XXIX

 

Pocos días después Abelín y Joaquina estaban en relaciones de noviazgo. Y en su Confesión, dedicada a su hija, escribía algo después Joaquín:

«No es posible, hija mía, que te explique cómo llevé a Abel, tu marido de hoy, a que te solicitase por novia pidiéndote relaciones. Tuve que darle a entender que tú estabas enamorada de él o que por lo menos te gustaría que de ti se enamorase sin descubrir lo más mínimo de aquella nuestra conversación a solas, luego que tu madre me hizo saber cómo querías entrar por mi causa en un convento. Veía en ello mi salvación. Sólo uniendo tu suerte a la suerte del hijo único de quien me ha envenenado la fuente de la vida, sólo mezclando así nuestras sangres esperaba poder salvarme.

»Pensaba que acaso un día tus hijos, mis nietos, los hijos de su hijo, sus nietos, al heredar nuestras sangres, se encontraran con la guerra dentro, con el odio en sí mismos. Pero ¿no es acaso el odio a sí mismo, a la propia sangre, el único remedio contra el odio a los demás? La Escritura dice que en el seno de Rebeca se peleaban ya Esaú y Jacob. ¡Quién sabe si un día no concebirás tú dos mellizos, el uno con mi sangre y el otro con la suya, y se pelearán y se odiarán ya desde tu seno y antes de salir al aire y a la conciencia! Porque esta es la tragedia humana, y todo hombre es, como Job, hijo de contradicción.

»Y he temblado al pensar que acaso os junté, no para unir, sino para separar aún más vuestras sangres, para perpetuar un odio. ¡Perdóname! Deliro.

»Pero no son sólo nuestras sangres, la de él y la mía; es también la de ella, la de Helena. ¡La sangre de Helena! Esto es lo que más me turba; esa sangre que le florece en las mejillas, en la frente, en los labios, que le hace marco a la mirada, esa sangre que me cegó desde su carne.

»Y queda otra, la sangre de Antonia, de la pobre Antonia, de tu santa madre. Esta sangre es agua de bautismo. Esta sangre es de redentora. Sólo la sangre de tu madre, Joaquina, puede salvar a tus hijos, a nuestros nietos. Esa es la sangre sin mancha que puede redimirlos.

»Y que no vea nunca ella, Antonia, esta Confesión; que no b vea. Que se vaya de este mundo, si me sobrevive, sin haber más que vislumbrado nuestro misterio de iniquidad.»

Los novios comprendiéronse muy pronto y se cobraron cariño. En íntimas conversaciones conociéronse sendas víctimas de sus hogares, de dos ámbitos tristes, de frívola impasibilidad el uno, de la helada pasión oculta el otro. Buscaron el apoyo en Antonia, en la madre de ella. Tenían que encender un hogar, un verdadero hogar, un nido de amor sereno que vive en sí mismo, que no espía los otros amores, un castillo de soledad amorosa, y unir en él a las dos desgraciadas familias. Le harían ver a Abel, al pintor, que la vida íntima del hogar es la sustancia imperecedera de que no es sino resplandor, cuando no sombra, el arte; a Helena, que la juventud perpetua está en el alma que sabe hundirse en la corriente viva del linaje, en el alma de la familia; a Joaquín, que nuestro nombre se pierde con nuestra sangre, pero para recobrarse en los nombres y en las sangres de los que las mezclan a los nuestros; a Antonia no tenían que hacerle ver nada, porque era una mujer nacida para vivir y revivir en la dulzura de la costumbre.

Joaquín sentía renacerse. Hablaba con emoción de cariño de su antiguo amigo, de Abel, y llegó a confesar que fue una fortuna que le quitase toda esperanza respecto a Helena.

-Pues bien -le decía una vez a solas a su hija-; ahora que todo parece tomar otro cauce, te lo diré. Yo quería a Helena, o por lo menos creía quererla, y la solicité sin conseguir nada de ella. Porque, eso sí, la verdad, jamás me dio la menor esperanza. Y entonces la presenté a Abel, al que será tu suegro..., tu otro padre, y al punto se entendieron. Lo que tomé yo por menosprecio, una ofensa... ¿Qué derecho tenía yo a ella?

-Es verdad eso, pero así sois los hombres.

-Tienes razón, hija mía, tienes razón. He vivido como loco, rumiando esa que estimaba una ofensa, una traición...

-¿Nada más, papá? -¿Cómo nada más? -¿No había nada más que eso, nada más? -¡Que yo sepa... no!

Y al decirlo, el pobre hombre se cerraba los ojos hacia adentro y no lograba contener al corazón.

-Ahora os casaréis -continuó- y viviréis conmigo, sí, viviréis conmigo, y haré de tu marido, de mi nuevo hijo, un gran médico, un artista de la Medicina, todo un artista que pueda igualar siquiera la gloria de su padre. -Y él escribirá, papá, tu obra, pues así me lo ha dicho. -Sí, la que yo no he podido escribir...

-Me ha dicho que en tu carrera, en la práctica de la Medicina, tienes cosas geniales y que has hecho descubrimientos...

-Aduladores...

-No, así me ha dicho. Y que como no se te conoce, y al no conocerte no se te estima en todo lo que vales, que quiere escribir ese libro para darte a conocer.

-A buena hora...

-Nunca es tarde si la dicha es buena.

-¡Ay, hija mía, si en vez de haberme somormujado en esto de la clientela, en esta maldita práctica de la profesión que ni deja respirar libre ni aprender... si en vez de eso me hubiese dedicado a la ciencia pura, a la investigación...! Eso que ha descubierto el doctor Álvarez y García, y por lo que tanto le bombean, lo habría descubierto antes yo, yo, tu padre, y lo habría descubierto porque estuve a punto de ello. Pero esto de ponerse a trabajar para ganarse la vida... -Sin embargo, no necesitábamos de ello.

-Sí, pero... Y, además, qué sé yo... Mas todo eso ha pasado y ahora comienza vida nueva. Ahora voy a dejar la clientela.

-¿De veras?

-Sí, voy a dejársela al que va a ser tu marido, bajo mi alta inspección, por supuesto. ¡Lo guiaré, y yo a mis cosas! Y viviremos todos juntos, y será otra vida..., otra vida... Empezaré a vivir; seré otro..., otro..., otro...

-¡Ay, papá, qué gusto! ¡Cómo me alegra oírte hablar así! ¡Al cabo!

-¿Que te alegra oírme decir que seré otro?

La hija le miró a los ojos al oír el tono de lo que había debajo de su voz.

-¿Te alegra oírme decir que seré otro? -volvió a preguntar el padre.

-¡Sí, papá, me alegra!

-¿Es decir que el otro, que el otro, el que soy, te parece mal?

-¿Y a ti, papá? -le preguntó a su vez, resueltamente, la hija.

-Tápame la boca -gimió él.

Y se la tapó con un beso.

 

 

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