XV

 

El pobre Apolodoro, tras días de besar y morder la almohada por las noches, va encalmándose y ya parece no pesarle que Clarita le dejara, antes bien se complace, allá, muy en su interior, en tener tal excusa para dimitir la vida, como es su secreto anhelo. Porque ¿para qué sirve ya, fracasado como cuentista y como novio? Diríase que esta necesidad de morir él ha guiado al Destino, al Determinismo, á que Clarita le deje. Era menester una motivación. Y se recrea en la infidelidad de su ex-novia y en el recuerdo de sus amores, más poéticos ahora que han pasado. «Nací como los más de los mortales, hastiado de la vida desde nacimiento, sin que haya logrado en mí la vida, como en los demás logra, borrar con el adquirido apetito la nativa saciedad. Y ahora ¿qué dirán si dimito? ¿qué pensará papá? ¡vaya unas cavilaciones que va á costarle! ¡pobrecillo! ¿Me daré un tiro? ¿me tiraré de una torre? ¿tomaré un veneno? ¿me ahorcaré? Pero, ¿y mamá? ¡mamá! ¿y Rosa, la pobre Rosa que está tan delicada? ¿no acelerará esto su fin, que está tan próximo? ¿no será mejor diferirlo hasta que ella acabe?» Y le invaden mil recuerdos vagarosos y se encuentra con el padrenuestro en los labios, y al acabar de paladearlo se dice: «¡no nos dejes caer en la tentación!» y desde el fondo del alma le dice la voz de don Fulgencio: «¡haz hijos, Apolodoro, haz hijos!»

—Cuando usted guste, señorito.

—¿Eh?

—Está ya la sopa en la mesa.

—¡Pero qué salud, Petra, qué salud! Si la salud se pegara... Ven acá.

Mas la criada desaparece.

Don Avito se ha vuelto á su hija, á Rosa, la meteorizada, que arrastra dulce y tristemente una vida lánguida, de silencio y de clorosis, á pesar de los meteoros todos. Y empieza el padre á luchar con un temperamento rebelde á cambiarlo por procedimientos científicos, porque la ciencia... ¡oh, la ciencia!

Mas á pesar de la ciencia, la muchacha decae á galope tendido y encama y esto se va. El padre lucha desesperadamente, pero sereno y tranquilo, recobrada su antigua firmeza y ayudado por don Antonio en la faena, hasta que un día, convencido ya de la impotencia de la ciencia en este caso, ve que la Muerte se acerca al lecho de la joven.

¿La Muerte? ¿y qué es la muerte? Un fenómeno fisiológico, la cesación de la vida. ¿Y qué es la vida? El conjunto de las funciones que resisten á la muerte, un cambio entre las sustancias albuminoideas orgánicas y el exterior, la desoxidación del organismo.

Están ante la moribunda, confesada ya, su madre, don Avito y Apolodoro. Marina reza y llora en silencio, en sueños, hacia dentro; Apolodoro piensa en su dimisión y en la inmortalidad. Y don Avito, ante lo irremediable, da una lección:

—Va á concluir el proceso vital; el cianógeno ó biógeno que dicen otros, pierde su explosividad estallando, y se convierte en albúmina muerta. ¿Qué íntimos procesos bioquímicos se verifican aquí?

Rosa parece querer coger algo con las manos casi esqueléticas, revuelve la vista sin mirar, y entreabre la boca para estertorar.

—La verdad es que no recuerdo bien la explicación fisiológica de esto del estertor.

La moribunda calla. Le toma el pulso su padre, acerca un espejo á su boca por si se empaña.

—No tiene aún la ciencia medios eficaces para averiguar con exactitud cuándo un individuo ha muerto...

Marina se levanta, corta un rizo de la cabellera de la muerta, le besa, se arrodilla y oculta la cara entre las manos. Apolodoro va también á besarla, y su padre le detiene:

—¡Cuidado! hay que saber dominarse.

Y el hijo, diciéndose: «¡qué guapa está! no parece que sufre», va á un rincón y oculta también la cara entre las manos. Y el padre prosigue:

—Aunque el individuo haya muerto como tal, continúa la sustancia viviendo. Si ahora le aplicáramos una corriente galvánica, se movería. No se han coagulado aún los albuminoideos, no están las células reducidas á su mayor concentración, no ha llegado la rigidez cadavérica. La concentración es la muerte, la expansión la vida; fíjate en esto, Apolodoro, y no te concentres, expansiónate. ¿Qué es eso, lloras?

—Sí, por ti, padre.

—¿Por mí? pues no lo entiendo. Y aun rígido el cadáver, seguirán las cejas vibrátiles conservando su actividad normal y seguirán viviendo los glóbulos blancos ó leucocitos, estas células amiboideas. No hay un momento preciso en que la vida cese para empezar la muerte; la muerte se desenvuelve de la vida, es lo que llaman los fisiólogos la necrobiosis, la muerte de la vida de ese don Fulgencio.

