Capítulo 4 De cómo el comercio de las ciudades contribuyó al progreso del campo

El crecimiento y las riquezas de las ciudades comerciales e industriales contribuyó al progreso y cultivo de los países donde se encontraban de tres formas diferentes.

En primer lugar, al proporcionar un mercado vasto y accesible para los productos del campo estimularon su cultivo y mejoramiento ulterior. Esta ventaja no se limitó a los países donde se hallaban situadas sino que se extendió en mayor o menor grado a todos aquellos con los que comerciaban. Proporcionaron a todos un mercado para una parte de su producción bruta o elaborada, y consecuentemente estimularon la actividad y el progreso de todos. Pero su propio país, por razones de distancia, obtuvo de dicho mercado el máximo beneficio. Al soportar sus productos primarios un coste menor por el transporte, los comerciantes pudieron pagar a los agricultores un mejor precio por ellos y al mismo tiempo venderlos a los consumidores tan baratos como los que procedían de países más lejanos.

En segundo lugar, la riqueza acumulada por los habitantes de las ciudades fue a menudo invertida en la compra de las tierras que se ponían a la venta, que en su mayoría se hallaban sin cultivar. La ambición común de los mercaderes es convertirse en hacendados, y cuando lo hacen resultan ser por regla general los que mejor cultivan la tierra. Un comerciante está acostumbrado a invertir su dinero esencialmente en empresas rentables, mientras que un caballero rural está habituado a emplearlo fundamentalmente en sus gastos. Uno contempla a menudo su dinero alejarse de él para retornar con un beneficio; el otro, una vez que se desprende de su dinero, rara vez espera volverlo a ver. Estos hábitos diferentes naturalmente afectan a su temperamento y disposición en cualquier labor. Un comerciante es normalmente un empresario audaz; un hacendado, un empresario tímido. El uno no titubea en invertir un amplio capital en la mejora de su tierra, cuando hay una perspectiva probable de incrementar su valor en proporción a la inversión. El otro, si tiene algún capital, lo que no siempre ocurre, rara vez se arriesga a invertirlo de esa forma. Si realiza una mejora, generalmente no es con un capital sino con lo que pueda ahorrar de su ingreso anual. Todo el que haya tenido la fortuna de vivir en una ciudad mercantil situada en un país atrasado habrá observado a menudo cuánto más animosas eran las iniciativas de ese tipo adoptadas por los comerciantes que las acometidas por los hacendados. Además, los hábitos de orden, economía y diligencia que la actividad mercantil naturalmente forma en un comerciante lo vuelven mucho más apto para ejecutar con rentabilidad y éxito cualquier empresa de mejoras en el campo.

En tercer y último lugar, el comercio y la industria establecieron gradualmente el orden y el buen gobierno, y con ellos la libertad y la seguridad de los individuos, entre unos habitantes del campo que antes habían vivido en un estado de guerra permanente con sus vecinos y de dependencia servil con sus superiores. De todos sus efectos éste ha sido el menos destacado, pero es con diferencia el más importante. El único autor que lo ha subrayado, que yo sepa, es el Sr. Hume.

En un país que no tenga comercio exterior ni una industria moderna, un gran propietario, al no poder intercambiar por nada la mayor parte de la producción de sus tierras que supere la manutención de sus cultivadores, consume la totalidad en la rústica hospitalidad de su casa. Si esa producción excedente alcanza para mantener cien o mil hombres, no puede hacer otro uso de ella aparte de mantener cien o mil hombres. Por eso, está constantemente rodeado de una multitud de dependientes y criados que carecen de un equivalente para darle a cambio de su manutención, y que al ser alimentados sólo por su generosidad le deben obediencia, por lo mismo que los soldados deben obediencia al príncipe que les paga. Ello explica que antes de la extensión del comercio y la industria en Europa, la hospitalidad de los ricos y los grandes, desde el soberano al menor de los señores feudales, sobrepasaba a cualquier cosa que podamos concebir hoy. El salón de Westminster era el comedor de Guillermo el Rojo, y es posible que frecuentemente no alcanzara para dar cabida a sus invitados. Se consideraba un rasgo de magnificencia de Tomás Becket el que revistiese el piso de su salón con heno limpio o juncos, para que los caballeros e hidalgos que no disponían de asientos no estropeasen sus elegantes vestidos cuando se sentaban en el piso para cenar. Se cuenta que el gran duque de Warwick agasajaba diariamente en sus diversos palacios campestres a treinta mil personas, y aunque este número bien puede ser exagerado, el verdadero debió ser muy grande como para dar pie a semejante exageración. Una hospitalidad análoga era desplegada no hace muchos años en diversas partes de las Tierras Altas de Escocia, y parece ser un fenómeno común a todas las naciones donde el comercio y la industria son poco conocidos. He visto, cuenta el Doctor Pocock, a un jefe árabe cenar en las calles de una ciudad a donde había llegado a vender su ganado, e invitar a todos los transeúntes, incluso a los mendigos, a sentarse con él y compartir su banquete.

