VII

… Aunque la utilidad derivada de las colonias europeas en América y las Indias Occidentales ha sido muy grande, no resulta nítida ni evidente. No fue comprendida en el momento de su fundación, no era el motivo ni de su fundación ni de los descubrimientos a que dieron lugar, y es probable que ni siquiera hoy se entiendan correctamente la naturaleza, extensión y límites de esa utilidad. …

A partir de las informaciones de Colón, el Consejo de Castilla decidió tomar posesión de unos países cuyos habitantes eran manifiestamente incapaces de defenderse. El piadoso propósito de convertirlos al cristianismo santificó a un proyecto injusto, cuyo único objetivo era la esperanza de encontrar oro. …

De todas las empresas costosas e inciertas que desatan la bancarrota sobre la mayor parte de las personas que las acometen, quizás la más absolutamente ruinosa es la búsqueda de nuevas minas de plata y oro. Es quizás la lotería más desventajosa del mundo, aquella en la que la ganancia de quienes obtienen los premios guarda la menor proporción con la pérdida de quienes no obtienen nada. Los premios son pocos, los billetes sin premio son muchos, y el precio normal de un billete es toda la fortuna de un hombre considerablemente rico. Las empresas mineras, en vez de reponer el capital invertido en ellas, junto con los beneficios corrientes, generalmente absorben tanto el capital como los beneficios. En consecuencia, son unas empresas que el legislador prudente que desea incrementar el capital de su país nunca seleccionará para concederles ningún estímulo extraordinario o para desviar hacia ellas una cuota mayor de capital que la que naturalmente recibirían de forma espontánea. En realidad, la absurda confianza que casi todas las personas tienen en su buena suerte es tal que toda vez que exista la más mínima probabilidad de éxito es probable que acuda a ellas espontáneamente un capital de todas formas excesivo.

Pero aunque los juicios fundados en el razonamiento sereno y en la experiencia han sido siempre extremadamente desfavorables hacia tales empresas, los basados en la avidez humana han sido por regla general exactamente opuestos. La misma pasión que ha sugerido a tantas personas la idea absurda de la piedra filosofal, ha sugerido a otras la idea igualmente absurda de unas minas de oro y plata infinitamente ricas. No prestaron atención al hecho de que el valor de esos metales, en todos los tiempos y todas las naciones, deriva esencialmente de su escasez, y que su escasez deriva de las muy pequeñas cantidades que la naturaleza ha depositado en un solo lugar, de los cuerpos duros e intratables con que cubrió en casi todas partes a esas pequeñas cantidades, y consecuentemente del trabajo y del gasto que en todo lugar resultan indispensables para penetrar hasta esos metales y extraerlos. Fantasearon con la ilusión de que los filones de dichos metales podían ser en muchos lugares tan gruesos y abundantes como los de plomo, cobre, estaño o hierro. El sueño de Sir Walter Raleigh de hallar la áurea ciudad y país de El Dorado demuestra que ni siquiera los hombres sabios se libran siempre de esos extraños espejismos.

Toda colonia fundada por una nación civilizada, que toma posesión de un país deshabitado o tan poco habitado que los nativos dejan fácilmente sitio a los nuevos pobladores, evoluciona hacia la riqueza y el desarrollo más rápidamente que ninguna otra sociedad humana.

Los colonos llevan consigo unos conocimientos sobre agricultura y otros oficios útiles superiores a los que espontáneamente tardarían muchos siglos en acumularse en naciones salvajes y bárbaras. También llevan el hábito de la subordinación, una idea de gobierno estable como el que existe en su país de origen, del sistema de leyes que lo sostiene y de una administración regular de justicia, y naturalmente establecen algo similar en la nueva colonia. Pero entre naciones salvajes y bárbaras, el desarrollo natural de la ley y el gobierno es incluso más lento que el progreso natural de las artes, después de establecidos la ley y el gobierno que requieren para su protección. Cada colono consigue más tierra de la que es capaz de cultivar. No debe pagar renta, ni apenas impuestos. Ningún terrateniente comparte con él la producción, y la cuota del Estado es normalmente insignificante. Como la producción va a ser de esta manera casi completamente suya, tiene todos los motivos para lograr que sea la máxima posible. Su tierra, sin embargo, es habitualmente tan extensa que con todo su trabajo y con todo el trabajo de las personas que pueda contratar rara vez podrá hacer que produzca ni la décima parte de lo que podría producir. Estará por ello muy dispuesto a emplear a trabajadores de todas partes y a pagarles los salarios más altos. Pero dichos salarios generosos, junto con la abundancia y baratura de la tierra, pronto hacen que los trabajadores lo abandonen y se vuelvan ellos mismos terratenientes, que remuneren con idéntica amplitud a otros trabajadores, que a su vez pronto los abandonan por la misma razón que los llevó a ellos a abandonar a sus primeros patronos. La alta remuneración del trabajo alienta los matrimonios. Durante los tiernos años de la infancia, los niños son bien alimentados y adecuadamente cuidados, y cuando crecen el valor de su trabajo compensa con creces el coste de su manutención. Cuando llegan a la madurez, el elevado precio del trabajo y el reducido precio de la tierra les permiten establecerse de la misma forma en que lo hicieron antes sus padres. …

Por la abundancia de buena tierra, las colonias europeas en América y las Indias Occidentales se parecen y aún superan a las de la antigua Grecia. En su dependencia de la madre patria se parecen a las de la antigua Roma, pero la vasta distancia que las separa de Europa ha aliviado en un cierto grado en todas ellas los efectos de esta dependencia. Su localización las ha situado lejos de la vista y el poder de la metrópoli. Su conducta al perseguir su propio interés no ha sido objeto de atención en Europa, sea por ignorancia o porque no era entendida; y en algunas ocasiones fue tolerada porque la distancia hacía difícil su represión. Incluso el violento y arbitrario gobierno de España ha debido muchas veces revocar o suavizar las órdenes que dictaba para la administración de sus colonias, por temor a una insurrección general. Y por ello el progreso de todas las colonias europeas en cuanto a riqueza, población y mejoras ha sido muy intenso. …

No hay colonias que se hayan desarrollado más rápido que las inglesas de América del Norte.

Las dos grandes causas de la prosperidad de toda nueva colonia son la abundancia de buena tierra y la libertad para administrar sus asuntos a su manera.

Aunque la buena tierra en las colonias inglesas de Norteamérica es sin duda muy abundante, están en ese aspecto por debajo de los españoles y portugueses, y no por encima de lo que poseían los franceses antes de la última guerra. Pero las instituciones políticas de las colonias inglesas han sido más favorables a la mejora y cultivo de la tierra que las de cualquiera de las otras tres naciones.

Primero, aunque la acumulación de tierra sin cultivar no ha sido impedida totalmente en las colonias inglesas, sí ha sido más restringida allí que en ninguna otra parte. La legislación colonial que impone a todo propietario la obligación de roturar y cultivar una cierta proporción de sus tierras en un período determinado, y que en caso de incumplimiento estipula el traspaso de esas tierras no cultivadas a cualquier otra persona, aunque quizás no haya sido aplicada estrictamente, sin duda ha ejercido alguna influencia.

Segundo, en Pensilvania no existe el derecho de mayorazgo, y tanto las tierras como los bienes muebles se dividen en partes iguales entre todos los hijos de la familia.

… En las colonias inglesas el régimen de tenencia de la tierra, que se recibe siempre en libre disposición, facilita su venta, y quien tiene una extensión de tierra muy amplia generalmente comprende que le resulta más conveniente vender la mayor parte lo más rápido que pueda, reservándose sólo una pequeña renta. …El trabajo de los colonos ingleses, por lo tanto, al estar más empleado en la roturación y cultivo de la tierra, es probable que dé lugar a un producto mayor y más valioso que el de cualquiera de las otras tres naciones, donde la acumulación de tierras desvía en cierta medida al trabajo hacia otros empleos.

Tercero, no sólo es probable que el trabajo de los colonos ingleses proporcione una producción mayor y más valiosa sino que además, como consecuencia de la moderación de sus impuestos, les queda para ellos una proporción mayor de esa producción, que pueden almacenar y emplear para poner en movimiento a una cantidad de trabajo aún más grande. Los colonos ingleses no han contribuido nunca a la defensa de la metrópoli ni al sostenimiento de su gobierno civil. Y ellos mismos, en cambio, han sido hasta hoy defendidos a expensas casi totalmente de la madre patria. Pero el gasto que suponen las flotas y los ejércitos es sin comparación muy superior al necesario para el gobierno civil, y el gasto de su propio gobierno civil ha sido siempre muy moderado. …

Cuarto, a la hora de dar salida a su producción excedente, o que supera a su propio consumo, las colonias inglesas han sido más favorecidas y han contado con un mercado más extenso que las de cualquier otra nación europea. Todos los países de Europa han intentado en mayor o menor grado monopolizar para sí mismos el comercio con sus colonias, y por ello han prohibido que barcos de naciones extranjeras comercien con ellas, y les han prohibido a ellas que importen bienes europeos desde cualquier país extranjero. Pero la forma en que ese monopolio ha sido llevado a la práctica ha variado mucho según los países.

Algunas naciones han entregado todo su comercio colonial a una compañía exclusiva, a la que los colonos eran obligados a comprar todos los bienes europeos que necesitaran y a vender toda su producción excedente. El interés de la compañía, en consecuencia, era no sólo vender los primeros al precio más alto y comprar la segunda al precio más bajo posible, sino comprar la segunda, incluso a ese precio mínimo, sólo en la cantidad que pudiesen vender en Europa al máximo precio. Su interés era no sólo degradar en todos los casos el valor del producto excedente de la colonia sino en muchos casos desanimar y reducir el incremento natural en su cantidad. De cuantos expedientes puedan concebirse para bloquear el desarrollo natural de una nueva colonia, el más eficaz indudablemente es una compañía exclusiva. …

Otras naciones, sin establecer una compañía exclusiva, han restringido el comercio con sus colonias a un puerto determinado de la metrópoli, de donde no se permitía zarpar a ningún barco salvo que estuviese integrado en una flota y en una estación dada del año; si zarpaba en solitario, debía pagar una licencia especial, que casi siempre era muy cara. Esta política evidentemente abría el comercio colonial a todos los nativos de la metrópoli, pero siempre que comerciaran en el puerto debido, en el momento debido y en los barcos debidos. Pero todos los comerciantes que asociaban sus capitales para fletar esos barcos autorizados veían que les convenía actuar en concertación, con lo que el comercio realizado de esta manera confluía hacia los mismos principios que el de una compañía exclusiva. El beneficio de esos comerciantes resultaba igualmente exorbitante y opresivo. Las colonias eran mal abastecidas y obligadas a comprar muy caro y vender muy barato. Esta ha sido hasta hace poco la política de España y por eso se dice que el precio de todos los artículos europeos en las Indias Occidentales españolas ha sido enorme. …

Otras naciones dejan al comercio con sus colonias libre para todos sus súbditos, que pueden realizarlo desde todos los distintos puertos de la metrópoli, sin necesitar otra licencia que los despachos normales de las aduanas. En este caso el número y dispersión de los comerciantes hace imposible que entren en concertación, y la competencia es suficiente para impedir que obtengan beneficios demasiado exorbitantes. Con una política tan liberal las colonias pueden vender su producción y comprar los artículos europeos a precios razonables. Esta ha sido, desde la disolución de la compañía de Plymouth, cuando nuestras colonias apenas estaban en su infancia, la política de Inglaterra; también ha sido por regla general la de Francia, y lo ha sido sistemáticamente desde la disolución de la que en Inglaterra es habitualmente conocida con el nombre de compañía del Mississippi. En consecuencia, el beneficio en el comercio que Francia e Inglaterra entablan con sus colonias, aunque sin duda es algo superior al que se obtendría si el mercado fuese libre para todas las demás naciones, no es en modo alguno exorbitante, y por ello el precio de los bienes europeos no es extravagantemente alto en casi ningún lugar de las colonias de ambas naciones. …

El liberalismo de Inglaterra con respecto al comercio de sus colonias se ha limitado al mercado para sus productos en bruto o en una primera etapa de su elaboración. Pero los comerciantes e industriales de Gran Bretaña se han reservado para sí mismos el mercado colonial de las manufacturas más avanzadas y refinadas, y han presionado sobre los legisladores para impedir que se desarrollen en las colonias, a veces mediante aranceles y otras veces mediante prohibiciones absolutas. …

El prohibir a un pueblo que saque el máximo partido a su producción, o que invierta su capital y su trabajo en la forma que juzgue más conveniente, es una violación manifiesta de los derechos humanos más sagrados. No obstante, por injustas que sean esas prohibiciones, hasta ahora no han resultado particularmente dañinas para las colonias. La tierra es tan barata, y en consecuencia el trabajo tan caro, que pueden importar de la metrópoli casi todas las manufacturas más finas y avanzadas más baratas que si las fabricaran allí. Así, aunque esas industrias no estuviesen prohibidas, la consideración a su propio interés les habría impedido probablemente acometerlas en la etapa actual de su desarrollo. Esas prohibiciones en la actualidad no coartan su actividad ni la restringen de ningún empleo al que se habría dirigido espontáneamente: son sólo marcas impertinentes de esclavitud que sin razón suficiente les impone el recelo infundado de los comerciantes e industriales metropolitanos. Pero en una etapa más avanzada pueden transformarse realmente en opresivas e insoportables. …

Debe observarse que los principales consejeros detrás de casi todas las reglamentaciones del comercio colonial han sido los comerciantes que lo llevan a cabo. No debe sorprendernos, por tanto, que en la mayor parte de ellas se haya prestado más atención a su interés que al de las colonias o al de la metrópoli. …Pero aunque la política de Gran Bretaña con relación al comercio de sus colonias ha sido dictada por el mismo espíritu mercantil que la de otras naciones, ha resultado en conjunto menos antiliberal y opresiva que la de ninguna otra.

A excepción de su comercio exterior, la libertad de los colonos ingleses para administrar sus asuntos a su manera es total. En todo respecto es igual a la de sus conciudadanos de la madre patria, y está igualmente garantizada por una asamblea de representantes del pueblo que reivindican en exclusiva el derecho de establecer impuestos para sostener al gobierno colonial. … Antes de que comenzaran los disturbios actuales, las asambleas coloniales gozaban de poder legislativo y de parte del ejecutivo. En Connecticut y Rhode Island elegían al gobernador. En las otras colonias designaban a los funcionarios que recaudaban los impuestos establecidos por las asambleas respectivas, ante las que esos funcionarios respondían directamente. Existe por tanto más igualdad entre los colonos ingleses que entre los habitantes de la madre patria. Sus hábitos son más republicanos y también lo son sus gobiernos, en particular los de tres provincias de Nueva Inglaterra.

