VIII

 

En tanto la gloria artística de Abel seguía creciendo y confirmándose. Era ya uno de los pintores de más nombradía de la nación toda, y su renombre empezaba a traspasar las fronteras. Y esa fama creciente era como una granizada desoladora en el alma de Joaquín. «Sí, es un pintor muy científico; domina la técnica; sabe mucho, mucho; es habilísimo» -decía de su amigo, con palabras que silbaban. Era un modo de fingir exaltarle deprimiéndole:

Porque él, Joaquín, presumía ser un artista, un verdadero poeta en su profesión, un clínico genial, creador, intuitivo, y seguía soñando con dejar su clientela para dedicarse a la ciencia pura, a la patología teórica, a la investigación. ¡Pero ganaba tanto...!

«No era, sin embargo, la ganancia -dice en su Confesión póstuma- lo que más me impedía dedicarme a la investigación científica. Tirábame a esta por un lado el deseo de adquirir fama y renombre, de hacerme una gran reputación científica y asombrar con ella la artística de Abel, de castigar así a Helena, de vengarme de ellos, de ellos y de todos los demás, y aquí encadenaba los más locos de mis ensueños, mas por otra parte, esa misma pasión fangosa, el exceso de mi despecho y mi odio me quitaban serenidad de espíritu. No, no tenía el ánimo para el estudio, que lo requiere limpio y tranquilo. La clientela me distraía.

»La clientela me distraía, pero a veces temblaba pensando que el estado de distracción en que mi pasión me tenía preso me impidiera prestar el debido cuidado a dolencias de mis pobres enfermos.

»Ocurrióme un caso que me sacudió las entrañas. Asistía a una pobre señora, enferma de algún riesgo, pero caso desesperado, a la que él había hecho un retrato, retrato magnífico, uno de sus mejores retratos, de los que han quedado como definitivos de entre los que ha pintado, y aquel retrato era lo primero que se me venía a los ojos y al odio así que entraba en la casa de la enferma. Estaba viva en el retrato, más viva que en el lecho de carne y hueso sufrientes. Y el retrato parecía decirme "¡Mira, él me ha dado vida para siempre!, a ver si tú me alargas esta otra de aquí abajo." Y junto a la pobre enferma, auscultándola, tomándole el pulso, no veía sino la otra, a la retratada. Estuve torpe, torpísimo, y la pobre enferma se me murió; la dejé morir más bien, por mi torpeza, por mi criminal distracción. Sentí horror de mismo, de mi miseria.

»A los pocos días de muerta la señora aquella, tuve que ir a su casa, a ver allí otro enfermo, y entré dispuesto a mirar el retrato. Pero era inútil, porque era él, el retrato que me miraba aunque yo no le mirase y me atraía la mirada. Al despedirme me acompañó hasta la puerta viudo. Nos detuvimos al pie del retrato, y yo, como empujado por una fuerza irresistible y fatal, exclamé:

»-¡Magnífico retrato! ¡Es de lo mejor que ha hecho Abel!

»-Sí -me contestó el viudo-, es el mayor consuelo que me queda. Me paso largas horas contemplándola. Parece como que me habla.

»-¡ Sí, sí -añadí- este Abel es un artista estupendo! »Y al salir me decía: "¡Yo la dejé morir y él la resucita!"»

Sufría Joaquín mucho cada vez que se le moría alguno de sus enfermos, sobre todo los niños, pero la muerte de otros le tenía sin grave cuidado. «¿Para qué querrá vivir...? -decíase de algunos-. Hasta le haría un favor dejándole morir...»

Sus facultades de observador psicólogo habíansele aguzado con su pasión de ánimo y adivinaba al punto las más ocultas lacerías morales. Percatábase en seguida, bajo el embuste de las convenciones, de qué maridos preveían sin pena, cuando no deseaban, la muerte de sus mujeres y qué mujeres ansiaban verse libres de sus maridos, acaso para tomar otros de antemano escogidos ya. Cuando al año de la muerte de su cliente Álvarez, la viuda se casó con Menéndez, amigo íntimo del difunto, Joaquín se dijo: «Sí que fue rara aquella muerte... Ahora me la explico... ¡La humanidad es lo más cochino que hay, y la tal señora, dama caritativa, una de las señoras de lo más honrado...!»

-Doctor -le decía una vez uno de sus enfermos-, máteme usted, por Dios, máteme usted sin decirme nada, que ya no puedo más... Déme algo que me haga dormir para siempre...

«¿Y por qué no había de hacer lo que este hombre quiere -se decía Joaquín- si no vive más que para sufrir? ¡Me da pena! ¡Cochino mundo!»

Y eran sus enfermos para él no pocas veces espejos. Un día le llegó una pobre mujer de la vecindad, gastada por los años y los trabajos, cuyo marido, en los veinticinco años de matrimonio se había enredado con una pobre aventurera. Iba a contarle sus cuitas la mujer desdeñada.

-¡Ay, don Joaquín! -le decía-, usted, que dicen que sabe tanto, a ver si me da un remedio para que le cure a mi pobre marido del bebedizo que le ha dado esa pelona.

-¿Pero qué bebedizo, mujer de Dios?

-Se va a ir a vivir con ella, dejándome a mí, al cabo de veinticinco años...

-Más extraño es que la hubiese dejado de recién casados, cuando usted era joven y acaso...

-¡Ah, no, señor, no! Es que le ha dado un bebedizo trastornándole el seso, porque si no, no podría ser... No podría ser...

-Bebedizo... bebedizo... -murmuró Joaquín.

-Sí, don Joaquín, sí, un bebedizo... Y usted, que sabe tanto, deme un remedio para él.

-¡Ay, buena mujer!, ya los antiguos trabajaron en balde para encontrar un agua que los rejuveneciese...

Y cuando la pobre mujer se fue desolada, Joaquín se decía: «Pero ¿no se mirará al espejo esta desdichada? ¿No verá el estrago de los años de rudo trabajo? Estas gentes del pueblo todo lo atribuyen a bebedizos o a envidias... ¿Que no encuentran trabajo...? Envidias... ¿Que les sale algo mal? Envidias. El que todos sus fracasos los atribuye a ajenas envidias es un envidioso. ¿Y no lo seremos todos? ¿No me habrán dado un bebedizo?»

Durante unos días apenas pensó más que en el bebedizo. Y acabó diciéndose: «¡Es el pecado original!»

 

 

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