«¡Haz hijos!» oye Apolodoro al oir este nombre.

—La muerte tiene su vida, digámoslo así, sus procesos histolíticos y metamorfóticos...—y al oir suspirar á Marina, añade:—¡Es natural! ¡cuánto le queda por hacer á la ciencia hasta dominar nuestros instintos!—y se sale del cuarto.

Marina levanta la cabeza, y como quien despierta de una pesadilla, con ojos despavoridos exclama: ¡Luis, Luis, Luis! Y Apolodoro va á sus brazos y se estrechan y se mantienen en silencio, estrechados, llorando:

—¡Rosa, Rosa, mi Rosa, mi sol, mi vida... mi Luis, Luis, Luis, Luis, mi Luis, Luis, Rosa, mi Rosa...! ¡qué mundo, Virgen Santísima, qué mundo! Luis... Luis... Luis...!

—Papá...

—Cállate, Apolodoro... Luis... Luis... mi Luis... Luis... cállate... ¡Rosa... mi Rosa... Rosa... Rosa!

—Pero, mamá...

—Yo quiero morirme, Luis... ¿no quieres tú morirte?

Apolodoro mira á la muerta y tiembla al oir estas palabras.

—Cálmate, mamá.

—Calla, no hables alto, que la despiertas... ¿ves cómo duerme?

Los dos callan y parecen oir á lo lejos, que del espacio invisible bajan estas palabras del silencio:

Duerme, niña chiquita,

que viene el Coco

á llevarse á las niñas

que duermen poco.

Y la voz silenciosa se aleja cantando:

Duerme, duerme, mi niña,

duerme enseguida;

Duerme, que con tu madre

duerme la vida.

Duerme, niña chiquita,

que viene el Coco...

—¡Mamá!

—¡Chit! calla, que viene él, Apolodoro.

—No, no viene.

—¿No viene?

—No.

—Mírala qué guapa, Luis, mi Luis, mírala... ¡Rosa, mi Rosa, Rosa, Rosa de mi vida!

«¡Ay, Clarita!» murmura Apolodoro. Cierran los ojos á la muerta y salen.

Y ahora, después de esta muerte, parece que le grita con más fuerza á Apolodoro su instinto: ¡hazte inmortal! Es un ansia loca, ansia que se exaspera un día en que ve á Clarita y ya no puede contenerse. Y he aquí que á las pocas noches es, á oscuras, un: «calla, calla... ¡Clarita! ¡Clarita! ¡Clarita!» Previa promesa, claro está, para que Petra cediera.

Cuando á los pocos días se entera Apolodoro de lo que ha hecho, éntrale una enorme vergüenza y asco y desprecio de sí mismo, y acaba en un: «¡dimito! ¡ahora sí que dimito!» ¡Pobre Petra!

A lo que se agrega que va á casarse Clarita, las amonestaciones de cuyo enlace se han echado ya.

¿Escribirá algo antes, una especie de testamento? No, un acto solemne, serio, sin frases ni posturas, pero original. Que no se rían de él después de muerto.

Se recoge y medita: «¡A descansar! ¡á descansar! ¡al eterno asueto! Soy un miserable; he cometido una infamia; todos se burlan de mí; no sirvo para nada. ¡Todo han querido convertírmelo en sustancia sin dejar nada al accidente! Hasta cuando me dejaban por mi propia cuenta era por sistema. Ahora sabré á dónde vamos... ¡cuanto antes, mejor! Aunque sólo fuese por curiosidad, por amor á saber, era cosa de hacerlo. Así se sale antes de dudas respecto al problema pavoroso. ¿Y si no hay nada?»

Llaman á la puerta.

—¡Adelante!

—Por Dios, señorito, no se olvide...

—No tengas cuidado, Petra, todo se arreglará; vete ahora, déjame.

«Soy un miserable; he cometido una infamia. ¡Adiós, mi madre, mi fantasma! Te dejo en el mundo de las sombras, me voy al de los bultos; quedas entre apariencias, en el seno de la única realidad perpetua dormiré... ¡Adiós, Clara, mi Clara, mi Oscura, mi dulce desencanto! ¡Pudiste redimir de la pedagogía á un hombre, hacer un hombre de un candidato á genio... que hagas hombres, hombres de carne y hueso; que con el compañero de tu vida los hagas, en amor, en amor, en amor y no en pedagogía! ¡El genio, oh, el genio! El genio nace y no se hace, y nace de un abrazo más íntimo, más amoroso, más hondo que los demás, nace de un puro momento de amor, de amor puro, estoy de ello cierto; nace de un impulso el más inconciente. Al engendrar al genio pierden conciencia sus padres; sólo los que la pierden al amarse, los que como en sueño se aman, sin sombra de vigilia, engendran genios. ¡Qué lástima que el deber de dimitir mañana no me permita desarrollar esta luminosa teoría! Al engendrar al genio deben de caer sus padres en inconciencia; el que sabe lo que hace cuando hace un hijo, no le hará genio. ¿En qué estaría pensando mi padre cuando me engendró? En la carioquinesis ó cosa así, de seguro; en la pedagogía, sí, en la pedagogía; ¡me lo dice la conciencia! Y así he salido... ¡Soy un miserable, un infame, he cometido una infamia...!»