Los gobiernos absolutos de España, Portugal y Francia, por el contrario, rigen también en sus colonias, y el poder discrecional que esos gobiernos habitualmente de legan en todos sus funcionarios de menor rango es ejercido naturalmente allí, debido a la enorme distancia, con una violencia extraordinaria. Bajo todo gobierno absoluto hay más libertad en la capital que en ningún otro lugar del país. Al propio soberano no le interesa ni prefiere pervertir el orden de la justicia ni oprimir a la mayoría de la gente. En la capital su presencia se impone más o menos sobre sus funcionarios inferiores que, en las provincias más remotas donde es menos probable que las quejas del pueblo lleguen hasta el monarca, pueden ejercer su tiranía con mucha más seguridad. Y las colonias europeas en América son más remotas que las más apartadas provincias de los mayores imperios conocidos hasta hoy. …

La política europea tiene poco de que vanagloriarse en la fundación o, por lo que respecta a su administración interior, en la subsiguiente prosperidad de las colonias americanas.

La insensatez y la injusticia fueron los principios que inspiraron y dirigieron el proyecto original de fundar esas colonias; la insensatez de buscar minas de oro y plata, y la injusticia de anhelar la posesión de países cuyos inofensivos aborígenes, lejos de hacer daño a las gentes europeas, recibieron a los primeros conquistadores con toda clase de muestras de amabilidad y hospitalidad.

Es cierto que los aventureros que formaron algunos de los establecimientos ulteriores tenían otras motivaciones más razonables y loables, aparte de la quimérica empresa de descubrir minas de oro y plata; pero incluso esas motivaciones honraban muy poco a la política de Europa.

Los puritanos ingleses, sojuzgados en su país, volaron hacia la libertad en América, y establecieron allí las cuatro administraciones de Nueva Inglaterra. Los católicos ingleses, tratados mucho más injustamente, formaron la de Maryland; los cuáqueros, la de Pensilvania. Los judíos portugueses, perseguidos por la Inquisición, despojados de sus fortunas y desterrados al Brasil, introdujeron mediante su ejemplo algo de orden y laboriosidad entre los criminales y las prostitutas deportados, que eran la población original de la colonia, y les enseñaron a cultivar la caña de azúcar. En todos estos casos lo que pobló y cultivó a América no fue la sabiduría y el buen hacer sino el desorden y la injusticia de los gobiernos europeos.

Las diversas administraciones de Europa tuvieron tan poco mérito en la ejecución de algunos de los establecimientos coloniales más importantes como el que habían tenido al proyectarlos. La conquista de México no provino del consejo de España sino de un gobernador de Cuba; y fue llevada a cabo gracias al tesón del osado aventurero a quien fue confiada, a pesar de todo lo que dicho gobernador, que pronto se arrepintió de haber confiado en una persona así, hizo para impedirlo. Los conquistadores de Chile y Perú, y de casi todos los asentamientos españoles en el continente americano, no recibieron más estímulo oficial que un permiso general de colonizar y conquistar en nombre del rey de España. Esas aventuras constituyeron todas un riesgo y gasto privado de los aventureros. El estado español apenas contribuyó a ninguna de ellas. El inglés contribuyó igualmente poco al establecimiento de algunas de sus más importantes colonias en América del Norte.

Una vez realizados esos asentamientos, y cuando crecieron lo suficiente como para atraer la atención de la metrópoli, las primeras reglamentaciones que ésta dictó con respecto a aquéllos apuntaron a asegurarse para ella misma el monopolio de su Comercio, a limitar su mercado y a extender el de ella a su costa, y consecuentemente más bien a frenar y desanimar el curso de su prosperidad, nunca a acelerarlo y desarrollarlo. Las diversas maneras en las que este monopolio ha sido ejecutado marcan las diferencias más fundamentales en la política de las naciones europeas con respecto a sus colonias. La mejor de ellas, la de Inglaterra, es sólo un poco menos antiliberal y opresiva que la de cualquiera de las otras.

Entonces ¿de qué forma ha contribuido la política de Europa a la fundación o a la grandeza actual de las colonias de América? De una forma, pero sólo de una forma, ha contribuido mucho. Magna virum Mater! En Europa nacieron y crecieron los hombres que fueron capaces de tan grandes hazañas y de sentar las bases de imperios tan vastos; y no hay rincón del mundo cuya política pueda formar o haya formado de hecho jamás hombres semejantes. Las colonias deben a la política de Europa la educación y amplios horizontes de sus activos y emprendedores fundadores; pero en lo que se refiere a su gobierno interior, algunas de las colonias más grandes e importantes no le deben a Europa prácticamente nada más.

El comercio exclusivo de las metrópolis tiende a disminuir o al menos a mantener por debajo de lo que podrían ser en otro caso tanto las comodidades y la actividad de esas naciones en general como las de las colonias americanas en particular. Es un peso muerto sobre la acción de uno de los principales resortes que pone en marcha el grueso de los asuntos humanos. Al hacer que los productos coloniales sean más caros en todos los demás países reduce su consumo, y estorba así la economía de las colonias y también las comodidades y el trabajo de todos los demás países, que tienen menos comodidades y pagan más por ellas, y producen menos cuando obtienen menos a cambio de su producción. Al hacer que la producción de todos los otros países sea más cara en las colonias estorba análogamente el trabajo de todos los demás países, y las comodidades y la actividad en las colonias. Es un obstáculo que limita los disfrutes y dificulta el trabajo de todos los demás países, pero de las colonias más que nadie, por el presunto beneficio de algunos países en particular. No sólo excluye en todo lo que sea posible a los demás países de un mercado particular, sino que limita en todo lo posible a las colonias a un mercado particular; y hay una gran diferencia entre ser excluido de un mercado cuando todos los demás están abiertos y ser limitado a un mercado particular cuando todos los demás están cerrados. El producto excedente de las colonias es la fuente original de todo el incremento en las comodidades y en la actividad que derivó Europa del descubrimiento y colonización de América, pero el comercio exclusivo con las metrópolis hace que esta fuente sea menos abundante de lo que podría ser.

Las ventajas concretas que cada país colonizador obtiene de sus colonias son de dos tipos distintos: primero, las ventajas normales que todo imperio recoge de las provincias sujetas a su dominación; y segundo, las ventajas especiales que se supone derivan de provincias de naturaleza tan peculiar como las colonias europeas en América. Las ventajas normales que todo imperio obtiene de las provincias sometidas a su dominio consisten por un lado en la fuerza militar que suministran para su defensa, y por otro lado en el ingreso que proporcionan para sostener su gobierno civil. Las colonias romanas aportaron ocasionalmente tanto la una como el otro. Las colonias griegas proporcionaron a veces una fuerza militar, pero rara vez un ingreso. No se reconocían como sujetas a la dominación de la metrópoli. Eran sus aliadas en la guerra, pero raramente sus súbditas en la paz.

Las colonias europeas de América no han contribuido hasta hoy con ninguna fuerza militar para la defensa de la madre patria. Su fuerza militar no ha sido suficiente aún ni para su propia defensa; y en las diversas guerras que han entablado las metrópolis, la defensa de sus colonias ha representado una considerable distracción de efectivos militares. En este aspecto, por lo tanto, todas las colonias europeas sin excepción han sido causa más de debilidad que de fortaleza para sus respectivas metrópolis.

Sólo las colonias de España y Portugal han contribuido con algún ingreso a la defensa de la madre patria o al sostenimiento de su gobierno civil. Los impuestos aplicados sobre las de otras naciones europeas, en particular sobre las de Inglaterra, muy pocas veces han cubierto el gasto desembolsado en ellas en tiempos de paz, y jamás lo han hecho en tiempos de guerra. Esas colonias, entonces, han sido para sus metrópolis respectivas una fuente de gasto y no de ingreso.

Las ventajas de esas colonias para sus metrópolis estriban sólo en los beneficios especiales que presuntamente derivan de la peculiar naturaleza de las colonias europeas en América; y es sabido que el comercio exclusivo es la única fuente de esos beneficios especiales.

Como consecuencia de dicho comercio exclusivo, por ejemplo, toda la parte del producto excedente de las colonias inglesas que consiste en las llamadas mercancías enumeradas no puede ser enviada a ningún otro país que no sea Inglaterra. Los demás países deben comprarle después a Inglaterra. Esas mercancías deben ser por tanto más baratas en Inglaterra que en cualquier otro lugar y deben contribuir a incrementar las comodidades de Inglaterra más que las de cualquier otro país. …

Pero es posible que esta ventaja sea más relativa que absoluta, y otorgue al país que la disfruta una superioridad originada en la depresión de la actividad y producción de otros, y no en el aumento de las de ese país por encima de lo que naturalmente sucedería si el comercio fuese libre.

El tabaco de Maryland y Virginia, por ejemplo, merced al monopolio que Inglaterra tiene sobre él, resulta evidentemente más barato en Inglaterra que en Francia, donde Inglaterra vende una parte muy considerable. Pero si Francia y los demás países europeos hubiesen podido siempre comerciar libremente con Maryland y Virginia, el tabaco de esas colonias podría ser hoy más barato de lo que es, no sólo en todos esos países sino también en Inglaterra. La producción de tabaco, como consecuencia de un mercado mucho más amplio del que ha disfrutado hasta hoy se habría incrementado probablemente en tal grado como para reducir los beneficios de una plantación de tabaco hasta su nivel natural como los de una plantación de cereales. …El precio del tabaco probablemente habría caído por debajo de su nivel actual. La misma cantidad de mercancías de Inglaterra o de esos otros países compraría en Maryland y Virginia una cantidad mayor de tabaco que hoy. …Es cierto que Inglaterra no tendría en ese caso ventaja alguna sobre los demás países. Podría comprar el tabaco de sus colonias algo más barato y por ello vender algunas de sus propias mercancías más caro que ahora. Pero no podría ni comprar el primero más barato ni vender las segundas más caras que ningún otro país. Podría ganar una ventaja absoluta pero ciertamente perdería una ventaja relativa.

Hay razones muy fundadas para creer que Inglaterra, con objeto de recoger esa ventaja relativa en el comercio colonial, para ejecutar el envidioso y maligno proyecto de excluir del mismo a otras naciones en todo lo posible, no sólo ha sacrificado una parte de la ventaja absoluta que ella, igual que cualquier otra nación, podría haber obtenido gracias a ese comercio, sino que se ha sometido ella misma a una desventaja absoluta y relativa en casi cualquier otra rama del comercio.

Cuando a través de la ley de Navegación Inglaterra asumió el monopolio del comercio colonial, los capitales extranjeros que antes se habían invertido en él fueron necesariamente retirados. El capital inglés, que antes realizaba una parte del mismo, pasó a realizar todo. El capital que antes suministraba a las colonias sólo una fracción de las mercancías europeas que demandaban pasó a ser el único invertido en suministrarles todas. Pero no pudo abastecerlas por completo y los bienes que les llevaba se vendieron necesariamente a un precio mucho más elevado. El capital que antes compraba una sección del producto excedente de las colonias pasó a ser el único invertido en comprarles todo ese producto, pero no pudo hacerlo al precio antiguo, así que lo que les compró debió hacerlo muy barato. Pero en la inversión de un capital en la que el comerciante vendía muy caro y compraba muy barato el beneficio debió ser muy abultado y estar muy por encima del beneficio en otras ramas del comercio. Esta superioridad del beneficio en el comercio colonial indefectiblemente debía desviar de otras ramas una parte del capital antes invertido en ellas. Esta revulsión del capital, así como intensificó gradualmente la competencia en el comercio colonial, atenuó paulatinamente esa competencia en las demás ramas; así como fue reduciendo los beneficios de aquél, debió ir aumentando los de éstas, hasta que todos los beneficios arribaron a un nuevo equilibrio, distinto y algo más elevado que el que existía antes.

Este doble efecto de desviar capital de otras ramas y de subir la tasa de beneficio algo por encima del que habría regido en todas las actividades en otro caso, no sólo se derivó de ese monopolio cuando fue instaurado por vez primera sino que ha continuado desde entonces.

En primer lugar, dicho monopolio ha estado permanentemente drenando capitales de todas las demás actividades hacia el comercio colonial.

… El capital comercial de Gran Bretaña es muy considerable pero no es infinito; ha crecido mucho desde la ley de Navegación, pero como no lo ha hecho tanto como el comercio colonial, ese comercio no habría podido proseguir sin la retirada de una parte del capital de otras ramas del comercio, ramas que consiguientemente han sufrido una cierta decadencia.

… Si el creciente comercio de las colonias hubiese sido liberado para todas las naciones, cualquier fracción del mismo que hubiese correspondido a Gran Bretaña —y probablemente le habría correspondido una fracción muy considerable— habría representado una adición al intenso comercio que desarrollaba con anterioridad. Pero como resultado del monopolio, el incremento del comercio colonial no suscitó tanto una adición al comercio anterior de Gran Bretaña sino más bien un cambio total en su dirección.

En segundo lugar, el monopolio ha contribuido necesariamente a mantener a la tasa de beneficio en todas las ramas del comercio británico por encima de la que naturalmente habría existido si se hubiese permitido a todas las naciones comerciar libremente con las colonias británicas.

El monopolio del comercio colonial, así como desvió hacia esa actividad una proporción mayor del capital de Gran Bretaña del que habría acudido a ella espontáneamente, también redujo merced a la expulsión de los capitales extranjeros la cantidad total de capital invertido en esa actividad por debajo de lo que naturalmente habría sido el caso con el libre comercio. Pero al reducir la competencia de los capitales en esa rama, necesariamente elevó la tasa de beneficio. Y al reducir también la competencia de los capitales británicos en las demás ramas, necesariamente aumentó la tasa de beneficio británica en todas ellas. …

Ahora bien, todo lo que incremente en cualquier país la tasa de beneficio normal por encima que lo que sería en otra circunstancia, necesariamente inflige a ese país tanto una desventaja absoluta como una relativa en todas las actividades donde no tiene monopolio.

