Capítulo 3 De la aparición y desarrollo de ciudades y pueblos tras la caída del Imperio Romano

Tras la caída del Imperio Romano, los habitantes de ciudades y pueblos no se vieron en mejor situación que los del campo. Es verdad que se trataba de una clase de personas muy distinta de los primeros habitantes de las antiguas repúblicas de Grecia e Italia. En éstas últimas vivían los dueños de las tierras, entre los que inicialmente se dividió el territorio, y que creyeron conveniente construir sus casas cercanas unas de otras, y cercar el conjunto con una muralla, con objeto de tener una defensa común. Después del final del Imperio Romano, por el contrario, los propietarios de las tierras vivieron generalmente en castillos fortificados dentro de sus propios campos, rodeados por sus arrendatarios y servidores. Las ciudades fueron habitadas fundamentalmente por comerciantes y artesanos, que en esa época se hallaban en una condición servil o casi servil. Los privilegios concedidos por antiguos estatutos a los habitantes de algunas de las principales ciudades europeas muestran claramente cómo estarían antes de tales concesiones. Unas personas que recibieron como privilegio el derecho a dar a sus hijas en matrimonio sin el consenso del señor, el que a su muerte sus bienes pudiesen ser heredados por sus hijos y no por el señor, y el poder disponer de sus bienes mediante un testamento, debían estar con anterioridad a tales concesiones en una situación de servidumbre igual o casi igual a la de quienes vivían en el campo.

Debieron ser sin duda personas muy pobres, que solían deambular con sus mercancías de lugar en lugar y de feria en feria, como los buhoneros y chalanes de hoy en día. En todos los países de la Europa de entonces, de igual forma que en los estados tártaros de Asia actualmente, se aplicaban impuestos sobre los viajeros y sus bienes cuando cruzaban algunos feudos, pasaban por ciertos puentes, llevaban sus géneros de un lugar a otro en una feria, y cuando levantaban allí una caseta o tenderete para venderlos. En Inglaterra esos impuestos eran denominados peaje, pontazgo, estadaje y postazgo. En algunas ocasiones el rey, en otras un gran señor, tenía autoridad para declarar exentos de esos tributos a algunos comerciantes, en especial los que residían en sus dominios. Tales comerciantes, aunque en otros aspectos se hallaban en una condición servil o casi servil, eran por esa razón llamados comerciantes francos. En compensación, solían pagar a su protector una especie de impuesto anual de capitación. En esa época era raro otorgar protección sin que mediase alguna prenda de valor, y quizás este impuesto puede ser considerado como una compensación por lo que sus protectores perdían con la exención de los demás tributos. Los impuestos de capitación y las exenciones fueron al principio exclusivamente personales y afectaban sólo a algunas personas, bien durante toda su vida o como los protectores decidiesen. Los muy imperfectos catastros de varias ciudades de Inglaterra mencionan a menudo el impuesto que algunos habitantes pagaban al rey o a algún otro gran señor por esta clase de protección, indicando lo que pagaba cada uno, y a veces registran sólo el monto total de dichos gravámenes.

Pero por servil que haya sido la condición original de los habitantes urbanos, es evidente que lograron la independencia y la libertad mucho antes que los campesinos. La parte de los ingresos reales que provenía de dichos impuestos de capitación en cualquier ciudad era normalmente arrendada durante un determinado número de años por un tanto alzado, a veces a la autoridad del condado, y a veces a otras personas. Frecuentemente los mismos ciudadanos gozaban del crédito suficiente como para arrendar los ingresos de ese tipo que se originaban en su propia ciudad, y se hacían responsables mancomunada e individualmente de la totalidad de la renta. Estos arrendamientos eran bastante convenientes para la hacienda de los soberanos de toda Europa, que solían arrendar feudos enteros a sus pobladores, que se hacían responsables de toda la renta, mancomunada y solidariamente; a cambio se les permitía recaudarla a su manera, y pagarla al Tesoro real a través de sus propios administradores, con lo quedaban a resguardo de la insolencia de los funcionarios del rey, circunstancia considerada en esa época de la máxima importancia.

