Acto IV

ESCENA I.

La calle.

Entran la Sra. PAGE, la Sra. APRISA y GUILLERMO.

Sra. Page.

T

e parece que está ya en casa de Ford?

Aprisa.—Sin duda, que ha de estar á esta hora, ó en pocos momentos más. Pero podéis creer que está verdaderamente furioso por aquello de haberlo echado al río. La señora Ford desea que vayáis inmediatamente.

Sra. Page.—Ya estaré con ella dentro de un rato. No voy á hacer mas que dejar en la escuela á mi chico que véis conmigo. Ahí viene su maestro. Es día de asueto, á lo que veo. (Entra sir Hugh Evans.) ¿Cómo estáis, señor Hugh? ¿No es hoy día de escuela?

Evans.—No. El señor Slender ha dado á los chicos permiso para jugar.

Sra. Page.—Señor Hugh, mi esposo dice que mi hijo aprovecha maldita de Dios la cosa en su libro. Y os ruego que le hagáis algunas preguntas sobre sus rudimentos.

Evans.—Ven aquí, Guillermo. Levanta la cabeza. Ven.

Sra. Page.—Venid, gran tuno. Erguid la cabeza y responded al maestro. No tengáis miedo.

Evans.—Guillermo, ¿cuántos números hay en los nombres?

Guillermo.—Dos.

Aprisa.—Pues yo pensé que había uno mas; porque las gentes dicen nombres raros.»

Evans.—Dejad vuestra charla. ¿Qué significa «bello

Guillermo.Pulchro.

Aprisa.¡Sepulcro! Pues ya conozco yo muchas cosas más bellas que un sepulcro!

Evans.—¡Qué mujer tan simple! Hacedme el favor de callar. Guillermo: ¿qué significa lapis?

Guillermo.—Piedra.

Evans.—¿Y qué es piedra, Guillermo?

Guillermo.—Un guijarro.

Evans.—No: es lapis. Que no se os borre del cerebro.

Guillermo.Lapis.

Evans.—¡Bravo, Guillermito! Y decid: ¿de dónde se toman los artículos?

Guillermo.—Los artículos se toman del pronombre, y se declinan así: «Singular, nominativo hic, hæc, hoc

Evans.—Nominativo hic, hac, hoc. No hay que distraerse.

Guillermo.—Acusativo hinc.

Evans.—Os encargo no perder la memoria. Acusativo hinc, hanc, hoc.—¿Cuál es el caso vocativo?

Guillermo.O, vocativo. O.

Evans.—Acordaos. Vocativo carer'.

Aprisa.—Provocativa es la carne. Eso ya se sabe. Lo mismo en latín que en todas las lenguas.

Evans.—¡Por Dios, mujer!

Sra. Page.—Callad.

Evans.—¿Cuál es el caso genitivo?

Guillermo.—¿Caso genitivo?

Evans.—Sí.

Guillermo.Orum, arum, orum.

Aprisa.—¡Mal haya con el genit...! ¡Jesús! ¡Niño! ¡Nunca digas esa palabra!

Evans.—¡Por pudor, mujer!

Aprisa.—¡Es una temeridad enseñar estas palabras á los niños! El le enseña cosas de malicia, que ya se las aprenden solos los muchachos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Dios lo sabe!

Evans.—¿Estás loca, mujer? ¿No tienes entendimiento para tus casos y el número de los géneros?

Sra. Page.—Hazme el favor de callar.

Evans.—Declina ahora, Guillermo, algunos pronombres.

Guillermo.—Se me han olvidado.

Evans.—Es así: qui, que, quod. Si olvidáis los qui, los que y los quod, habrá que vestiros de corto. Id á jugar.

Sra. Page.—Sabe mucho más que lo que yo suponía.

Evans.—Tiene una memoria muy feliz. Adios, señora Page.

Sra. Page.—Adios, buen señor Hugh. Vamos á casa, niño. Vamos, ya me he demorado en extremo.

(Salen.)

ESCENA II.

Cuarto en casa de Ford.

Entran FALSTAFF y la Sra. FORD.

