.)

ESCENA V.

Cuarto en la posada de la Liga.

Entran FALSTAFF y BARDOLFO.

Falstaff.—Bardolfo, escucha.

Bardolfo.—¿Señor?

Falstaff.—Vé á traerme una pinta de Jerez, y una tostada. (Sale Bardolfo.) ¿Y es posible que haya vivido yo para ver el día en que habían de llevarme en un canasto como un montón de desecho de carnicero, y arrojarme al río? Por mi alma, que si vuelvo á sufrir chasco semejante, he de hacer que mis sesos sirvan para comida de perros el día de año nuevo. Los pillastres, para echarme al Támesis no tuvieron más remordimiento que si se tratara de los cachorros recién nacidos de una perra, con los ojos cerrados. Y por mi tamaño es fácil ver que tengo gran propensión á sumergirme. Si el fondo del río fuera tan hondo como el infierno, creo que iría hasta el fondo. Á no haber sido tan poco profunda la margen, de seguro que me habría ahogado: género de muerte que detesto, porque el agua hace que el cuerpo se hinche ¡y qué cuerpo sería el mío si se hinchara! ¡Vaya! ¡una momia como una montaña!

(Vuelve á entrar Bardolfo, con el vino.)

Bardolfo.—Señor, aquí está la señora Aprisa, que viene á hablaros.

Falstaff.—Déjame vaciar un poco de Jerez sobre esta agua del Támesis; porque tengo en el vientre un frío tal, que no parece sino que hubiese tomado píldoras de nieve. Hazla entrar.

Bardolfo.—Entrad, mujer.

(Entra la Sra Aprisa.)

Aprisa.—Con vuestro permiso: merced, os digo. Doy buenos días á vuestra señoría.

Falstaff.—Llévate estos vasos. Prepárame cuidadosamente un azumbre de Jerez.

Bardolfo.—¿Con huevos, señor?

Falstaff.—No: solo. No quiero grasa de gallina en mi bebida. (Sale Bardolfo.) ¿Y bien?

Aprisa.—Vengo á encontraros de parte de la señora Ford.

Falstaff.—¡La señora Ford! Harto de su nombre estoy. Con ese nombre me ha hecho bautizar en el río.

Aprisa.—¡Qué desgracia! ¡Pero no fué culpa suya, pobre palomita! Así está furiosa contra sus criados porque equivocaron su dirección.

Falstaff.—Así como me equivoqué yo fundando esperanzas sobre la promesa de una mujer atolondrada.

Aprisa.—Pues si viérais cómo se lamenta de aquello, se os partiría el corazón. Su marido sale á cazar pájaros esta mañana, y ella os ruega una vez más que vayáis á verla entre las ocho y las nueve. Me ha exigido que le responda al instante. Ella os dará satisfacciones, os lo garantizo.

Falstaff.—Bien. Iré á visitarla. Dile así, y que considere lo que es un hombre, y su fragilidad, y juzgue por ello de mi merecimiento.

Aprisa.—Así se lo diré.

Falstaff.—Enbuenhora. ¿Decís que entre nueve y diez?

Aprisa.—Entre ocho y nueve, señor.

Falstaff.—Está bien: id. No dejaré de verla.

Aprisa.—Quedad con Dios.

(Sale.)

Falstaff.—Es extraño que no tenga noticia del señor Brook. Me envió á decir que le aguardara. Me agrada bastante su dinero. ¡Oh! Hele aquí que llega.

(Entra Ford.)

Ford.—Dios os bendiga, señor.

Falstaff.—Y bien, señor Brook: ¿habéis venido á saber lo que ha pasado entre la señora Ford y yo?

Ford.—Efectivamente, sir Juan; es el objeto de mi visita.

Falstaff.—Señor Brook, no os diré una mentira: estuve en su casa á la hora convenida.

Ford.—¿Y qué tal os fué por allí?

Falstaff.—Muy desgraciadamente, señor Brook.

Ford.—¿Cómo así? ¿Acaso mudó de parecer?

Falstaff.—No, señor Brook; pero aquel descomunal cornudo de su marido, que vive en la eterna alarma del celoso, se aparece en el instante de más interés, cuando ya nos habíamos abrazado, besado y jurado, y hecho, en fin, el prólogo de nuestra comedia; y tras de él una caterva de sus compañeros, llamados y provocados por su mala índole, a fin de que registraran la casa en busca del amante de su esposa.