Al principio, esas rentas se arrendaron a los ciudadanos probablemente igual que a cualquier otro arrendatario, es decir, sólo por un número dado de años. Con el tiempo, no obstante, se generalizó la práctica de arrendarlas en feudo, es decir a perpetuidad, fijándose una renta que no podía aumentar después. Al convertirse el pago en perpetuo, se convirtieron naturalmente también en perpetuas las exenciones a cambio de las cuales era realizado. Así, dichas exenciones dejaron de ser personales y no pudieron ser consideradas después como pertenecientes a individuos en tanto individuos sino en tanto ciudadanos de determinadas villas en particular, que fueron por eso llamadas villas francas, por la misma razón por la que ellos fueron denominados ciudadanos francos o comerciantes francos.

Junto con esta concesión se otorgaba normalmente a los ciudadanos de la villa que la recibía los importantes privilegios antes mencionados: dar a sus hijas en matrimonio, que sus hijos fuesen sus herederos, y poder disponer de sus bienes mediante testamento. No sé si tales privilegios eran antes otorgados habitualmente a ciudadanos concretos, en tanto individuos, junto con la libertad de comerciar. No es improbable que así haya sido, pero no tengo datos fehacientes. En cualquier caso, al haber sido librados de los signos principales de la servidumbre y la esclavitud, se convirtieron en personas libres, en el sentido que damos hoy a la palabra libertad.

Esto no fue todo. Generalmente se integraron al mismo tiempo en comunidades o corporaciones, con el privilegio de contar con magistrados y ayuntamientos propios, dictar ordenanzas para su gobierno, levantar murallas para su propia defensa y someter a todos los habitantes a una suerte de disciplina militar, obligándolos como se decía antes a velar y custodiar, es decir, a guardar y defender esas murallas noche y día contra cualquier ataque e incidente. En Inglaterra se los eximió por regla general de ser llevados a los tribunales de ciento y de condado, y todos los litigios que se plantearan entre ellos, salvo los que afectaran a la corona, eran resueltos por sus propios magistrados. En otros países se les concedió a menudo una jurisdicción mayor y más extensa.

Posiblemente resultó necesario otorgar a las ciudades que arrendaban sus impuestos algún tipo de jurisdicción efectiva para que pudiesen obligar a sus ciudadanos a pagar. En aquellos tiempos de desorden habría sido extremadamente inconveniente el obligarlas a buscar esa clase de justicia en ningún otro tribunal. Pero lo que resulta extraordinario es que los soberanos de toda Europa hayan intercambiado de esa manera por una renta fija, que nunca podría aumentar, la rama de sus ingresos que era probablemente la más susceptible de aumentar con el curso natural de las cosas, sin requerir gasto ni atención por su parte; y que hayan, además, erigido así voluntariamente una especie de repúblicas independientes en el corazón mismo de sus dominios.