Llega la hora. Se encierra, sube á la mesa sobre la que pone un taburete y prepara el fuerte cordel pendiente del techo; agárrase á él y de él se suspende para ver si le sostiene; hace el nudo corredizo y se lo echa al cuello, subido en el taburete. Detiénele por un momento la idea de lo ridículo que puede resultar quedar colgado así, como una longaniza; pero al cabo se dice: «¡es sublime!» y da un empellón al taburete con los pies. ¡Qué ahogo, oh, qué ahogo! Intenta coger con los pies el taburete, con las manos la cuerda, pero se desvanece para siempre al punto.

Al ver que tarda tanto en venir á comer, don Avito va en su busca, registra la casa, y al encontrarse con aquello que cuelga, tras fugitivo momento de consideración salta á la mesa, corta la cuerda, tiende el cuerpo de su hijo sobre la mesa misma, le abre la boca, le coge la lengua y empieza á tirarle rítmicamente de ella, que acaso sea tiempo. Al poco rato entra la madre, más soñolienta desde que perdió á su hija, y al ver lo que ve se deja caer en una silla, aturdida, murmurando en letanía: «¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡Luis! ¡hijo mío!» Es una oración al compás de los rítmicos tirones de lengua. A su conjuro siente Avito extrañas dislocaciones íntimas, que se le resquebraja el espíritu, que se le hunde el suelo firme de éste, se ve en el vacío, mira al cuerpo inerte que tiene ante sí, á su mujer luego, y exclama acongojado: ¡hijo mío! Al oirlo se levanta la Materia, y yéndose á la Forma le coge de la cabeza, se la aprieta entre las manos convulsas, le besa en la ya ardorosa frente y le grita desde el corazón: ¡hijo mío!

—¡Madre!—gimió desde sus honduras insondables el pobre pedagogo, y cayó desfallecido en brazos de la mujer.

El amor había vencido.

 

 

EPÍLOGO

 

Mi primer propósito al ponerme á escribir esta novela fué publicarla por mi cuenta y riesgo, como hice, y por cierto con buen éxito, con mi otra; pero necesidades ineludibles y consideraciones de cierta clase me obligaron á cederla, mediante estipendio, claro está, á un editor. El editor se propone publicar, á lo que parece, una serie de obras editadas con cierta uniformidad, y para ello le conviene que llegue cada una de ellas á cierta cantidad de contenido, porque todo, incluso las obras literarias, debe estar sujeto á peso, número y medida. Ya yo por mi parte, previendo que la obra resultara demasiado breve para los propósitos del editor, la hinché mediante el prólogo que la precede y con tal objeto se lo puse, mas ni aun así parece que he llegado á la medida. Hace seis días remití el manuscrito á mi buen amigo Santiago Valentí Camp, y he aquí que hoy, 6 de febrero, recibo carta fechada en Barcelona á 4 de febrero de 1902, en que este amigo, bajo el membrete Ateneo Barcelonés—Particular, me dice lo que sigue:

«Acabo de hacer entrega del original al señor Henrich, y por tanto queda ya casi terminada mi gestión en este asunto. Digo casi porque después de haber estudiado detenidamente con el señor Henrich y el jefe de la sección de cajas las proporciones del libro y el número de cuartillas que tiene el original resulta, que aun haciendo uso de todos los recursos imaginables, no alcanza más que 200 páginas. Usted dirá cómo se resuelve el conflicto. A mí se me ocurren dos medios para arreglarlo.»

A seguida me expone mi amigo los dos medios que se le ocurren para resolver el conflicto, uno de los cuales es alargar el prólogo y añadir dos capítulos á la novela, aunque ve á esto el inconveniente, inconveniente que yo también se lo veo, de que quitaría espontaneidad y frescura á la obra de arte, pues así la llama mi amigo. Opto por añadirle un epílogo, con lo cual se consigue además que tenga mi libro la tan acreditada división tripartita, constando de prólogo, logo y epílogo, y es lástima que las necesidades del ajuste y el tipo fatal de 300 páginas por una parte y por otra lo apremiante del tiempo no me permitan estudiar el modo de dar á esta división tripartita cierto módulo especial tal como el de la llamada sección áurea—que tanto papel jugaba en la estética arquitectónica—de manera que fuese el prólogo al epílogo como éste al logo, ó sea este epílogo una media proporcional entre el prólogo y el logo, artificio digno de mi don Fulgencio. De todos modos creo que es un epílogo lo que resolviéndonos el conflicto, puede menos «quitar espontaneidad y frescura á la obra de arte.»