Los ocupantes de la tierra eran en todos los aspectos tan dependientes de los grandes propietarios como sus sirvientes. Incluso aquellos que no eran siervos eran arrendatarios a voluntad y pagaban una renta desde cualquier punto de vista desproporcionada a los medios de subsistencia que la tierra les suministraba. Algunos años atrás, una renta corriente en las Tierras Altas de Escocia por tierras que mantenían a una familia era una corona, media corona, una oveja o un cordero. Todavía es así hoy en algunos sitios; y el dinero no compra actualmente más mercancías allí que en otros lugares. En un país donde la producción excedente de una gran finca debe ser consumida en la propia finca, a menudo le convendrá al propietario que una fracción sea consumida lejos de su casa, siempre que quienes la consuman sean tan dependientes de él como sus criados y sirvientes. Se evita así las molestias de una familia o un séquito demasiado numerosos. Un arrendatario a voluntad, que posee tierra suficiente para mantener a una familia a cambio de una renta ínfima es tan dependiente del propietario como cualquier criado o sirviente y debe obedecerlo de manera igualmente incondicional. Un propietario de esas características, igual que alimenta a sus criados y sirvientes en su casa, alimenta a sus arrendatarios en las suyas. La subsistencia de ambos deriva de su benevolencia y el que la sigan recibiendo depende de su buena voluntad.

El poder de los antiguos barones se basaba en la autoridad que en ese estado de cosas necesariamente ejercían los grandes propietarios sobre sus arrendatarios y sirvientes. Forzosamente acabaron siendo jueces de paz y jefes en la guerra de todos los que vivían en sus tierras. Eran capaces de mantener el orden y hacer cumplir la ley en sus dominios porque cada uno de ellos podía dirigir la fuerza de todos los habitantes contra las faltas de uno solo. Ninguna otra persona poseía autoridad suficiente para hacerlo; en especial, no la poseía el rey. En aquellos tiempos lejanos, el rey era apenas algo más que el mayor de los terratenientes, al que los demás propietarios guardaban una cierta consideración en aras de la defensa común frente a sus enemigos comunes. Si el rey hubiese intentado por su cuenta y riesgo, y contando sólo con su autoridad, obligar al pago de una pequeña suma en las tierras de un gran propietario, donde todos los habitantes estaban armados y acostumbrados a defenderse mutuamente, le habría costado el mismo esfuerzo que extinguir una guerra civil. En consecuencia, estaba forzado a dejar a la administración de justicia en la mayor parte del país en manos de los que podían administrarla; y por la misma razón a dejar el mando de la milicia campesina en manos de aquellos a quienes la milicia obedecía.

