XIII

 

Le dio Antonia a Joaquín una hija. «Una hija -se dijo- ¡y él un hijo!» Mas pronto se repuso de esta nueva treta de su demonio. Y empezó a querer a su hija con toda la fuerza de su pasión y por ella a la madre. «Será mi vengadora», se dijo primero, sin saber de qué habría de vengarle, y luego: «Será mi purificadora.»

«Empecé a escribir esto -dejó escrito en su Confesión- más tarde para mi hija, para que ella, después de yo muerto, pudiese conocer a su pobre padre y compadecerle y quererle. Mirándola dormir en la cuna, soñando su inocencia, pensaba que para criarla y educarla pura tenía yo que purificarme de mi pasión, limpiarme de la lepra de mi alma. Y decidí hacerle que amase a todos y sobre todo a ellos. Y allí, sobre la inocencia de su sueño, juré libertarme de mi infernal cadena. Tenía que ser yo el mayor heraldo de la gloria de Abel.»

Y sucedió que habiendo Abel Sánchez acabado su cuadro, lo llevó a una Exposición, donde obtuvo un aplauso general y fue admirado como estupenda obra maestra, y se le dio la medalla de honor.

Joaquín iba a la sala de la Exposición a contemplar el cuadro y a mirar en él, como si mirase en un espejo, al Caín de la pintura y a espiar en los ojos de las gentes si le miraban a él después de haber mirado al otro.

«Torturábame la sospecha -escribió en su Confesión- de que Abel hubiese pensado en mí al pintar su Caín, de que hubiese descubierto todas las insondables negruras de la conversación que con él mantuve en su casa cuando me anunció su propósito de pintarlo y cuando me leyó los pasajes del Génesis, y yo me olvidé tanto de él y pensé tanto en mí mismo, que puse al desnudo mi alma enferma. ¡Pero no! No había en el Caín de Abel el menor parecido conmigo, no pensó en mí al pintarlo, es decir, no me despreció, no lo pintó desdeñándome, ni Helena debió de decirle nada de mí. Les bastaba con saborear el futuro triunfo, el que esperaban. ¡Ni siquiera pensaban en mí!

»Y esta idea de que ni siquiera pensasen en mí, de que no me odiaran, torturábame aún más que lo otro. Ser odiado por él con un odio como el que yo le tenía, era algo y podía haber sido mi salvación.»

Y fue más allá, o entró más dentro de sí Joaquín, y fue que lanzó la idea de dar un banquete a Abel para celebrar su triunfo y que él, su amigo de siempre, su amigo de antes de conocerse, le ofrecería el banquete.

Joaquín gozaba de cierta fama de orador. En la Academia de Medicina y Ciencias era el que dominaba a los demás con su palabra cortante y fría, precisa y sarcástica de ordinario. Sus discursos solían ser chorros de agua fría sobre los entusiasmos de los principiantes, acres lecciones de escepticismo pesimista. Su tesis ordinaria, que nada se sabía de cierto en Medicina, que todo era hipótesis y un continuo tejer y destejer, que lo más seguro era la desconfianza. Por esto, al saberse que era él, Joaquín, quien ofrecería el banquete, echáronse los más a esperar alborozados un discurso de doble filo, una disección despiadada, bajo apariencias de elogio, de la pintura científica y documentada, o bien un encomio sarcástico de ella. Y un regocijo malévolo corría por los corazones de todos los que habían oído alguna vez hablar a Joaquín del arte de Abel. Apercibiéronle a este del peligro.

-Os equivocáis -les dijo Abel-. Conozco a Joaquín y no le creo capaz de eso. Sé algo de lo que le pasa, pero tiene un profundo sentido artístico y dirá cosas que valga la pena de oírlas. Y ahora quiero hacerle un retrato.

-¿Un retrato?

-Sí, vosotros no le conocéis como yo. Es un alma de fuego tormentosa.

-Hombre más frío...

-Por fuera. Y en todo caso dicen que el frío quema. Es una figura que ni aposta...

Y este juicio de Abel llegó a oídos del juzgado, de Joaquín, y le sumió más en sus cavilaciones. «¿Qué pensará en realidad de mí?, se decía. ¿Será cierto que me tiene así, por un alma de fuego, tormentosa? ¿Será cierto que me reconoce víctima del capricho de la suerte?»

Llegó en esto a algo de que tuvo que avergonzarse hondamente, y fue que, recibida en su casa una criada que había servido en la de Abel, la requirió de ambiguas familiaridades mas sin comprometerse, no más que para inquirir de ella lo que en la otra casa hubiera oído decir de él.

-Pero, vamos, dime, ¿es que no les oíste nunca nada de mí?

-Nada, señorito, nada.

-¿Pero no hablaban alguna vez de mí?

-Como hablar, sí, creo que sí, pero no decían nada.

-¿Nada, nunca nada?

-Yo no les oía hablar. En la mesa, mientras yo les servía, hablaban poco y cosas de esas que se hablan en la mesa. De los cuadros de él...

-Lo comprendo. ¿Pero nada, nunca nada de mí?

-No me acuerdo.

Y al separarse la criada sintió Joaquín entrañada aversión a sí mismo. «Me estoy idiotizando -se dijo-. ¡Qué pensará de mí esta muchacha!» Y tanto le acongojó esto que hizo que con un pretexto cualquiera se le despachase a aquella criada. «¿Y si ahora va -se dijo luego- y vuelve a servir a Abel y le cuenta esto?» Por lo que es tuvo a punto de pedir a su mujer que volviera a llamarla. Mas no se atrevió. E iba siempre temblando de encontrarla por la calle.

 

 

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