Ya veo á algún lector, más ó menos esteta, que tuerce el gesto y hace un mohín de desagrado al leer esto de «obra de arte» entre consideraciones, que tendrá por cínicas, de tan pedestre mercantilismo, mas debo aquí hacer á tal respecto algunas reflexiones sobre las relaciones entre el arte y el negocio, con lo que consigo, de añadidura, ir hinchando este epílogo.

Me tienen ya hartos los oídos de todo eso de la santidad del arte y de que la literatura no llegará á ser lo que debe mientras siga siendo una profesión de ganapán, un modo de ganarse la vida. Tiéndese con tal doctrina á hacer de la literatura un trabajo distinto de los demás y á presentar la actividad del poeta como algo radicalmente distinto de la actividad del carpintero, del labrador, del albañil ó del sastre. Y esto me parece un funesto y grave error, padre de todo género de soberbias y del más infecundo turrieburnismo. No, hacen bien los obreros ó artesanos que se llaman á sí mismos artistas, sin dejar que acaparen este título los otros.

Podría aquí extenderme—llenando mi objeto de tal manera—acerca de cómo en la edad media, en la época en que se levantaron las soberbias fábricas de las catedrales góticas, artista y artesano eran una sola y misma cosa y cómo el arte brotó del oficio, mas es esta una materia que puede verse desarrollada en muchos tratados especiales. Sólo quiero desarrollar brevemente un principio que oí asentar en cierta ocasión á don Fulgencio y es el de que así como el arte surgió del oficio, así todo oficio debe reverter al arte, y si en un principio fueron la pintura, la música y la literatura algo utilitario, tienen que llegar á ser la carpintería, la labranza, la sastrería, la veterinaria, etc., artes bellas. Don Fulgencio que, como habrá adivinado el lector, pasó por su temporada de hegelianismo, tomó gusto á las fórmulas del maestro Hegel y solía decir que el oficio era la tesis, la oposición entre oficio y arte la antétesis, y el arte sólo la síntesis ó bien que es el oficio la primitiva homogeneidad en que se cumple luego la diferenciación de oficio y arte, para que lleguemos al cabo á la integración artística.

Todo tiene, en efecto, un origen utilitario y sabido es que el cerebro mismo podría sostenerse que proviene del estómago; no la curiosidad sino la necesidad de saber para vivir es lo que originó la ciencia. Mas luego ocurre que lo en un principio útil deja de serlo y queda como adorno, como recuerdo de pasada utilidad, como esperanza de utilidad futura tal vez, y de aquí el que haya dicho un pensador británico—no recuerdo ahora cuál—que la belleza es ahorro de utilidad. La belleza, añado, es recuerdo y previsión de utilidad.

Las artes llamadas bellas surgieron de actividades utilitarias, de oficio, y así puede sostenerse que los primeros versos se compusieron, antes de la invención de la escritura, para mejor poder confiar á la memoria sentencias y aforismos útiles, de lo que nos dan buena muestra los actuales refranes. Y así diremos que composiciones poéticas como esta

El que quiera andar siempre muy bueno y sano

La ropa del invierno lleve en verano;

ó la de

Hasta el cuarenta de mayo

Nunca te quites el sayo;

ó la de

Los en um sin excepción

Del género neutro son,

son poemas fósiles ó primitivos.

Más tarde fueron diferenciándose el arte llamado bello ó inútil si se quiere y el oficio, y hoy hemos venido á tan menguados tiempos que los artistas por antonomasia, los que se dedican al oficio de producir belleza pretenden pertenecer á otra casta y sostienen con toda impertinencia que su actividad no debe regularse como las demás actividades y que su obra no es cotizable ni se le puede ni debe fijar precio como á una mesa, á un chaleco ó á un chorizo. Es de creer, sin embargo, que esto lo hagan para cobrar más, pues da grima ver expuesto en un escaparate un mamarracho pictórico y al pie: 500 pesetas. Esto es como aquello de que el sacerdote vive del altar, y luego de hacernos ver que el santo sacrificio tiene un precio infinito, leemos este anuncio: «Los señores sacerdotes que quieran celebrar misas en la parroquia de San Benito, recibirán estipendio de tres, cuatro, cinco ó seis pesetas según la hora.»

Sin hacer, pues, caso alguno, que no se lo merecen, á los sacerdotes del arte que sostienen que el poeta, el músico y el pintor no deben vivir de su arte sino para él, yo creo que debemos trabajar todos para que llegue día en que nadie viva de su oficio sino para él, y en que comprendan todos que el armar una mesa, el cortar un traje, el levantar una pared ó el barrer una calle puede, debe y tiene que llegar á ser una verdadera obra de arte por la que no se reciba estipendio, aunque la sociedad mantenga al carpintero, sastre y barrendero. Ya Ruskin inició en Inglaterra una nobilísima campaña para infundir arte en los oficios, pero lo que hace falta no es precisamente esta infusión, sino la fusión de ambos, del arte y la industria. Libros hay escritos sobre las artes industriales, nombre que impugnan otros proponiendo se les dé el de industrias artísticas. Sean una ú otra cosa, artes industriales ó industrias artísticas, el hecho es que se va á la fusión de ambos términos.