Falstaff.—Señora Ford, vuestro pesar ha hecho desaparecer mi resentimiento. Veo que sois consecuente en vuestro amor, y me precio de cumplido en corresponder hasta la más mínima fineza. Y esto, señora, no sólo en cuanto al amor mismo, sino también en todos los accesorios, complementos y ceremonias que lo acompañan. ¿Pero estáis ahora segura de vuestro marido?

Sra. Ford.—Ha salido á cazar, amable sir Juan.

Sra. Page.—(Adentro.) ¡Ea! ¡Hola! Señora Ford. ¿Me oís?

Sra. Ford.—Entrad á esa cámara, sir Juan.

(Sale Falstaff.—Entra la Sra. Page.)

Sra. Page.—¿Cómo estáis, querida mía? ¿Hay alguien con vos en la casa?

Sra. Ford.—¿Quién podría haber? Nadie sino las gentes de mi servicio.

Sra. Page.—¿De veras?

Sra. Ford.—Nadie, por cierto. (Aparte.) Hablad más alto.

Sra. Page.—No sabéis cuánto me alegro de que estéis sola.

Sra. Ford.—¿Por qué?

Sra. Page.—¡Ay, mujer! Vuestro marido vuelve á su vieja manía. ¡Si oyérais lo que dice allá abajo á mi esposo! ¡Y cómo reniega de cuantos matrimonios hay en el mundo! Maldice á todas las hijas de Eva, de cualquiera condición y carácter que sean; y se golpea la frente gritando: «¡Salid de una vez, salid de una vez!» de modo que cualquiera locura furiosa que haya visto en mi vida, no es más que mansedumbre, paciencia y cortesía, comparada con la furia en que él está. ¡Gracias á Dios que el caballero gordo no está aquí!

Sra. Ford.—¡Pues qué! ¿Habla de él?

Sra. Page.—Nada más que de él; y jura que la última vez que lo buscó lo hicieron salir dentro de un canasto; asegura á mi esposo que él está ahora en este lugar; y ha hecho que todos los que le acompañaban en la caza abandonen su recreo para venir á darles una nueva prueba de sus sospechas. Me alegro en el alma de que el caballero no se encuentre aquí; pues así verá vuestro esposo su propio desatino.

Sra. Ford.—¿Y está cerca de la casa?

Sra. Page.—Al fin de esta calle; de manera que no tardará en llegar.

Sra. Ford.—¡Estoy perdida!—¡El caballero está ahí dentro!

Sra. Page.—¡Ay, Dios mío! ¡Pues entonces estáis arruinada sin remedio, y él ya se puede dar por hombre muerto! Pero ¿qué mujer sois? ¡Que salga al instante, que salga! Mas vale pasar un bochorno que ser causa de un asesinato!

Sra. Ford.—¿Pero por dónde podrá salir? ¿Cómo lo ocultaré? ¿Volveré á ponerlo en el canasto?

(Vuelve á entrar Falstaff.)

Falstaff.—No, no volveré á entrar en el canasto. ¿No podré irme antes de que él venga?

Sra. Page.—¡Ay! Allí están guardándo la puerta tres de los hermanos de Ford, armados de pistolas! Y no dejarán salir á nadie. Si no fuera por esto, podríais salir antes que él llegase. ¿Pero qué hacéis aquí?

Falstaff.—¿Qué haré? ¿Qué haré? Me subiré por la chimenea.

Sra. Ford.—Siempre que vuelven de cazar descargan allí sus escopetas. Meteos por la boca del horno.

Falstaff.—¿Adónde está?

Sra. Ford.—Pero es indudable que registrará allí también. No le quedará armario, cofre, baúl, pozo, bóveda ni rincón por registrar; pues tiene escrita la nota de todo, y se guía por ella: Es imposible ocultaros en la casa.

Falstaff.—Entonces saldré.

Sra. Page.—Si salís tal como estáis, sir Juan, no pasaréis vivo la puerta de la calle. Sólo que pudiérais disfrazaros...

Sra. Ford.—¿Qué disfraz podremos ponerle?

Sra. Page.—¡Qué desgracia! No se me ocurre la menor idea. No hay enaguas bastante grandes para él; que de no, se le podría poner un sombrero, un embozo, un pañuelo, y así podría escapar sin dificultad.

Falstaff.—Por amor de Dios, ingeniad algún medio. Lo que queráis, con tal de que no haya aquí alguna catástrofe.

