I

Hipótesis más ó menos plausibles, pero nada más que hipótesis al cabo, es todo lo que se nos ofrece respecto al cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué ha nacido Avito Carrascal. Hombre del porvenir, jamás habla de su pasado, y pues él no lo hace de propia cuenta, respetaremos su secreto. Sus razones tendrá cuando así lo ha olvidado.

Preséntasenos en el escenario de nuestra historia como joven entusiasta de todo progreso y enamorado de la sociología. Vive en casa de huéspedes, ayudando con sus sabias disertaciones de sobremesa, y aun de entre platos, la digestión de sus compañeros de alojamiento.

Vive Carrascal de sus rentas y ha llevado á cima, á la chita callando, sin que nadie de ello se percate, un hercúleo trabajo, cual es el de enderezar con la reflexión todo instinto y hacer que sea en él todo científico. Anda por mecánica, digiere por química y se hace cortar el traje por geometría proyectiva. Es lo que él dice á menudo: «sólo la ciencia es maestra de la vida» y piensa luego: «¿no es la vida maestra de la ciencia?»

Mas su fuerte está en la pedagogía sociológica:

—Será la flor de nuestro siglo—dice de sobremesa, mientras casca unas nueces, á Sinforiano, su admirador;—nadie sabe lo que con ella podrá hacerse...

—Hay quien cree que llegará á hacerse hombres en retorta, por síntesis químico-orgánica—se atreve á insinuar Sinforiano, que está matriculado en ciencias naturales.

—No digo que no, porque el hombre que ha hecho los dioses á su imagen y semejanza, es capaz de todo; pero lo indudable es que llegará á hacerse genios mediante la pedagogía sociológica, y el día en que todos los hombres sean genios...—engúllese una nuez.

—¡Pero qué teorías, don Avito!—prorrumpe, sin poder contenerse, el matriculado en ciencias naturales.

—¿Usted sabe, Sinforiano amigo, cómo hacen su reina las abejas?

—No, todavía no hemos llegado á eso...

—Entonces no sé si debo... porque el método...

—¡Oh, sí, sí, don Avito, sí! ¡qué teorías! ¡qué teorías!

—Pues es el caso que cogen un huevecillo cualquiera de hembra, uno cualquiera, uno como los demás, fíjese bien en esto, Sinforiano, un vulgar huevecillo de hembra, y mediante un trato especial y régimen de distinción, alimentando á la larva con pasta real ó regia, mediante una acertada pedagogía abejil, ó, si hemos de hablar técnicamente, melisagogía, sacan de él la reina...

—¡Qué teorías! ¡oh, qué teorías!

—No, amigo Sinforiano, no; son hechos. Y lo que hacen las abejas con sus larvas, ¿por qué no hemos de hacer con nuestros hijos los hombres? Tómese un niño, un niño cualquiera, con tal que sea niño y no niña...

—Me permite usted, don Avito—y ante el silencio del teorizante, prosigue Sinforiano:—¿por qué ha de ser precisamente niño?

—¿Y por qué ha de salir la reina precisamente de hembra? En la especie humana el genio ha de ser por fuerza masculino.

—¡Qué teorías!

—Tómese un niño cualquiera, digo, tómesele desde su estado embrionario, aplíquesele la pedagogía sociológica y saldrá un genio. El genio se hace, diga el refrán lo que quiera; sí, se hace... se hace... y ¿qué no se hace? Y lo demostraré...

Y ante el silencio de Sinforiano, que mira y calla, añade Carrascal rompiendo una nuez:

—¿Que cómo lo demostraré? ¿Cómo? ¡Pues... con hechos!

—¡Oh, los hechos!—suspira Sinforiano.

—¡Los hechos...!—repercute Carrascal, y quedan ambos mirando á la patrona, que pasa con un flan para el Delegado, que come aparte, en su cuarto.

—¿Están buenas las nueces?—les pregunta doña Tomasa.

—El hecho es que las más de ellas están huecas—contesta Carrascal.

—No puede ser, don Avito, porque son recientes y de veinticuatro perras celemín...

—No puede ser, señora doña Tomasa, ¡pero es!—responde con energía Carrascal.

Y así que ha despejado el campo doña Tomasa, yéndose envuelta en su prosaico vaho de cocina, Avito continúa:

—Con hechos, sí, amigo Sinforiano, ¡con hechos!