Y para llegar á tal fusión antes estorba que favorece esa arrogante pretensión de literatos, pintores, músicos y danzantes de que se les coloque en campo aparte y no se les confunda con los demás obreros. Sólo cuando todas participen de la misma ruda suerte, sólo cuando unos y otros estén sujetos al yugo del capital y se sientan de verdad hermanos en esclavitud económica, sólo cuando el poeta comprenda que no tiene más remedio que hacer sonetos como su compañero hace cestas ó zapatos, sólo entonces podrán trabajar todos juntos por la emancipación común y elevar á arte todo oficio, absolutamente todo. Es ineficaz el que el arte abra los brazos al oficio desde los espacios cerúleos diciéndole «¡sube á mí!»; es menester que baje al infierno en que éste hoy arde y se consume, y se consuma y arda con él y á fuego lento se fundan en la común miseria y luego, llevado de sus ansias de elevación y de libertad, suba á los cielos llevándose al oficio con él. Y así y sólo así podrá llegar día en que sea el trabajo espontáneo derrame de energía vital, actividad verdaderamente libre, actividad productora de belleza; así y sólo así llegará á ser la vida misma obra de arte y el arte obra de vida, según las fórmulas de que tanto gusta don Fulgencio.

He aquí la doctrina que bajo la inspiración de mi don Fulgencio he excogitado para explicar y justificar los móviles mercantiles y de negocio que me incitan á poner estrambote á una obra de arte.

Una vez justificada debidamente la existencia de este epílogo, cúmpleme hacer constar que cuando hace ya tiempo expuse, á un amigo mío el plan y argumento de mi novela se mostró muy descontento de que la hiciese terminar con el suicidio del pobre Apolodoro, conclusión desconsoladora y pesimista, y me exhortó á que buscase otro desenlace. «Debe usted hacer—me decía—que venza la vida, que el pobre mozo reaccione y se sacuda de la pedagogía y se case y sea feliz. Si lo hace usted así le prometo traducirle al inglés la novela, pues dada su índole creo que gustaría en Inglaterra.» Hubo un momento en que meditando en las razones que me dió mi amigo y ante el señuelo, sobre todo, de que pudiese entrar mi obra al público inglés, pensé si convendría variar la solución que en un principio viera, mas todo fué inútil, cierta lógica subconciente é íntima me llevaba siempre á mi primera idea. Pensé luego en bifurcar la novela al llegar á cierto punto, dividir las páginas por medio y poner á dos columnas dos conclusiones diferentes para que entre ellas escogiese el lector la que fuese más de su agrado, artificio que ya sé que nada tiene de original pero sí de cómodo.

Esto de bifurcar la novela no sería un disparate tan grande como á primera vista parece, porque si bien es cierto que la historia no se produce más que de un modo y que cuanto sucede sucede como sucede sin que pueda suceder de otra manera, el arte no está obligado á respetar el determinismo. Es más, creo que el fin principal del arte es emanciparnos, siquiera sea ilusoriamente, de semejante determinismo, sacudirnos del hado. No lo de ilógico sino otros y más graves eran los inconvenientes que á tal solución veía.

Y en cuanto á cambiar de desenlace no me era posible; no soy yo quien ha dado vida á don Avito, á Marina, á Apolodoro, sino son ellos los que han prendido vida en mí después de haber andado errantes por los limbos de la inexistencia.

Lo que acaso desee saber el lector es qué efecto produjo á don Fulgencio, á Federico, á Clarita, á Menaguti el fin trágico de Apolodoro, y qué hicieron luego de quedar sin hijos la Materia y la Forma.

Respecto á esto de llamar Forma y Materia á don Avito y á Marina quiero, antes de pasar adelante, mostrar un precedente y protestar ante todo de que se me acuse de plagio en ello. Es el caso que estoy leyendo á Molière, y tres ó cuatro días después de terminada mi novela y de haber remitido su manuscrito á Barcelona, me encontré con estos cuatro versos que dice Filaminta en la escena primera del acto IV de Les femmes savantes:

Je lui montrerai bien aux lois de qui des deux

Les droits de la raison soumettent tous ses vœux

Et qui doit gouverner ou sa mère ou son père

Ou l'esprit ou le corps, la forme ou la matière.

Por donde se ve que ya la Filaminta molieresca había comparado los dos términos del matrimonio, ó sea marido y mujer, á la materia y la forma, sólo que invirtiendo la relación de mi don Avito, ya que éste considera forma al marido y á la mujer materia y Filaminta se tiene por forma y á Crisalo, su marido, le tiene por materia. Mas esta discrepancia procede de que en la comedia de Molière es la mujer la sabia y en mi novela el sabio es el hombre. Por donde se ve que la materialidad y la formalidad de un matrimonio no la dan la virilidad y la feminidad sino la sabiduría de una de ambas partes.