La desventaja absoluta se debe a que en esas ramas sus empresarios no pueden obtener dicho beneficio extraordinario sin vender los bienes de países extranjeros que importan y los bienes locales que exportan al extranjero a un precio mayor que en otro caso. Su propio país deberá comprar más caro y vender más caro, comprar menos y vender menos, disfrutar menos y producir menos de lo que podría en otras circunstancias.

La desventaja relativa se debe a que en esas ramas el país sitúa a otros países no sometidos a la misma desventaja absoluta en una posición más alta o no tan baja con respecto a la suya como la que tendrían en otro caso. Les permite disfrutar más y producir más en proporción a lo que él disfruta y produce. Vuelve a su superioridad mayor o a su inferioridad menor de lo que podría ser. Al elevar el precio de su producción por encima del que sería en otro caso, permite a los empresarios extranjeros vender más barato en los mercados exteriores, con lo que el país queda desplazado virtualmente de todas las ramas del comercio sobre las que no tenga el monopolio.

Nuestros empresarios se quejan con frecuencia de los altos salarios de los trabajadores británicos como causa de que sus manufacturas no sean competitivas en los mercados exteriores; pero nada dicen de los beneficios elevados. Lamentan las extravagantes ganancias de otras personas, pero nada dicen de las propias. En cualquier caso, los altos beneficios del capital británico pueden contribuir a la elevación del precio de las manufacturas británicas en muchos casos tanto como los altos salarios de los trabajadores británicos, y en algunos casos probablemente más.

De esta forma puede afirmarse con justicia que el capital de Gran Bretaña ha sido en parte retirado y en parte desplazado de todas las diversas ramas del comercio en donde no tiene monopolio; en particular del comercio de Europa y de las naciones que se ubican en torno al mar Mediterráneo.

Ha sido en parte retirado de esas ramas por la atracción del beneficio mayor del comercio colonial, como consecuencia del aumento incesante de ese comercio y de la constante insuficiencia del capital que lo sostenía un año para sostenerlo en el siguiente.

En parte ha sido desplazado de ellas por la ventaja que la alta tasa de beneficio de Gran Bretaña otorga a otros países en todas las ramas donde Gran Bretaña no tiene monopolio.

El monopolio del comercio colonial ha retirado de esas otras ramas una parte del capital británico que habría sido invertido en ellas de otro modo, y ha forzado hacia ellas a muchos capitales extranjeros que jamás habrían acudido de no haber sido expulsados del comercio colonial. En esas ramas ha disminuido la competencia de los capitales británicos y aumentado así la tasa de beneficio británica por encima de la que se establecería en otro caso. Por otro lado ha acentuado la competencia de los capitales extranjeros y deprimido por ello la tasa de beneficio extranjero por debajo de lo que podría haber sido. Tanto en un caso como en otro ha infligido a Gran Bretaña una desventaja relativa en todas esas otras ramas.

Se podría argumentar que el comercio colonial es más ventajoso para Gran Bretaña que cualquier otro, y que el monopolio, al forzar hacia esa actividad una mayor proporción del capital de Gran Bretaña de la que habría acudido hacia ella en otro caso, ha desviado ese capital hacia una inversión mucho más ventajosa para el país que cualquier otra.

La inversión de cualquier capital más conveniente para el país al que pertenece es la que sostiene a una cantidad mayor de trabajo productivo e incrementa al máximo el producto anual de la tierra y el trabajo del país. Pero la cantidad de trabajo productivo que puede mantener cualquier capital invertido en el comercio exterior de con sumo está en exacta proporción, como fue demostrado en el libro segundo, con la frecuencia de sus rendimientos. Un capital de mil libras, por ejemplo, invertido en un comercio exterior de consumo cuyos rendimientos se generan regularmente una vez por año puede mantener en empleo constante en el país a una cantidad de trabajo productivo igual a lo que mil libras puedan mantener allí durante un año. Si los rendimientos se producen dos o tres veces por año, puede mantener en empleo constante a una cantidad de trabajo productivo equivalente a lo que se pueda mantener con dos o tres mil libras anuales. Un comercio exterior de consumo entablado con un país vecino es por eso más ventajoso que uno entablado con un país distante; y por la misma razón, como también se explicó en el libro segundo, un comercio exterior directo de consumo es más ventajoso por regla general que uno indirecto.

Pero el monopolio del comercio colonial, en la medida en que ha actuado sobre la inversión del capital de Gran Bretaña, ha forzado en todos los casos a una parte del mismo desde un comercio exterior de consumo con un país vecino a uno con un país más lejano, y en muchos casos de un comercio exterior de consumo directo a uno indirecto. …

Asimismo, el monopolio del comercio colonial ha forzado a una parte del capital de Gran Bretaña desde un comercio exterior de consumo a uno de tránsito y consecuentemente del mantenimiento en cierto grado de la actividad de Gran Bretaña al mantenimiento en parte de la actividad de las colonias y en parte de la de otros países. …

Al dirigir hacia el comercio colonial una fracción mayor del capital de Gran Bretaña de la que habría acudido a él naturalmente, el monopolio ha quebrado profundamente el equilibrio natural que habría tenido lugar de otro modo entre las diferentes ramas de la actividad británica. En lugar de ajustarse a un gran número de mercados pequeños, la actividad de Gran Bretaña se ha adecuado principalmente a un sólo gran mercado. Su comercio, en vez de fluir a lo largo de numerosos canales, ha sido obligado a fluir sólo por un gran canal. De esta forma todo su sistema industrial y comercial se ha vuelto menos seguro y todo el estado de su cuerpo político menos saludable de lo que habría sido en otro caso. En su situación actual, Gran Bretaña se parece a uno de esos cuerpos enfermos, algunas de cuyas partes vitales han crecido exageradamente, y que por ello están más expuestos a muchos desórdenes peligrosos que apenas tienen incidencia sobre organismos cuyas partes están más adecuadamente proporcionadas. Una pequeña interrupción en un gran vaso sanguíneo, que ha sido artificialmente dilatado por encima de sus dimensiones naturales y hacia el que ha sido forzada la circulación de una proporción antinatural de la actividad y el comercio del país, es muy probable que desencadene las más peligrosas perturbaciones en el conjunto del cuerpo político. De ahí que el temor a un ruptura con las colonias haya impactado sobre el pueblo de Gran Bretaña suscitando más terror que el que jamás sintió hacia una armada española o una invasión francesa. Fue ese terror, bien o mal fundado, el que hizo que la derogación de la ley del Timbre fuese una medida popular, al menos entre los comerciantes. Ante la eventual exclusión del comercio colonial, aunque fuese por unos pocos años, el grueso de nuestros comerciantes creyó ver la completa interrupción de su negocio; el grueso de nuestros industriales, la ruina total de su negocio; y el grueso de nuestros trabajadores, la desaparición de sus empleos. Una posible ruptura con cualquiera de nuestros vecinos, aunque probablemente también daría lugar a algún freno o interrupción de las actividades de alguna de esas clases de personas o de todas, jamás es contemplada con una inquietud semejante. Cuando se interrumpe la circulación en algunas venas pequeñas, la sangre desemboca fácilmente en una más grande sin ocasionar desorden grave alguno; pero cuando se bloquea en alguna vena grande, las consecuencias inmediatas e inevitables son convulsiones, apoplejía o muerte. Ante una pequeña parada o interrupción en una sola de las industrias artificialmente expandidas gracias a primas o a monopolios en el mercado nacional o colonial se desatan a menudo motines y perturbaciones que alarman a los gobiernos y hasta impiden las deliberaciones de las cámaras legisladoras: ¿Cuál, se pensó, no sería la zozobra y el desconcierto suscitados necesariamente por una ruptura súbita y completa de la actividad de una proporción tan notable de nuestros principales industriales?

Una moderada y gradual relajación de las leyes que otorgan a Gran Bretaña el comercio colonial en exclusiva, hasta que sea en buena medida un comercio libre, parece ser la única forma de librar a Gran Bretaña de ese peligro, de permitirle o incluso forzarla a retirar una parte de su capital desde este empleo hipertrofiado e invertirlo en otras actividades, aunque con un beneficio menor. Al reducir gradualmente una rama de su actividad e incrementar gradualmente todas las otras, eso puede paulatinamente restaurar en todas las ramas ese equilibrio natural, saludable y adecuado que la perfecta libertad necesariamente establece y que sólo ella puede preservar. El abrir completamente el comercio colonial de un golpe y a todas las naciones puede descargar no sólo inconvenientes transitorios sino una pérdida abultada y permanente sobre la mayoría de aquellos cuyo trabajo y capital están hoy ocupados en él. … ¡Así son de desgraciados los efectos de todas las reglamentaciones del sistema mercantil! No sólo introducen desórdenes muy peligrosos en el estado del cuerpo político, sino que son desórdenes con frecuencia difíciles de remediar sin ocasionar, al menos durante un tiempo, desórdenes todavía mayores. La forma, entonces, en que el comercio colonial debe ser gradualmente abierto, cuáles deben ser las restricciones a suprimir antes y cuáles después, o la forma concreta en que el sistema natural de perfecta libertad y justicia debe ser gradualmente restaurado, es algo que debemos dejar que determine la sabiduría de los políticos y legisladores del futuro.

Cinco acontecimientos distintos, imprevistos e impensados, han concurrido afortunadamente para evitar que Gran Bretaña sufriese tanto como se había pronosticado a partir de la exclusión total que ya hace más de un año (desde el primero de diciembre de 1774) tuvo lugar en una rama importante del comercio colonial, la de las doce provincias asociadas de América del Norte. Primero, esas colonias, al prepararse para el compromiso de no importar agotaron a Gran Bretaña por completo de todas las mercancías adecuadas para su mercado; segundo, la demanda extraordinaria de la flota española absorbió muchas mercancías de Alemania y del Norte, en particular tejidos de hilo, que solían competir con las manufacturas de Gran Bretaña incluso en el mercado británico; tercero, la paz entre Rusia y Turquía suscitó una demanda notable en el mercado turco, que había sido pobremente abastecido durante la depresión del país, cuando la flota rusa surcaba el Archipiélago; cuarto, la demanda de manufacturas de Gran Bretaña en el norte de Europa ha venido creciendo en los últimos años; y quinto, la reciente partición y consiguiente pacificación de Polonia, al abrir el mercado de ese gran país, ha supuesto este año una demanda extraordinaria añadida desde allí a la creciente demanda desde el Norte. Salvo el cuarto, todos estos acontecimientos son por naturaleza transitorios y accidentales, y la exclusión de una parte tan importante del comercio colonial, si por desgracia se mantiene durante mucho tiempo más, puede de todas maneras ocasionar una cierta penuria. No obstante, como esta penuria sobrevendrá gradualmente, será padecida menos severamente que si se hubiera desencadenado de golpe; y entre tanto la actividad y el capital del país podrán encontrar un nuevo empleo y una nueva dirección, lo que podrá impedir que la penuria alcance un nivel considerable. …

Debemos distinguir cuidadosamente entre los efectos del comercio colonial y los del monopolio de dicho comercio. Los primeros son siempre y necesariamente beneficiosos; los segundos son siempre y necesariamente perjudiciales. Ahora bien, los primeros son tan beneficiosos que el comercio colonial, aunque esté sometido a un monopolio y a pesar de las consecuencias dañinas del mismo, es a pesar de todo beneficioso en su conjunto, aunque mucho menos de lo que podría ser.

El efecto del comercio colonial en su estado natural y libre es abrir un vasto aunque distante mercado para aquellas partes de la producción británica que puedan exceder a la demanda de los mercados más cercanos, los de Europa y los países que se hallan en torno al mar Mediterráneo. En su estado natural y libre, el comercio colonial, sin retirar de esos mercados ninguna parte de la producción que antes se les remitía, estimula a Gran Bretaña a incrementar el excedente sin cesar, al presentarle continuamente nuevos equivalentes para ser intercambiados por él. En su estado natural y libre el comercio colonial tiende a incrementar la cantidad de trabajo productivo en Gran Bretaña pero sin alterar en modo alguno la dirección que había adoptado el trabajo productivo empleado allí antes. En el estado natural y libre del comercio colonial la competencia de todas las demás naciones impide que la tasa de beneficio suba por encima del nivel normal, ni en el nuevo mercado ni en los nuevos empleos. Sin retirar nada del antiguo, el mercado nuevo crea, por así decirlo, una producción nueva para su abastecimiento; y esa nueva producción constituye un nuevo capital para desarrollar los nuevos empleos, que de la misma forma nada retiran de los antiguos. Por el contrario, el monopolio del comercio colonial, al excluir la competencia de otras naciones y aumentar así la tasa de beneficio tanto en el nuevo mercado como en el nuevo empleo, desvía la producción desde el mercado viejo y el capital de las inversiones antiguas. El propósito declarado del monopolio es aumentar nuestra participación en el comercio colonial por encima de lo que sucedería en otro caso. Si nuestra participación fuese la misma con o sin el monopolio, no habría razón alguna para establecerlo. Pero todo lo que fuerce hacia una rama cuyos rendimientos son más lentos y distantes que los del grueso de las demás a una proporción mayor del capital de cualquier país de la que acudiría hacia ella espontáneamente, necesariamente hace que la cantidad total de trabajo productivo mantenida allí anualmente, que el producto anual total de la tierra y el trabajo de ese país, sea menor que el que sería de otro modo. Reduce el ingreso de los habitantes del país por debajo del que podría ser naturalmente, y disminuye por ello su capacidad de acumulación. No sólo impide siempre que su capital sostenga a una cantidad de trabajo productivo mayor, sino que evita también que crezca tan rápidamente como podría, y consiguientemente que pueda mantener una cantidad de trabajo productivo aún mayor.

Sin embargo, los buenos efectos naturales del comercio colonial compensan con creces a Gran Bretaña por los malos efectos del monopolio, con lo cual, a pesar del monopolio, ese comercio en sus condiciones actuales no sólo resulta ventajoso sino muy ventajoso. Los nuevos mercados y nuevas inversiones abiertos por el comercio colonial son mucho más amplios que la porción del viejo mercado y las viejas inversiones que se pierde con el monopolio. La nueva producción y los nuevos capitales que son, por así decirlo, creados por el comercio colonial mantienen en Gran Bretaña a una cantidad mayor de trabajo productivo del que puede haber sido destruido por la revulsión del capital desde otras actividades cuyos rendimientos son más frecuentes. Pero si el comercio colonial, incluso bajo su forma actual, es ventajoso para Gran Bretaña, no lo es gracias al monopolio sino a pesar del monopolio.