Es equivocado pensar que esas jurisdicciones territoriales provinieron del derecho feudal. Varios siglos antes de que el nombre de derecho feudal fuese conocido en Europa los grandes terrateniente gozaban del derecho alodial no sólo a ejercer la suprema jurisdicción civil y penal sino también a reclutar tropas, acuñar moneda e incluso promulgar ordenanzas para el gobierno de sus pueblos. La autoridad y jurisdicción de los lores sajones en Inglaterra fue tan grande antes de la conquista como la de cualquier lord normando después de ella, aunque el derecho feudal no se convirtió en derecho común en Inglaterra hasta después de la conquista. Es una cuestión de hecho e indiscutible que los grandes señores de Francia poseyeron alodialmente una amplia autoridad y jurisdicción mucho antes de que las leyes feudales se aplicasen en ese país. Esas autoridades y jurisdicciones necesariamente brotaban de la situación de la propiedad y las costumbres, tal como se acaba de exponer. Sin necesidad de remontarnos al pasado más remoto de las monarquías francesa o inglesa, tenemos en tiempos muy posteriores pruebas abundantes de que dichos efectos siempre deben derivarse de tales causas. Hace menos de treinta años el Sr. Cameron de Lochiel, un caballero de Lochabar, en Escocia, que no era ni juez de paz, ejercía la suprema jurisdicción penal sobre su pueblo, a pesar de no contar con derecho legal alguno, puesto que no era lo que se llamaba entonces un lord de regalía, ni siquiera un arrendatario importante, sino un mero vasallo del duque de Argyle. Se dice que lo hacía con la máxima equidad, aunque sin ningún formalismo procesal, y no es improbable que las condiciones de esa parte del país hiciesen entonces necesario que él asumiese esa autoridad para mantener la tranquilidad pública. Este caballero, cuya renta nunca superó las quinientas libras anuales, llevó a ochocientos hombres consigo a la rebelión de 1745.

La introducción del derecho feudal puede ser considerada como un intento de moderar la autoridad de los grandes lores alodiales, no de extenderla. Estableció una subordinación normal, acompañada de una larga lista de servicios y deberes, desde el rey hasta el más humilde de los propietarios. Durante la minoría de edad del terrateniente, la renta y la administración de sus tierras iban a parar a su superior inmediato, y por consiguiente las de los grandes propietarios a manos del rey, que quedaba a cargo de la manutención y educación del pupilo, y que en su calidad de tutor se suponía que tenía derecho a decidir con quién había de casarse éste, siempre que el matrimonio no desmereciese su rango. Pero aunque esta institución tendía necesariamente a fortalecer la autoridad del rey y a debilitar la de los grandes propietarios, no podía hacer ni lo uno ni lo otro en un grado suficiente como para establecer el orden y el buen gobierno sobre todos los habitantes del país, porque no alteraba suficientemente la condición de la propiedad y las costumbres que originaban los desórdenes. La autoridad continuó siendo como antes: demasiado débil en la cabeza y demasiado fuerte en las extremidades, y la fuerza excesiva de los miembros inferiores era la causa de la debilidad de la cabeza. Después de instituirse la subordinación feudal, el rey fue tan impotente como antes para reprimir la violencia de los grandes lores. Ellos siguieron guerreando a discreción, de forma casi permanente unos contra otros, y a menudo contra el rey; y el campo abierto siguió siendo escenario de violencia, rapiña y desorden.

Pero lo que la violencia de las instituciones feudales jamás habría podido lograr lo consiguió gradualmente la acción silenciosa e imperceptible del comercio exterior y las manufacturas. Ellos proveyeron paulatinamente a los grandes propietarios con algo por lo que podían intercambiar todo el producto excedente de sus tierras, y que podían consumir ellos mismos sin compartirlo con arrendatarios ni sirvientes. La máxima vil de los poderosos parece haber sido siempre: todo para nosotros, nada para los demás. Así, tan pronto como descubrieron un método para consumir el valor total de sus rentas ellos mismos, no se mostraron dispuestos a compartirlo con otras personas. Por un par de hebillas de diamantes, o por otra cosa tan frívola e inútil, eran capaces de intercambiar la manutención, o lo que es lo mismo: el precio de la manutención de mil hombres durante un año, y con ello todo el poder y autoridad que así podrían haber conseguido. Pero esas hebillas serían de su uso exclusivo y ningún ser humano tendría la menor participación en ellas, mientras que con la vieja forma de gastar habrían participado en el gasto al menos mil personas. Este punto resultó completamente decisivo para orientar las preferencias de quienes tenían que optar por un método u otro. Y así, para satisfacer la más pueril, despreciable y sórdida de todas las vanidades, enajenaron gradualmente todo su poder y autoridad.

