Acto V

ESCENA I.

Cuarto en la posada de la Liga.

Entran FALSTAFF y la Sra. APRISA.

FALSTAFF.

B

asta de charla. Vete. Lo cumpliré. Esta es la tercera vez, y creo que á la tercera va la vencida. Márchate. Dicen que hay algo de la voluntad del cielo en los números impares, ya sea en el nacer, en la suerte, ó en el morir. Vete, vete.

Aprisa.—Os proveeré de la cadena, y haré cuanto esté á mi alcance para procuraros un par de cuernos.

Falstaff.—Márchate, digo. El tiempo pasa. Vamos: levanta la cabeza, y trote menudo. (Sale la Sra. Aprisa.) (Entra Ford.) ¡Hola! ¿Qué tal, señor Brook? Ha de saberse la verdad esta noche, ó nunca. Estad en el parque esta media noche, junto al roble de Herne, y veréis maravillas.

Ford.—¿No fuísteis ayer, señor, conforme á la cita que me dijísteis os había dado?

Falstaff.—Á la cita fuí, señor Brook, como el pobre hombre que me véis; pero salí de ella como una pobre vieja. Ese mismo pillo, Ford, su esposo, tenía en el cuerpo, señor Brook, el diablo más furioso de celos que jamás haya infundido frenesí á un hombre. Os diré que, tomándome por una anciana, me aporreó terriblemente; pues ya se echa de ver que en mi propia forma de hombre no temería yo ni al mismo Goliat con una viga de telar; porque sé también que la vida es una lanzadera. Estoy de prisa. Venid conmigo, señor Brook, y os lo diré todo. Desde los días en que desplumaba gansos, corría la tuna y jugaba al trompo, no he sabido lo que es atrapar golpes hasta esta ocasión. Seguidme, y os referiré extrañas cosas de este bellaco Ford, de quien he de vengarme esta noche, y cuya esposa os he de entregar.

(Salen.)

ESCENA II.

En el parque de Windsor.

Entran PAGE, POCOFONDO y SLENDER.

Page.—Venid, venid. Nos ocultaremos en el foso del castillo hasta que veamos las luces de nuestras hadas. Hijo Slender, no os olvidéis de mi hija.

Slender.—No, por cierto. La he hallado y tenemos convenida una palabra para reconocernos. Yo debo llegar vestido de blanco y exclamar: ¡chitor' y ella debe responder ¡morralr' y así conoceremos cada uno al otro.

Pocofondo.—Eso está bien; pero ¿qué necesidad hay de que vos exclaméis: ¡chitor' y ella morrar'? El vestido blanco os la hará ver bien claro. Han dado las diez.

Page.—La noche es oscura, y le vienen bien luces y espíritus. ¡Que el cielo favorezca nuestro juego! Aquí nadie desea el mal sino el diablo, y lo conoceremos por sus cuernos. Vámonos. Seguidme.

(Salen.)

ESCENA III.

La calle en Windsor.

Entran la Sra. PAGE, Sra. FORD y doctor CAIUS.

Sra. Page.—Señor doctor, mi hija está vestida de verde. Tan pronto como veáis llegada la oportunidad, tomadla por la mano, llevadla á la abadía y despachad la ceremonia aprisa. Id primero al parque. Nosotras dos debemos ir juntas.

Caius.—Ya sé lo que tengo que hacer. Adios.

Sra. Page.—Id con Dios. (Sale Caius.) Mi marido no se alegrará tanto de la burla á Falstaff, como se fastidiará del casamiento del doctor con mi hija. Vale más un rato de mal humor que toda una vida de padecimientos.

Sra. Ford.—¿Adónde está ahora Ana con su cortejo de hadas? ¿Y el diablo galo Hugh?

Sra. Page.—Están todos en una zanja cerca del roble de Herne, con las luces escondidas, y en el momento en que Falstaff se encuentre con nosotras, las harán brillar todas á un tiempo en la oscuridad de la noche.

Sra. Ford.—Eso no podrá menos que dejarle azorado.

Sra. Page.—Si no se azora, sufrirá la burla. Y si se azora, la sufrirá de todos modos.