—¡Oh, los hechos!

—Tiempo hace que maduro un vasto plan para llevar á la práctica mis teorías, aplicando mi pedagogía sociológica in tabula rasa...

—¿Se va á hacer maestro?

—Algo más hondo.

—¿Más hondo?

—¡Más hondo, sí, voy á hacerme padre!

«¿Se hace uno padre ó le hacen tal?» piensa el matriculado en ciencias naturales, traduciéndolo en esta frase:

—Qué teorías, don Avito, ¡oh, qué teorías!

Y se levantan de la mesa, para madurar su plan el uno, para estudiar el otro la lección del día siguiente. Porque Sinforiano, como buen chico que es, se lleva siempre una lección por delante y unas cuantas por detrás.

Medita, en efecto, Carrascal buscar mujer á él y á su obra adecuada, y con ella casarse para tener de ella un hijo en quien implantar su sistema de pedagogía sociológica y hacerle genio. Por amor á la pedagogía va á casarse deductivamente.

Porque es de saber, antes de proseguir nuestro relato, que los matrimonios pueden ser inductivos ó deductivos. Ocurre, en efecto, con harta frecuencia, que rodando por el mundo se encuentra el hombre con un gentil cuerpecito femenino que con sus aires y andares le hiere las cuerdas del meollo del espinazo, con unos ojos y una boca que se le meten al corazón, se enamora, pierde pie, y una vez en la resaca no halla mejor medio de salir á flote que no sea haciendo suyo el garboso cuerpecito con el contenido espiritual que tenga, si es que le tiene. He aquí un matrimonio inductivo. En otros casos acontece que al llegar á cierta edad experimenta el hombre un inexplicable vacío, que algo le falta, y sintiendo que no está bien que esté el hombre solo, se echa á buscar viviente vaso en que verter aquella redundancia de vida que por sensación de carencia se le revela. Busca mujer entonces y con ella se casa en matrimonio deductivo. Todo lo cual equivale á decir que, ó ya precede la novia á la idea de casarse, conduciéndonos aquélla á ésta, ó ya el propósito del casorio nos lleva á la novia. Y el matrimonio del futuro padre del genio tiene que ser, ¡claro está!, deductivo.

Y como un hombre moderno, por mucho que en la pedagogía sociológica crea, no puede dejar de creer en la ley de la herencia, cavila noche y día Avito acerca del temperamento, idiosincrasia y carácter que su colaboradora ha de tener. Porque eso de que el huevecillo del futuro genio haya de ser un huevecillo como los demás, está bien en teoría, como postulado y punto de arranque de nuestra pedagogía, para los matriculados en ciencias, pero... ¿hemos de despreciar el instinto? A buscar, pues, novia.

Sentado ante su mesa, bien arrebujadas las piernas en una manta que imita una piel, y en largas horas de meditación fecunda, ha trazado Avito en unas cuantas cuartillas los caracteres antropológicos, fisiológicos, psíquicos y sociológicos que la futura madre del futuro genio ha de tener. Y tales caracteres en ninguna encarnan mejor que en Leoncia Carbajosa, sólida muchacha dólico-rubia, de color sano, amplias caderas, turgente y levantado pecho, mirar tranquilo, buen apetito y mejores fuerzas digestivas, instrucción variada, pensar libre de nieblas místicas, voz de contralto y regular dote. Avito ha puesto sus ojos en los de ella, por si éstos le dicen algo; pero Leoncia, á fuer de futura madre de genio futuro, no responde más que con la boca, y eso cuando se la pregunta.

