XXII

 

Y volvió al Casino. Era inútil resistirlo. Cada día se inventaba a sí mismo un pretexto para ir allá. Y el molino de la peña seguía moliendo.

Allí estaba Federico Cuadrado, implacable, que en cuanto oía que uno elogiaba a otro preguntaba: «¿Contra quién va ese elogio?»

-Porque a mí -decía con su vocecita fría y cortante- no me la dan con queso; cuando se elogia mucho a uno, se tiene presente a otro al que se trata de rebajar con ese elogio, a un rival del elogiado. Eso cuando no se le elogia con mala intención, por ensañarse en él... Nadie elogia con buena intención.

-Hombre -le replicaba León Gómez, que se gozaba en dar cuerda al cínico Cuadrado-, ahí tienes a don Leovigildo, al cual nadie le ha oído todavía hablar mal de otro...

-Bueno -intercalaba un diputado provincial-, es que don Leovigildo es un político y los políticos deben estar a bien con todo el mundo. ¿Qué dices, Federico?

-Digo que don Leovigildo se morirá sin haber hablado mal ni pensado bien de nadie... Él no dará acaso ni el más ligero empujoncito para que otro caiga, ni aunque no se lo vean, porque no sólo teme al código penal, sino también al infierno; pero si el otro se cae y se rompe la crisma, se alegrará hasta los tuétanos. Y para gozarse en la rotura de la crisma del otro, será el primero que irá a condolerse de su desgracia y darle el pésame.

-Yo no sé cómo se puede vivir sintiendo así -dijo Joaquín.

-¿Sintiendo cómo? -le arguyó al punto Federico-. ¿Cómo siente don Leovigildo, cómo siento yo y cómo sientes tú?

-¡De mí nadie ha hablado! -y esto lo dijo con acre displicencia.

-Pero hablo yo, hijo mío, porque aquí todos nos conocemos...

Joaquín se sintió palidecer. Le llegaba como un puñal de hielo hasta las entrañas de la voluntad aquel ¡hijo mío! que prodigaba Federico, su demonio de la guarda, cuando echaba la garra sobre alguien.

-No sé por qué le tienes esa tirria a don Leovigildo -añadió Joaquín, arrepintiéndose de haberlo dicho apenas lo dijera, pues sintió que estaba atizando la mala lumbre.

-¿Tirria? ¿Tirria yo? ¿Y a don Leovigildo?

-Sí, no sé qué mal te ha hecho...

-En primer lugar, hijo mío, no hace falta que le hayan hecho a uno mal alguno para tenerle tirria. Cuando se le tiene a uno tirria, es fácil inventar ese mal, es decir, figurarse uno que se lo han hecho... Y yo no le tengo a don Leovigildo más tirria que a otro cualquiera. Es un hombre y basta. ¡Y un hombre honrado!

-Como tú eres un misántropo profesional... -empezó el diputado provincial.

-El hombre es el bicho más podrido y más indecente, ya os lo he dicho cien veces. Y el hombre honrado es el peor de los hombres.

-¡Anda, anda!, ¿qué dices a eso tú, que hablabas el otro día del político honrado refiriéndote a don Leovigildo? -le dijo León Gómez al diputado.

-¡Político honrado! -saltó Federico-. ¡Eso sí que no!

-¿Y por qué? -preguntaron tres a coro.

-¿Que por qué? Porque lo ha dicho él mismo. Porque tuvo en un discurso la avilantez de llamarse a sí mismo honrado. No es honrado declararse tal. Dice el Evangelio que Cristo Nuestro Señor...

-¡No mientes a Cristo, te lo suplico! -le interrumpió Joaquín.

-¿Qué, te duele también Cristo, hijo mío? Hubo un breve silencio, oscuro y frío.

-Dijo Cristo Nuestro Señor-recalcó Federico- que no le llamaran bueno, que bueno era sólo Dios. Y hay cochinos cristianos que se atreven a llamarse a sí mismos honrados.

-Es que honrado no es precisamente bueno, intercaló don Vicente, el magistrado.

-Ahora lo ha dicho usted, don Vicente. ¡Y gracias a Dios que le oigo a un magistrado alguna sentencia razonable y justa!

-De modo -dijo Joaquín- que uno no debe confesarse honrado. ¿Y pillo?

-No hace falta.

-Lo que quiere el señor Cuadrado -dijo don Vicente, el magistrado- es que los hombres se confiesen bellacos y sigan siéndolo, ¿no es eso?

-¡Bravo! -exclamó el diputado provincial.

-Le diré a usted, hijo mío -contestó Federico, pensando la respuesta-. Usted debe saber cuál es la excelencia del sacramento de la confesión en nuestra sapientísima Madre Iglesia...

-Alguna otra barbaridad -interrumpió el magistrado.

-Barbaridad, no, sino muy sabia institución. La confesión sirve para pecar más tranquilamente, pues ya sabe uno que le ha de ser perdonado su pecado. ¿No es así, Joaquín?

-Hombre, si uno no se arrepiente...

-Sí, hijo mío, sí. Si uno se arrepiente, pero vuelve a pecar y vuelve a arrepentirse y sabe cuando peca que se arrepentirá y sabe cuando se arrepiente que volverá a pecar, y acaba por pecar y arrepentirse a la vez; ¿no es así?

-El hombre es un misterio -dijo León Gómez.

-¡Hombre, no digas sandeces! -le replicó Federico.

-¿Sandez, por qué?

-Toda sentencia filosófica, así, todo axioma, toda proposición general y solemne, enunciada aforísticamente, es una sandez.

-¿Y la filosofía, entonces?

-No hay más filosofía que esta, la que hacemos aquí...

-Sí, desollar al prójimo.

-Exacto. Nunca está mejor que desollado.

Al levantarse la tertulia, Federico se acercó a Joaquín a preguntarle si se iba a su casa, pues gustaría de acompañarle un rato, y al decirle éste que no, que iba a hacer una visita allí, al lado, aquél le dijo:

-Sí, te comprendo; eso de la visita es un achaque. Lo que tú quieres es verte solo. Lo comprendo.

-¿Y por qué lo comprendes?

-Nunca se está mejor que solo. Pero cuando te pese la soledad, acude a mí. Nadie te distraerá mejor de tus penas.

-¿Y las tuyas? -le espetó Joaquín. -¡Bah! ¡Quién piensa en eso...!

Y se separaron.

 

 

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