Sra. Ford.—La tía de mi doncella de labor, la obesa señora de Brentford, tiene en un cuarto de aquí arriba una bata.

Sra. Page.—Por vida mía que le vendrá bien. Ella es tan gruesa como él. Y ahí están también su sombrero tejido y su manto. Subid, sir Juan.

Sra. Ford.—Subid, subid, amable sir Juan. La señora Page y yo buscaremos algunas blondas para la cabeza.

Sra. Page.—Pronto, daos prisa. Subiremos inmediatamente á vestiros. Mientras tanto, poneos la bata.

(Sale Falstaff.)

Sra. Ford.—Me alegraría de que le encontrase en esta traza mi marido. No puede tolerar á la vieja de Brentford: jura que es bruja: le ha prohibido venir á la casa, y la ha amenazado con echarla á golpes.

Sra. Page.—¡Dios le ponga debajo del bastón de vuestro marido, y venga el diablo á guiar el bastón!

Sra. Ford.—¿Pero viene realmente mi esposo?

Sra. Page.—Sí, y de bastante mal humor, por cierto. Habla del canasto, pero no sé cómo haya podido ser informado de esto.

Sra. Ford.—Probaremos lo mismo otra vez; porque encargaré á mis criados que vuelvan á llevar el canasto, para que se encuentren con él á la puerta, lo mismo que la vez pasada.

Sra. Page.—Ya no debe tardar en presentarse.—Vamos á vestir al otro como á la bruja de Brentford.

Sra. Ford.—Daré primero instrucciones á mis gentes sobre lo que han de hacer con el canasto. Subid, que yo iré en seguida llevando la ropa que falte.

(Sale.)

Sra. Page.—¡Cargue el diablo con el muy rematado pillo! Nunca podremos atormentarle como merece. Daremos una prueba en lo que vamos á hacer, de que las esposas pueden ser alegres sin dejar de ser honradas. Las que á menudo chanceamos y nos reímos, no pasamos todas de las palabras bulliciosas á las obras calladas. Es refrán antiguo, pero muy verdadero que, «del agua mansa nos libre Dios.» (Sale.)—(Vuelve á entrar la Sra. Ford con dos criados.)

Sra. Ford.—¡Ea! Tomad otra vez en hombros el canasto. Vuestro amo está cerca de la puerta. Si os pide poner en tierra vuestra carga, hacedlo. Pronto, daos prisa. (Sale.)

Criado 1.º—Vamos, vamos, levanta.

Criado 2.º—Dios quiera que no esté lleno con el caballero otra vez.

Criado 1.º—Espero en Dios que no. Tanto me gustaría que estuviese lleno de plomo. (Entran Ford, Page, Pocofondo, Caius, y sir Hugh Evans.)

Ford.—Bueno. Pero si resulta ser verdad: ¿tendréis algún modo de quitarme mi locura? ¡Abajo ese canasto, canalla! Que llamen á mi mujer. ¡Oh vosotros, bellacos, alcahuetes! ¡Aquí hay una pandilla, una conspiración contra mí! Pero toda esta infamia saldrá ahora á luz. ¡Mujer! ¿Oís? ¡Venid aquí á ver qué ropas tan inocentes enviáis al lavadero!

Page.—Esto es insufrible. Señor Ford, no debéis ya andar suelto. Será menester poneros una camisola de fuerza.

Evans.—Está lunático, loco furioso, tan furioso como un perro con la rabia.

Pocofondo.—Verdaderamente, señor Ford, esto no está bien. En verdad que no. (Entra la señora Ford.)

Ford.—Lo mismo digo yo, señor. Venid aquí, señora Ford; la señora Ford, la mujer honrada, la esposa modesta, la virtuosa criatura que tiene por marido un loco celoso! ¿Sospecho sin motivo, señora mía, no es así?

Sra. Ford.—Si sospecháis de mi honra, pongo al cielo por testigo de que no tenéis razón.

Ford.—Muy bien dicho, sin vergüenza; insiste en ello. Ven acá, criado. (Saca las ropas del canasto.)

Page.—Esto es intolerable.

Sra. Ford.—¿No os avergonzáis? Dejad esos trapos.

Ford.—Ya os encontraré al instante.

Evans.—Esto no está en el orden. ¿Váis á vaciar las ropas de la señora?