Para comprender esto es preciso recordar que en aquel entonces prácticamente ningún soberano de Europa era capaz de proteger en todo el ámbito de sus dominios a la parte más débil de sus súbditos contra la tiranía de los grandes señores. Aquellos a quienes la ley no podía amparar, y que no eran lo suficientemente fuertes como para defenderse por sí solos, se veían forzados o bien a solicitar la protección de algún gran señor, y a convertirse en sus esclavos o vasallos para conseguirla, o bien a agruparse en una liga de defensa mutua para la protección general de todos. Los habitantes de las ciudades y burgos, considerados individualmente, carecían del poder para defenderse, pero si se integraban con sus vecinos en una liga de defensa mutua, entonces podían ofrecer una resistencia nada desdeñable. Los señores despreciaban a los ciudadanos o burgueses, a los que contemplaban no sólo como miembros de una clase distinta sino como un grupo de esclavos emancipados, casi como seres de una especie diferente de la suya. La riqueza de los burgueses siempre provocaba su envidia e indignación, y los saqueaban cada vez que podían sin piedad ni remordimiento. Naturalmente, los ciudadanos odiaban y temían a los señores. Y el rey también los odiaba y temía, pero aunque quizás podía despreciar a los burgueses, no tenía motivos ni para odiarlos ni para temerlos. Por lo tanto, el interés común dispuso a los ciudadanos a apoyar al rey, y a éste a apoyarlos a ellos contra los señores. Los burgueses eran los enemigos de sus enemigos, y el interés del rey era darles tanta seguridad e independencia frente a esos enemigos como fuese posible. Al permitirles nombrar sus propios magistrados, dictar ordenanzas para su propio gobierno, construir murallas para su propia defensa y someter a los ciudadanos a una suerte de disciplina militar, el rey hizo todo lo que estaba en su mano para otorgar a las ciudades los medios de seguridad e independencia frente a los señores feudales. Sin la organización de un gobierno estable de ese tipo, sin la autoridad para obligar a los habitantes a actuar según un plan o sistema determinado, no habría sido posible una liga voluntaria de defensa mutua que les suministrara seguridad permanente alguna o que les permitiese brindar al rey un apoyo apreciable. Al otorgarles el arrendamiento de su propia ciudad a cambio de un tanto alzado eliminó de la mente de aquellos a quienes deseaba tener como amigos, y acaso podría decirse como aliados, todo fundamento de recelo o sospecha de que los iba a oprimir en el futuro, sea elevando la renta que debía pagar la ciudad, sea entregando el arrendamiento a algún otro.

De ahí que los príncipes que peores relaciones mantenían con sus señores feudales hayan sido los más generosos en las concesiones de esa clase que otorgaron a sus burgos. El rey Juan de Inglaterra, por ejemplo, fue un extremadamente munificente benefactor de sus ciudades. Felipe I de Francia perdió toda autoridad sobre sus nobles. Hacia el final de su reinado su hijo Luis, llamado después Luis el Gordo, consultó según refiere el padre Daniel a los obispos de los dominios reales sobre cuáles serían los medios más adecuados para poner coto a las tropelías de los grandes señores. El consejo que le dieron se dividió en dos propuestas. Una fue el establecimiento de un nuevo orden jurídico, mediante el nombramiento de magistrados y ayuntamientos en todas las ciudades importantes de sus dominios. La otra fue la formación de una milicia, para que los habitantes de esas ciudades, bajo el mando de sus propios magistrados, acudiesen cuando fuese necesario en ayuda del monarca. De esa época data, según los historiadores franceses, la institución de los magistrados y ayuntamientos urbanos en Francia. La mayor parte de las villas francas de Alemania recibieron sus primeras cartas de privilegios durante los desgraciados reinados de los príncipes de la casa de Suabia, y entonces empezó a tener un poder formidable la famosa Liga Hanseática.

La milicia urbana no parece haber sido entonces inferior a la rural, y como podía ser convocada más fácilmente cuando se presentaba súbitamente la ocasión, a menudo se hallaba en mejor posición en sus disputas con los señores vecinos. En países como Italia o Suiza, donde merced a su distancia de la sede principal del gobierno, o por la fuerza natural del propio país, o por cualquier otra razón, el soberano llegó a perder toda su autoridad, las ciudades se convirtieron en general en repúblicas independientes y conquistaron a todos los nobles de las cercanías, obligándolos a desmantelar sus castillos y a vivir en las ciudades, como otros tantos pacíficos habitantes. Esta es, en resumen, la historia de la república de Berna y de muchas otras ciudades suizas. Con la excepción de Venecia, cuyas circunstancias son algo distintas, también es la historia de todas las repúblicas italianas de importancia, que en un gran número nacieron y perecieron entre finales de siglo XII y comienzos del XVI.