Decidido á la conquista de Leoncia, pónese Avito á redactar con tiento y medida eso que se llama carta de declaración. La cual no cabe sea, ¡naturalmente! centón de esas encendidas frases que el amoroso instinto dicta, sino reposados argumentos que de la científica teoría del matrimonio derivan. Y del matrimonio mirado á luz sociológica. Doce horas, en seis noches consecutivas, le cuesta el documento. Y no es la cosa para menos, porque cuando al rodar de los años se estudie al genio obtenido por pedagogía, pieza de escogido estudio habrá de ser, sin duda, la Carta Magna que de preludio le sirve. Escríbela, por lo tanto, Avito para la posteridad, á través de Leoncia, la dólico-rubia de anchas caderas. Es todo un informe amoroso; allí, con la precisa hoja de parra, las ineludibles necesidades orgánicas, allí psicología del amor sexual al alcance de las Leoncias Carbajosas y de la posteridad á que resumen, con el genio de la especie y demás metafísicas, allí la ley de Malthus, allí la tendencia sociológica á la monogamia, y allí, en fin, el problema de la prole. Cuajado todo ello en un sutil tejido en que se le suelta á la imaginación su parte, haciéndole ver, cual tentador señuelo, allá, en gloriosa lontananza, al espléndido genio. Lee y relee el expediente, corrigiéndolo á cada lectura, se lo recita tomándose de posteridad, y cuando lo ha visto bueno saca de él copia y se guarda la pieza original esperando coyuntura propicia de que á la interesada se le traslade. Quiere antes prepararla para que sea menos brusca la emoción que le cause y el efecto útil mayor.

Dirígese Avito á casa de Leoncia á iniciar el advenimiento del genio.

—No hagas caso, Leoncia, esas son cosas de mi hermano, y á un hombre que como mi hermano tiene cosas, se le oye como quien oye llover...

—Es que como empiezo á padecer de reuma, me gusta poco el oir llover...

—¡Don Avito Carrascal!—anuncia la criada en este punto.

—¿Le conoces?—pregunta Leoncia á Marina.

—De oídas tan sólo...

—Pues merece que te le presente.

Y así que al entrar don Avito ha saludado á Leoncia, ésta:

—Avito Carrascal, mi buen amigo... Marina del Valle, mi casi hermana...

—¿Del Valle?—mormojea Avito mientras acariciando en el bolsillo el amoroso informe, se dice: «¿pero qué es esto? ¿qué es esto que me pasa? ¿qué me pasa? ¿dónde he tratado yo mucho á esta muchacha? ¡pero si no la he visto hasta hoy! ¿qué es esto?»

—¡Hermoso día!—exclama Leoncia.

—Es que estamos ya en primavera, Leoncia—dice Marina.

—¡Exactísima observación! Ayer equinoccio... Sin embargo, la savia de los vegetales...—y se detiene Avito al ver que los tersos ojazos de Marina se orientan á los suyos y que desplegando la boca se pone á oirle con todo el cuerpo y con el alma entera.

«Pero ¿qué tendré hoy—se dice el futuro padre del genio,—qué me pasará que no acierto á ligar dos ideas? ¿Se me rebelará la bestia?» Marina, en tanto, parece esperar lo de la savia de los vegetales; vésele el ritmo del pecho, y en sus cabellos de azabache se tiende á descansar la luz cernida por los visillos.

—La savia de los vegetales—prosigue Carrascal—hace tiempo que ha dado botones de flores...

—¿Le gustan á usted las flores?—le pregunta Leoncia.

—¿Cómo estudiar botánica sin ellas?

Marina, apartando sus ojos de Avito, los vuelve sonrientes á Leoncia y al hombre luego, como quien dice: ¡tiene gracia! Y al observarlo Carrascal oye una voz que en su interior le dice: «¡alma primitiva, protoplasmática, virginal! ¡corazón inconciente!» á la vez que su corazón, conciente y todo, empieza á acelerar su martilleo.

—Usted debe de saber muchas cosas, señor Carrascal.

—¿Por qué, mi señora doña Marina?

—Porque mi hermano cuando hay algo así, muy enrevesado, dice: ¡á Carrascal con eso!

—¿Su hermano?

—Sí, Fructuoso del Valle.

«¡Pobre muchacha!—piensa Avito—tan hermosa y en poder aún de ese...» y dice:

—Oh, no, es favor que don Fructuoso quiere hacerme y que tal vez me hace, porque eso de saber muchas cosas...—y se atasca.

«¿Qué cosas sabes tú, Avito Carrascal, qué cosas sabes frente á esos tersos ojazos cándidos que empiezan á decirte lo que no se sabe ni se sabrá jamás?»

Leoncia barrunta algo y hasta adivina qué. No es este Avito el Avito de otras veces, dueño siempre de sí y de su palabra, en el decir afluente y preciso, firme y exacto en el pensar. Tiene en la punta de la lengua esta pregunta: «pero ¿qué le pasa á usted hoy, Avito?»; mas coligiendo que no de paso sino de queda es lo que Avito siente, tira á abreviar la visita.