Ford.—Vaciad el canasto, os digo!

Sra. Ford.—Pero ¡hombre! ¿qué es esto?

Ford.—Tan cierto como que soy hombre, señor Page, ayer se ha hecho salir de mi casa á un hombre en este canasto. ¿Por qué no había de estar en él también hoy? De que se encuentra en mi casa, estoy seguro: mis informes no pueden engañarme, y mi celo es justo. Echadme fuera todas esas telas.

Sra. Ford.—Si halláis allí un hombre, morirá de la muerte de una pulga.

Page.—Aquí no hay nadie.

Pocofondo.—Sobre mi fe, señor Ford, que esto no está bien. Os hacéis agravio vos mismo.

Evans.—Señor Ford, deberíais rezar en vez de entregaros á las imaginaciones de vuestro corazón. Esto no es más que celos.

Ford.—Bueno. El que busco no está aquí.

Page.—No: ni en parte alguna que no sea vuestro cerebro.

Ford.—Ayudadme á registrar la casa nada más que esta vez; y si no encontramos lo que busco, no tengáis misericordia conmigo; hacedme para siempre el tema de vuestra charla de sobremesa, y que se diga de mí en todas partes: «celoso como Ford, que registró una cáscara de nuez para encontrar al amante de su esposa.» Dadme una sola vez esta satisfacción: busquemos esta vez.

Sra. Ford.—Hola! Eh! Señora Page! Bajad con la anciana, que mi esposo necesita ir á la habitación.

Ford.—¡Anciana! ¿Qué anciana es esa?

Sra. Ford.—La tía de mi doncella, la anciana de Brentford.

Ford.—Una bruja, una mujer perdida, una vieja enredista! ¿No le he prohibido venir á mi casa? ¿Á qué vendrá sino á traer mensajes? Nosotros, hombres sencillos, no sabemos lo que se hace pasar bajo la pretendida profesión de adivinar la fortuna. Ella se sirve de talismanes, de oráculos, de figuras y de cosas por el estilo; todo fuera de nuestro elemento; de manera que no podemos saber nada. ¡Baja de ahí, vieja bruja, baja, te digo!

Sra. Ford.—No le hagáis mal, esposo mío. Caballeros, os ruego que no le dejéis maltratar á la pobre anciana. (Entra Falstaff vestido de mujer, conducido por la señora Page.)

Sra. Page.—Venid, madre Prat, venid, dadme la mano.

Ford.—¿Sí? Pues yo le daré bastón. (Le da golpes.) Harapo! Pelleja! Gato montés! Pandorga! Fuera de aquí! Fuera! Yo te daré conjuros! Yo te daré adivinar fortuna!

Sra. Page.—¿No os da vergüenza? Creo que habéis casi muerto á la pobre mujer!

Sra. Ford.—No tardará en hacerlo. Será para vos un crédito muy honroso.

Ford.—¡Que el diablo cargue con la bruja!

Evans.—Por sí ó por no, me figuro que la mujer es realmente bruja. No me gusta que las mujeres tengan una barba crecida, y he notado una gran barba bajo el embozo de ésta.

Ford.—¿Queréis seguirme, señores? Os suplico que me sigáis á ver el éxito de mis celos. Si he dado la alarma sin fundamento, no confiéis jamás en mí cuando os invite de nuevo.

Page.—Obedezcamos su capricho todavía un poco más. Vamos, caballeros.

(Salen Page, Ford, Pocofondo y Evans.)

Sra. Page.—Creedme, que le ha golpeado lastimosamente.

Sra. Ford.—Pues os aseguro por la misa, que no lo ha hecho así; más bien creo que le ha golpeado sin lástima alguna.

Sra. Page.—Voy á hacer bendecir el bastón y que lo cuelguen en algún altar. Ha prestado un servicio de los más meritorios.

Sra. Ford.—Ahora bien, decidme vuestro parecer. ¿Pensáis que en nuestra condición de señoras y con el testimonio de una buena conciencia, debemos perseguirle con nuevas venganzas?

Sra. Page.—Tengo por seguro que con estos sustos ya se le habrá quitado el espíritu de libertinaje. Si el diablo no lo ha comprado sin pacto de retroventa, pienso que jamás volverá á atrevérsenos.