El comercio colonial abre un nuevo mercado más bien para la industria que para la producción primaria. La agricultura es la actividad más adecuada para todas las colonias nuevas, una actividad que la baratura de la tierra vuelve más ventajosa que cualquier otra. Tienen por eso una abundante producción de la tierra, y en vez de importarla de otros países cuentan habitualmente con un copioso excedente para exportar. En las nuevas colonias la agricultura atrae mano de obra de todas las demás actividades o impide que se dirija hacia ellas. Hay poca mano de obra disponible para las industrias necesarias y ninguna para las ornamentales. Es más barato comprar el grueso de ambas clases de manufacturas en otros países que fabricarlas localmente. Y es fundamentalmente mediante el estímulo de la industria europea que el comercio colonial incentiva indirectamente su agricultura. Los industriales europeos a los que dicho comercio brinda una actividad constituyen un nuevo mercado para los productos de la tierra, y el mercado más ventajoso de todos —el mercado local para cereales y ganado, para el pan y la carne de Europa— es así notablemente extendido gracias al comercio con América.

Los ejemplos de España y Portugal demuestran clara mente que el monopolio del comercio de las colonias pobladas y prósperas no es suficiente ni para crear ni para mantener industrias en cualquier país. España y Portugal eran países manufactureros antes de tener colonias importantes, y ambos han dejado de serlo desde que poseen las más ricas y fértiles del mundo.

En España y Portugal los malos efectos del monopolio, agravados por otras causas, probablemente han casi compensado los buenos efectos naturales del comercio colonial. Esas causas fueron: otros monopolios de diverso tipo; la degradación del valor del oro y la plata por debajo del que rige en la mayoría de los demás países; la exclusión de mercados extranjeros debido a inadecuados impuestos a la exportación y la estrechez del mercado local debido a impuestos incluso más inadecuados sobre el transporte de bienes de una parte del país a otra; pero sobre todo esa administración de justicia irregular y parcial que con frecuencia protege al deudor rico y poderoso frente a la demanda del acreedor lesionado, y que hace que la sección laboriosa de la nación tema elaborar bienes para el consumo de personajes grandes y altaneros, ante quienes no se atreven a rehusar vender a crédito, y de quienes no tienen la más mínima seguridad de que les paguen.

En Inglaterra, por el contrario, los buenos efectos naturales del comercio colonial, auxiliados por otras causas, han superado en buena medida a los malos efectos del monopolio. Estas causas han sido: la libertad general de comercio que a pesar de algunas restricciones es al menos la misma y probablemente mayor que la de cualquier otro país; la libertad de exportar sin aranceles a cualquier país extranjero prácticamente cualquiera de los bienes producidos localmente; y lo que quizás es más importante: la libertad de transportarlos de una parte a otra de nuestro país sin la obligación de informar a ninguna oficina pública, y sin estar expuestos a cuestionamiento o investigación alguna; pero sobre todo esa administración equitativa e imparcial de la justicia, que hace que los derechos del más modesto súbdito británico deban ser respetados por el más encumbrado y que, al asegurar a cada persona el fruto de su trabajo, brinda el estímulo mayor y más efectivo a toda clase de actividades.

Pero si la industria de Gran Bretaña se ha desarrollado, y sin duda lo ha hecho, a través del comercio colonial, no lo ha hecho gracias al monopolio de dicho comercio sino a pesar del monopolio. El efecto del monopolio no ha sido aumentar la cantidad sino cambiar la forma de una parte de la industria de Gran Bretaña, y ajustar a un mercado cuyos rendimientos son lentos y distantes lo que de otro modo se habría ajustado a uno cuyos retornos habrían sido más frecuentes y cercanos. Su efecto ha sido en consecuencia desviar una parte del capital de Gran Bretaña de una inversión en la que habría mantenido a una cantidad mayor de trabajo industrial a uno donde mantiene una cantidad menor, con lo que no ha incrementado la cantidad total de la industria manufacturera de Gran Bretaña sino que la ha disminuido.

El monopolio del comercio colonial, por lo tanto, igual que todos los demás expedientes mezquinos y malignos del sistema mercantil, deprime la actividad de todos los demás países, pero especialmente la de las colonias, sin aumentar en lo más mínimo, sino por el contrario disminuyendo la actividad del país en cuyo beneficio fue impuesto.

El monopolio impide que el capital del país, cualquiera sea en cada momento dado el nivel de ese capital, mantenga a una cantidad de trabajo productivo tan grande como podría en otro caso, y de suministrar a los habitantes laboriosos un ingreso tan caudaloso como podría. Pero como el capital sólo puede crecer mediante ahorros de un ingreso, al impedir el monopolio que genere un ingreso tan elevado como podría, necesariamente impide que crezca tan velozmente como podría, y por consiguiente que mantenga una cantidad de trabajo productivo incluso mayor y que dé lugar a un ingreso todavía mayor para los habitantes laboriosos del país. Por lo tanto, el monopolio en todo momento necesariamente hace que una de las grandes fuentes originales del ingreso, los salarios del trabajo, sea menor de lo que podría ser de otro modo.

Al elevar la tasa de beneficio mercantil, el monopolio desalienta las mejoras de la tierra. El beneficio de la mejora depende de la diferencia entre lo que la tierra de hecho produce y lo que podría producir con la inversión de un determinado capital. Si esta diferencia da lugar a un beneficio mayor que el que puede obtenerse con un capital igual en otra inversión mercantil, la roturación de tierras retirará capitales de todas las inversiones comerciales. Si el beneficio es menor, las inversiones mercantiles atraerán capitales de la mejora de la tierra. Todo lo que eleve la tasa de beneficio comercial, entonces, modera la superioridad o acentúa la inferioridad del beneficio de la roturación; en un caso impide que el capital acuda a la tierra y en el otro retira capital de la misma. Pero al desanimar las mejoras, el monopolio necesariamente retarda el incremento natural de otra de las grandes fuentes primitivas del ingreso: la renta de la tierra. Al elevar la tasa de beneficio el monopolio asimismo necesariamente empuja al tipo de interés de mercado por encima de lo que sería en otra circunstancia. Pero el precio de la tierra en proporción a la renta que genera, el número de años de renta que habitualmente se paga por ella, necesariamente cae cuando el tipo de interés sube, y sube cuando el tipo de interés cae. El monopolio, por lo tanto, perjudica al terrateniente por dos vías distintas, puesto que retarda el incremento natural, primero, de su renta, y segundo, del precio que puede obtener por su tierra en proporción a la renta que le proporciona.

Es cierto que el monopolio eleva la tasa de beneficio mercantil, y así aumenta las ganancias de nuestros comerciantes. Pero como obstruye el crecimiento natural del capital, tiende no a aumentar sino a disminuir la suma total del ingreso que los habitantes del país derivan de los beneficios del capital, puesto que por regla general un pequeño beneficio sobre un gran capital genera un ingreso mayor que un gran beneficio sobre un capital pequeño. El monopolio incrementa la tasa de beneficio pero impide que el total del beneficio aumente todo lo que podría.

El monopolio vuelve menos abundantes a todas la fuentes primitivas del ingreso: los salarios del trabajo, la renta de la tierra y los beneficios del capital. Con objeto de fomentar el pequeño interés de una pequeña clase de personas en un país perjudica los intereses de todas las otras clases de personas en el país y de todas las personas de todos los demás países.

El monopolio se ha mostrado o puede mostrarse ventajoso para una clase particular sólo mediante la elevación de la tasa normal de beneficios. Pero aparte de todos los efectos perjudiciales para el país en general, que ya han sido mencionados como resultante necesaria de una alta tasa de beneficios hay uno que acaso sea más desastroso que todos ellos juntos, y que la experiencia demuestra que se halla inseparablemente conectado con dicha tasa. En todas partes una tasa de beneficio elevada destruye la parsimonia que en otras circunstancias es algo natural en la personalidad de los empresarios. Cuando los beneficios son abultados, esa sobria virtud semeja superflua y el lujo oneroso más adecuado a la opulencia de su situación. Pero los propietarios de los grandes capitales mercantiles son necesariamente los líderes y conductores de toda la economía de cualquier nación, y su ejemplo ejerce una influencia sobre las costumbres de la parte laboriosa de la misma mucho más aguda que la de cualquier otra clase de personas. Si su empleador es vigilante y frugal, el trabajador muy probablemente lo será también; pero si el patrono es disoluto y desordenado, el trabajador que orienta su labor según el modelo que su patrono le prescribe también orientará su vida según el ejemplo que aquél le presta. La acumulación resulta así obstaculizada en las manos de quienes están naturalmente más dispuestos a acumular; y los fondos destinados a la manutención del trabajo productivo no derivan aumento alguno del ingreso de aquellos que naturalmente más deberían aumentarlo. El capital del país, en vez de aumentar, desaparece gradualmente y la cantidad de trabajo productivo que mantiene es cada día menor. ¿Es que los exorbitantes beneficios de los comerciantes de Cádiz o Lisboa han expandido el capital de España y Portugal? ¿Es que han aliviado la pobreza o promovido la economía de esos dos países tan miserables? El tono del gasto mercantil en esas dos ciudades comerciales ha sido tal que esos exorbitantes beneficios no sólo no han aumentado el capital general del país sino que apenas han resultado suficientes para mantener los capitales que los originaron. Todos los días los capitales extranjeros se entremeten, por así decirlo, más y más en el comercio de Cádiz y Lisboa. Los españoles y los portugueses procuran tensar cada día los irritantes lazos de su absurdo monopolio para expulsar a esos capitales extranjeros de un comercio que sus propios capitales se revelan también cada día más incapaces de desarrollar. Si se comparan los usos comerciales de Cádiz y Lisboa con los de Ámsterdam se observa cuán diversa es la reacción de la conducta y personalidad de los comerciantes ante los beneficios del capital elevados y reducidos. Los comerciantes de Londres no se han vuelto ciertamente unos señores tan magníficos como los de Cádiz o Lisboa, pero tampoco son burgueses tan cuidadosos y frugales como los de Ámsterdam. Se supone, no obstante, que son mucho más ricos que los primeros y no tan ricos como muchos de los segundos. Pero su tasa de beneficio es normalmente mucho más baja que la de los primeros y bastante más alta que la de los segundos. Lo que llega con facilidad, con facilidad se va, reza el proverbio; y el estilo general del gasto es en todas partes determinado no por la capacidad efectiva para gastar sino por la supuesta facilidad para conseguir dinero para gastar.

Y así sucede que la única ventaja que el monopolio procura para una clase particular de personas es de muchas maneras dañina para el interés general del país.

Fundar un vasto imperio con el único objetivo de crear un pueblo de clientes puede parecer a primera vista un proyecto acertado sólo para una nación de tenderos. En realidad, es un proyecto totalmente incorrecto para una nación de tenderos, aunque extremadamente conveniente para una nación cuyo gobierno está influido por tenderos. Esos políticos, y sólo ellos, son capaces de fantasear con la idea de emplear la sangre y la fortuna de sus conciudadanos en fundar y mantener un imperio de ese tipo. Si usted le asegura a un tendero: «Cómpreme una buena finca y yo siempre compraré mi ropa en su tienda, aunque deba pagar algo más que en otras tiendas», no es probable que esté muy dispuesto a secundar la propuesta.

Pero si alguna otra persona le compra a usted una finca, el tendero quedará muy agradecido a su benefactor si éste le impone a usted la condición de comprar toda su vestimenta en su tienda. Inglaterra compró para algunos de sus súbditos que vivían con dificultad en la madre patria una extensa finca en un país distante. El precio fue ciertamente muy barato, y en vez de la renta de treinta años —el precio corriente de la tierra en la actualidad— representó poco más que el gasto de los diversos grupos que efectuaron el primer descubrimiento, reconocieron la costa y tomaron ficticia posesión del país. La tierra era buena y muy abundante, y al contar los cultivadores con mucho y buen suelo para trabajar, y durante un tiempo con libertad para vender su producción donde quisieran, llegaron a ser en el curso de poco más de treinta o cuarenta años (entre 1620 y 1660) un pueblo tan numeroso y próspero que los tenderos y otros empresarios de Inglaterra pretendieron asegurarse el monopolio de su mercado. Sin alegar que habían pagado parte alguna del precio de compra original ni del gasto subsiguiente en la roturación, presionaron al parlamento para que los cultivadores de América fuesen en el futuro restringidos a su tienda, primero para comprar los bienes que demandasen de Europa y segundo para vender aquellas partes de su propia producción que esos empresarios juzgasen conveniente comprar. No juzgaron conveniente comprarla toda, puesto que la importación de algunas partes habría interferido con las actividades que ellos desarrollaban en su país. Ellos preferían entonces que esas partes fuesen vendidas por los colonos donde ellos pudieran hacerlo, y cuanto más lejos mejor; y por ello propusieron que su mercado estuviese limitado a los países situados al sur del cabo Finisterre. Una cláusula de la famosa ley de Navegación otorgó rango legal a esta auténtica propuesta de tenderos.

El mantenimiento del monopolio ha sido hasta hoy el principal objetivo, o más bien el único objetivo y fin del dominio de Gran Bretaña sobre sus colonias. Se supone que el comercio exclusivo es la gran ventaja que proporcionan unas provincias que nunca han aportado ni ingresos ni fuerza militar para el sostén del gobierno civil ni para la defensa de la madre patria. El monopolio es la principal marca de su dependencia y es el único fruto que ha sido hasta hoy obtenido gracias a esa dependencia. Todo el gasto que Gran Bretaña ha desembolsado para mantener esa dependencia ha sido en realidad sufragado para mantener ese monopolio. El gasto para mantener la paz en las colonias representó, hasta el estallido de los disturbios actuales, la paga de veinte regimientos de infantería, el coste de la artillería, víveres y provisiones extraordinarias necesarias para abastecerlos, y el coste de una muy considerable fuerza naval que debía ser mantenida permanentemente para vigilar el contrabando de barcos de otras naciones en la inmensa costa de América del Norte y de nuestras islas en las Indias Orientales. Todo el gasto en tiempo de paz era una carga sobre el ingreso de Gran Bretaña y era al mismo tiempo la más pequeña fracción del coste que el dominio sobre las colonias ha representado a la madre patria. Para llegar al total hay que añadir al gasto anual de tiempos de paz el interés de las sumas que Gran Bretaña ha desembolsado en diversas ocasiones en defensa de las colonias, al considerarlas como provincias sujetas a su soberanía. En particular hay que añadir todo el coste de la última guerra y de buena parte de la guerra que la precedió. La última guerra fue un puro conflicto colonial, y todo su coste, en cualquier parte que haya sido desembolsado, sea en Alemania o en las Indias Orientales, debería incluirse en la cuenta de las colonias. Ascendió a más de noventa millones de libras esterlinas, incluyendo no sólo la nueva deuda contraída sino también el impuesto añadido sobre la tierra de dos chelines por libra y las sumas tomadas cada año en préstamo del fondo de amortización. La guerra española que comenzó en 1739 fue básicamente una disputa colonial. Su objetivo principal fue impedir la inspección de barcos coloniales que realizaban un comercio de contrabando con el territorio español del continente americano junto al mar Caribe. Todo este gasto en realidad es una subvención concedida para mantener un monopolio. Su objetivo supuesto fue el incentivo de la industria y la expansión del comercio de Gran Bretaña. Su efecto real fue aumentar la tasa de beneficio mercantil y permitir que nuestros empresarios desviaran hacia una rama cuyos rendimientos eran más lentos y más lejanos que los del grueso de las otras ramas una proporción de su capital mayor de la que habrían invertido de otro modo; fueron dos acontecimientos que de haber podido ser evitados mediante un subsidio, quizás habría valido la pena concederlo.