Pero debemos dejar, oh paciente lector, estos tiquis miquis metafísicos, ateniéndonos en punto á metafísica á lo que enseñaba aquel sargento de artillería que hegelianizaba sin saberlo como Mr. Jourdain—recuérdese que estoy leyendo á Molière—hablaba en prosa sin saberlo. El cual sargento decía á unos soldados:

—¿Sabéis cómo se hace un cañón? ¿no? Pues para hacer un cañón se coge un agujero cilíndrico, se le recubre de hierro y ya está hecho.

Y como al hueco del cañón se le llama alma, bien pudo decir: «se coge un alma, se le pone cuerpo, y hete el cañón.»

Tal es el procedimiento metafísico, que es, como el lector habrá adivinado, el empleado por mí para construir los personajes de mi novela. He cogido sus huecos, los he recubierto de dichos y hechos, y hete á don Avito, don Fulgencio, Marina, Apolodoro y demás. Y si alguien me dijera que este no es procedimiento artístico, por muy metafísico que sea, le diré que se examine bien y vea qué encuentra debajo de sus propios hechos y dichos, y si debajo del hierro de nuestra carne no nos encontramos con un hueco ó agujero más ó menos cilíndrico.

Y volviendo á lo de antes diré que también yo me he preocupado, luego de recibida la carta de mi amigo Valentí Camp, en averiguar qué pensaron y dijeron de la muerte de Apolodoro don Fulgencio, don Epifanio, Menaguti, Federico y Clarita.

Empezando por Menaguti he de decir que cuando el sacerdote de Nuestra Señora la Belleza supo el percance de su amigo empezó á temblar como un azogado y le entró un grandísimo miedo, y que al volver un día á su casa, obsesionado por el recuerdo de Apolodoro, y pasando junto á una iglesiuca á aquella hora abierta miró á todos lados y cuando vió que nadie le veía se entró á ella furtivamente y dando de trompicones, se arrodilló en un rincón y rezó un padrenuestro por el alma de su amigo, pidiendo á la vez fe á Dios, á un Dios en quien no cree. Ahora se encuentra el pobre en el último período de la consunción, hecho un esqueleto y escupiendo los pulmones, y empeñado en matar á Dios, á ese mismo Dios á quien iba á pedir furtivamente fe y que le haga que crea en él. Mientras ve venir la muerte á toda marcha está escribiendo un libro: La muerte de Dios.

De Clarita hemos averiguado que cuando Federico, su marido, le llevó la noticia del suicidio de su antiguo novio, exclamó: «¡pobre Apolodoro! siempre me pareció algo...» y luego se dijo para sí misma: «hice bien dejarle por éste, porque si llegamos á casarnos y se le ocurre hacer esto...»

Federico se dijo: «ha hecho bien; para lo que servía...»; dió un beso á su mujer y quiso ponerse á pensar en otra cosa, pero estamos seguros de que la imagen del difunto ha de presentársele más de una vez y que recordará á menudo la conversación que tuvieron en la alameda del río, cuando iba flotando en las aguas aquel cadáver.

Don Epifanio parece ser que murmuró entre dientes: «¡pero ese Apolo, ese Apolo, quién lo hubiera creído...!» y aquella noche se estuvieron él y su mujer cuchicheando más que de costumbre antes de entregarse al sueño. También les remuerde la conciencia porque todas las personas que figuran en mi verídico relato tienen su más ó su menos de conciencia capaz de remordimientos.

En cuanto al insondable don Fulgencio ¿quién es capaz de contar el torbellino de ideas que la catástrofe de su discípulo le habrá causado? Nos consta que está meditando seriamente en si el verdadero momento metadramático no es el de la muerte. Y ahora al recordar la última entrevista que con Apolodoro tuvo, la del erostratismo, siente don Fulgencio escalofríos del alma al cruzarle la idea de si fué él quien sin quererlo le empujó á tan fatal resolución. Mas su dolor, dolor efectivo, real y doloroso, va cuajando en ideas y proyecta estudiar el suicidio á la luz de la muerte de la vida y el derecho á la muerte de la vida y el deber de muerte.

Mas á quien le ha producido el efecto más hondo y más rudo la muerte violenta de nuestro Apolodoro ha sido á Petra, la criada, á su Petrilla. Esto es para que se vea que la mayor rudeza de inteligencia y de carácter puede ir unida á la mayor profundidad y ternura de sentimientos. Esa pobre muchacha, víctima de las teorías de don Fulgencio obrando sobre los instintos de Apolodoro sobrexcitados á la vista de la muerte próxima,—pues veía claro que tenía que matarse—esa pobre muchacha tuvo la desgracia de enamorarse a posteriori de su señorito, del padre del fruto que ahora lleva en las entrañas. Se ve sola y desamparada, viuda y madre, y en momentos de desesperación medita recursos extremos y funestísimos.