Sra. Ford.—¿Diremos á nuestros esposos lo que le hemos hecho?

Sra. Page.—Indudablemente debemos decírselo, aunque sólo fuera para limpiar de fantasmas el cerebro de vuestro marido. Si ellos en su corazón encuentran que el pobre, vicioso y obeso caballero debe ser más castigado todavía, nosotras dos seremos aún los instrumentos.

Sra. Ford.—Os garantizo que le harán pasar una vergüenza en público; y creo que de no hacerle pasar esa pública humillación, no deberíamos cesar un instante en la burla que le hacemos sufrir.

Sra. Page.—Pues manos á la obra. Combinemos el plan. No me gusta que estas cosas se enfríen. (Salen.)

ESCENA III.

Cuarto en la posada de la Liga.

Entran el POSADERO y BARDOLFO.

Bardolfo.—Señor, los alemanes desean tomar tres de vuestros caballos. El duque vendrá mañana á la corte y ellos irán á recibirlo.

Posadero.—¿Qué duque puede ser ese que viene con tanto secreto? No he oído decir de él ni una palabra en la corte. Déjame hablar con esos señores. Ellos hablan el idioma.

Bardolfo.—Bien, señor; les diré que vengan.

Posadero.—Les daré mis caballos, pero haré que me los paguen á buen precio. Yo les exprimiré el jugo. Han tenido mis casas á su disposición una semana, he tenido que despedir á los demás huéspedes. Es necesario hacerles pagar bien: exprimirles el jugo.

(Salen.)

ESCENA IV.

Cuarto en casa de Ford.

Entran PAGE, FORD, la señora PAGE, la señora FORD y sir HUGH EVANS.

Evans.—Es uno de los más discretos procederes de mujer que jamás he visto.

Page.—¿Y envió estas cartas á cada una de vosotras dos á un mismo tiempo?

Sra. Page.—Con quince minutos de diferencia.

Ford.—Perdóname, esposa mía. En adelante harás lo que quieras; y más bien sospecharé al sol de frío, que á ti de frivolidad. Tu honor es ahora, para este antiguo hereje, una verdadera y firme fe.

Page.—Está bien: está bien: basta. No seáis ahora tan extremado en la sumisión como lo fuísteis en la ofensa. Sigamos adelante con nuestro plan, y que nuestras esposas, una vez más para darnos una diversión pública, dén cita á ese viejo obeso, á fin de que nosotros le sorprendamos y le presentemos á la pública vergüenza.

Ford.—Eso es: y no hay mejor modo que el que ellas han sugerido.

Page.—¡Cómo! ¿Haciéndole decir que se encontrarán con él á media noche en el parque? No vendría jamás.

Evans.—Decís que ha sido echado al río y que se le ha estropeado severamente tomándolo por una vieja? Pues se me figura que habrá quedado tan lleno de terror, que no vendrá. Y considero además que carne tan castigada, ya estará curada de malos deseos.

Page.—Pienso lo mismo.

Sra. Ford.—Arreglad el modo cómo habéis de recibirle, que ya arreglaremos nosotras el modo de hacerle venir.

Sra. Page.—Hay un cuento antiguo según el cual, el cazador Herne, que alguna vez fué guarda-bosque de Windsor, se pasea á media noche, durante todo el invierno, al rededor de un roble, llevando en la cabeza grandes cuernos como de ciervo; y allí hiela el árbol y ataca al ganado, y hace que la vaca vierta en vez de leche sangre, y sacude una cadena de la manera más espantosa y temible. Habéis oído hablar de ese espíritu y sabéis bien que los antiguos, llenos de superstición, recibieron como una verdad, y como tal trasmitieron á nuestros días, la fábula del cazador Herne.

Page.—Sin embargo, no faltan muchos que temen pasar en alta noche junto al roble de Herne. Pero ¿qué resulta de eso?

Sra. Ford.—Pues nuestro plan es que Falstaff vaya á encontrarse con nosotras al pié del roble, disfrazado de Herne, con grandes cuernos en la cabeza.

Page.—Bien: admitiendo que acudirá á la cita en el modo y forma que decís, ¿qué vais á hacer con él? ¿Cuál es vuestro intento?