Sra. Ford.—Se la jugaremos buena.

Sra. Page.—No hay pecado en burlarse de tales libertinos y de su corrupción.

Sra. Ford.—Se acerca la hora. Vamos al roble, al roble!

(Salen.)

ESCENA IV.

Parque de Windsor.

Entran sir HUGH EVANS y hadas.

Evans.—Corred, corred. Vamos, y acordaos de vuestros papeles. Sed osados, os ruego. Seguidme á la zanja, y cuando os haya dado la señal, haced lo que os diga. Ea! vamos! corred, corred!

ESCENA V.

Otra parte del Parque.

Entra FALSTAFF disfrazado y con una cabeza postiza de gamo.

Falstaff.—La campana de Windsor ha sonado las doce; y ahora, que me asistan los dioses de sangre ardorosa. Acuérdate, Júpiter, de que por tu Europa fuíste toro: llevabas el amor en tus cuernos. ¡Oh poderoso amor! Que bajo ciertos aspectos haces de la bestia un sér humano, y bajo otros haces del hombre una bestia! También ¡oh Júpiter! por amor á Leda fuíste cisne. ¡Oh amor omnipotente! ¡Qué cerca pusiste al dios de parecer un ganso! Primero, una falta cometida bajo la forma de una bestia; falta bestial; ¡oh Júpiter! Y en seguida otra falta bajo la apariencia de una ave; falta volante. Cuando los dioses hacen tales faltas, ¿qué haremos los pobres hombres? Por mi parte, soy ahora un ciervo de Windsor, el más gordo de los del bosque, según creo. Envíame ¡oh Júpiter! un buen tiempo de brama. Pero ¿quién viene? ¿Es acaso mi cierva?

(Entran la Sra. Ford y la Sra. Page.)

Sra. Ford.—¿Estás aquí, sir Juan, gamo, gamo mío?

Falstaff.—¿Es mi cierva de pequeña cola negra? Que lluevan patatas; que los truenos canten la tonada de «las mangas verdes», que caigan por granizo confites azucarados: que haya una borrasca de todas las tentaciones; yo me refugiaré siempre aquí.

(La abraza.)

Sra. Ford.—La señora Page ha venido conmigo, vida mía.

Falstaff.—Pues divididme como ciervo regalado, la mitad de las ancas para cada una; guardaré para mí los costados, daré los hombros al mozo que pasea por aquí, y dejaré en legado á vuestros maridos estos cuernos. ¿No soy un verdadero montañés? ¿No hablo como el cazador? Por mi alma que ahora Cupido es muchacho de conciencia, como que hace restitución. Sed bienvenidas á este vuestro espíritu verdadero.

(Se oye ruido dentro.)

Sra. Page.—¡Ay! ¡Qué ruido!

Sra. Ford.—¡Que el cielo se apiade de nosotras!

Falstaff.—¿Qué podrá ser?

(Se van.)

Falstaff.—Parece que el diablo no quiere que yo me condene, mientras la grasa que hay en mí no haga prender fuego al infierno. Á no ser así, no me contraría de este modo.

(Entran sir Hugh Evans en traje de sátiro, la señora Aprisa y Pistol; Ana Page como reina de hadas, acompañada por su hermano y otros, en traje de hadas, con bujías de cera en la cabeza.)

Aprisa.—Hadas negras, pardas, verdes y blancas; vosotras, alegres huéspedes de la claridad de la luna y de las sombras de la noche; vosotras, herederas huérfanas de un destino invariable, atended á vuestras funciones y gerarquía. Duende heraldo, haced los tres pregones de las hadas.

Pistol.—Duendes, escribid vuestros nombres: guardad silencio, aéreos rapazuelos. Grillo, tú saltarás á las chimeneas de Windsor; y en donde encuentres fuegos llenos de cenizas y piedras de hogar sin barrer, punzad á las doncellas hasta ponerlas moradas como ciruelas. Nuestra brillante reina aborrece el desaseo y las gentes desaseadas.

Falstaff.—Son hadas. Quien oiga lo que hablan, tiene que morir por ello. Cerraré los ojos y me acostaré. Ningún hombre debe ver lo que hacen.