Aunque la congoja ahoga al infeliz Avito y á su mujer, hanse redimido uno y otro en el común dolor, Carrascal se ha dormido y Marina ha despertado á tal punto que ha logrado la pobre Materia que se arrodille junto á ella la Forma y rece á dúo, elevando su corazón á Dios. Y ahora es cuando empieza á hablar algo de su niñez, de aquella niñez que parecía haber olvidado. Mas á pesar de tal congoja no han dejado de advertir el luto de la criada y sus extremos de dolor y esto descubriéndoles ciertos indicios que dormían en sus memorias y avivándolos al asociarlos en torno á este extraño dolor de la pobre Petrilla, les ha hecho vislumbrar la triste y dolorosa realidad que tal luto encubre.

Y llega un día en que llama don Avito á su criada y la interroga y viene la penosa confesión y la pobre muchacha se anega en llanto y el pobre hombre al sentirse abuelo la consuela con dulzura:

—No hagas caso, Petrilla, no hagas caso ni te acongojes por eso, que desde hoy serás nuestra hija y te quedarás con nosotros, y tu hijo será siempre el hijo de nuestro hijo, nuestro nieto, y nada le faltará y le cuidaremos, así como á ti, y le educaré, sí, le educaré... le educaré... y no volverá á pasar lo que con Apolodoro ha pasado, no, no volverá á pasar lo mismo, te lo juro... Le educaré, sí, le educaré, le educaré con arreglo á la más estricta pedagogía, y no habrá don Fulgencio ni don Tenebrencio que me le eche á perder, ni se rozará con otros niños. Le educaré yo, yo solo, que de algo me ha de servir la experiencia de lo pasado, le educaré yo y éste sí que saldrá genio, Petrilla; te aseguro que tu hijo será genio, sí, le haré genio, le haré genio y no se enamorará estúpidamente; le haré genio.

Con lo cual se va Petrilla consolada y hasta dando por bien empleado todo.

Cuando Marina lo sabe todo y la magnánima resolución de su marido abraza primero á éste, que tan noble espíritu demostraba, y cae luego llorando en brazos de hasta hoy su criada, y decimos hasta hoy porque acaba de decidirse que se tome en concepto de tal criada á otra y que quede Petrilla en concepto de hija y de viuda del pobre Apolodoro.

—Sí, Marina, sí, estoy satisfecho de mi resolución; así proceden los hombres honrados, es decir, razonables, y sobre todo muerto nuestro...

—Calla, Avito, no sigas.

—Bueno, faltándonos él yo necesitaba alguien en quien aplicar con toda pureza mi pedagogía...

—¡Por Dios, Avito, por Dios, calla, calla...!—exclama la pobre Marina sintiendo el peso enorme del sueño que parece volverle.

—Es que...

—¡Por Dios, Avito, por Dios! ¿más de eso todavía?

—Es que si aquello no fué de eso... es que no me dejaron aplicar con pureza mi sistema... Verás, verás ahora.

—¡Qué mundo. Virgen Santísima, qué mundo!—y empieza á sentir la pobre pesadísimo sopor sobre los párpados del alma, mientras Petrilla, satisfecha del papel de hija viuda, miró á uno y otro sin comprender nada de aquello, pero sintiendo que se trata del porvenir del fruto de sus entrañas.

Y ahora el pobre Carrascal se recata y á ocultas de su mujer llama á Petrilla para decirle:

—¿Te gustan las alubias, Petrilla?

—Bastante; ¿por qué me lo pregunta usted?

—Por nada, pero procura comer las más que puedas, ¿has oído? las más que puedas, pero sin que se te indigesten, y sobre todo no digas nada de esto á Marina, ¿has oído? ¡no le digas nada de esto!

Y cuando Petrilla se ha ido le llama para repetirle:

—Cuidado con decirle nada, pero nada; mas ten en cuenta que las alubias te convienen mucho.

Petrilla, satisfecha de su papel, se sonríe y se dice para sí misma: «¡Pobre hombre! no está muy bueno, pero le daremos gusto...»

Así á la vez que alargo este epílogo dejo colgada esta historia para poder añadirle una segunda parte, si es que la primera gusta y encuentra buena acogida.

Aquí queda en suspenso este epílogo en espera de la contestación que obtenga una carta que he dirigido hoy mismo á Barcelona preguntando de cuántas cuartillas consta el manuscrito—prólogo y logo—pues sabiendo que son 272 las páginas que el editor quiere llenar, que lo ya remitido no hace más que 219 y que falta, por lo tanto, original para 53 páginas, tengo ya trazada la proporción para hallar el número x, de cuartillas de que este epílogo debe constar, llamando n al número de las que constituyen el manuscrito que obra en manos del editor. La proporción es

219 : 53 :: 281n : x

de donde x = 281 × 53 / 219 = 67 cuartillas. Y no sigo porque me parece que ya estoy abusando.

