XXV

 

-Pero dime -le preguntó un día Joaquín a su discípulo-, ¿cómo se te ocurrió estudiar Medicina?

-No lo sé...

-Porque lo natural es que hubieses sentido inclinación a la pintura. Los muchachos se sienten llamados a la profesión de sus padres; es el espíritu de imitación..., el ambiente...

-Nunca me ha interesado la pintura, maestro.

-Lo sé, lo sé por tu padre, hijo.

-Y la de mi padre menos.

-Hombre, hombre, ¿y cómo así?

-No la siento y no sé si la siente él...

-Eso es más grande. A ver, explícate.

-Estamos solos; nadie nos oye; usted, maestro, es como si fuera mi segundo padre..., segundo... Bueno. Además usted es el más antiguo amigo suyo, le he oído decir que de siempre, de toda la vida, de antes de tener uso de razón, que son como hermanos...

-Sí, sí, así es; Abel y yo somos como hermanos... Sigue.

-Pues bien, quiero abrirle hoy mi corazón, maestro.

-Ábremelo. Lo que me digas caerá en él como en el vacío, ¡nadie lo sabrá!

-Pues sí, dudo que mi padre sienta la pintura ni nada. Pinta como una máquina, es un don natural, ¿pero sentir?

-Siempre he creído eso.

-Pues fue usted, maestro, quien, según dicen, hizo la mayor fama de mi padre con aquel famoso discurso de que aún se habla.

-¿Y qué iba yo a decir?

-Algo así me pasa. Pero mi padre no siente ni la pintura ni nada. Es de corcho, maestro, de corcho.

-No tanto, hijo.

-Sí, de corcho. No vive más que para su gloria. Todo eso de que la desprecia es farsa, farsa, farsa. No busca más que el aplauso. Y es un egoísta, un perfecto egoísta. No quiere a nadie.

-Hombre, a nadie...

-¡A nadie, maestro, a nadie! Ni sé cómo se casó con mi madre. Dudo que fuera por amor.

Joaquín palideció.

-Sé -prosiguió el hijo- que ha tenido enredos y líos con algunas modelos; pero eso no es más que capricho y algo de jactancia. No quiere a nadie.

-Pero me parece que eres tú quien debieras...

-A mí nunca me ha hecho caso. A mí me ha mantenido, ha pagado mi educación y mis estudios, no me ha escatimado ni me escatima su dinero, pero yo apenas si existo para él. Cuando alguna vez le he preguntado algo, de historia, de arte, de técnica, de la pintura o de sus viajes o de otra cosa, me ha dicho: «Déjame, déjame en paz», y una vez llegó a decirme: «¡apréndelo, como lo he aprendido yo!; ahí tienes los libros». ¡Qué diferencia con usted, maestro!

-Sería que no lo sabía, hijo. Porque mira, los padres quedan a las veces mal con sus hijos por no confesarse más ignorantes o más torpes que ellos.

-No era eso. Y hay algo peor.

-¿Peor? ¡A ver!

-Peor, sí. Jamás me ha reprendido, haya hecho yo lo que hiciera. No soy, no he sido nunca un calavera, un disoluto, pero todos los jóvenes tenemos nuestras caídas, nuestros tropiezos. Pues bien, jamás los ha inquirido, y si por acaso los sabía nada me ha dicho.

-Eso es respeto a tu personalidad, confianza en ti... Es acaso la manera más generosa y noble de educar a un hijo, es fiarse...

-No, no es nada de eso, maestro. Es sencillamente indiferencia.

-No, no, no exageres, no es eso... ¿Qué te iba a decir que tú no te lo dijeras? Un padre no puede ser un juez...

-Pero sí un compañero, un consejero, un amigo o un maestro como usted.

-Pero hay cosas que el pudor impide se traten entre padres e hijos.

-Es natural que usted, su mayor y más antiguo amigo, su casi hermano, lo defienda, aunque...

-¿Aunque qué? -¿Puedo decirlo todo? -¡Sí, dilo todo!

-Pues bien, de usted no le he oído nunca hablar sino muy bien, demasiado bien, pero...

-¿Pero qué?

-Que habla demasiado bien de usted. -¿Qué es eso de demasiado?

-Que antes de conocerle yo a usted, maestro, le creía otro.

-Explícate.

-Para mi padre es usted una especie de personaje trágico, de ánimo torturado de hondas pasiones. «¡Si se pudiera pintar el alma de Joaquín!», suele decir. Habla de un modo como si mediase entre usted y él algún secreto...

-Aprensiones tuyas...

-No, no lo son...

-¿Y tu madre?

-Mi madre...

 

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