Sra. Page.—También hemos pensado en ello, y he aquí cómo: mi hija Ana Page, mi hijo y tres ó cuatro chicuelos de su edad, estarán vestidos de enanos, de duendes y de hadas, de color verde y azul, llevando en la cabeza coronas de bujías de cera, y matracas en las manos. En el momento en que Falstaff y nosotras estemos reunidos, saldrán ellos precipitándose de repente de su escondite y entonando alguna bulliciosa canción; y á su vista nos escaparemos nosotras dando muestras de grande asombro. Entonces ellos le rodearán, y á usanza de hadas, principiarán á pinchar al torpe caballero, preguntando cómo ha podido atreverse, siendo un profano, á penetrar en sus sagrados senderos en aquella hora de su fiesta.

Sra. Ford.—Y que las supuestas hadas sigan punzándolo bien y quemándolo con sus bujías, hasta que haya confesado la verdad.

Sra. Page.—Y una vez confesada, nos presentaremos nosotras, quitaremos los cuernos al espíritu, y le llevaremos en medio de nuestras burlas hasta su casa en Windsor.

Ford.—Será menester aleccionar bien á los niños para esto; ó de no, jamás podrán hacerlo como se debe.

Evans.—Yo enseñaré á los chicos el modo cómo han de conducirse; y yo mismo me disfrazaré de mono para quemar con mi bujía al caballero.

Ford.—Eso será excelente. Yo iré á comprar los disfraces.

Sra. Page.—Mi Ana será la reina de todas las hadas, elegantemente vestida de blanco.

Page.—Yo le compraré esa seda. (Aparte.) Y al mismo tiempo, se la llevará Slender á Eton para que se casen allí. Ea! Envía sin demora el mensaje á Falstaff.

Ford.—Yo volveré á verle bajo el nombre de Brook y me descubrirá todo su propósito. Es seguro que vendrá.

Sra. Page.—No os cuidéis de ello. Id y procuraduos las cosas que necesitan nuestras hadas.

Evans.—Ocupémonos de ello desde luégo. Son placeres admirables, y muy honestas bellaquerías.

(Salen Page, Ford y Evans.)

Sra. Page.—Id, señora Ford, y enviad la señora Aprisa á donde sir Juan para conocer su disposición. (Sale la señora Ford.) Yo veré al doctor. Él, y nadie sino él, ha tenido mi consentimiento para casarse con Ana. Ese Slender, aunque bien fincado, es un idiota; y mi marido le prefiere á todos. El doctor es acaudalado y tiene amigos poderosos en la corte. Nadie sino él ha de tener á mi hija, aunque haya veinte mil mejores muriéndose por ella.

(Sale.)

ESCENA V.

Cuarto en la posada de la Liga.

Entran el POSADERO y SIMPLE.

Posadero.—¿Qué quieres, patán? ¿Qué, imbécil? Habla, resuella, discute; breve, lacónico, pronto, de estallido.

Simple.—Vengo, señor, de parte de mi amo el señor Slender, á hablar con el señor Falstaff.

Posadero.—Pues allí está su cuarto, su casa, su castillo, su cama fija y su cama de ruedas; todo pintado de nuevo con la historia del hijo pródigo. Vé, golpea y llama. Te hablará como un antropófago. Llama, te digo.

Simple.—Á ese cuarto ha subido una vieja, una mujer gorda. Si permitís, aguardaré á que baje, porque en verdad vengo á hablar con ella.

Posadero.—¡Hola! ¡Una mujer gorda! Pueden robar al caballero: daré voces. Bravo caballero! Bravo sir Juan! Habla marcialmente desde tus pulmones. ¿Estás ahí? Es tu posadero, tu efesino, quien llama.

Falstaff.—¿Qué ocurre, posadero mío?

(Desde arriba.)

Posadero.—Aquí hay un tártaro-bohemio que se desespera por que baje tu mujer gorda. Déjala bajar, déjala bajar. Mis cuartos son santuarios. ¿Secretos, eh? ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

(Entra Falstaff.)

Falstaff.—Hasta hace un momento estaba conmigo una vieja gorda; pero ya se ha ido.

Simple.—Tened la bondad de decirme, señor: ¿no era la hechicera de Brentford?

Falstaff.—Ella misma, concha de ostra: ¿qué tienes que hacer con ella?