En países como Francia e Inglaterra, donde la autoridad del soberano, aunque a menudo muy reducida, nunca resultó completamente destruida, las ciudades no tuvieron la oportunidad de llegar a ser plenamente independientes. Pero sí adquirieron una importancia tan considerable que el soberano no podía, sin su consentimiento, aplicarles más impuestos que la mencionada renta de la ciudad. Eran, por consiguiente, convocadas para enviar a sus diputados a la asamblea de los estados del reino, en donde podían, junto con el clero y la nobleza, otorgar en ocasiones críticas alguna ayuda extraordinaria al rey. Asimismo, como en general tendían a ser más favorables a su autoridad, a veces sus diputados eran utilizados por el rey en esas asambleas como contrapeso frente al poder de los grandes señores. Este es el origen de la representación de los burgos en los estados generales de todas las grandes monarquías de Europa.

Y así fue como se impuso en las ciudades el orden y el buen gobierno, y junto con ellos la libertad y la seguridad de las personas, en un tiempo en el que los campesinos estaban expuestos a toda clase de atropellos. Los hombres en esa situación de indefensión están satisfechos naturalmente con apenas lo necesario para subsistir, puesto que la adquisición de algo más sólo podría desatar la injusticia de sus opresores. Por el contrario, cuando las personas están seguras de disfrutar del producto de su trabajo, naturalmente se esfuerzan en mejorar su condición y adquirir no sólo cosas necesarias para la vida sino también cosas convenientes y elegantes. Por eso las actividades destinadas a producir más allá de la mera subsistencia se establecieron en las ciudades mucho antes de que se generalizasen en las comarcas rurales. Si un pequeño capital se acumulaba en las manos de un pobre agricultor oprimido por la servidumbre feudal, él naturalmente lo ocultaba con gran cuidado de la mirada de su patrono, al que en otro caso habría pertenecido, y aprovechaba la primera oportunidad para escapar a la ciudad. La ley era entonces tan indulgente con los habitantes de las ciudades, y se deseaba tanto disminuir el poder de los señores sobre los habitantes del campo, que si él era capaz de sustraerse allí de la persecución de su señor durante un año, ya era un hombre libre para siempre. Por lo tanto, todo el capital acumulado por la parte más laboriosa de los habitantes del campo se refugió naturalmente en las ciudades, los únicos santuarios donde las personas que lo habían adquirido podían sentirse seguras.

Es verdad que los habitantes de una ciudad siempre deben en última instancia obtener del campo su subsistencia y todos los materiales y medios para su trabajo. Pero los habitantes de una ciudad situada cerca del mar o de un río navegable no se ven necesariamente obligados a obtenerla en los campos vecinos. Sus posibilidades son mucho más amplias y pueden recurrir a los rincones más remotos del mundo, sea para conseguirla a cambio de sus productos manufacturados, sea actuando como transportistas entre países lejanos, e intercambiando sus productos. Una ciudad podía así alcanzar una gran riqueza y esplendor mientras que la pobreza y la miseria reinaban no sólo en sus campos vecinos sino en todos aquellos países con los que comerciaba. Cada uno de esos países, considerado individualmente, quizás podía suministrar sólo una pequeña parte de su subsistencia o su actividad, pero todos ellos en conjunto le aportaban una copiosa subsistencia y una gran actividad. Dentro del estrecho círculo del comercio de entonces, hubo algunos países ricos e industriosos. Tal fue el caso del imperio Griego a lo largo de toda su existencia, y el de los sarracenos durante los reinados de los Abasidas. También ocurrió lo mismo en Egipto hasta que fue conquistado por los turcos, en una parte de la costa de Berbería y en todas las provincias de España que estuvieron bajo el dominio de los moros.

Las primeras ciudades de Europa cuyo comercio las elevó a un nivel apreciable de opulencia fueron las italianas. Se hallaba entonces Italia en el centro de la parte desarrollada y civilizada del mundo. Las cruzadas favorecieron también extraordinariamente a algunas ciudades italianas, aunque forzosamente frenaron el progreso de la mayor parte de Europa, porque ocasionaron un gran despilfarro de capital y una aguda pérdida de habitantes. Los enormes ejércitos que marcharon desde todas partes hacia la conquista de Tierra Santa estimularon notablemente la navegación de Venecia, Génova y Pisa, a veces porque sus barcos las transportaban hasta allí, y constantemente porque les llevaban las provisiones. Dichas ciudades fueron, por así decirlo, la intendencia de esos ejércitos, y el frenesí más destructivo que jamás asoló a las naciones europeas fue para esas repúblicas una fuente de riqueza.