(Se acuesta boca abajo.)

Evans.—¿Á dónde está Pede? Vé, y en donde quiera que encuentres á una doncella que antes de acostarse haya dicho tres veces sus oraciones, estimularás los órganos de su fantasía y la adormecerás en un sueño tan profundo y delicioso como el de la infancia. Pero á las que se duermen sin pensar en sus pecados, pínchalas en los brazos, las piernas, las espaldas, los hombros, los costados y las espinillas.

Aprisa.—¡Á la obra! ¡Á la obra! Duendes, registrad el castillo de Windsor por dentro y fuera; hechiceras, derramad la buena suerte en cada sagrada habitación, para que se mantenga en pié hasta el fin de los siglos, en estado tan perfecto como conviene al Estado; digno siempre de su dueño y éste de él. Cuidad de perfumar el asiento de cada orden, con los jugos y aromas de las flores más preciadas: y sean para siempre bendecidos los leales blasones, escudos y crestas de cada uno. Y por la noche, vosotras, hadas de las praderas, cantad en coro formando un anillo á semejanza del de la Jarretera; y que la divisa que éste ostenta, sea más fértil en nueva vida que todos los campos, y escribid: Honi soit qui mal y pense, con ramilletes de esmeralda, flores moradas, blancas y azules, como zafiros, perlas y ricos bordados, enlazándolas bajo la rodilla doblada de esta orden de caballería. Las flores son la escritura de las hadas. Marchad! Dispersaos! Pero hasta que suene la una, renovemos la acostumbrada danza al rededor del roble de Herne el cazador.

Evans.—Poneos en orden, os ruego, entrelazando las manos de unos con otros; y mientras bailamos al rededor del árbol, veinte luciérnagas nos servirán de linternas para guiar nuestra danza. Pero deteneos. Siento el olor de un hombre de enmedio de la tierra.

Falstaff.—Dios me defienda de este duende galo; no sea que me haga transformar en un pedazo de queso!

Pistol.—¡Vil gusano! Fuíste mirado con desprecio aun en el instante en que naciste.

Aprisa.—Tocad la extremidad de su dedo con el fuego de prueba. Si es casto, la llama se retirará por sí sola sin causarle dolor alguno, pero si hace cualquier movimiento, entonces es la carne de un corazón corrompido.

Pistol.—Á la prueba: venid.

Evans.—Venid. ¿Arderá esta madera?

(Le queman con sus bujías.)

Falstaff.—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Aprisa.—¡Corrompido, corrompido y manchado por la lujuria! Á él, duendes y hadas. Entonad una canción de desprecio, y mientras saltáis, idlo pinchando á compás.

Evans.—Es justo. Está lleno de lujuria é iniquidad.

Canción.

¡Vergüenza para quien ama
la sensualidad y el vicio!
Su pasión es una llama
que se extiende más y más

desde el corazón impuro
donde la aviva el deseo:
es fuego de un antro oscuro
que no se extingue jamás!
 —
Pinchadle, una por una,
por su villano intento,
y en torno de él girando
quemadle sin piedad,
mientras hay luz de luna
que alumbre el firmamento,
y estrellas derramando
su pura claridad.

(Durante la canción, las hadas pinchan á Falstaff. El doctor Caius llega por un lado y se escapa con una hada vestida de verde; Slender por otro lado se lleva á una vestida de blanco. Y llega Fenton y se lleva á Ana Page. Se oye adentro ruido de caza: todas las hadas huyen. Falstaff se quita la cabeza de gamo y se levanta.—Entran Page, Ford, señora Page y señora Ford, y se apoderan de él.)

Page.—No hay que huir. Me parece que esta vez os hemos atrapado. ¿No habrá nadie sino Herne el cazador que haga vuestro negocio?

Sra. Page.—Vamos; os ruego no llevar la broma más lejos. Y ahora, buen sir Juan, ¿qué tal os gustan las esposas de Windsor? ¿Véis, esposo mío? ¿No sientan mejor estas hermosas astas al bosque que á la ciudad?