En un país donde no existe comercio exterior ni manufacturas finas, una persona que disponga de diez mil libras anuales no puede destinar sus ingresos a otra cosa que a mantener quizás a mil familias, que necesariamente estarán todas a sus órdenes. En la Europa de hoy un hombre con un ingreso de diez mil libras anuales puede gastarlo totalmente, y en general lo gasta, sin mantener directamente a veinte personas, ni mandar sobre más de diez lacayos, a los que no vale la pena dar órdenes. Es posible que indirectamente mantenga a un número de personas tan numeroso o incluso más numeroso que el que habría podido mantener con el antiguo sistema de gasto. Aunque la cantidad de productos valiosos por los que intercambia su ingreso total sea muy pequeña, el número de trabajadores empleados en recogerlos y elaborarlos debe necesariamente haber sido muy grande. El alto precio de esos productos deriva generalmente de los salarios de dichos trabajadores y los beneficios de todos sus empleadores inmediatos. Al pagar ese precio está pagando indirectamente todos esos salarios y beneficios, y contribuye así a mantener a esos trabajadores y sus patronos. Normalmente contribuye, empero, en una proporción muy reducida de cada uno, a la décima parte de la manutención anual de unos pocos, a la centésima de muchos, y a la milésima o incluso diezmilésima parte de algunos. Por lo tanto, aunque aporta a la manutención de todos, son todos más o menos independientes de él, porque por regla general todos pueden sobrevivir sin él.

Cuando los grandes terratenientes gastan sus rentas en mantener a sus arrendatarios y sirvientes, cada uno de ellos mantiene a los suyos con exclusividad. Cuando las gastan en el sustento de comerciantes y artesanos pueden mantener en conjunto quizás al mismo número que antes o acaso a uno mayor, si se considera el despilfarro que suele caracterizar a la hospitalidad rústica. Pero cada uno de ellos individualmente representa una parte muy pequeña del sustento de cualquier individuo de ese gran número. Cada comerciante o artesano se gana la vida no gracias a un cliente sino gracias a cien o a mil. Aunque les esté reconocido a todos en alguna medida, no depende totalmente de ninguno de ellos.

Al incrementarse paulatinamente de esta manera los gastos personales de los grandes propietarios, era inevitable que el número de sus sirvientes disminuyera hasta que finalmente desaparecieron por completo. La misma causa llevó a que gradualmente se desprendieran de los arrendatarios que no necesitaban. Las haciendas se ampliaron y los ocupantes de la tierra, a pesar de las quejas sobre la despoblación, fueron reducidos al número necesario para cultivarla según el imperfecto estado de la roturación y las mejoras en esos tiempos. Al desprenderse de bocas innecesarias, y al extraer del granjero el valor pleno de la tierra arrendada, el propietario obtuvo un mayor excedente, o lo que es lo mismo: el precio de un mayor excedente, y los comerciantes e industriales pronto le facilitaron un método para que se lo gastase en sí mismo, igual que había hecho con el resto de su ingreso. Al continuar actuando la misma causa, estaba deseoso de elevar sus rentas por encima de lo que sus tierras podían proporcionar en las condiciones vigentes de roturación. Sus arrendatarios sólo podían aceptarlo con una condición: la seguridad de sus posesiones durante un número de años suficiente para que tuviesen tiempo de recuperar con un beneficio cualquier suma que hubiesen invertido en la mejora ulterior de la tierra. La onerosa vanidad del terrateniente lo dispuso a aceptar esa condición, y de ahí nacieron los arrendamientos a largo plazo.

Ni siquiera un arrendatario a voluntad, que paga el valor íntegro de la tierra, es absolutamente dependiente del terrateniente. Las ventajas pecuniarias que recibe el uno del otro son recíprocas y equivalentes, y ese arrendatario jamás expondrá ni su vida ni su fortuna en el servicio del propietario. Pero si tiene un contrato de larga duración, entonces es completamente independiente; y su propietario no puede esperar de él ni el más insignificante servicio más allá de lo que esté expresamente estipulado en el contrato o impuesto por las leyes corrientes y conocidas del país.