Ford.—¡Qué! ¿Mientras estábais allí?

Falstaff.—Mientras estaba allí.

Ford.—¿Y os buscó y no pudo encontraros?

Falstaff.—Vais á oirlo. Como si la buena suerte lo hubiera dispuesto, llega una señora Page: da aviso de la llegada de Ford; y gracias á su inventiva y á la desesperación de la señora Ford, me hicieron entrar en un canasto de ropa.

Ford.—¡En un canasto de ropa!

Falstaff.—Por Dios, en un canasto de ropa de lavado. Allí me sepultaron entre un montón de ropas sucias, camisas y enaguas, hediondas calcetas y medias, servilletas grasientas; de manera, señor Brook, que jamás nariz humana sintió semejante compuesto de pestilentes olores!

Ford.—¿Y cuánto tiempo permanecísteis allí?

Falstaff.—Vais á ver, señor Brook, cuánto he padecido por inducir á esta mujer al mal para bien vuestro. Así acondicionado en el canasto, la señora Ford llamó á un par de los bribones criados de su marido para hacerme llevar á los lavaderos de la Ciénaga de Datchet. Tomáronme en hombros, y al salir se dieron en la puerta con el celoso bribón de su amo, quien les preguntó una ó dos veces lo que llevaban en el cesto. Me tembló el cuerpo sólo de pensar que el bellaco lunático hubiese querido registrar; pero el destino, para que no pueda dejar de ser cornudo, le detuvo la mano. Bien: él se fué á registrar la casa, y yo me fuí en calidad de ropa sucia. Pero atended á lo que siguió, señor Brook. He sufrido las torturas de tres muertes diversas. Primero: un terror indecible de ser descubierto por el apolillado carnero manso. Segundo: estar como hoja de Toledo enrollada con la punta junto á la guarnición, encerrado en la circunferencia de un celemín, con la cabeza entre los piés. Y luégo ser embutido allí con pestíferas telas que fermentaban en su propia grasa. Pensad en esto: un hombre de mi temperamento, sensible al calor como la manteca: un hombre que está continuamente sudando y derritiéndose. Fué un milagro no morir asfixiado. Y en lo más fuerte de este baño, cuando estaba ya medio cocido en aceite, como guisado holandés, ser arrojado al Támesis, y enfriarse en esa marejada, pasando de repente del rojo cereza al ceniza oscuro, como herradura de caballo. Considerad esto, considerad: un calor de ascua, un calor de infierno!

Ford.—Con toda mi alma deploro que por culpa mía hayáis sufrido todo esto. Considero, pues, perdida mi pretensión. ¿Pensáis no volver á hacer la prueba?

Falstaff.—Señor Brook, consentiría en ser arrojado al Etua, como lo he sido al Támesis, antes que dejar esto así. Su marido ha salido á cazar pájaros esta mañana; he recibido de ella otro mensaje dándome nueva cita; y la hora es entre las ocho y las nueve.

Ford.—Pues ya han dado las ocho, señor.

Falstaff.—¿Ya? Entonces acudo inmediatamente á la cita. Venid cuando lo tengáis á bien, y os informaré del progreso que haga. La conclusión ha de ser que gozaréis de ella. Adios. La tendréis, señor Brook, la tendréis y pondréis los cuernos á Ford.

(Sale.)

Ford.—Hum! ¡Ah! ¿Es esto una visión? ¿Es esto un sueño? ¿Estoy dormido? Despierta, Ford: Ford, despierta! Tu mejor precaución se encuentra burlada. ¡Y para esto se casa uno! ¡Para esto tiene uno en su casa ropas y canastas! Bien. Proclamaré en alta voz lo que soy. Ahora no se me escapará el miserable, no. Es imposible que se escape. Está en mi casa, y no se ha de ocultar en una alcancía ni en la caja de la pimienta. Registraré hasta los lugares imposibles, y le he de atrapar á menos que le ayude su consejero el diablo. Si no puedo evitar lo que soy, al menos no me resignaré mansamente á ser lo que no quisiera. Y si he detener cuernos, yo haré que tenga razón el refrán, y que ese bribón salga por la punta de un cuerno.

(Sale.)

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