Por lo tanto, bajo el presente sistema de administración, Gran Bretaña no obtiene más que pérdidas del dominio que ejerce sobre sus colonias. Proponer que Gran Bretaña renuncie voluntariamente a la soberanía sobre sus colonias y deje que elijan a sus propios magistrados, promulguen sus propias leyes y declaren la paz o la guerra según lo juzguen conveniente, equivaldría a proponer una clase de medida que jamás ha sido y jamás será adoptada por ninguna nación del mundo. Ninguna nación ha renunciado nunca voluntariamente a la soberanía sobre provincia alguna, por más complicado que haya resultado su gobierno y por más pequeño que resulte el ingreso que genera en proporción al gasto que ocasiona. Aunque tales renuncias pueden ser a menudo compatibles con el interés de cualquier nación, son siempre mortificantes para su orgullo y, lo que es quizás más importante, siempre contrarían al interés privado de sus gobernantes, que se verían privados de disponer de muchos puestos de confianza y provecho, de numerosas oportunidades para adquirir riqueza y distinción, que rara vez deja de suministrar la posesión de la más turbulenta y, para la mayoría del pueblo, la menos rentable de las provincias. Ni el más entusiasta visionario sería capaz de sugerir una medida así con alguna fundada esperanza de que alguna vez iba a ser adoptada. Pero si fuese adoptada Gran Bretaña no sólo se libraría de inmediato de todo el gasto anual del mantenimiento de la paz en las colonias sino que podría firmar con ellas un tratado comercial que le asegurase eficazmente un comercio libre, más ventajoso para la mayoría del pueblo —aunque menos para los comerciantes— que el monopolio de que disfruta en la actualidad. Al separarnos así como buenos amigos, el afecto natural de las colonias hacia la madre patria, que acaso se haya extinguido por nuestras recientes disensiones, podría revivir rápidamente. Las dispondría no solamente a respetar durante siglos enteros el tratado comercial acordado con nosotros al separarnos, sino a apoyarnos tanto en la guerra como en el comercio, y a convertirse en los aliados más fieles, afectuosos y generosos, en vez de súbditos turbulentos y facciosos; y quizás pueda renacer entre Gran Bretaña y sus colonias el mismo tipo de afecto paternal de una parte, y de respeto filial de la otra, como el que solía existir entre las de la antigua Grecia y la metrópoli de la que descendían.

Para que una provincia resulte ventajosa para el imperio al que pertenece debería aportar en tiempos de paz un ingreso a la hacienda pública suficiente no sólo para sufragar todo el coste de su gobierno en tiempos de paz sino para contribuir proporcionalmente al sostén del gobierno general del imperio. Cada provincia ocasiona, en mayor o menor medida, un incremento en el gasto de ese gobierno general. Si una provincia en particular, entonces, no aporta su cuota para hacer frente a ese gasto, se arroja una carga injusta sobre alguna otra parte del imperio. Por la misma razón, el ingreso extraordinario con que toda provincia concurre al erario público en tiempos de guerra debería guardar la misma proporción con el ingreso extraordinario de todo el imperio como ocurre con su ingreso normal en tiempos de paz. Cualquiera reconocerá que ni el ingreso ordinario ni el extraordinario que Gran Bretaña deriva de sus colonias guarda esa proporción con el ingreso total del imperio británico. Es verdad que se ha supuesto que el monopolio, al incrementar el ingreso privado de los ciudadanos de Gran Bretaña y al permitirles por ello pagar más impuestos, compensa la deficiencia en los ingresos públicos de las colonias. Pero este monopolio, como he intentado demostrar, aunque es un gravoso tributo sobre las colonias y aunque pueda aumentar el ingreso de una clase particular de personas en Gran Bretaña, no aumenta sino que disminuye el ingreso de la mayoría de la población; y en consecuencia no aumenta sino que disminuye la capacidad de la mayoría de los ciudadanos para pagar impuestos. Además, las personas cuyo ingreso es expandido por el monopolio son una clase especial, a la que no se puede gravar en mayor proporción que a otras, y a las que sería políticamente muy peligroso intentar cobrarles proporcionalmente más impuestos, como procuraré demostrar en el libro siguiente. De esta clase especial, entonces, no se podrán obtener recursos especiales.

Las colonias pueden ser sometidas al pago de impuestos por sus propias asambleas o por el Parlamento de Gran Bretaña.

No parece demasiado probable que las asambleas coloniales vayan nunca a imponer a sus electores un ingreso público suficiente no sólo para mantener en todo momento su gobierno civil y militar sino para pagar su parte proporcional en el gasto del gobierno general del imperio británico. Tuvo incluso que pasar mucho tiempo hasta que el propio parlamento inglés, pese a estar bajo la mirada directa del soberano, pudo adoptar esas medidas, o llegó a ser suficientemente generoso en sus concesiones en pro del mantenimiento del gobierno civil y militar de su propio país. Este sistema administrativo pudo ser llevado a la práctica por el Parlamento de Inglaterra sólo cuando se distribuyeron entre los propios parlamentarios una buena parte de los cargos —o del control sobre los cargos— que surgían en dicho gobierno civil y militar. Pero la distancia entre las asambleas coloniales y la vista del soberano, su número, dispersión, y variedad de constituciones hacen muy difícil que puedan ser administradas de la misma forma, incluso aunque el soberano tuviera —que no los tiene— os medios para hacerlo. Sería completamente imposible distribuir entre todos los miembros principales de todas las asambleas coloniales una cuota de los cargos, o del control sobre los cargos derivados del gobierno general del imperio británico suficientemente atractiva como para predisponerlos a renunciar a su popularidad en su país y a obligar a sus electores a pagar impuestos para sostener a ese gobierno general, casi todos de cuyos emolumentos irían a parar a personas totalmente extrañas para ellos. Por otra parte, la inevitable ignorancia de la administración acerca de la importancia relativa de los diversos miembros de dichas asambleas, los agravios que a menudo se cometerían y los desatinos en que permanentemente se caería al intentar manejarlas de esa forma, hacen que ese sistema administrativo resulte con ellas completamente impracticable.

Además, no puede suponerse que las asambleas coloniales sean jueces adecuados sobre lo que es necesario para defender y mantener todo el imperio. La labor de esa defensa y ese mantenimiento no es responsabilidad suya, no les incumbe ni tienen medios de información sobre ella. Igual que el consejo de una parroquia, la asamblea de una provincia puede actuar muy correctamente con relación a los asuntos de su propio y particular distrito, pero carece de los adecuados elementos de juicio para los asuntos de todo el imperio. Ni siquiera puede juzgar correctamente sobre la proporción que guarda su propia provincia con el imperio en su conjunto, o sobre el grado relativo de su riqueza e importancia en comparación con las demás provincias, porque esas provincias no se hallan bajo la inspección y supervisión de la asamblea de ninguna provincia. Lo que sea necesario para la defensa y preservación de todo el imperio, y en qué proporción deben contribuir sus diversas partes, es algo que sólo puede ser juzgado por la asamblea que inspecciona y supervisa los asuntos de todo el imperio.

De ahí que se haya propuesto que las colonias sean gravadas por requerimiento: que el Parlamento de Gran Bretaña determine la suma que cada colonia debe pagar y que la asamblea provincial después la estudie y la recaude de la forma más adecuada a las circunstancias de la provincia. De esta forma, los asuntos de todo el imperio serían determinados por la asamblea que los inspecciona y supervisa, mientras que las cuestiones provinciales de cada colonia podrían seguir siendo reguladas por su propia asamblea. Aunque en este caso las colonias no tendrían representantes en el Parlamento británico, la experiencia sugiere que no es probable que la requisitoria parlamentaria fuese irrazonable. El Parlamento de Inglaterra jamás ha mostrado la más mínima inclinación a gravar en exceso a aquellas partes del imperio que no están representadas en él. Las islas de Guernsey y Jersey, que no tienen ningún medio para resistirse a la autoridad del Parlamento, pagan impuestos más bajos que ninguna otra parte de Gran Bretaña. Al aplicar su supuesto derecho, sea fundado o infundado, a cobrar impuestos a las colonias, el Parlamento nunca les ha pedido hasta hoy nada que se parezca a una justa proporción con lo que pagan en la metrópoli los otros súbditos de la misma corona. Además, si la contribución de las colonias aumentase o disminuyese en proporción a la subida o bajada del impuesto sobre la tierra, el Parlamento no podría gravadas sin al mismo tiempo gravar a sus propios electores, con lo que en este caso cabría considerar a las colonias como virtualmente representadas en el Parlamento.

No faltan ejemplos de imperios en donde las provincias no son gravadas, si me permite decirlo, como si fueran una sola masa, sino donde el soberano determina la suma que cada provincia debe pagar, y en algunas provincias la evalúa y recauda él mismo, y en otras deja que sea impuesta y recaudada de la forma en que los gobiernos respectivos determinen. En algunas provincias de Francia el rey no sólo estipula los impuestos que cree convenientes sino que los evalúa y recauda en la forma que cree más adecuada. De otras provincias él demanda una cierta suma pero deja a las administraciones provinciales la tarea de imponer y recaudar como ellas juzguen conveniente. Según el proyecto de imposición por requisitoria, el Parlamento de Gran Bretaña se hallaría frente a las colonias prácticamente en la misma posición como el rey de Francia se halla frente a los gobiernos de aquellas provincias que aún disfrutan del privilegio de tener estados propios, y que se supone son las provincias mejor gobernadas de Francia.

Pero aunque con este sistema las colonias no tendrían razones para temer que su cuota en las cargas públicas excediese jamás la proporción adecuada con la que soportan sus conciudadanos en la madre patria, Gran Bretaña sí tendría motivos para temer que jamás alcanzase esa proporción adecuada. El Parlamento de Gran Bretaña no ha tenido desde hace algún tiempo la misma autoridad en las colonias que el rey de Francia ostenta en aquellas provincias que aún disfrutan del privilegio de contar con estados propios. Las asambleas coloniales, si no estuviesen dispuestas (y no es probable que lo estén si no resultan más hábilmente administradas que nunca lo han sido hasta hoy), siempre podrían encontrar muchas excusas para evadir o rechazar las más razonables requisitorias parlamentarias. Supongamos que estalla una guerra con Francia. Para defender la sede del imperio habría que recaudar inmediatamente diez millones de libras. Esta suma debería ser tomada en préstamo sobre el crédito hipotecario de algún fondo del Parlamento que permitiese pagar el interés. Supongamos que el Parlamento propone obtener parte de ese fondo mediante un impuesto en Gran Bretaña y parte mediante un requerimiento a todas las asambleas coloniales de América y las Indias Orientales.

¿Adelantaría de inmediato el pueblo su dinero con la garantía de un fondo que dependiese en parte de la buena disposición de dichas asambleas, tan apartadas del teatro de la guerra y que quizás a veces se considerasen poco concernidas acerca de su desenlace? Contra ese fondo probablemente no se podría adelantar más dinero que el que se recaudase con el impuesto de Gran Bretaña. Toda la carga de la deuda contraída a causa de la guerra recaería así, como ha sucedido siempre hasta hoy, sobre Gran Bretaña, sobre una parte del imperio, no sobre su totalidad. Desde los comienzos de la historia, Gran Bretaña es quizás el único estado que, a medida que fue extendiendo su imperio, sólo aumentó sus gastos, sin aumentar jamás sus ingresos. En general, los otros estados han descargado el grueso del gasto de la defensa del imperio sobre las provincias que son sus súbditas y subordinadas. Hasta hoy Gran Bretaña se ha sacrificado para que sus provincias súbditas y subordinadas se descargasen de casi todo ese gasto. Con objeto de situar a Gran Bretaña en pie de igualdad con sus colonias, a quienes la ley ha supuesto hasta ahora sus súbditas y subordinadas, sería necesario con el sistema de imposición mediante requerimiento parlamentario que hubiese medios para que el Parlamento hiciese inmediatamente efectivas a sus requisitorias, en el caso de que las asambleas coloniales intentaran evadirlas o rechazarlas; aunque no es fácil concebir qué medios son esos, y nadie los ha explicado todavía.

Si al mismo tiempo el Parlamento de Gran Bretaña tu viese plenos derechos para gravar a las colonias, incluso por encima del consentimiento de sus propias asambleas, entonces la importancia de esas asambleas desaparecería, y con ella también la importancia de todos los líderes de la América británica. Los hombres desean participar en la administración de los asuntos públicos básicamente por la importancia que ello les confiere. La estabilidad y permanencia de cualquier sistema de gobierno liberal depende de la capacidad del grueso de los dirigentes, la aristocracia natural de todo país, para preservar y defender su respectiva relevancia. Todo el juego de las facciones y ambiciones domésticas estriba en los ataques que esos líderes están continuamente lanzando sobre la significación de los otros, y en la defensa que realizan de la suya. Los dirigentes de América, igual que los de cualquier otro país, desean preservar su propia importancia. Sienten o imaginan que si sus asambleas —a las que gustan denominar parlamentos y considerar con la misma autoridad que el de Gran Bretaña— son alguna vez tan degradadas como para que ellos se conviertan en modestos ministros y funcionarios ejecutivos del Parlamento británico, ello significaría la desaparición de la mayor parte de su propia jerarquía. Por eso han rechazado la propuesta de ser gravados mediante requisitoria parlamentaria y, como otros hombres ambiciosos y gallardos, han optado por desenvainar la espada en defensa de su posición.