Al independizarse los arrendatarios de esta forma, y al haber sido despedidos los sirvientes, los grandes propietarios ya no fueron capaces de interrumpir la acción normal de la justicia ni de perturbar la paz del país. Vendieron su primogenitura, no por un plato de lentejas como Esaú, en un momento de hambre y necesidad, sino en el desenfreno de la abundancia, a cambio de baratijas y fruslerías propias para servir más como juguetes de niños que como objetivos serios de hombres, y se convirtieron en personas tan insignificantes como cualquier comerciante o burgués acomodado. Se estableció un gobierno normal tanto en el campo como en la ciudad, pues nadie tenía el poder suficiente como para perturbar su acción ni en un sitio ni en otro.

Quizá no tenga relación con este punto, pero no puedo evitar subrayar que las familias de rancia tradición, que poseen un gran patrimonio que ha pasado de padres a hijos a lo largo de muchas generaciones, son muy raras en los países comerciales. Por el contrario, en lugares donde hay poco comercio, como Gales o las Tierras Altas de Escocía, resultan muy comunes. Las historias árabes están llenas de genealogías y hay una, escrita por un kan tártaro, traducida a varias lenguas europeas, que prácticamente no contiene otra cosa; ello prueba que las familias antiguas son muy comunes en esas naciones. En lugares donde un hombre rico no puede gastar su ingreso sino en mantener tantas personas como pueda, no es fácil que gaste desmedidamente, y su benevolencia rara vez es tan impetuosa como para intentar mantener a más personas de las que puede. Pero cuando le es posible gastar el más copioso ingreso en su propia persona, con frecuencia su gasto no tiene límites, porque con frecuencia no los tiene su vanidad o su amor propio. Por eso es raro que las riquezas en los países ricos perduren mucho tiempo en el seno de una misma familia, a pesar de las reglas rigurosas que se imponen para impedir su disipación. En los países poco desarrollados, por el contrario, con frecuencia lo hacen sin necesidad de disposición legal alguna, puesto que en las naciones de pastores, como los tártaros y los árabes, la naturaleza perecedera de sus propiedades necesariamente hace que esas reglamentaciones no sean posibles. Y así tuvo lugar en el bienestar público una revolución de la máxima importancia, debida a dos clases muy distintas de personas que no tenían la menor intención de servir al público. El único objetivo de los grandes propietarios era gratificar la vanidad más pueril. Los comerciantes y artesanos, mucho menos ridículos, actuaron puramente según su propio interés y siguieron su propia regla de mercachifles de sacar un penique de allí donde se pueda sacar un penique. Nadie fue consciente ni pudo prever la profunda revolución que gradualmente derivó de la insensatez de unos y la laboriosidad de otros.

De esta manera el comercio y la industria de las ciudades en la mayor parte de Europa no fueron la consecuencia de la mejora y cultivo de los campos, sino su causa.