Ford.—Y bien, señor mío: ¿quién es ahora el cornudo, el bribón cornudo? He aquí sus cuernos, señor Brook; y no ha gozado cosa alguna de Ford, señor Brook, excepto su canasto de la ropa sucia, su bastón, y veinte libras en dinero, que tendrá que pagar al señor Brook, por cuanto, señor Brook, se le han embargado los caballos con ese objeto.

Sra. Ford.—Mala suerte hemos tenido, señor Juan; nunca pudimos gozar una cita. No volveré á tomaros por mi galán, siervo de mis antojos; pero sí os contaré siempre como á mi ciervo.

Falstaff.—Principio á comprender que me han hecho hacer el papel de asno.

Ford.—Y además el de buey. Las pruebas de uno y otro están á la vista.

Falstaff.—¿Y estos no son hadas? Tres ó cuatro veces me asaltó la idea de que no eran hadas; y sin embargo, la culpabilidad de mi intento, la súbita sorpresa de mis facultades, convirtió la tosquedad de la ficción en natural creencia de que á despecho de todo ritmo y razón eran hadas. He aquí, pues, de qué modo puede degenerar el ingenio en estupidez, cuando se encamina á un mal propósito.

Evans.—Servid á Dios, sir Juan, y dejad vuestros malos deseos, y las hadas no os atormentarán.

Ford.—Bien dicho, duende Hugh.

Evans.—Y dejad vos también vuestros celos, os lo suplico.

Ford.—Jamás volveré á desconfiar de mi esposa, hasta que podáis galantearla en lenguaje correcto.

Falstaff.—¿Acaso he puesto mi cerebro á secarse al sol, que no veo cómo evitar un exceso tan grosero como este? ¿También tengo que sufrir á este cabrón galo? ¿Habré de tener una coronilla de rizos? Ya es tiempo de que me atorase con un pedazo de queso tostado.

Evans.—No es bueno poner mantequilla al queso, y vuestro abdomen es todo mantequilla.

Falstaff.—¡Queso y mantequilla! ¿Y se ha de burlar de mí hasta este que hace trizas el idioma? Bastaría esto para que se acabaran en todo el reino las malas tentaciones y los paseos á media noche!

Sra. Page.—Pero ¡qué! sir Juan: ¿pensáis que aun cuando hubiésemos arrojado de nuestros corazones toda virtud y nos hubiésemos entregado en cuerpo y alma al infierno, habría podido el diablo hacer que nos deleitáramos en vos?

Ford.—¿En un budín? ¿En un saco de linaza?

Sra. Page.—¿En un hombre inflado?

Page.—Viejo, frío, ajado, y de entrañas intolerables.

Ford.—Y tan maldiciente como Satanás.

Page.—Y tan pobre como Job.

Ford.—Y tan depravado como su mujer.

Evans.—Y dado á la lujuria y á tabernas y al vino y la borrachera, y los juramentos, y las disputas!

Falstaff.—Bien. Soy ahora el blanco de vuestras burlas; tenéis la ventaja sobre mí; estoy abatido y ni siquiera soy capaz de responder al zurdo galo: hasta la ignorancia misma es una cimera junto á mí. Podéis hacer conmigo lo que gustéis.

Ford.—Por cierto, señor mío, que os vamos á llevar á Windsor á casa de un tal Brook, á quien habéis escamoteado dinero ofreciendo servirle de tercero. Después de lo que habéis sufrido, se me figura que restituir ese dinero sería una aflicción cruel.

Sra. Ford.—No, esposo mío; dejad que ese dinero quede ahí por vía de compensación. Perdonad esa suma y así quedaremos todos amigos.

Ford.—Bien: todo queda perdonado. He aquí mi mano.

Page.—Á pesar de todo, alégrate, caballero; porque esta noche vas á tomar en mi casa un vaso de leche con vino. Allí te reirás de mi esposa que se ríe ahora de tí; y le dirás que el señor Slender se ha casado con su hija.

Sra. Page.—Hay doctores que lo dudan (aparte); pues si Ana Page es mi hija, á esta hora es ya la esposa del doctor Caius.

(Entra Slender.)

Slender.—¡Oh! ¡Oh! ¡Padre Page!

Page.—Hijo ¿qué sucede? ¿Qué ocurre, hijo? ¿Habéis despachado ya?