Cuando se aproximaba la caída del Imperio Romano, los aliados de Roma que habían soportado el peso principal de la defensa del estado y la extensión del imperio exigieron todos los privilegios de los ciudadanos romanos. Cuando les fueron negados estalló la guerra civil. En el transcurso de esa guerra Roma confirió esos privilegios a la mayor parte de ellos, de a uno y a medida en que se fueron separando de la confederación general. El Parlamento de Gran Bretaña insiste en gravar a las colonias y éstas se niegan a ser gravadas por un parlamento en donde no están representadas. Si a medida que cada colonia se separase de la confederación general Gran Bretaña aceptase un número de representantes suyos en proporción a lo que contribuyesen a las arcas públicas del imperio, como resultado de ser gravadas con los mismos impuestos, y en compensación les permitiese el mismo libre comercio que el de sus conciudadanos en la madre patria, y si el número de sus representantes pudiese aumentar en proporción a su contribución, entonces se presentaría a los dirigentes de cada colonia un nuevo método de adquirir importancia, una nueva y más deslumbrante meta para sus ambiciones. En vez de disputas triviales por los minúsculos premios que pueden salir en lo que cabría denominar la modesta lotería del partidismo colonial, ahora podrían confiar —según la natural presunción de los hombres en sus habilidades y su fortuna— en obtener algunos de los suculentos premios que en ocasiones salen del bombo de la gran lotería estatal de la política británica. Salvo que se encuentre algún medio como este o algún otro —y no parece haber ninguno más obvio que éste— para preservar la importancia y gratificar la ambición de los dirigentes de América, no es muy probable que alguna vez se sometan voluntariamente a nosotros; y deberíamos tener en cuenta que cada gota de la sangre que debe ser derramada para forzarlos a hacerlo pertenece a la sangre de quienes son nuestros conciudadanos o de quienes deseamos que lo sean. Son muy poco perspicaces quienes disfrutan pensando que en el actual estado de cosas es muy sencillo conquistar a nuestras colonias sólo mediante la fuerza. Las personas que gobiernan lo que llaman su congreso continental sienten en ellas mismas una jerarquía que acaso no sientan los súbditos más importantes en Europa. Han pasado de ser tenderos, artesanos y procuradores a ser estadistas y legisladores, y se dedican a concebir una nueva forma de administración de un vasto imperio que gustan pronosticar que se convertirá, y que en verdad es muy probable que se convierta en uno de los más poderosos y formidables que jamás haya existido en el mundo. Puede haber quizás quinientas personas participando de diversas formas en el congreso continental, y quinientas mil que actúan bajo esas quinientas: todas ellas tienen un mismo sentimiento de elevación proporcional de su importancia. Casi todos los miembros del partido gobernante en América ocupan, por el momento sólo en su fantasía, una posición superior no sólo a la que nunca han ocupado hasta hoy sino a la que nunca soñaron ocupar; y salvo que se les presente a ellos o sus líderes un nuevo objetivo para su ambición, morirán en la defensa de esa posición.

Leemos ahora con deleite los relatos sobre muchas pequeñas negociaciones de la Liga que, como observa el presidente Hénault, cuando tuvieron lugar no fueron probablemente consideradas noticias muy significativas. Pero él sostiene que todo hombre fantaseaba con ser una persona importante; y las innumerables memorias que nos han llegado de esa época fueron en su mayoría redactadas por individuos que disfrutaron registrando y magnificando acontecimientos de los que se enorgullecían de haber sido protagonistas principales. Es bien conocida la obstinación con que se defendió la ciudad de París entonces y la terrible hambruna que soportó antes de someterse al mejor y después al más querido de todos los reyes de Francia. El grueso de los ciudadanos, o los que gobernaban a la mayor parte de ellos, lucharon por defender su posición, que preveían perder si el antiguo gobierno era restablecido. Salvo que se induzca a nuestras colonias a consentir una unión, es muy probable que se defiendan contra la mejor de todas las metrópolis tan obstinadamente como la ciudad de París se defendió contra el mejor de los reyes.

En la antigüedad la idea de representación era desconocida. Cuando se admitía a las personas de un estado como ciudadanos de otro, no tenían otro medio de ejercer ese derecho sino era ingresando en un cuerpo para votar y deliberar junto a las personas de ese otro estado. La concesión a la mayor parte de los habitantes de Italia de los privilegios reservados a los ciudadanos romanos fue la ruina completa de la república de Roma. Dejó de ser posible distinguir entre los que eran y no eran ciudadanos romanos. Ninguna tribu podía detectar a sus propios miembros. Cualquier gentuza podía irrumpir en las asambleas del pueblo, expulsar a los verdaderos ciudadanos y decidir sobre los asuntos de la república como si ellos lo fueran. Pero aunque América enviase cincuenta o sesenta nuevos representantes al Parlamento, el portero de la Cámara de los Comunes no tendría ninguna dificultad para distinguir entre los miembros y los que no lo son. Así, aunque la constitución romana fue necesariamente arruinada por la unión de Roma con los estados aliados de Italia, no existe la más mínima probabilidad de que la constitución británica resulte dañada por una unión entre Gran Bretaña y sus colonias. Por el contrario, esa constitución sería perfeccionada por esa unión, y parece imperfecta sin ella. Para que la asamblea que delibera y decide sobre los asuntos de todas las partes del imperio sea adecuadamente informada, es evidente que debería contar con representantes de cada una de esas partes. No quiero decir que esa unión puede alcanzarse fácilmente, ni que no puedan ocurrir en su ejecución dificultades, incluso muy agudas. Pero no sé de ninguna que parezca insuperable. Las principales no surgen acaso de la naturaleza de las cosas sino de los prejuicios y opiniones de la gente a este y al otro lado del Atlántico.

Nosotros, de este lado, tememos que la multitud de representantes americanos rompa el equilibrio de la constitución e incremente exageradamente la influencia de la corona por un lado, o la fuerza de la democracia por el otro. Pero si el número de los representantes americanos está en proporción a la tributación americana, el número de personas a administrar aumentaría en exactamente la misma proporción que los medios para administrarlas, y esos medios en la misma proporción que esas personas. Las partes monárquica y democrática de la constitución quedarían después de la unión con el mismo grado de poder relativo que antes. Las gentes del otro lado del mar temen que la distancia que las separa de la sede del gobierno las exponga a muchas opresiones. Pero sus representantes parlamentarios, que desde el primer momento sería numerosos, podrían fácilmente protegerlas ante cualquier opresión. La distancia no podría atenuar mucho la dependencia entre el representante y sus electores, y aquél seguiría siendo consciente de que debe a la buena voluntad de éstos su escaño en el Parlamento, y todo que de allí se deriva. Sería su interés, en consecuencia, cultivar esa buena voluntad quejándose, con toda la autoridad de un miembro de la legislatura, ante cualquier ultraje que cualquier funcionario civil o militar pudiese perpetrar en esos remotos rincones del imperio. Además, los nativos de América podrán enorgullecerse ante la idea, bastante razonable, de que su distancia de la sede del gobierno puede no tener larga vida. El rápido desarrollo de ese país en riqueza, población y adelantos ha sido tal que es posible que en el curso de poco más de un siglo el producto de los impuestos americanos exceda al de los impuestos británicos. Entonces la sede del imperio naturalmente se trasladaría a aquella parte del imperio que contribuye más a la defensa general y mantenimiento del conjunto.

El descubrimiento de América y el del paso a las Indias Orientales por el cabo de Buena Esperanza son los dos acontecimientos más importantes que registra la historia de la humanidad. Sus consecuencias han sido muy profundas pero en el breve período de entre dos y tres siglos que ha transcurrido desde que esos descubrimientos fueron realizados no es posible que todas sus consecuencias hayan salido a la luz. Los beneficios o desdichas que puedan caer sobre la humanidad merced a esos magnos acontecimientos son algo que ninguna sabiduría humana es capaz de prever. Al unir en cierta medida las partes más distantes del mundo, al permitirles aliviar sus necesidades recíprocas, incrementar sus comodidades y estimular sus economías, parece que su tendencia general es beneficiosa. Pero para los nativos de las Indias Orientales y Occidentales, todos los beneficios comerciales que han derivado de esos acontecimientos se han hundido y perdido en las tremendas desgracias que han ocasionado. Estas desgracias, sin embargo, parecen haberse producido más por accidente que por nada que radique en la naturaleza misma de esos acontecimientos. En el momento en que dichos descubrimientos tuvieron lugar, la superioridad de fuerzas resultó ser tan grande en el lado de los europeos que fueron capaces de cometer impunemente en esos remotos parajes toda clase de injusticias. Es posible que de aquí en adelante los nativos de esos países se fortalezcan y los de Europa se debiliten, y los habitantes de todo el mundo arriben a ese equilibrio de fuerza y valor que, al inspirar el temor recíproco, es lo único que puede abrumar la injusticia de las naciones independientes y conducirlas a alguna clase de respeto por los derechos de las demás. Y nada puede lograr ese equilibrio de fuerzas mejor que la mutua comunicación de conocimientos y de toda clase de mejoras que naturalmente se genera mediante un intenso comercio entre todas las naciones.

Mientras tanto, uno de los efectos principales de esos descubrimientos ha sido elevar al sistema mercantil hasta un grado de esplendor y gloria que jamás habría alcanzado en otro caso. El objetivo de ese sistema es enriquecer cualquier una gran nación mediante el comercio y la industria, más que mediante la roturación y cultivo de la tierra, más mediante la actividad de las ciudades que mediante la del campo. Sin embargo, como consecuencia de esos descubrimientos, en lugar de ser las ciudades comerciales de Europa las fabricantes y transportistas de una muy reducida fracción del mundo (la parte de Europa bañada por el Océano Atlántico y los países ubicados en torno a los mares Báltico y Mediterráneo), han pasado a ser fabricantes para los numerosos y prósperos cultivadores de América, y los transportistas —y en algunos casos también fabricantes— para casi todas las naciones de Asia, África y América. Ante su actividad se han abierto dos nuevos mundos, cada uno de ellos mucho más grande y extenso que el viejo, y el mercado de uno de ellos en incesante crecimiento.

Es evidente que los países que poseen colonias en América y que comercian directamente con las Indias Orientales disfrutan la magnificencia y esplendor de este intenso comercio. Pero otros países, a pesar de todas las envidiosas restricciones con que se los procura excluir, con frecuencia recogen la mayor parte de sus beneficios reales. Las colonias de España y Portugal, por ejemplo, estimulan más la actividad de otros países que la de España y Portugal. Se dice, y no pretendo asegurar que sea cierto, que sólo en el capítulo de los tejidos de hilo el consumo de esas colonias representa más de tres millones de libras esterlinas por año. Pero este amplio consumo es casi completa ente abastecido por Francia, Flandes, Holanda y Alemania. España y Portugal no suministran más que una pequeña parte. El capital que abastece a las colonias con esta gran cantidad de tejidos se distribuye anualmente entre los habitantes de esos otros países y les suministra un ingreso. En España y Portugal se gastan sólo los beneficios, que ayudan a sostener el derroche suntuoso de los mercaderes de Cádiz y Lisboa.

Las reglamentaciones mediante las que cada nación procura asegurarse el comercio exclusivo con sus colonias son con frecuencia más dañinas para los países en cuyo favor se aplican que para aquellos que pretenden perjudicar. La injusta opresión del trabajo de otros países rebota, si se me permite la expresión, contra la cabeza de los opresores, y destroza su propia economía más que la de esos otros países. Debido a esas reglamentaciones, por ejemplo, el comerciante de Hamburgo debe remitir los tejidos de hilo que destina al mercado americano a Londres, y debe traer desde allí el tabaco que destina al mercado alemán, porque no puede ni llevar directamente a América los primeros ni traer directamente de allí el segundo. Esa restricción hace probablemente que tenga que vender los tejidos más baratos y comprar el tabaco más caro que de otro modo, y sus beneficios son por ello probablemente reducidos. Pero en el comercio entre Hamburgo y Londres él ciertamente recibe los rendimientos de su capital mucho más rápido que si comerciara directamente con América incluso aunque supusiésemos que los pagos de América son tan puntuales como los de Londres, lo que es mucho suponer. Por tanto, en el comercio al que esas reglamentaciones constriñen al comerciante de Hamburgo su capital puede mantener en constante empleo a una cantidad de actividad alemana mucho mayor que la que podría mantener en el comercio del que queda excluido. Así, aunque una inversión le resulte a él menos rentable que la otra, no puede ser menos ventajosa para su país. Lo contrario sucede con la inversión hacia la cual el monopolio naturalmente, si puedo expresarme así, atrae al capital del comerciante de Londres. Esa inversión puede quizás ser más rentable para él que la mayor parte de las otras inversiones, pero debido a la lentitud de sus rendimientos no podrá ser más ventajosa para su país.

Después de todos los injustos intentos de todos los países de Europa para encerrar en sí mismos todo el beneficio del comercio con sus colonias ningún país ha sido hasta ahora capaz de reservar para sí más que el gasto de mantener en la paz y defender en la guerra la tiránica autoridad que ejercen sobre ellas. Cada país ha acaparado en exclusiva los inconvenientes derivados de la posesión de sus colonias, pero ha sido forzado a compartir con muchos otros países las ventajas derivadas del comercio colonial.

Es evidente que a primera vista el monopolio del enorme comercio de América parece naturalmente una conquista del máximo valor. Ante los ojos miopes de la necia ambición parece un objetivo deslumbrante por el cual luchar entre la confusa arrebatiña de la política y la guerra. Pero precisamente el rutilante esplendor del objetivo, la inmensa grandeza del comercio, es lo que hace que su monopolio resulte perjudicial, lo que hace que una inversión, por naturaleza necesariamente menos ventajosa para el país que el grueso de las demás, absorba una proporción del capital del país mucho mayor de lo que sucedería en otra circunstancia.