Pero como este orden es contrario al curso natural de las cosas, resulta necesariamente lento e incierto. Puede compararse el lento crecimiento de aquellos países europeos cuya riqueza depende sobre todo de su comercio e industria con los rápidos avances de nuestras colonias norteamericanas, cuya riqueza se basa exclusivamente en la agricultura. Se supone que la población no se duplica en Europa en menos de quinientos años, pero en varias de nuestras colonias de América del Norte lo ha hecho en veinte o veinticinco años. El derecho de mayorazgo y diversas vinculaciones impiden la división de las grandes fincas en Europa, lo que impide la multiplicación de pequeños propietarios. Pero un pequeño propietario, que conoce cada palmo de su reducido territorio, que lo contempla con el afecto que naturalmente inspira la propiedad, especialmente la pequeña propiedad, y que por eso disfruta no sólo al cultivarlo sino también al adornarlo, es por regla general el emprendedor más esforzado, el más inteligente y el que tiene más éxito. Además, las mismas reglamentaciones excluyen a tanta tierra del mercado que siempre hay más capitales para comprar que tierra para vender, con lo cual la que se vende lo hace siempre a un precio de monopolio. La renta nunca cubre el interés del dinero con el que se la adquiere, y resulta por añadidura cargada con reparaciones y otros pagos ocasionales a los que no está expuesto el interés del dinero. En toda Europa la compra de tierra es una inversión muy poco rentable para un capital modesto. Es verdad que algunas veces cuando un hombre de moderada fortuna se retira puede escoger invertir su pequeño capital en la tierra, en busca de una mayor seguridad. También un profesional, cuyos ingresos provengan de otra fuente, disfruta a menudo al conservar sus ahorros de esa manera. Pero un hombre joven que en lugar de dedicarse al comercio o a otra profesión invierta un capital de dos o tres mil libras en la compra y cultivo de un pequeño predio, aunque puede confiar en vivir feliz e independiente, debe despedirse para siempre de toda esperanza de alcanzar una gran fortuna o celebridad, algo que si emplease su capital de otra forma tendría las mismas posibilidades de conseguir que cualquier otra persona. Esa persona, además, si no puede aspirar a convertirse en propietario, a menudo desdeñará el ser un granjero. En consecuencia, la minúscula cantidad de tierra disponible en el mercado y su elevado precio impiden que se inviertan en su cultivo y mejora un gran número de capitales que lo habrían hecho en otras circunstancias. En América del Norte, por el contrario, un capital de cincuenta o sesenta libras es con frecuencia suficiente para poner en marcha una plantación. La compra y roturación de tierras incultas es allí la inversión más rentable de los capitales pequeños y grandes, y el camino más seguro hacia la riqueza y la fama que se pueden alcanzar en ese país. En realidad la tierra en Norteamérica se puede comprar prácticamente gratis, o a un precio muy por debajo del valor de su producción natural; esto es inconcebible en Europa y en cualquier país donde toda la tierra lleve mucho tiempo siendo propiedad privada. Pero si las fincas rústicas fuesen a la muerte de cualquier propietario con una familia numerosa divididas por partes iguales entre los hijos, lo normal sería que la finca fuese vendida: llegaría tanta tierra al mercado que ya no podría venderse a un precio de monopolio. La renta neta de la tierra se acercaría al interés del dinero invertido en su adquisición, y un capital reducido podría ser invertido en la compra de tierras con la misma rentabilidad que en cualquier otra cosa.

Debido a la fertilidad natural de su suelo, a la gran extensión de su costa marítima en proporción al territorio total, y a los muchos ríos navegables que fluyen en su interior y facilitan el transporte fluvial de las zonas más apartadas, Inglaterra está quizás mejor dotada por la naturaleza que ningún otro gran país de Europa para ser la sede del comercio exterior, de las industrias que venden en mercados lejanos y de todo el progreso que de ello puede derivarse. Además, desde comienzos del reinado de Isabel, la legislación inglesa ha prestado especial atención a los intereses del comercio y la industria, y en realidad no hay país en Europa, ni siquiera la propia Holanda, donde la ley es en términos generales tan propicia para esas actividades. De ahí que en todo este período el comercio y la industria se hayan desarrollado de forma sostenida. Es cierto que el cultivo y mejora del campo también ha progresado gradualmente, pero ha seguido lentamente y a distancia el progreso más dinámico del comercio y las manufacturas. El grueso del país ya debía estar cultivado antes del reinado de Isabel, pero una parte importante permanece aún inculta, y el cultivo de la mayor parte es muy inferior al que podría ser. La legislación inglesa, no obstante, favorece a la agricultura no sólo indirectamente mediante la protección comercial sino a través de varios estímulos directos. Salvo en tiempos de escasez, la exportación de cereales no sólo es libre sino que además es incentivada mediante una prima. En tiempos de moderada abundancia, la importación de cereales extranjeros resulta encarecida mediante aranceles que en la práctica equivalen a una prohibición. La importación de ganado en pie, salvo desde Irlanda, está siempre prohibida, y la excepción irlandesa es relativamente reciente. En consecuencia, los agricultores gozan de un monopolio frente a sus compatriotas en los dos principales artículos de la producción primaria, el pan y la carne. Aunque esos incentivos son en última instancia probablemente ilusorios, como demostraré más adelante, demuestran al menos suficientemente la buena intención del gobierno de apoyar a la agricultura. Pero mucho más importante que ellos es que los campesinos de Inglaterra disfrutan de toda la seguridad, independencia y respetabilidad que la ley puede proporcionar. Por lo tanto, ningún país en que existan los mayorazgos, se paguen diezmos y se admitan en algunos casos las vinculaciones, aunque sean opuestas al espíritu del derecho, puede fomentar la agricultura más que Inglaterra. Y sin embargo la condición de sus cultivos es la que ha sido antes mencionada. ¿Cuál podría ser si la ley no hubiese otorgado incentivos directos a la agricultura, aparte de los que surgen indirectamente del desarrollo del comercio, y hubiese mantenido a los campesinos en la misma condición en que se halla en la mayoría de los otros países de Europa? Han pasado ya más de doscientos años desde el inicio del reinado de Isabel, un período muy largo con relación a lo que suele durar la prosperidad humana.

