XXVII

 

Dos días después encerrábase en el gabinete Joaquín con su mujer y su hija.

-¡Papá, Dios lo quiere! -exclamó resueltamente y mirándole cara a cara su hija Joaquina. -¡Pues no! No es Dios quien lo quiere, sino el padrecito ese -replicó él-. ¿Qué sabes tú, mocosuela, lo que quiere Dios? ¿Cuándo te has comunicado con Él?

-Comulgo cada semana, papá.

-Y se te antojan revelaciones de Dios los desvanecimientos que te suben del estómago en ayunas.

-Peores son los del corazón en ayunas.

-¡No, no, eso no puede ser; eso no lo quiere Dios, no puede quererlo, te digo que no lo puede querer!

-Yo no sé lo que Dios quiere, y tú, padre, sabes lo que no puede querer, ¿eh? De cosas del cuerpo sabrás mucho, pero de cosas de Dios, del alma...

-Del alma, ¿eh? ¿Conque tú crees que no sé del alma?

-Acaso lo que mejor te sería no saber.

-¿Me acusas?

-No; eres tú, papá, quien se acusa a sí mismo.

-¿Lo ves, Antonia, lo ves, no te lo decía?

-¿Y qué te decía, mamá?

-Nada, hija mía, nada; aprensiones, cavilaciones de tu padre...

-Pues bueno -exclamó Joaquín como quien se decide-, tú vas al convento para salvarme, ¿no es eso?

-Acaso no andes lejos de la verdad.

-¿Y salvarme de qué?

-No lo sé bien.

-¡Lo sabré yo ...! ¿De qué?, ¿de quién?

-¿De quién, padre, de quién? Pues del demonio o de ti mismo.

-¿Y tú qué sabes?

-Por Dios, Joaquín, por Dios -suplicó la madre con lágrimas en la voz, llena de miedo ante la mirada y el tono de su marido.

-Déjanos, mujer, déjanos, déjanos, a ella y a mí. ¡Esto no te toca!

-¿Pues no ha de tocarme? Pero si es mi hija...

-¡La mía! Déjanos, ella es una Monegro, yo soy un Monegro; déjanos. Tú no entiendes, tú no puedes entender estas cosas...

-Padre, si trata así a mi madre delante mío, me voy. No llores, mamá.

-¿Pero tú crees, hija mía...?

-Lo que yo creo y sé es que soy tan hija suya como tuya.

-¿Tanto?

-Acaso más.

-No digáis esas cosas, por Dios -exclamó la madre llorando-, si no me voy.

-Sería lo mejor -añadió la hija-. A solas nos veríamos mejor las caras, digo, las almas, nosotros, los Monegro.

La madre besó a la hija y se salió.

-Y bueno -dijo fríamente el padre, así que se vio a solas con su hija-, ¿para salvarme de qué o de quién te vas al convento?

-Pues bien, padre, no sé de quién, no sé de qué, pero hay que salvarte. Yo no sé lo que anda por dentro de esta casa, entre tú y mi madre, no sé lo que anda dentro de ti, pero es algo malo...

-¿Eso te lo ha dicho el padrecito ese?

-No, no me lo ha dicho el padrecito; no ha tenido que decírmelo; no me lo ha dicho nadie, sino que lo he respirado desde que nací. ¡Aquí, en esta casa, se vive como en tinieblas espirituales!

-Bah, esas son cosas que has leído en tus libros...

-Como tú has leído otras en los tuyos. ¿O es que crees que sólo los libros que hablan de lo que hay dentro del cuerpo, esos libros tuyos con esas láminas feas, son los que enseñan la verdad?

-Y bien, esas tinieblas espirituales que dices, ¿qué son?

-Tú lo sabrás mejor que yo, papá; pero no me niegues que aquí pasa algo, que aquí hay, como si fuese una niebla oscura, una tristeza que se mete por todas partes, que tú no estás contento nunca, que sufres, que es como si llevases a cuestas una culpa grande.,..

-¡Sí, el pecado original! -dijo Joaquín con sorna.

-¡Ese, ese! -exclamó la hija-. ¡Ese, del que no te has sanado!

-¡Pues me bautizaron...!

-No importa.

-Y como remedio para esto vas a meterte monja, ¿no es eso? Pues lo primero era averiguar qué es ello, a qué se debe todo esto...

-Dios me libre, papá, de tal cosa. Nada de querer juzgarnos. -Pero de condenarme, sí, ¿no es eso?

-¿Condenarte?

-Sí, condenarme; eso de irte así es condenarme...

-¿Y si me fuese con un marido? ¿Si te dejara por un hombre...?

-Según el hombre.

Hubo un breve silencio.

-Pues sí, hija mía -reanudó Joaquín-, yo no estoy bien, yo sufro, sufro casi toda mi vida; hay mucho de verdad en lo que has adivinado; pero con tu resolución de meterte monja me acabas de matar, exacerbas y enconas mis males. Ten compasión de tu padre, de tu pobre padre...

-Es por compasión...

-No, es por egoísmo. Tú huyes; me ves sufrir y huyes. Es el egoísmo, es el despego, es el desamor lo que te lleva al claustro. Figúrate que yo tuviese una enfermedad pegajosa y larga, una lepra; ¿me dejarías yendo al convento a rogar por Dios que me sanara? Vamos, contesta, ¿me dejarías?

-No, no te dejaría, pues soy tu única hija.

-Pues haz cuenta de que soy un leproso. Quédate a curarme. Me pondré bajo tu cuidado, haré lo que me mandes.

-Si es así...

Levantóse el padre, y mirando a su hija a través de lagrimas, abrazóla, y teniéndola así, en sus brazos, con voz de susurro, le dijo al oído:

-¿Quieres curarme, hija mía?

-Sí, papá.

-Pues cásate con Abelín.

-¿Eh? -exclamó Joaquina separándose de su padre y mirándole cara a cara.

-¿Qué? ¿Qué te sorprende? -balbuceó el padre, sorprendido a la vez.

-¿Casarme? ¿Yo? ¿Con Abelín? ¿Con el hijo de tu enemigo?

-¿Quién te ha dicho eso?

-Tu silencio de años.

-Pues por eso, por ser el hijo del que llamas mi enemigo.

-Yo no sé lo que hay entre vosotros, no quiero saberlo, pero al verte últimamente cómo te aficionabas a su hijo me dio miedo... temí..., no sé lo que temí. Ese tu cariño a Abelín me parecía monstruoso, algo infernal...

-¡Pues no, hija, no! Buscaba en él redención. Y créeme, si logras traerle a mi casa, si le haces mi hijo, será como si sale al fin el sol en mi alma...

-Pero ¿pretendes tú, tú, mi padre, que yo le solicite, le busque?

-No digas eso.

-¿Pues entonces?

-Y si él...

-¿Ah, pero no lo teníais ya tramado entre los dos, y sin contar conmigo?

-No, no, lo tenía pensado yo, yo, tu padre, tu pobre padre, yo...

-Me das pena, padre.

-También yo me doy pena. Y ahora todo corre de mi cuenta. ¿No pensabas sacrificarte por mí?

-Pues bien, sí, me sacrificaré por ti. ¡Dispón de mí! Fue el padre a besarla, y ella, desasiéndosele, exclamó:

-¡No, ahora no! Cuando lo merezcas. ¿O es que quieres que también yo te haga callar con besos?

-¿Dónde has aprendido eso, hija?

-Las paredes oyen, papá.

-¡Y acusan!

 

 

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