Se ha demostrado en el segundo libro que el capital mercantil de cualquier país busca naturalmente, por así decirlo, la inversión más conveniente para ese país. Si es invertido en el comercio de tránsito el país al que pertenece se vuelve el emporio de los bienes de todos los países cuyo comercio es desarrollado por ese capital. Pero el propietario de dicho capital aspira a vender la mayor parte de esos bienes en su país. Se ahorra así la dificultad, el riesgo y el coste de la exportación y estará por ello encantado de venderlos en su país no sólo por un precio mucho menor sino a cambio de un beneficio menor que el que podría esperar conseguir si los remitiese al extranjero. Por eso procura naturalmente reorientar su comercio de tránsito hacia un comercio exterior de consumo. Si su capital está invertido en un comercio exterior de consumo, estará por la misma razón feliz de vender en su país la mayor parte de los bienes que recoge para exportar a mercados extranjeros, y por ello procurará cambiar su comercio exterior de consumo en comercio interior. El capital mercantil de cualquier país prefiere así la inversión cercana y se aparta de la inversión lejana, prefiere la inversión donde los rendimientos son frecuentes a aquella donde son distantes y lentos, prefiere la inversión en donde puede mantener una cantidad mayor de trabajo productivo del país al que pertenece, o donde reside el propietario, y se aparta de aquella donde puede mantener una cantidad menor. Prefiere naturalmente la inversión que en circunstancias normales es más ventajosa para el país, y se aparta de la que en condiciones normales es la menos ventajosa.

Pero si en cualquiera de esas inversiones distantes, que en una situación normal son menos convenientes para el país, el beneficio aumenta lo suficiente como para compensar la preferencia natural hacia inversiones más cercanas, esta superioridad en el beneficio desviará capital de estos empleos cercanos hasta que todos los beneficios recuperen el equilibrio adecuado. Pero esa superioridad en el beneficio es una prueba de que en tales condiciones sociales esas inversiones distantes tienen relativamente poco capital en proporción a las otras, y de que el capital de la sociedad no está distribuido entre las diversas inversiones de la forma más adecuada. Es una prueba de que algo está siendo o bien comprado más barato o bien vendido más caro de lo que debería, y que una clase particular de ciudadanos está más o menos oprimida, sea porque paga más o porque obtiene menos de lo que correspondería al equilibrio que debe existir y que naturalmente existe entre todas las clases. Aunque un mismo capital nunca empleará la misma cantidad de trabajo productivo en una inversión distante que en una cercana, sin embargo una inversión distante puede ser tan necesaria para el bienestar de la sociedad como una cercana; puesto que probablemente los bienes negociados en la inversión distante sean necesarios para el desarrollo de muchas de las inversiones más cercanas. Pero si el beneficio de los que negocian con dichos bienes supera su nivel adecuado, esos bienes serán vendidos más caros de lo que deberían, o por más de su precio natural, y todos aquellos ocupados en las inversiones más cercanas se verán más o menos oprimidos por ese precio elevado. Su interés, entonces, requerirá en este caso que algún capital sea retirado de las inversiones cercanas y destinado a las lejanas, para reducir sus beneficios al nivel adecuado, y el precio de los bienes negociados a su nivel natural. En este caso extraordinario, el interés público requiere que algún capital sea retirado de las inversiones que en circunstancias normales son más ventajosas y dirigido hacia las que en circunstancias normales son menos ventajosas para el público; y en este caso extraordinario los intereses e inclinaciones naturales de los hombres coinciden con el interés público tan exactamente como en todos los demás casos ordinarios, y los conducen a retirar capital del empleo cercano y desviarlo hacia el empleo distante. Así sucede que los intereses y las pasiones de los individuos naturalmente los disponen a orientar su capital hacia las inversiones que en circunstancias ordinarias resultan más ventajosas para la sociedad. Pero si por esta preferencia natural desvían demasiado hacia esas inversiones, la caída del beneficio en ellas y el aumento en otras inmediatamente los disponen a corregir esa distribución defectuosa. En consecuencia, y sin ninguna intervención de la ley, los intereses y pasiones privados de los hombres naturalmente los inducen a dividir y distribuir el capital de cualquier sociedad entre sus diversas inversiones de la forma más ajustada posible a la proporción que resulta más adecuada al interés de la sociedad en su conjunto.

Todas las reglamentaciones del sistema mercantil necesariamente distorsionan en mayor o menor medida esta natural y más conveniente asignación del capital. Pero las relativas al comercio con América y las Indias Orientales acaso la perturban más que ninguna otra, porque el comercio con esos dos vastos continentes absorbe una cantidad de capital mayor que otras dos ramas cualesquiera del comercio. Ahora bien, las reglamentaciones que ocasionan esa perturbación en dichas ramas del comercio no son iguales. El gran motor de ambas es el monopolio, aunque no el mismo tipo de monopolio. En cualquier caso, es evidente que el monopolio es el único motor del sistema mercantil.

En el comercio con América cada nación procura acaparar lo más posible todo el mercado de sus colonias mediante la exclusión de todas las demás naciones del comercio directo con ellas. Durante buena parte del siglo XVI los portugueses intentaron manejar el comercio con las Indias Orientales de esa forma, reivindicando el derecho exclusivo de navegar por los mares de la India sobre la base de haber sido los primeros en descubrir el paso hacia ellos. Los holandeses aún excluyen a todas las otras naciones europeas del comercio directo con sus islas de las especias. Los monopolios de esta suerte son evidentemente impuestos contra todas las demás naciones europeas, que resultan así no sólo excluidas de un comercio hacia el que les convendría asignar una parte de su capital, sino también obligadas a comprar los bienes implicados en ese comercio a un precio algo mayor que el que pagarían si pudiesen importarlos directamente de los países que los producen.

Pero después de la decadencia del poderío de Portugal ninguna nación europea ha reclamado el derecho exclusivo a navegar por los mares de la India, cuyos puertos principales están hoy abiertos a los barcos de todas las naciones europeas. Sin embargo, salvo en Portugal, y desde hace algunos años en Francia, el comercio con las Indias Orientales ha estado en todos los países de Europa en manos de una compañía exclusiva. Los monopolios de este tipo son verdaderamente establecidos contra la misma nación que los impone. La mayor parte de esa nación queda excluida de un comercio al que le convendría asignar una parte de su capital, y obligada a comprar los bienes que dicho comercio negocia a un precio superior al que podría comprar si estuviese abierto y libre a todos los ciudadanos. Desde el establecimiento de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, por ejemplo, los habitantes de Inglaterra no sólo han quedado apartados de ese comercio sino que debieron pagar en el precio de los bienes de la compañía que consumían no sólo los beneficios extraordinarios que la empresa cosechaba como consecuencia de su monopolio, sino todo el derroche extraordinario que el fraude y el abuso, inseparables del manejo de los negocios de una compañía tan grande, debieron necesariamente ocasionar. El absurdo de este segundo tipo de monopolio es, por lo tanto, todavía más manifiesto que el del primero.

Ambas clases de monopolio distorsionan más o menos la asignación natural del capital de la sociedad, pero no siempre lo hacen de la misma manera.

Los monopolios del primer tipo siempre atraen hacia la actividad concreta sobre la que se establecen una proporción del capital de la sociedad mayor de la que se dirigiría hacia ella espontáneamente.

Los monopolios del segundo tipo pueden a veces atraer capital hacia la actividad sobre la que se imponen, y según las circunstancias pueden a veces repelerlo. En los países pobres naturalmente atraen hacia esa actividad más capital del que se habría dirigido hacia allí en otro caso. En los países ricos naturalmente repelen de la misma una buena parte del capital que habría sido asignado a ella en otra circunstancia.

Es probable que países pobres como Suecia y Dinamarca, por ejemplo, nunca hubiesen podido fletar un solo barco hacia las Indias Orientales si el comercio no hubiese sido reservado a una compañía exclusiva. El establecimiento de una compañía de esa clase necesariamente anima a los empresarios. El monopolio los asegura contra todos los competidores en el mercado nacional, y tienen en los mercados extranjeros las mismas posibilidades que los comerciantes de otras naciones. El monopolio les otorga la certeza de un gran beneficio sobre una cantidad considerable de bienes y la posibilidad de un beneficio amplio sobre una cantidad apreciable de ellos. Sin este incentivo extraordinario los comerciantes de esos países tan pobres probablemente nunca pensarían siquiera en arriesgar sus minúsculos capitales en una empresa tan distante y tan incierta como les resultaría naturalmente el comercio con las Indias Orientales.

Un país tan rico como Holanda, por el contrario, probablemente enviaría a las Indias Orientales si el comercio fuese libre tantos barcos como envía ahora. El capital limitado de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales probablemente repele de ese comercio a muchos grandes capitales que entrarían en él en otro caso. El capital mercantil de Holanda es tan copioso que está, por así decirlo, rebosando sin cesar, a veces hacia la deuda pública de países extranjeros, a veces hacia préstamos a comerciantes y empresarios privados del exterior, a veces hacia el comercio exterior de consumo más indirecto, y a veces hacia el comercio de tránsito. Al estar todas las inversiones cercanas totalmente cubiertas, e invertido en ellas todo el capital que puede serlo con un beneficio razonable, el capital de Holanda necesariamente fluye hacia los empleos más apartados. El comercio con las Indias Orientales, si fuese absolutamente libre, probablemente absorbería la mayor parte de este capital redundante. Las Indias Orientales ofrecen a las manufacturas de Europa y para el oro y la plata y numerosas otras producciones de América un mercado mucho mayor y más amplio que el de Europa y América juntas.

Toda perturbación en la asignación natural del capital es necesariamente perjudicial para la sociedad en donde tiene lugar, sea que repela de una actividad particular al capital que de otro modo se invertiría en ella, sea que atraiga hacia un negocio concreto al capital que de otro modo no acudiría al mismo. Si en ausencia de una compañía monopólica el comercio de Holanda con las Indias Orientales seda mayor del que es, ese país debe sufrir una pérdida considerable al quedar parte de su capital excluido de su empleo más conveniente. De la misma manera, si en ausencia de una compañía exclusiva el comercio de Suecia y Dinamarca con las Indias Orientales sería menor del que es, o lo que resulta más verosímil: no existiría en absoluto, esos dos países deben análogamente sufrir una pérdida considerable al resultar una parte de su capital desviada hacia una inversión que debe ser en cierto grado inadecuada en sus actuales circunstancias. Es posible que hoy les convenga comprar los bienes de otras naciones a la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, aunque deban pagar algo más por ellas, y no desviar una gran parte de su pequeño capital a un comercio tan distante, cuyos rendimientos son tan lentos, donde el capital puede mantener una cantidad tan pequeña de trabajo productivo del país —un país donde hay tanta falta de trabajo productivo, donde se hace tan poco y hay tanto por hacer.

En consecuencia, y aunque un país no pueda entablar un comercio directo con las Indias Orientales sin una compañía exclusiva, no se deriva de ello la necesidad de fundar allí una compañía semejante, sino solamente que ese país no debería en tales circunstancias comerciar directamente con las Indias Orientales. El que esas compañías en general no son indispensables para el comercio con las Indias Orientales queda bien demostrado por la experiencia de los portugueses, que lo disfrutaron casi en su totalidad durante más de un siglo sin compañía monopólica alguna.

Se ha alegado que ningún comerciante privado podrá tener el capital suficiente para mantener a comisionistas y a agentes en los distintos puertos de las Indias Orientales, que puedan proporcionar bienes a los barcos que ocasionalmente envíe allí; y al no poder hacerlo, la dificultad de encontrar un cargamento podrá ocasionar a menudo que esos barcos pierdan la estación del año propicia para el regreso, y el gasto de una demora tan prolongada no sólo liquidaría todo el beneficio de la empresa sino que con frecuencia dará lugar a una pérdida muy considerable. Pero este argumento, si es que prueba algo, prueba que ninguna rama del comercio puede ser desarrollada sin una compañía exclusiva, lo que es contrario a la experiencia de todas las naciones. No existe ninguna gran rama del comercio en donde el capital de un sólo negociante privado sea suficiente para poner en marcha a todas las ramas subordinadas que deben ser desarrolladas para que la principal lo haga. Pero cuando una nación está preparada para cualquier gran rama del comercio, algunos empresarios naturalmente dirigirán sus capitales hacia la rama principal y otros hacia las subordinadas; y aunque de esta forma se desarrollarían todas las ramas al tiempo, rara vez sucederá que todas serán puestas en marcha por el capital de un solo empresario privado. En consecuencia, si una nación está madura para el comercio con las Indias Orientales, una determinada porción de su capital se dividirá naturalmente entre las diversas ramas de esa actividad. Algunos comerciantes comprobarán que les conviene residir en las Indias Orientales e invertir allí sus capitales para suministrar bienes a los barcos fletados por otros comerciantes que residen en Europa. Si los asentamientos que las naciones europeas han establecido en las Indias Orientales fuesen retirados de las compañías monopólicas a las que pertenecen hoy y colocados bajo la inmediata protección de la corona, ello volvería a la residencia allí segura y sencilla, al menos para los comerciantes de las naciones a las que esos asentamientos pertenecen. Si en un momento dado esa parte del capital que en cualquier país espontáneamente tendería y se inclinaría, si se me permite la expresión, hacia el comercio con las Indias Orientales, no fuese suficiente para poner en movimiento a todas las ramas del mismo, ello demostraría que en ese momento el país no está maduro para ese comercio, y que le convendría durante algún tiempo comprar los bienes de las Indias Orientales que necesita a otras naciones europeas, aunque sea a un precio más elevado, antes que importarlos directamente de las Indias Orientales. Lo que perdería por el elevado precio de esos bienes casi nunca será igual a la pérdida que experimentaría por el desvío de una amplia fracción de su capital de otras inversiones más necesarias o más útiles o más ajustadas a sus circunstancias y su situación que el comercio directo con las Indias Orientales.