Los habitantes de las ciudades comerciales, al importar las manufacturas modernas y los onerosos lujos de los países ricos, alimentaron la vanidad de los grandes propietarios, que ansiosamente compraron esos bienes entregando a cambio grandes cantidades de la producción primaria de sus tierras. El comercio de la mayor parte de Europa en esa época, en consecuencia, consistía fundamentalmente en el intercambio de sus materias primas por los artículos manufacturados de las naciones más civilizadas. Así la lana de Inglaterra se cambiaba por los vinos de Francia y por los paños finos de Flandes, igual que se intercambian hoy los cereales de Polonia por los vinos y aguardientes de Francia y por las sedas y terciopelos de Francia e Italia.

De esta forma el comercio introdujo el gusto por las manufacturas más finas y modernas en países que no las producían. Pero cuando este gusto llegó a ser tan general que dio lugar a una demanda considerable, los mercaderes, con objeto de ahorrarse el coste del transporte, intentaron naturalmente establecer industrias del mismo tipo en su propio país. Así se originaron las primeras manufacturas para su venta en mercados lejanos en las provincias occidentales de Europa después de la caída del Imperio Romano.

Debe observarse que ningún país grande ha subsistido nunca ni podría subsistir sin ninguna industria, y cuando se dice que un país así no tiene industria, siempre se debe entender por ello a las manufacturas más finas y modernas, o las que son adecuadas para el comercio a grandes distancias. En todo país grande tanto los vestidos como los muebles de la abrumadora mayoría de la gente son el producto de su propia industria. Esto ocurre todavía en mayor grado en los países pobres, de los que comúnmente se dice que no tienen manufacturas, que en los ricos, donde se dice que abundan. En los segundos se ve que la proporción de productos extranjeros entre los vestidos y muebles de las clases más bajas del pueblo es mucho mayor que en los primeros.

Las manufacturas adecuadas para la venta en lugares lejanos fueron establecidas en los diversos países de dos formas distintas.

A veces, como se dijo antes, fueron introducidas por la acción abrupta, si puede emplearse esa expresión, de los capitales de algunos comerciantes y empresarios, que las establecieron imitando a industrias extranjeras similares. Tales manufacturas son, entonces, la criatura del comercio exterior, y tal fue el caso de las antiguas industrias de las sedas, los terciopelos y brocados que florecieron en Lucca durante el siglo XIII. Las arrojó de allí la tiranía de uno de los héroes de Maquiavelo, Castruccio Castracani. En 1310 novecientas familias fueron expulsadas de Lucca, treinta y una de las cuales se refugiaron en Venecia, donde se ofrecieron para instalar la industria de la seda. Su oferta fue aceptada, se les concedieron bastantes privilegios y comenzaron la manufactura con trescientos trabajadores. Ese fue también el origen de la industria de paños finos que floreció antiguamente en Flandes y que fue introducida en Inglaterra a comienzos del reinado de Isabel; y así sucede hoy con las manufacturas de seda de Lyon y Spitalfields. Al ser estas industrias una imitación de las extranjeras, generalmente utilizan materias primas extranjeras. Cuando surgió la industria de Venecia, sus materiales provenían todos de Sicilia y el Levante. La más antigua manufactura de Lucca operaba asimismo con materiales extranjeros. El cultivo de la morera y la cría del gusano de seda no parecen haberse generalizado en el norte de Italia antes del siglo XVI. Esas actividades no fueron implantadas en Francia hasta el reinado de Carlos IX. Las manufacturas de Flandes recurrían básicamente a lanas españolas e inglesas. La lana española fue la materia empleada, no en la primera industria lanera de Inglaterra, pero sí en la primera capaz de vender en mercados lejanos. Al día de hoy más de la mitad de las materias primas de las manufacturas de Lyon son sedas extranjeras; en sus comienzos eran la totalidad o casi la totalidad. Es probable que prácticamente ninguno de los materiales de la industria de Spitalfields pueda jamás ser producido en Inglaterra. La sede de tales manufacturas, al ser generalmente proyectos empresariales de unos pocos individuos, es a veces una ciudad marítima y a veces una ciudad del interior, de acuerdo con lo que determine su interés, criterio o capricho.