«Y ¿qué me hago de la exposición matrimoniesca?—piensa Avito.—A preparar su recepción vine... ¡habrá que pensarlo más despacio...!»

Se levanta para retirarse y las dos mujeres se levantan también. Y como si una planta frondosa y aromática se desplegase de pronto siente Avito en el ámbito del alma perfumada frescura. Le da la mano... y esto ¿qué es? ¿cómo se llama? ¡sí! ¿cómo se llama?

«¿Es que me he vuelto tonto?—dícese Avito ya en la calle;—¡buena manera de preparar á la futura madre del genio! ¿qué pensará de mí?» Y llegado á casa: «¿Qué es lo que me ha pasado? ¿cómo se llama? sí, ¿cómo se llama? porque aquí está el nudo de la cuestión, en cómo se llame. Durmamos, durmiendo es como se digieren estas impresiones... ¡Tengo para mí que ha entrado en juego el Inconciente... démosle su parte... á dormir!» Mete el amoroso informe bajo la almohada y se acuesta. Al despertar sabe ya de cierto que está enamorado de Marina; háselo dicho el sueño. Desde las excelsas cimas de la deducción se ha despeñado á los profundos abismos inductivos.

Y se abre la única batalla que hasta hoy ha empeñado Avito en su conciencia. Es en ésta un terremoto; agítansele ondulantes las oscuras entrañas espirituales; el elemento plutoniano del alma amenaza destruir la secular labor de la neptuniana ciencia, tal como así lo concibe, en geológica metáfora, el mismo Carrascal, escenario trágico del combate. «Ha entrado en juego el Inconciente», se dice á cada paso.

Leoncia, la deductiva, la dólico-rubia de sano color, anchas caderas, turgente y levantado pecho, mirar tranquilo y buen apetito, de una parte, de la parte de encima, en las aguas de la ciencia envuelta, y de otra parte Marina, la inductiva, por misteriosa ley de contraste braqui-morena, sueño hecho carne, con algo de viviente arbusto en su encarnadura y de arbusto revestido de fragantes flores, surgiendo esplendorosa de entre los fuegos del instinto, cual retama en un volcán.

Al poco agua y fuego vuelven, como de costumbre, á soldar un pacto; redúcese parte de aquélla á nube, apágase parte de éste. Empiezan á chalanear ciencia é instinto ahora que Avito ha vuelto á ver, como por acaso, á Marina y ha vuelto á departir con ella. El amoroso instinto de Carrascal se dispone á obedecer á la ciencia del teorizante; mas es indicándole antes en silencio, al oído y á oscuras, lo que ha de mandarle.

«El genio ¿no es tan hijo de la naturaleza como del arte?—se dice Avito;—¿no es la naturaleza hecha arte, lo que equivale á decir que es el arte hecho naturaleza? ¿no es el feliz consorcio de la reflexión con el instinto, instinto reflexivo á la par que reflexión instintiva?» Démosle, pues—así piensa esto, en primera persona del plural del presente de subjuntivo, ó de imperativo si se quiere,—démosle su parte de naturaleza, de instinto, de inconciencia; no hay forma sin materia. El arte, la reflexión, la conciencia, la forma lo seré yo, y ella, Marina, será la naturaleza, el instinto, la inconciencia, la materia. Y ¡qué naturaleza! ¡qué instinto! ¡qué materia!... ¡qué materia sobre todo...!—le dicen las corrientes plutonianas con su lenguaje de sacudidas del corazón—¡qué materia! Yo la trabajaré, como las aguas á la tierra, la surcaré, le daré forma, seré su artífice. ¡Cállate! ¡cállate!—le dice á una voz de su interior que le murmura: «mira, Avito, que caes... que caes, Avito... que caes... eso es el señuelo... así no se llega al genio... que caes...» ¡Cállate!—Y termina en esta conclusión: ¡Marina es materia prima de genio, forma de él yo! ¿Pues qué? ¿la belleza física nada quiere decir? Los verdaderos genios, los de verdad, han debido de ser hijos de mujeres guapas, y si la historia lo negare ó es que el supuesto genio no es tal ó es que no se fijaron bien en su madre.

¿Y el informe amoroso? ¿Lo entenderá acaso la braqui-morena plutoniana? Oh, el instinto adivina lo que no entiende. Y recuerda Avito haber contemplado con qué atención observaba una vez una gata á un conejillo de Indias inoculado de tifoidea y la apacible familiaridad con que las aves del cielo se posan en los hilos del telégrafo, lejos de los lirios del campo. Cosa decidida, pues; el documento redactado para Leoncia irá, tal como lo está, á Marina.

Al acabar Marina de leerlo y mientras le danza el corazón, se dice, sin querer, con su hermano: «¡á Carrascal con esto!» Y luego: «¡qué Carrascal este, Dios mío, qué Carrascal! ¡acordarse de mí!» Va en seguida, sin quererlo también, á mirarse al espejo, en el que se encuentra con sus propios ojos que le dicen lo que no se sabe ni se sabrá jamás. «¡Oh, qué Carrascal! sí, está á la altura de su reputación, no hay duda. Y no es feo, no, no es feo, pero yo... Y tiene unas ideas... qué idea, qué idea esta de pretenderme, y de pretenderme así...»

Y ahora, cual avecilla del cielo posada en los alambres telegráficos, lejos de los lirios del campo, se dice: «¿ineludibles necesidades orgánicas...—súbesele el rubor á las mejillas—genio de la especie... ley de Malthus... matriarcado... matriarcado?... ¡matriarcado!... tendencia social á la monogamia... matrimonio y patrimonio... genio del porvenir... pedagogía sociológica... Y ¿cómo le digo que no? ¡Con qué cara le digo que no, yo, pobre de mí, Marina del Valle, á todo un don Avito Carrascal! Alguno había de ser, éste ú otro... pero don Avito... ¡don Avito Carrascal! ¿Cómo le digo que no? ¿Cómo se hace eso? Si viviera mi madre para aconsejarme... ¡pero Fructuoso, nada más que Fructuoso!» Al recordar á su hermano una ráfaga de aire frío le vuelve á la realidad, porque Fructuoso del Valle, tratante en granos y presidente del comité lopecista, es un saco del más barato sentido común.

Al recibir Carrascal carta de Marina, en que acepta ésta las relaciones que aquél le ha propuesto, se dice: «¡la ha copiado de algún manual!» y se satisface. ¿No es el copiar lo propio del instinto, de la naturaleza, de la materia? La carta dirá lo que quiera, ¿pero los ojos...? ¡Oh, los ojos! Estos sí que al copiarlo todo no copian nada; son absolutamente originales, con clásica originalidad, que de plagios se mantiene.

Procúranse una entrevista en que Avito se propone estar masculino, dominador, cual cumple á la ciencia, y domeñar á la materia al punto.

—Me hace usted mucho honor, don Avito...

—¿Usted? ¿don? háblame de tú, ¡Marina!

—Como no tengo costumbre...

—Las costumbres se hacen; el hábito empieza por la adaptación; un fenómeno repetido...

—¡Ay, por Dios!

—¿Qué te pasa?

—¡Lo del fenómeno!

—¿Pero qué?

—No hable de fenómenos, que tuve un hermanito fenómeno y parece que estoy viendo aquellos ojos que querían salírsele y aquella cabeza ¡qué cabeza, Dios mío! no hable de fenómenos...

—¡Oh la ignorancia, lo que es la ignorancia! fenómeno es...

—No, no, nada de fenómenos... y menos repetidos...

—¡Pero qué ojos, Marina, qué ojos!—y en su interior añade: «¡cállate!» á la voz que le murmura: «que caes, Avito... que caes... que la ciencia marra...»

—Pero no se ría si digo algo...

—Yo no me río cuando se trata de algo serio, y nosotros, Marina, tratamos ahora de lo más serio que hay en el mundo.

—Es verdad—agrega Marina con profunda convicción y maquinalmente, con la convicción de una máquina.

—Y tan verdad como es. Se trata, Marina, no ya de decidir de nuestra suerte, sino de la suerte de las futuras generaciones acaso...

Se pone la Materia tan grave que al abrir los ojos hace vacilar á la Forma.

—La suerte de las futuras generaciones, digo... ¿Sabes tú, Marina, cómo hacen las abejas su reina?—y se le acerca.

—No entiendo de esas cosas... Si no me lo dice...

—Háblame de tú, Marina, te lo repito; háblame de tú. Deja ese impersonal porque aquí es todo personal, personalísimo.

—Pues... pues... no sé...—pónese como la grana—si no me lo dices...

—¿Pero no, qué te importa lo que hagan las abejas, amor mío?—y luego á la voz interior: «¡cállate!» y se detiene.

«¿Amor mío?» ¿Quién ha dicho eso? ¿Qué es eso de «amor mío?» El genio de la especie ¡oh! el Inconciente.

—El genio de la especie...—continúa Avito.

—¡Qué ideas, Carrascal, qué ideas!

—¿Carrascal? No me gustan las mujeres que llaman á sus maridos por el apellido.

Al oir lo de marido y mujer se le encienden las mejillas á Marina, y encendido Avito por ello se le acerca más y le pone una mano sobre la cadera, de modo que la Materia quema y la Forma arde.

—¿Ideas? ¡mi idea eres tú, Marina!

—¡Oh por Dios, Avito, por Dios!—y le esquiva.

—¿Por Dios? ¿Dios?... bueno... sí... todo es cuestión de entenderlo... Acabarás por hacerme creer en él—y lanzando un «¡cállate!» á la voz interior que le dice: «que marra la ciencia... que caes, Avito...», coge á la Materia en brazos y la aprieta contra el pecho.

—Déjeme, por Dios, déjeme... déjame... mi hermano...

—¿Quién? ¿Fructuoso?

—Lo mejor será acabar pronto, Avito.

—Querrás decir empezar pronto, Marina.

—Como quieras.

—Sí, empezar pronto como quiera. Y ahora ven, sellemos el pacto.

—¿Qué es eso?

—Ven, ven, y lo verás.

La coge ahora de nuevo, la aprieta en los brazos y le pega en la boca un beso, de los que quedan. Y así, sujeta, sofocada la pobre, con el corazón alborotado, dícele él:

—Tú... tú... Marina... tú...

—Ay, por Dios, Avito, ay... por Dios...—y cierra los ojos.

También Avito los cierra un momento, y sólo se oye el latir de los corazones. Y la voz interior le dice á Carrascal: «el corazón humano, esta bomba impelente y absorbente, batiendo normalmente, suministra en un día un trabajo de cerca de 20.000 kilográmetros, capaz de elevar 20.000 kilos á un metro...» Y en voz alta, como enajenado:

—Bomba impelente...

—Ay, por Dios, Avito... no... no...

—Tú... tú... vamos, tú... Mira que hasta tanto no te suelto...

Los labios de la pobre Materia rozan la nariz de la Forma y ahora ésta, ansiosa de su complemento, busca con su formal boca la boca material y ambas bocas se mezclan. Y al punto se alzan la Ciencia y la Conciencia, adustas y severas, y se separan avergonzados los futuros padres del genio, mientras sonríe la Pedagogía sociológica desde la región de las ideas puras.

Al saberlo Fructuoso se queda un rato mirando á su hermana, sonríe y da unas vueltas por la estancia.

—¡Pero mujer, con don Avito Carrascal!...

—Con alguno había de ser...

—¡Claro! ¡pero... con Carrascal!

—¿Tienes algo que oponer?

—¿Oponer? yo no.

«¡Con Carrascal!—piensa—¡cuñado de don Avito! ¡psé! Como marido tal vez lo haga bien... Fortuna... tiene... gastador no es... lo demás la familia lo trae consigo... Y después de todo, para lo que ella vale...» Todo esto pasa por la mente de Fructuoso que como saco de sentido común es profundamente egoísta, por ser el egoísmo el sentido común moral.

—¿Oponerme? ¡Dios me libre! ¡Cásate con quien quieras, siempre que sea persona honrada y que pueda mantenerte sin necesitar de tu dote, aunque sea con don Avito!

«¡Qué bruto!» se dice en su corazón Marina, que aun sin saberlo, ve en el matrimonio una manera de libertarse del tratante en granos.

Para Carrascal llega la segunda batalla, la de si habrá de casarse por lo religioso, transigiendo con el mundo. Acude á la sociología y ésta le convence á transigir.

Y he aquí cómo se unen la Materia y la Forma en indisoluble lazo.

 

 

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