XII

 

Leyó Joaquín el Caín de lord Byron. Y en su Confesión escribía más tarde:

«Fue terrible el efecto que la lectura de aquel libro me hizo. Sentí la necesidad de desahogarme y tomé unas notas que aún conservo y las tengo ahora aquí, presentes. Pero ¿fue sólo por desahogarme? No; fue con el propósito de aprovecharlas algún día pensando que podrían servirme de materiales para una obra genial. La vanidad nos consume. Hacemos espectáculo de nuestras más íntimas y asquerosas dolencias. Me figuro que habrá quien desee tener un tumor pestífero como no le ha tenido antes ninguno para hombrearse con él. ¿Esta misma Confesión no es algo más que un desahogo?

»He pensado alguna vez romperla para librarme de ella. Pero ¿me libraría? ¡No! Vale más darse un espectáculo que consumirse. Y al fin y al cabo no es más que espectáculo la vida.

»La lectura del Caín de lord Byron me entró hasta lo más íntimo. ¡Con qué razón culpaba Caín a sus padres de que hubieran cogido de los frutos del árbol de la ciencia en vez de coger de los del árbol de la vida! A mí, por lo menos, la ciencia no ha hecho más que exacerbarme la herida.

»¡Ojalá nunca hubiera vivido! -digo con aquel Caín-. ¿Por qué me hicieron? ¿Por qué he de vivir? Y lo que no me explico es cómo Caín no se decidió por el suicidio. Habría sido el más noble comienzo de la historia humana. Pero ¿por qué no se suicidaron Adán y Eva después de la caída y antes de haber dado hijos? ¡Ah, es que entonces Jehová habría hecho otros iguales y otro Caín y otro Abel! ¿No se repetirá esta misma tragedia en otros mundos, allá por las estrellas? Acaso la tragedia tiene otras representaciones, sin que baste el estreno de la tierra. Pero ¿fue estreno?

»Cuando leí cómo Luzbel le declaraba a Caín cómo era este, Caín, inmortal, es cuando empecé con terror a pensar si yo también seré inmortal y si será inmortal en mí mi odio. "¿Tendré alma -me dije entonces-, será este mi odio alma?", y llegué a pensar que no podría ser de otro modo, que no puede ser función de un cuerpo un odio así. Lo que no había encontrado con el escalpelo en otros lo encontré en mí. Un organismo corruptible no podía odiar como yo odiaba. Luzbel aspiraba a ser Dios, yo, desde muy niño, ¿no aspiré a anular a los demás? ¿Y cómo podía ser yo tan desgraciado si no me hizo tal el creador de la desgracia?

»Nada le costaba a Abel criar sus ovejas, como nada le costaba, a él, al otro, hacer sus cuadros; pero ¿a mí?, a mí me costaba mucho diagnosticar las dolencias de mis enfermos.

»Quejábase Caín de que Adah, su propia querida Adah su mujer y hermana, no comprendiera el espíritu que a él le abrumaba. Pero sí, sí, mi Adah, mi pobre Adah comprendía mi espíritu. Es que era cristiana. Mas tampoco yo encontré algo que conmigo simpatizara.

»Hasta que leí y releí el Caín byroniano, yo, que tanto hombres había visto agonizar y morir, no pensé en la muerte, no la descubrí. Y entonces pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría conmigo o si me sobreviviría; pensé si el odio sobrevive a los odiadores, si es algo sustancial y que se transmite, si es el alma, la esencia misma del alma. Y empecé a creer en el infierno y que la muerte es un ser, es el Demonio, es el Odio hecho persona, es el Dios del alma. Todo lo que mi ciencia no me enseñó me enseñaba el terrible poema de aquel gran odiador que fue lord Byron.

»Mi Adah también me echaba dulcemente en cara cuando yo no trabajaba, cuando no podía trabajar. Y Luzbel estaba entre mi Adah y yo. "¡No vayas con ese Espíritu!" -me gritaba mi Adah-. ¡Pobre Antonia! Y me pedía también que le salvara de aquel Espíritu. Mi pobre Adah no llegó a odiarlos como los odiaba yo. ¿Pero llegué yo a querer de veras a mi Antonia? Ah, si hubiera sido capaz de quererla me habría salvado. Era para mí otro instrumento de venganza. Queríala para madre de un hijo o de una hija que me vengaran. Aunque pensé, necio de mí, que una vez padre se me curaría aquello. ¿Mas acaso no me casé sino para hacer odiosos como yo, para transmitir mi odio, para inmortalizarlo?

»Se me quedó grabada en el alma como con fuego aquella escena de Caín y Luzbel en el abismo del espacio. Vi mi ciencia a través de mi pecado y la miseria de dar vida para propagar la muerte. Y vi que aquel odio inmortal era mi alma. Ese odio pensé que debió de haber precedido a mi nacimiento y que sobreviviría a mi muerte. Y me sobrecogí de espanto al pensar en vivir siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno. ¡Y yo que tanto me había reído de la creencia en él! ¡Era el Infierno!

»Cuando leí cómo Adah habló a Caín de su hijo, de Enoc, pensé en el hijo, o en la hija que habría de tener; pensé en ti, hija mía; mi redención y mi consuelo; pensé en que tú vendrías a salvarme un día. Y al leer lo que aquel Caín decía a su hijo dormido e inocente, que no sabía que estaba desnudo, pensé si no había sido en mí un crimen engendrarte, ¡pobre hija mía! ¿Me perdonarás haberte hecho? Y al leer lo que Adah decía a su Caín, recordé mis años de paraíso, cuando aún no iba a cazar premios, cuando no soñaba en superar a todos los demás. No, hija mía, no; no ofrecí mis estudios a Dios con corazón puro, no busqué la verdad y el saber, sino que busqué los premios y la fama y ser más que él.

»Él, Abel, amaba su arte y lo cultivaba con pureza de intención y no trató de imponérseme. No, no fue él quien me la quitó, ¡no! ¡Y yo llegué a pensar en derribar el altar de Abel, loco de mí! Y es que no había pensado más que en mí.

»El relato de la muerte de Abel, tal y como aquel terrible poeta del demonio nos lo expone, me cegó. Al leerlo sentí que se me iban las cosas y hasta creo que sufrí un mareo. Y desde aquel día, gracias al impío Byron, empecé a creer.»

 

 

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