Otras veces las industrias destinadas al comercio exterior crecen naturalmente, como si fuera de forma espontánea, a partir del gradual refinamiento de la industria popular y primitiva que siempre existe incluso en los países más pobres y atrasados. Estas manufacturas operan generalmente con los materiales que produce el país, y con frecuencia se las ve refinarse y progresar primero en aquellas regiones que no están extraordinariamente lejos aunque sí a una distancia apreciable del mar y a veces incluso de cualquier transporte por agua. Una región del interior, naturalmente fértil y fácil de cultivar, produce un abultado excedente de provisiones por encima de lo necesario para mantener a los cultivadores, y debido al coste del transporte terrestre y las incomodidades de la navegación fluvial a menudo puede ser difícil el envío de ese excedente al exterior. La abundancia, en consecuencia, abarata las provisiones y estimula a un amplio número de trabajadores a instalarse en la vecindad, al comprobar que su esfuerzo les procura allí más bienes necesarios y cómodos para la vida que en otro sitio. Elaboran los materiales que produce la tierra e intercambian sus productos terminados, o lo que es lo mismo: su precio, por más materias primas y provisiones. Añaden un nuevo valor al excedente de la producción bruta al ahorrar el gasto de su transporte hasta la costa o hasta un mercado distante; y entregan a los agricultores a cambio de esa producción algo que es útil o grato para ellos, y a un precio más atractivo que el que obtenían antes. Aparte de un mejor precio por su producción excedente, los cultivadores pueden comprar más baratos otros artículos que necesiten. Resulta así que tienen tanto el estímulo como la capacidad para incrementar esa producción excedente con una roturación ulterior y un mejor cultivo de la tierra; y de la misma forma como la fertilidad de la tierra hizo nacer a la industria, así el progreso de la industria reacciona sobre la tierra e incrementa aún más su fertilidad. Las manufacturas abastecen primero a las proximidades y después, cuando el trabajo progresa y se refina, a mercados más alejados. Ni los productos primarios ni las manufacturas más bastas pueden soportar sin una enorme dificultad el coste de un extenso viaje por tierra, pero en cambio las manufacturas más refinadas y modernas sí pueden. Con frecuencia encierran en un volumen pequeño el precio de una gruesa cantidad de materias primas. Una pieza de fino paño, por ejemplo, que sólo pesa ochenta libras, contiene el precio no sólo de ochenta libras de lana sino a veces el de varios miles de libras de peso de cereales, la manutención de los distintos trabajadores y sus empleadores inmediatos. El cereal, que difícilmente podría ser exportado en su propia forma, resulta así exportado como una manufactura terminada, y puede llegar hasta los rincones más remotos del mundo. De esta forma han surgido naturalmente, y se podría decir que por iniciativa propia, las manufacturas de Leeds, Halifax, Sheffield, Birmingham y Wolverhampton. Estas industrias son el fruto de la agricultura. En la historia moderna de Europa, su extensión y progreso ha sido generalmente posterior al de las industrias que fueron fruto del comercio exterior. Inglaterra era célebre por la industria de paños finos hechos con lana española un siglo antes de que pudiese venderse en el exterior el producto de las industrias que hoy florecen en los lugares antes mencionados. La ampliación y mejora de éstas últimas no podía tener lugar sino como consecuencia de la extensión y progreso de la agricultura, el último y más importante efecto del comercio exterior, y de las industrias introducidas por éste de forma inmediata, como explicaré seguidamente.

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