Simple.—Mi amo el señor Slender, viéndola pasar por la calle, envía á saber, señor, si un tal Nym que le ha escamoteado una cadena, la tiene ó no.

Falstaff.—He hablado de ello con la vieja.

Simple.—¿Os dignaréis decirme lo que ella dice?

Falstaff.—Sí, por cierto. Dice que el mismo individuo que le escamoteó la cadena es quien le ha defraudado de ella.

Simple.—Hubiera querido hablar con la mujer en persona; pues tenía que hablarle de parte de él sobre otros asuntos.

Falstaff.—¿Cuáles? Sepamos.

Posadero.—Al grano: pronto.

Simple.—No lo ocultaré, señor.

Falstaff.—Ocúltalo, ó mueres.

Simple.—Señor, si no es nada: todo era sobre la señorita Ana Page, para saber si la tendrá mi amo ó no.

Falstaff.—Esa, esa es su fortuna.

Simple.—¿Cuál, señor?

Falstaff.—Tenerla ó no. Vé á decirle que así me lo dijo la mujer.

Simple.—¿Deberé atreverme á decirlo así?

Falstaff.—Sí, señor palurdo. ¿Quién se atreverá á más?

Simple.—Doy gracias á vuestra señoría. Voy á alegrar á mi amo con estas nuevas.

(Sale Simple.)

Posadero.—Eres docto, eres docto, sir Juan. ¿Estabas con una adivina?

Falstaff.—Es verdad, posadero mío, con una que me ha enseñado á tener más ingenio, que lo que jamás había aprendido en toda mi vida. Y que en lugar de pagarle por ello, he sido pagado por mi aprendizaje.

(Entra Bardolfo.)

Bardolfo.—¡Ah, señor! Ha sido una picardía! Una bribonada!

Posadero.—¿Dónde están mis caballos? Habla bien de ellos, bellaco.

Bardolfo.—Se han ido con los rateros; porque apenas había yo pasado de Eton, me arrojaron de las ancas de uno de ellos dentro un gran charco de lodo, y apretaron las espuelas y partieron volando como tres diablos alemanes, como tres doctores Fausto.

Posadero.—No han ido más que á recibir al duque, canalla! No digas que se han fugado: los alemanes son hombres de bien!

(Entra sir Hugh Evans.)

Evans.—¿Dónde está mi posadero?

Posadero.—¿Qué se ofrece, señor?

Evans.—Tened cuidado con las gentes que recibís. Un amigo mío que acaba de llegar á la ciudad, me dice que andan por aquí unos tres primos alemanes que han desbalijado á todos los posaderos de Readings, de Maidenhead y de Colebrook, robándoles dinero y caballos. Os lo aviso por la buena voluntad que os tengo. Vos sois un hombre listo, lleno de bromas y tretas, y no estaría bien que os dieran el bromazo de escamotearos. Quedad con Dios.

(Sale.Entra el doctor Caius.)

Caius.—¿Dónde está mi posadero de la Liga?

Posadero.—Heme aquí, señor doctor, lleno de incertidumbre y perplejidad.

Caius.—No estoy muy al corriente del asunto; pero oigo decir que hacéis grandes preparativos para recibir á un duque de Alemania. Por mi alma, que en la corte no se tiene la menor noticia de que venga tal duque. Os lo aviso por la buena voluntad que os tengo. Quedad con Dios.

(Sale.)

Posadero.—¡Vé, corre, grita, da la alarma, canalla! ¡Ayudadme, caballero! ¡Corre, vuela, da voces de alarma! ¡Villano! ¡Me han robado!

(Salen el Posadero y Bardolfo.)

Falstaff.—Me alegraría de que todo el mundo fuera escamoteado; porque yo lo he sido, y golpeado por añadidura. Si llegara á oídos de la corte el modo cómo he sido transformado y cómo mi transformación ha sido lavada y apaleada, harían derretir gota á gota toda mi gordura, y me flagelarían con sus sátiras y chistes hasta dejarme más encogido que una pera seca. Nunca he medrado desde que falté á mi propósito la primera vez. Bien. Si me alcanzara el aliento no mas que para decir mis preces, me arrepentiría. (Entra la Sra. Aprisa.) ¿Y bien? ¿De dónde venís?

Aprisa.—Ya podéis pensarlo; de donde las señoras que sabéis.

