XXIII

 

Andaba por la ciudad un pobre hombre necesitado, aragonés, padre de cinco hijos y que se ganaba la vida como podía, de escribiente y a lo que saliera. El pobre acudía con frecuencia a conocidos y amigos, si es que un hombre así los tiene, pidiéndoles con mil pretextos que le anticiparan dos o tres duros. Y lo que era más triste, mandaba a alguno de sus hijos, y alguna vez a su mujer, a las casas de los conocidos con cartitas de petición. Joaquín le había socorrido algunas veces, sobre todo cuando le llamaba a que viese, como médico, a personas de su familia. Y hallaba un singular alivio en socorrer a aquel pobre hombre. Adivinaba en él una víctima de la maldad humana.

Preguntóle una vez por él a Abel.

-Sí, le conozco -le dijo este-, y hasta le tuve algún tiempo empleado. Pero es un haragán, un vago. Con el pretexto de que tiene que ahogar sus penas, no deja de ir ningún día al café, aunque en su casa no se encienda la cocina. Y no le faltará su cajetilla de cigarros. Tiene que convertir sus pesares en humo.

-Eso no es decir nada, Abel. Habría que ver el caso por dentro...

-Mira, déjate de garambainas. Y por lo que no paso es por la mentira esa de pedirme prestado y lo de «se lo devolveré en cuanto pueda...» Que pida limosna y al avío. Es más claro y más noble. La última vez me pidió tres duros adelantados y le di tres pesetas, pero diciéndole: «¡Y sin devolución!» ¡Es un haragán!

-¡Y qué culpa tiene él!...

-Vamos, sí, ya salió aquello, qué culpa tiene...

-¡Pues claro! ¿De quién son las culpas?

-Bueno, mira, dejémonos de esas cosas. Y si quieres socorrerle, socórrele, que yo no me opongo. Y yo mismo estoy seguro de que si me vuelve a pedir, le daré.

-Eso ya lo sabía yo, porque en el fondo, tú...

-No nos metamos al fondo. Soy pintor y no pinto los fondos de las personas. Es más, estoy convencido de que todo hombre lleva fuera todo lo que tiene dentro.

-Vamos, sí, que para ti un hombre no es más que un modelo...

-¿Te parece poco? Y para ti un enfermo. Porque tú eres el que les andas mirando y auscultando a los hombres por dentro...

-Mediano oficio...

-¿Por qué?

-Porque acostumbrado uno a mirar a los demás por dentro, da en ponerse a mirarse a sí mismo, a auscultarse.

-Ve ahí una ventaja. Yo con mirarme al espejo tengo bastante...

-¿Y te has mirado de veras alguna vez?

-¡Naturalmente! ¿Pues no sabes que me he hecho un autorretrato?

-Que será una obra maestra...

-Hombre, no está del todo mal... ¿Y tú, te has registrado por dentro bien?

Al día siguiente de esta conversación Joaquín salió del Casino con Federico para preguntarle si conocía a aquel pobre hombre que andaba así pidiendo de manera vergonzante: «Y dime la verdad, eh, que estamos solos; nada de tus ferocidades.»

-Pues mira, ese es un pobre diablo que debía estar en la cárcel, donde por lo menos comería mejor que come y viviría más tranquilo.

-¿Pues qué ha hecho?

-No, no ha hecho nada; debió hacer, y por eso digo que debería estar en la cárcel.

-¿Y qué es lo que debió haber hecho? -Matar a su hermano.

-¡Ya empiezas!

-Te lo explicaré. Ese pobre hombre es, como sabes, aragonés, y allá en su tierra aún subsiste la absoluta libertad de estar. Tuvo la desgracia de nacer el primero a su padre, de ser el mayorazgo, y luego tuvo la desgracia de enamorarse de una muchacha pobre, guapa y honrada, según parecía. El padre se opuso con todas sus fuerzas a esas relaciones amenazándole con desheredarle si llegaba a casarse con ella. Y él, ciego de amor, comprometió primero gravemente a la muchacha, pensando convencer así al padre, y acaso por casarse con ella y por salir de casa. Y siguió en el pueblo, trabajando como podía en casa de sus suegros, y esperando convencer y ablandar a su padre. Y este, buen aragonés, tesa que tesa. Y murió desheredándole al pobre diablo y dejando su hacienda al hijo segundo; una hacienda regular. Y muertos poco después los suegros del hoy aquí sablista, acudió este a su hermano pidiéndole amparo y trabajo, y su hermano se los negó, y por no matarle, que es lo que le pedía el coraje, se ha venido acá a vivir de limosna y del sable. Esta es la historia, como ves, muy edificante.

-¡Y tan edificante!

-Si le hubiera matado a su hermano, a esa especie de Jacob, mal, muy mal, y no habiéndole matado, mal, muy mal también...

-Acaso peor.

-No digas eso, Federico.

-Sí, porque no sólo vive miserable y vergonzosamente, del sable, sino que vive odiando a su hermano.

-¿Y si le hubiese matado?

-Entonces se le habría curado el odio, y hoy, arrepentido de su crimen, querría su memoria. La acción libra del mal sentimiento, y es el mal sentimiento el que envenena el alma. Creémelo, Joaquín, que lo sé muy bien.

Miróle Joaquín a la mirada fijamente y le espetó un:

-¿Y tú?

-¿Yo? No quieras saber, hijo mío, lo que no te importa. Bástete saber que todo mi cinismo es defensivo. Yo no soy hijo del que todos vosotros tenéis por mi padre; yo soy hijo adulterino y a nadie odio en este mundo más que a mi propio padre, al natural, que ha sido el verdugo del otro, del que por vileza y cobardía me dio su nombre, este indecente nombre que llevo.

-Pero padre no es el que engendra; es el que cría... -Es que ese, el que creéis que me ha criado, no me ha criado, sino que me destetó con el veneno del odio que guarda al otro, al que me hizo y le obligó a casarse con mi madre.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook