II

 

«¡Has caído, Avito, has caído!—le dice la voz interior—¡has caído! has convertido á la ciencia en alcahueta... ¡has caído!» Y mientras echa de menos á su fiel Sinforiano, no le sirve repetir: «¡cállate! ¡cállate! ¡cállate!» Pasada la embriaguez de los primeros días, disipada la nube que de las aguas de la ciencia levantaran los fuegos del instinto, empieza á vislumbrar la verdad. Ha sido una caída, una tremenda caída á la inducción, mas es preciso aceptarla y aprovecharla en beneficio del futuro genio. Ahora que posee á Marina se acuerda más de Leoncia, oliendo la cabellera de la braqui-morena sueña en la de la dólico-rubia. ¡Si cupiera fundirlas en una!... ¿Por qué el goce de lo poseído ha de encendernos el apetito de lo que no poseemos?

«La Materia es inerte, estúpida: tal vez no es la belleza femenina más que el esplendor de la estupidez humana, de esa estupidez que representa la perfecta salud, el equilibrio estable. Marina no me entiende; no hay un campo común en que podamos entendernos; ni ella puede nadar en el aire, ni yo volar en el agua. ¿Educarla? ¡imposible! Toda mujer es ineducable; la propia más que la ajena.» Así piensa Avito.

¿Y Marina? A los pocos días de trasladada del poder de su hermano al del marido se encuentra en regiones vagarosas y fantásticas, se duerme y en sueños continúa viviendo, en sueños incoherentes, bajo el dominio de la figura marital que anda, come, bebe, y pronuncia extrañas palabras.

—¿Y tu marido?—le pregunta Leoncia un día.

—¿Mi marido? ah, sí, ¿Avito? ¡bien!

¡Qué casa, Dios mío, qué casa! Hay que dejar abierta de noche la ventana del cuarto, por donde entran las tinieblas exteriores y el aire fresco, no hay que espumar el puchero, hay que sumergir á cada paso los cubiertos en esa cubeta con solución de sublimado corrosivo que está sobre la mesa, y esos extraños vasos, graduados, y con su rótulo H2O, y el salero con su ClNa, y ese retrete de báscula y... ¡qué mundo, Dios mío, qué mundo!

Una noche, sacudiendo por el momento el sueño crónico y antes de entregarse al otro, susurra Marina unas palabras al oído de Avito, le abraza éste sin poder contenerse y no duerme en toda la noche. Ya está en función el pedagogo.

—¡Vamos, Marina, un poco más de alubias!...

—Pero si no me apetecen...

—No importa, no importa... ahora tienes que comer más con la reflexión que con el instinto, más con la cabeza que con la boca... Vamos, un poco más de alubias, alimento fosforado... fósforo, fósforo, mucho fósforo es lo que necesita...

—Mira que luego no voy á poder comer la chuleta...

—¿La chuleta? ¡no importa! ¿Carne? No, la carne aviva los instintos atávicos de barbarie... ¡fósforo! ¡fósforo!

Y Marina se esfuerza por hartarse de alubias.

—Y luego acabaré de leerte la biografía de Newton... ¡qué gran hombre! ¿no te parece? ¿no te parece que era un gran hombre Newton?

—Sí.

—Piensa bien qué gran hombre era... Si saliese nuestro hijo un Newton...—y agrega para sí: «me parece que estoy sugestivo... así, así...»

—¿Y si sale hija?—dice ella por decir algo, á lo que se pone muy serio Avito, que no quiere contar con la genia.

—Esta tarde iremos al Museo, á que veas las obras maestras y te empapes en ellas; allí te explicaré el papel social, digo sociológico, del arte.

—Pero si...

—¿Que no lo entiendes? No importa, no importa nada... no trato de instruirte, sino de sugestionarte... La sugestión es un fenómeno...

—¡Por Dios, Avito, por Dios! fenómeno no... no... no...

—Tienes razón, ¡torpe de mí! tienes razón... esa ignorancia... A la noche iremos á la Ópera, á que te armonices...

—Pero si acaba tan tarde... si no tengo ganas...

—Hay que hacerlas. Mira que ya no te perteneces, Marina, que ya no nos pertenecemos...

La mujer se deja hacer; come alubias á todo pasto, escucha biografías de grandes hombres según don Avito, mira cuadros, oye música...

—Mejor quisiera que me leyeses en el Año cristiano la vida del santo de hoy...—se atreve á suplicar un día desde su sueño.

Avito la mira diciéndose: «¡oh, el atavismo!» y arranca en una disertación contra los santos todos del Año cristiano, hombres anti-sociales y mejor aún que anti-sociales antisociológicos. Y al observar la expresión de su mujer se dice: «¡hasta las entrañas mismas! ¡esto hará su efecto!»

Marina se siente mal y Avito se alarma por ello. Ocúrresele si podrá ser un parto prematuro, y sorprendido de su imprevisión en este respecto, piensa pedir una incubadora Hutinel, por si acaso. Y hasta le halagaría, allá, por muy dentro, que fuera tal cosa, pues podría así comprobar en su hijo las maravillas de la ciencia. Y como la indisposición de su mujer se agrava, tiene que llamar al médico, un médico sociólogo también.

—¿Qué?—pregunta Avito ansioso, después del reconocimiento médico, pensando en la incubadora.

—No es más que una indigestión... una fuerte indigestión... ¿qué ha comido usted, señora?

—¡Alubias!

—Pero eso...

—Es que me hastían ya, las aborrezco...

—¿Pues por qué las toma?

—Soy yo, soy yo quien se las hago tomar... por causa del fósforo...

—¡Ah!—y poniéndole una mano sobre el hombro, le dice el médico:—No indigeste de fósforo al genio, amigo Carrascal, que no basta fósforo en el cerebro para que éste dé luz; no basta, pues acaso le tenemos todos de sobra.

—¿Entonces?

—¡Es menester además... raspa!

—¡Piedra, yesca y eslabón! que cantábamos de niños.

—¡Exacto!

—Ya que no quieres ir á la ópera—dice un día Avito á su mujer—he ideado lo que la sustituya...

Hace traer un aristón, coloca en él el disco de una melodiosa sonata, y puesta la mano en el manubrio dice:

—Quiero que oigas música. Además, las vibraciones rítmicas palpitarán en el aire y esas vibraciones habrán de trasmitirse en torno... Allá donde lleguen todo se acordará rítmicamente en cuanto sea posible, y no cabe duda, las tiernas células del embrión habrán así de hacerse más armónicas... Ven, acércate, siéntate ahí...

—Pero...

—¡Pero ahora escucha!

Empieza á darle al manubrio. La pobre Materia soñolienta mira con sus tersos ojazos cándidos á la figura dominante de su sueño; despiértale la sonata las dormidas ternuras maternales, y empieza á inundarle el corazón maternal piedad, piedad jugosa hacia el padre del futuro genio.

—Ven, acércate, que te lleguen al regazo las rítmicas ondulaciones; que envuelvan al tierno embrión...

Siente la pobre Materia que le hinchen las aguas profundas del espíritu, amargas linfas, que le ahogan el corazón de madre, que los objetos todos, la cómoda, las sillas, la consola, el espejo, el espejo sobre todo, la mesa, todos se ríen de ella; córrele la sangre al rostro, á reirse también viendo aquello, y avergonzada al sentir el rubor, empiezan á rezumar sus ojos silenciosas lágrimas y las lágrimas le acongojan.

—Oh, veo que te afecta demasiado, y tampoco eso... tampoco eso... No le quiero sentimental. Un sentimental no puede ser buen sociólogo. Y ahora, puesto que hace tan buen día, á pasear un rato, á tomar luz... ¡luz! ¡luz! ¡mucha luz!

Y ya de paseo, dice:

—La educación empieza en la gestación... ¿qué digo? en la concepción misma... antes, mucho antes, venimos educándonos ab initio, desde lo homogéneo primitivo.

Ella calla y él prosigue:

—Y tú, Marina, eres muy homogénea.

Adivina un insulto. ¿Insulto? ¿Pero es que esta figura insulta? ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Hay algo que quiera decir algo?

Avito piensa: «Debería leerle algo de embriología; que sea conciente de lo que hace... ¡pero no! que sea inconciente, así saldrá mejor... sin embargo...» Y al siguiente día le enseña una preparación embriológica en el período correspondiente. Y ella, emergiendo del sueño crónico, exclama:

—Quita, quita, por Dios, quita, quita eso...

—Ah, si pariésemos los hombres...—suspira Avito, callándose lo de: «lo haríamos más científica y concientemente.»

—Es que si parieseis los hombres no seríais hombres, sino mujeres...

Al oir lo cual piensa Avito con regocijo: «genio, genio, ¡de seguro genio!» y luego, en vez de «¡cállate!», dícele á su voz interior: «¿lo ves?»

Han corrido días. La pobre Materia siente que el Espíritu, su espíritu, un dulce espíritu material, va empapándola y como esponjándola, pero no ya en aguas de amargura, sino en el más dulce rocío que de esa amargura al evaporarse queda. Cántale la Humanidad eterna en las eternas entrañas del alma. A solas se toca los pechos que empiezan á henchírsele; va á brotar del sueño la vida, la vida del sueño. ¡Pobre Avito! ¿despertará ahora? ¿se adormirá ahora?

Ha llegado el día; lo tiene ya de antemano dispuesto todo Carrascal, y aquí él, tranquilo, abroquelado en ciencia, al encuentro del Destino. Laméntase la Materia de cuando en cuando, levantándose, paseándose un momento, volviéndose á sentar.

—No puedo, no puedo, don Antonio, no puedo más... yo me muero ¡ay! me muero... no puedo más...

—Eso no es nada, Marina, un dolorcillo sin importancia; ayúdelo, ayúdelo... venga un dolor decente, un dolor como es debido y se acabó todo....

—Yo tengo más, don Antonio, yo tengo más... esto es otra cosa... esto es muy grave... yo me muero... ¡ay! adiós. ¡Avito!... yo me muero... me muero...

—Lo de todas, doña Marina, lo de todas... eso no es nada...

—¿Que no es nada?... ¡ay! me muero... me muero... quiero morirme... ¡adiós!

—¡Vaya, vaya! descanse un rato...

—Fruto de la civilización estos dolores—interviene don Avito,—la civilización habrá de suprimirlos. Bien te dije que el cloroformo...

—Cállate... no... no... cloroformo no... ¡ay! que me muero... ¡ay!... yo quiero morirme... Don Antonio... el cloroformo es cosa de judíos... ¡ay! que me muero...

—O bien se anticipará científicamente este acto y luego la incubadora...

—Calla, calla, calla...

Trágase á hurtadillas una cintita de papel, hecha rollo, cintita en que está impresa una jaculatoria en dístico latino, y luego otro papelillo en que hay una imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Son su cloroformo.

Llega el momento, asoma el futuro genio la cabeza para mirar al mundo, entra en el escenario y se pone á berrear. Es lo único que se le ocurre hacer, ya que ha de hacer algo al pisar las tablas. Juega con el aire; toca un chillido en el albogue de su gaznate. Avito mira al reló; las 18 horas y 58 minutos.

—Esa cabeza...—dice con desfallecimiento la madre.

—Ella se le arreglará sola—contesta el médico.

—Pero qué fea la tiene, ¡pobrecito!—y sonríe.

—¡Bah!—dice Avito,—ha sido el trabajo de nacer. ¿O crees que tú lo has hecho todo y él nada?

—Yo le he dado á luz, ¡hombre!

—¡Y él te ha nacido, mujer!

—Y ahora, ¿quiere usted morirse?—le pregunta el médico.

—¡Pobrecito!—contesta ella.

El padre le coge y le lleva á la balanza, á pesarle; luego á una bañera especial que á prevención tiene, y ¡adentro del todo!, que le cubra por completo el agua, para ver en el tubo registrador el número de litros que ha subido, el volumen. Con peso y volumen deducirá luego su densidad, la densidad genial nativa. Y lo talla, y le toma el ángulo facial y el cefálico y todos los demás ángulos, triángulos y círculos imaginables. Con ello abrirá el cuadernillo.

La casa está dignamente provista para recibirlo; techos altos, como ahora se lleva, iluminación, aereación, antisepsia. Por todas partes barómetros, termómetros, pluviómetro, aerómetro, dinamómetro, mapas, diagramas, telescopio, microscopio, espectroscopio, que á donde quiera que vuelva los ojos se empape en ciencia; la casa es un microcosmo racional. Y hay en ella su altar, su rastro de culto, hay un ladrillo en que está grabada la palabra Ciencia, y sobre él una ruedecita montada sobre su eje; toda la parte que á lo simbólico, es decir, á lo religioso, como él dice, concede don Avito.

 

 

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