Falstaff.—¡Que el diablo cargue con una de ellas, y la hembra del diablo con la otra! Así quedarán colocadas las dos. Más he sufrido por causa de ellas que cuanto puede soportar la villana inconsecuencia de la disposición del hombre.

Aprisa.—¡Y qué! ¿No han padecido ellas? Sí, por cierto; podéis estar seguro de ello. Especialmente la señora Ford ¡pobre palomita! ha quedado de los golpes de su marido, tan llena de manchas azules y moradas, que no tiene un pedacito blanco en todo el cuerpo.

Falstaff.—¿Qué me cuentas de azul ni de morado? Á mí me han sacado de la piel á fuerza de golpes todos los colores del arco-iris; poco ha faltado para que me prendieran como bruja de Brentford; y gracias á la admirable destreza de mi ingenio en imitar las acciones y movimientos de una vieja, pude salvarme. El bribón de condestable me habría puesto en el cepo, en el cepo público, por bruja.

Aprisa.—Permitidme, señor, hablaros en vuestro alojamiento y sabréis cómo van las cosas, que, os lo aseguro, no dejarán de satisfaceros. He aquí una carta que os hará saber algo. ¡Dios mío! ¡Y qué afanes cuesta poneros uno junto á otra! Sin duda que entre vosotros dos hay quien cumple mal con el cielo, según son las dificultades que se encuentran!

Falstaff.—Subid á mi cuarto.

(Salen.)

ESCENA VI.

Entran FENTON y el POSADERO.

Posadero.—Señor Fenton, no me habléis. Tengo el ánimo abatido y estoy por abandonarlo todo.

Fenton.—Oidme, sin embargo; ayudadme en mi intento y á fe de caballero prometo daros cien libras en oro sobre el total de vuestra pérdida.

Posadero.—Os oiré, señor Fenton; y al menos seguiré vuestro consejo.

Fenton.—De vez en cuando he solido hablaros del íntimo afecto que profeso á la bella Ana Page, quien me apoya, hasta donde le es permitido escoger por sí misma y corresponde á mi amor. Tengo una carta suya, cuyo contenido no dejará de causaros asombro, en la cual andan tan mezclados la jovialidad de aquél y mi propio asunto, que es imposible presentar al uno separado de la otra. En esto corresponde un gran papel al obeso Falstaff; pero ya os mostraré (enseñándole la carta) más tarde todo el asunto de la broma. Escuchad ahora, posadero mío. Esta noche, en el roble de Herne, precisamente entre las doce y la una, mi dulce Ana tiene que representar á la reina de las hadas y he aquí con qué objeto: mientras tienen lugar otros juegos, deberá en obediencia á un mandato de su padre, fugar con Slender y dirigirse á Eton, donde serán casados inmediatamente. Y ella ha consentido. Por otra parte, su madre, que se opone tenazmente á ese enlace y está resuelta á favor del doctor Caius, ha convenido en que éste aproveche la distracción que causarán los juegos y se deslize con ella á la abadía, en donde los espera un sacerdote para casarles. Á este plan de su madre, ella, dócil en apariencia, ha consentido, dando su promesa al doctor. Ahora, la cosa se ha arreglado así; su padre quiere que esté vestida de blanco y que Slender en el momento oportuno la tome de la mano y la invite á seguirle; lo cual deberá hacer ella. La madre quiere que para hacerla conocer del doctor (pues todos han de estar enmascarados) se presente vestida de un traje verde, flotante y con largas cintas que bajarán desde la cabeza, y en el instante que parezca favorable al doctor, éste la haga señal con la mano; en lo cual ha consentido la doncella para salir con él.

Posadero.—¿Y á quién desea ella engañar? ¿Al padre ó á la madre?

Fenton.—Á ambos, mi querido posadero, para poder venir conmigo. Y todo consiste ahora en que me procuréis un vicario que me aguarde en la iglesia; entre doce y una y dé á nuestros corazones en nombre del matrimonio, la unión legal que necesitan.

Posadero.—Bien: abrazo vuestro plan. Iré adonde el vicario. Traed á la doncella, que no es sacerdote lo que os podrá faltar.

Fenton.—Y por ello te seré obligado eternamente, fuera de la recompensa que te otorgaré desde luégo.

(Salen.)

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