Slender.—¡Despachado! He de hacer que esto lo sepa todo Gloucestershire. Quisiera verme ahorcado!

Page.—¿Por qué motivo?

Slender.—Fuí allá abajo, á Eton, á casarme con Ana Page, y resulta que se ha vuelto un muchachón contrahecho. Si no hubiéramos estado en la iglesia, yo le habría dado una buena zurra, ó él á mí. Por cierto que no me hubiera yo movido, si no porque pensé que era Ana Page. Ana Page! Un muchacho de la oficina de correos!

Page.—Pues por vida mía que echasteis mano de él por equivocación.

Slender.—Gran noticia me dáis! Ya creo que me equivoqué al tomar un muchacho por una doncella. Y aunque estaba vestido de mujer, si me hubiese casado con él no lo habría tomado.

Page.—Vuestro propio atolondramiento es el que ha ocasionado esto. ¿No os dije que conociérais á mi hija por los vestidos?

Slender.—Conforme habíamos convenido, me acerqué á ella de blanco y dije: «¡Chito!» y ella respondió: «¡Morral!» Y sin embargo, no era Ana sino el muchacho del Correo.

Evans.—¡Jesús! ¡Señor Slender! ¿No véis cosa mejor que casaros con muchachos?

Page.—Tengo el despecho en el corazón. ¿Qué haré?

Sra. Page.—No os enojéis, buen Jorge. Yo sabía vuestro propósito é hice vestir á mi hija de verde; y en verdad que ahora está en la abadía casándose con el doctor Caius.

(Entra Caius.)

Caius.—¿Dónde está la señora Page? ¡Voto á sanes, que he sido embaucado! ¡Me he casado con un muchacho, un garçon! ¡un muchacho campesino! ¡un muchacho que no es Ana Page, voto á!...

Sra. Page.—¡Qué! ¿Pues no estaba vestida de verde?

Caius.—¡Sí, por cierto, y era muchacho! He de revolver todo Windsor.

(Sale Caius.)

Sra. Page.—¡Qué cosa tan extraña! ¿Quién se ha llevado á la verdadera Ana?

Page.—Mal me anuncia el corazón. Aquí viene el señor Fenton. (Entran Fenton y Ana Page.) ¿Cómo va, señor Fenton?

Ana.—¡Perdón, padre mío! ¡Perdón, buena madre!

Page.—¿Cómo es, señorita, que no habéis ido con el señor Slender?

Sra. Page.—¿Cómo es, niña, que no fuíste con el doctor Caius?

Fenton.—No debéis aturdirla. Os diré la verdad de todo. Vosotros la habríais casado vergonzosamente, sin que hubiese habido en su matrimonio la debida proporción en los afectos. La verdad es que ella y yo, comprometidos de tiempo atrás, estamos ahora tan seguros, que ya nada podría separarnos. La falta que ha cometido es santa y no se la puede llamar con los nombres de engaño y desobediencia en que se falta al deber; pues con ella ha evitado las mil horas de irreligiosa desesperación que le habría traído un matrimonio forzado.

Ford.—No os aturdáis. La cosa ya no tiene remedio. En asuntos de amor, es el cielo quien decide. Los dineros compran tierras; pero á la mujer nadie la vende sino el destino.

Falstaff.—Me alegro, á pesar del empeño especial que habéis puesto contra mí, de que vuestro dardo haya resbalado.

Page.—Bien ¿qué remedio? ¡Fenton, que el cielo te dé alegría! Lo que ha de ser bien castigado ha de ser bien perdonado.

Falstaff.—Cuando se da caza de noche, se persigue á toda clase de ciervos.

Evans.—Bailaré y comeré golosinas en vuestra boda.

Sra. Page.—Bien: no me entristeceré más tiempo. Señor Fenton, que Dios os dé muchos, muchos días felices. Buen esposo mío, vamos todos á casa y delante de un buen fuego riámonos de la aventura; todos, incluso sir Juan.

Ford.—Sea como dices. Sir Juan: todavía cumpliréis vuestra palabra al señor Brook; porque esta noche dormirá con la señora Ford.

(Salen.)

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