Aunque los europeos poseen muchos asentamientos importantes en la costa de África y en las Indias Orientales, todavía no han establecido en esos países unas colonias tan numerosas y prósperas como las de las islas y el continente americano. África y varios de los países que caen bajo la denominación genérica de Indias Orientales están habitados por naciones bárbaras. Pero esas naciones en absoluto eran tan débiles e indefensas como las miserables y desvalidas naciones americanas; y en proporción a la fertilidad natural de los países donde vivían eran además mucho más populosas. Las naciones más bárbaras de África o las Indias Orientales eran pastores; hasta los hotentotes lo eran. Pero los nativos de toda América, salvo en México y Perú, eran meros cazadores; y la diferencia entre el número de pastores y el número de cazadores que una misma extensión de suelo igualmente fértil puede mantener es muy grande. En África y las Indias Orientales, así, resultó más difícil desplazar a los nativos y extender las plantaciones europeas sobre buena parte de las tierras de los pobladores originales. Ya ha sido apuntado, además, que el espíritu de las compañías exclusivas no es favorable al desarrollo de las nuevas colonias y ha sido probablemente la causa principal del escaso progreso que han registrado en las Indias Orientales. Los portugueses llevaron adelante el comercio con África y las Indias Orientales sin ninguna compañía monopólica, y sus asentamientos en el Congo, Angola y Benguela, en la costa de África, y en Goa en las Indias Orientales, aunque deprimidos por la superstición y todo tipo de malos gobiernos, guardan algún parecido con las colonias de América y están parcialmente poblados por portugueses, que se han establecido allí durante varias generaciones. Los asentamientos holandeses en el cabo de Buena Esperanza y Batavia son actualmente las colonias más importantes creadas por los europeos en África o las Indias Orientales y ambos asentamientos gozan de una situación particularmente afortunada. El cabo de Buena Esperanza estaba habitado por una raza de personas casi tan bárbaras e incapaces de defenderse como los nativos de América. Es además la casa de medio camino, por así decirlo, entre Europa y las Indias Orientales, donde recalan casi todos los barcos europeos tanto a la ida como a la vuelta. Sólo el suministrar a esos barcos provisiones frescas, frutas y a veces vino proporciona un amplio mercado para la producción excedente de los colonos. Lo que el cabo de Buena Esperanza es entre Europa y las Indias Orientales, Batavia es entre los principales países de las Indias Orientales. Se ubica en la vía más frecuentada entre el Indostán y China y Japón, aproximadamente a mitad de camino. Casi todos los barcos que navegan entre Europa y China entran en Batavia; y es además el centro y emporio principal de lo que se denomina comercio local de las Indias Orientales, no sólo de la parte del mismo que es realizada por europeos sino de la que llevan a cabo los indios nativos; y es frecuente ver en su puerto a barcos tripulados por habitantes de China y Japón, de Tonquín, Malaca, Cochinchina y la isla de Célebes. Su localización tan ventajosa ha permitido a ambas colonias superar todos los obstáculos que la naturaleza opresiva de una compañía exclusiva colocó frente a su crecimiento; ha permitido a Batavia superar la desventaja adicional de contar con lo que acaso sea el peor clima del mundo.

Aunque las compañías inglesa y holandesa no han fundado colonias importantes, excepto las dos mencionadas, sí realizaron grandes conquistas en las Indias Orientales. Y el espíritu natural de las compañías monopólicas se ha revelado nítidamente en la forma en que han gobernado a sus súbditos. Se dice que en las islas holandesas de las especias queman todos aquellos frutos que una estación fértil produce por encima de lo que ellas estiman poder vender en Europa con un beneficio suficiente. En las islas donde carecen de asentamientos ofrecen primas para que se arranquen las flores y hojas verdes de los árboles del clavo y la nuez moscada, que crecen allí naturalmente pero que con esta salvaje política se dice que casi han sido totalmente extirpados. Parece que esos árboles se han reducido mucho incluso en las islas donde poseen asentamientos. Ellas sospechan que si la producción de sus islas fuese mucho mayor que lo que su mercado demanda, los nativos encontraría la forma de desviar parte de la misma a otras naciones; y piensan que la mejor forma de asegurar su monopolio es vigilar que no se produzca nada más que lo que ellas solas son capaces de llevar al mercado. Con diversas muestras de opresión han reducido la población de varias de las Molucas prácticamente al número suficiente para proporcionar provisiones frescas y otros artículos necesarios para sus insignificantes guarniciones y para sus barcos que llegan allí a cargar especias. Se dice, sin embargo, que cuando estaban gobernadas por los portugueses esas islas se hallaban razonablemente bien pobladas. La compañía inglesa todavía no ha tenido tiempo como para establecer en Bengala un sistema tan perfectamente destructivo, pero su plan de gobierno presenta exactamente la misma tendencia. Me han asegurado que no es extraño que un jefe, es decir, el funcionario principal de una delegación, ordene a un campesino meter el arado en un rico campo de adormideras y sembrar allí arroz o algún otro grano. La excusa es prevenir una escasez de alimentos, pero la razón real es dar al jefe la oportunidad de vender a mejor precio una gran cantidad de opio que tiene disponible en ese momento. En otros casos la orden es la opuesta, y se ara un rico campo de arroz o cereales para plantarlo con adormideras: esto sucede cuando el jefe prevé que el opio probablemente producirá un beneficio extraordinario. Los funcionarios de la compañía han intentado en varias ocasiones imponer en su favor el monopolio de las ramas más importantes no sólo del comercio exterior sino también del comercio interior del país. Si lo hubiesen conseguido, inevitablemente habrían en algún momento procurado restringir la producción de los artículos sobre los que usurparon el monopolio no sólo hasta la cantidad que ellos mismos podrían comprar sino hasta la que esperasen vender a un beneficio que juzgasen suficiente. En el transcurso de un siglo o dos, la política de la compañía inglesa habría resultado probablemente tan completamente devastadora como la de la holandesa.

En realidad, nada es más directamente contrario a los intereses verdaderos de esas compañías, consideradas como soberanas de los países que han conquistado, que dicho plan destructivo. En casi todos los países el ingreso del soberano proviene del ingreso del pueblo. Cuando mayor sea el ingreso del pueblo, entonces, cuanto mayor sea el producto anual de su tierra y su trabajo, más podrán entregar al soberano. El interés de éste, en consecuencia, es incrementar ese producto anual lo más posible. Pero si tal es el interés del soberano, lo es todavía más si el soberano obtiene su ingreso fundamentalmente de la renta de la tierra, como el soberano de Bengala. Dicha renta estará necesariamente en proporción a la cantidad y valor de la producción, y tanto la una como el otro dependerán de la extensión del mercado. La cantidad se ajustará siempre más o menos exactamente al consumo de aquellos que puedan pagarla, y el precio que pagarán estará siempre en proporción a la intensidad de su competencia. De ahí que el interés de un soberano en tales condiciones es abrir el mercado más amplio para la producción de su país, permitir la más perfecta libertad de comercio, para poder incrementar en todo lo posible el número y la competencia de los compradores; y por eso mismo abolir no sólo todos los monopolios sino todas las restricciones sobre el transporte de la producción local de un sitio a otro, sobre su exportación a países extranjeros, o sobre la importación de bienes de cualquier tipo por los que pueda ser intercambiada. De esta forma es muy probable que incremente tanto la cantidad como el valor de la producción y consiguientemente su cuota de la misma, o su ingreso.

Sin embargo, parece que unos comerciantes agrupados en una compañía son incapaces de considerarse soberanos, ni siquiera después de haberse transformado en tales. Siguen creyendo que su actividad principal es el comercio, o comprar para vender, y de forma absurdamente incomprensible conciben que el carácter de soberano es un mero apéndice al de comerciante, que debe subordinarse a éste, que es un medio que les permite comprar más barato en la India y conseguir así un beneficio más suculento en Europa. Procuran con este objetivo marginar en todo lo posible a los competidores del mercado de los países sometidos a su gobierno, y reducir así al menos una parte de la producción excedente de esos países a lo que es apenas suficiente para abastecer su propia demanda, o lo que esperan vender en Europa con un beneficio que estiman razonable. Sus hábitos mercantiles los arrastran de esta manera, casi inevitable aunque quizás imperceptiblemente, a preferir en casi cualquier circunstancia el beneficio pequeño y transitorio del monopolista al ingreso copioso y permanente del soberano, y los inducirán gradualmente a tratar a los países súbditos de su gobierno como los holandeses tratan a las Molucas. El interés de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, considerada como soberana, es que los bienes europeos llevados a sus dominios en la India sean vendidos allí lo más barato posible, y que los bienes de la India consigan el precio más elevado posible. Su interés como empresa es exactamente el contrario. Como soberana, su interés es precisamente el mismo que el del país que gobierna. Como empresa, su interés es directamente el opuesto de ese interés.

Pero si la índole de un gobierno de ese tipo, incluso en lo que se refiere a su dirección en Europa, resulta de esta forma esencial y acaso incurablemente defectuosa, la de su administración en la India lo es todavía más. Dicha administración se compone necesariamente de un consejo de comerciantes, una profesión sin duda muy respetable pero que en ninguna parte del mundo lleva consigo ese tipo de autoridad que se impone naturalmente a los ciudadanos y que sin necesidad de fuerza reclama su voluntaria obediencia. Un consejo de esa clase sólo puede reclamar obediencia mediante la fuerza militar que lo acompaña y por eso su gobierno es necesariamente militar y despótico. Su actividad más adecuada es el comercio: deben vender, por cuenta de sus patronos, los bienes europeos que tienen en consignación y comprar a cambio de ellos bienes de la India para el mercado europeo; deben vender los primeros al mayor precio y comprar los segundos al menor precio posible, y por eso excluyen en todo lo que pueden a los posibles competidores de los mercados donde tienen abiertas sus tiendas. El espíritu de la administración, por lo tanto, en lo que se refiere al comercio de la compañía, es el mismo que el de su dirección. Tiende a subordinar al gobierno a los intereses del monopolio y consiguientemente a atrofiar el crecimiento natural al menos de algunas partes del producto excedente del país y reducirlo a lo que apenas es suficiente para hacer frente a las demandas de la compañía.

Todos los miembros de la administración, además, comercian en cierto grado por su cuenta, y es inútil prohibirles que lo hagan. Nada puede ser tan completamente disparatado como el pretender que los funcionarios de una grandes oficinas situados a diez mil millas de distancia, y por tanto casi completamente fuera de su vigilancia, ante una simple orden de sus patronos dejen inmediatamente de realizar cualquier negocio por su cuenta, abandonen para siempre toda esperanza de acumular una fortuna cuando tienen a mano los medios para lograrlo, y se contenten con los moderados salarios que les pagan sus patronos y que, aunque son moderados, rara vez pueden aumentar porque normalmente son tan altos como lo permiten los beneficios reales de la compañía. En tales circunstancias, el prohibir a los trabajadores de la empresa el comerciar por su cuenta no puede tener otro efecto que el autorizar a los empleados de mayor categoría para que, con el pretexto de cumplir las órdenes de la dirección, opriman a aquellos de las categorías inferiores que hayan tenido la desgracia de incurrir en su desagrado. Los empleados tratan naturalmente de establecer en favor de su comercio particular el mismo monopolio que tiene la compañía en el comercio general. Dejados a su libre albedrío, impondrían este monopolio de forma abierta y directa, y prohibirían claramente a los demás que comerciaran en los artículos que ellos eligiesen; y quizás esta sea la forma mejor y menos opresiva de imponerlo. Pero si por una orden desde Europa se les prohíbe hacerlo, procurarán de todas maneras establecer el mismo monopolio secreta e indirectamente, con resultados mucho más destructivos para el país. Emplearán toda la autoridad del gobierno y pervertirán la administración de la justicia para acosar y arruinar a los se les interpongan en cualquier rama del comercio en la que ellos decidan estar mediante agentes ocultos o al menos no públicamente declarados como tales. Pero el comercio privado de los empleados se extenderá naturalmente a una variedad de artículos mucho mayor que el comercio público de la compañía. Éste último no se extiende más allá del comercio con Europa y comprende sólo una parte del comercio exterior del país. Pero el comercio privado de los empleados se puede extender a todas las ramas de su comercio interior y exterior. El monopolio de la compañía sólo puede coartar el desarrollo natural de la parte del producto excedente que, si hubiese libre comercio, sería exportada a Europa. El monopolio de los empleados tiende a atrofiar el desarrollo natural de todas las partes de la producción en donde decidan comerciar, la destinada al consumo interno y la destinada a la exportación; con lo que degrada el cultivo en todo el país y reduce el número de sus habitantes. Tiende a disminuir la cantidad producida de todas las cosas, incluso de las necesarias para la vida si los funcionarios de la compañía deciden comerciar con ellas, hasta lo que esos funcionarios sean capaces de comprar y estimen vender con un precio que juzguen satisfactorio.

Asimismo, por la naturaleza de su situación los empleados estarán más propensos que sus patronos a apoyar con rigurosa severidad sus intereses frente a los del país que gobiernan. El país pertenece a sus patronos, que inevitablemente brindarán alguna consideración al interés de lo que poseen. Pero no pertenece a los empleados. El interés real de sus patronos, si fueran capaces de percibirlo, coincide con el del país, y si lo oprimen es fundamentalmente por ignorancia y por la mezquindad de los prejuicios mercantiles. Pero el interés real de los empleados no es en absoluto el mismo que el del país, y la información más completa no pondrá necesariamente fin a su opresión. Las reglamentaciones que han sido dictadas en Europa, aunque poco eficaces, han sido en general bienintencionadas. Las dictadas por los funcionarios en la India han mostrado a veces más inteligencia y peores intenciones. Un gobierno en el que cada miembro de la administración aspira a dejar el país, y consiguientemente a acabar con el gobierno tan pronto como pueda, y cuyos intereses le resultarán el día en que lo abandone y se lleve consigo toda su fortuna perfectamente indiferentes aunque todo el país resulte devorado por un terremoto, es decididamente un gobierno muy singular.

No pretendo con todo lo que he dicho hasta aquí arrojar ninguna imputación odiosa sobre el carácter general de los funcionarios de la Compañía de las Indias Orientales, y mucho menos sobre ninguna persona en concreto. Pretendo censurar el sistema de gobierno, la situación en que se encuentra y no las personas que allí actúan. Ellas actuaron según las direcciones naturales de su situación, y aquellos que más airadamente han protestado en su contra no habrían actuado mejor. En la guerra y en la política, los consejos de Madras y Calcuta se han comportado en varias ocasiones con una resolución y sabiduría de decisión que habrían honrado al senado de Roma en los mejores días de esa república. Los integrantes de esos consejos fueron educados para profesiones muy distintas de la guerra y la política. Pero sólo a partir de su situación, sin educación, experiencia ni ejemplos, parece que han surgido en ellos de pronto capacidades y virtudes que ni ellos mismos soñaban poseer. Si en algunas ocasiones, entonces, han sido animados a actuar magnánimamente, algo que no podía esperarse de ellos, no deberíamos asombrarnos si en otras ocasiones resultaron empujados hacia hazañas de distinta naturaleza.

Por lo tanto, esas compañías monopólicas son nocivas desde todo punto de vista, son en cierta medida siempre inconvenientes para los países que las establecen y devastadoras para los que tienen la desgracia de caer bajo su férula.

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