Francia tuvo una importante participación en el comercio exterior casi un siglo antes de que Inglaterra se destacase como país comercial. La marina de Francia era considerable, según los cánones del momento, antes de la expedición de Carlos VIII a Nápoles. Pero el cultivo y la roturación de Francia es en conjunto inferior al de Inglaterra. La legislación del país nunca ha otorgado los mismos incentivos directos a la agricultura.

El comercio exterior de España y Portugal con las demás partes de Europa es muy importante, aunque se lleve a cabo en barcos extranjeros. El comercio con sus colonias es realizado con sus propios barcos y es mucho mayor, debido a la gran extensión y riqueza de esas colonias. Pero ese comercio no ha dado lugar en ninguno de los dos países a una industria importante para la venta en mercados lejanos, y la mayor parte del territorio de ambos se halla todavía sin cultivar. El comercio exterior de Portugal es el más antiguo de Europa, con la excepción de Italia.

Italia es el único país de Europa que se roturó y cultivó completamente gracias al comercio exterior y las manufacturas fabricadas para su venta en mercados distantes. Según Guicciardini, antes de la invasión de Carlos VIII, Italia se hallaba cultivada tanto en sus partes más montañosas y yermas como en las llanuras más fértiles. Es probable que la ventajosa localización del país y el gran número de estados independientes que había entonces hayan contribuido significativamente a este cultivo generalizado. Sin embargo, y a pesar de la opinión de este historiador, uno de los más juiciosos y prudentes de los tiempos modernos, es posible que Italia no estuviese entonces mejor cultivada que la Inglaterra de hoy.

El capital que cualquier país adquiere a través del comercio y la industria es una posesión completamente precaria e incierta hasta que una parte se vincula con el cultivo y mejora de sus tierras. Se ha dicho con toda corrección que un mercader no es necesariamente ciudadano de país alguno. En buena medida le resulta indiferente dónde desarrolla su negocio; y un insignificante inconveniente hará que retire su capital, y toda la actividad que pone en movimiento, de un país y lo destine a otro. No se puede sostener que parte alguna del mismo pertenezca a un país en particular hasta que se derrame, por así decirlo, sobre su faz, sea en la forma de construcciones o de mejoras duraderas en sus tierras. No queda hoy ningún vestigio de la copiosa riqueza que se dice poseyeron la mayoría de las ciudades hanseáticas, salvo en oscuros relatos de los siglos XIII y XIV. No está claro ni siquiera dónde estaban algunas de ellas ni a qué ciudades europeas corresponden los nombres latinos de algunas. Pero aunque las desgracias de Italia a finales del siglo XV y comienzos del XVI redujeron apreciablemente el comercio y la industria de las ciudades de Lombardía y Toscana, esas regiones están todavía entre las más pobladas y mejor cultivadas de Europa. Las guerras civiles de Flandes y el gobierno español que las sucedió liquidaron el abundante comercio de Amberes, Gante y Brujas; pero Flandes es todavía una de las provincias más ricas, mejor cultivadas y más pobladas de Europa. Los trastornos habituales debidos a las guerras y los gobiernos agotan fácilmente las fuentes de aquella riqueza que surge sólo del comercio. La que proviene del más sólido progreso agrícola es mucho más perdurable y no puede ser destruida, salvo por las convulsiones más violentas ocasionadas por las depredaciones de naciones hostiles y bárbaras que se prolongan durante un siglo o dos, como las que tuvieron lugar antes y después de la caída del Imperio Romano en las provincias occidentales de Europa.

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