Y á propósito; paseando esta tarde, como de costumbre, con un amigo mío médico y publicista, le he leído este epílogo, cuya historia conoce y al punto por una naturalísima asociación de ideas le ha venido á las mientes el soneto aquel famosísimo de Lope de Vega que empieza:

Un soneto me manda hacer Violante;

Yo en mi vida me he visto en tal aprieto.

Cuando concluya este epílogo, en vista de lo que me contesten, le pondré como remate ó contera el tercer verso del segundo terceto del soneto.

También recordamos, ¿y cómo no? aquel gracioso cuento que en el «Prólogo al lector» de la segunda parte de su obra inmortal nos cuenta el único y grandísimo humorista de nuestra literatura, el cuento del loco aquel de Sevilla que dió en el gracioso disparate y tema de coger algún perro en la calle ó en cualquiera otra parte y «con el un pie le cogía el suyo y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto—el cañuto de caña, puntiagudo en el fin—en la parte que soplándole le ponía redondo como una pelota y en teniéndole desta suerte le daba dos palmaditas en la barriga y le soltaba diciendo á los circunstantes (que siempre eran muchos): pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro.»

Pensarás, lector pacientísimo y benévolo, que es poco trabajo hacer un epílogo, aun con ayuda de Cervantes, diré yo á mi vez cuando haya dado fin á este. Yo también he de decirle como nuestro gran humorista en el prólogo á la primera parte de su Ingenioso Hidalgo que si me costó algún trabajo componer mi novela, ninguno tuve por mayor que el de hacer el prólogo que á este libro encabeza y este epílogo con que le pongo cola y remate. Yo también hubiera querido «dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo» ni demás perendengues y por eso he rechazado el acuerdo, que por un instante me ha revoloteado en la mente, de añadirle notas como las que llevan algunas de las novelas de Walter Scott ó Gualterio Escoto, como el Solitario quería que los españoles le llamásemos.

Ya sé yo que todos estos escarceos y alargamientos habrían de parecer abusivos y poco serios á buena parte de nuestro público; mas confío por otra parte en que esa parte no detenga sus severas miradas en estas páginas y así nos veamos libres ellos de mí y yo de ellos, con lo que no sé quién ganará más, si ellos ó yo. No lo puedo remediar, pero á lo que mi natural más naturalmente me tira es á cierto conversar sin liga ni encadenamiento, á un palique al modo de las odas pindáricas ú horacianas en que sin plan general ni serial vayan enredándose las ideas, por los rabillos de la asociación lógica que en los tratados de psicología se estudia, como las cerezas se enredan. En mi vida sabré escribir una obra rigurosamente científica y didáctica con reducirse esto á llenar con definiciones, divisiones, teoremas, escolios, lemas, corolarios, postulados y eso que se llaman hechos—y que en realidad son citas—un encasillado esquemático N.

Por no saber llenar este cañamazo científico nunca pasaré de un pobre escritor mirado en la república de las letras como intruso y de fuera por ciertas pretensiones de científico, y tenido en el imperio de las ciencias por un intruso también á causa de mis pretensiones de literato. Es lo que trae consigo el querer promiscuar.

Y no me sirve ponderar lo incientíficos que son nuestros literatos á punto de que un poeta que pasa por eminente pueda ignorar cómo se halla el volumen de un tetraedro ó cómo se producen las estaciones del año ó cuál es la ley de la reflexión de la luz y lo iliteratos que son nuestros científicos de modo que un eminente geómetra ó químico no distinga un soneto de una seguidilla ó un Rembrandt de un Rafael, no me sirve ponderar esto, ni aun yendo al fondo del mal, ni me sirve repetir que debemos tirar á sentir la ciencia y comprender el arte, á hacer ciencia del arte y arte de la ciencia, y sacar á relucir el ya tan resobado y socorrido caso de Goethe, el poeta egregio del Fausto y de Hermann y Dorotea y de las Elegías romanas que parió una teoría científica de los colores y de la metamorfosis de los pétalos de las flores y descubrió el hueso intermaxilar en el hombre; no me sirve nada de esto y por nada de ello habré de justificarme.

Catorce versos dicen que es soneto;

Burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante.

Pero sí, consonantes no han de faltarme, y en último caso acudiré á los asonantes ó aun al verso libre. Pues si hay verso libre ó blanco como otros le llaman, blank verse, ¿por qué no ha de haber también prosa libre ó blanca? ¿A título de qué hemos de uncirnos al ominoso yugo de la lógica, que con el tiempo y el espacio son los tres peores tiranos de nuestro espíritu? En la eternidad y en la infinitud soñamos con emanciparnos del tiempo y del espacio, los déspotas categóricos, las infames formas sintéticas a priori; mas de la lógica ¿cómo hemos de emanciparnos? ¿Significa ni puede significar la libertad otra cosa que la emancipación de la lógica, que es nuestra más triste servidumbre?

Ya sé que yo mismo en otras ocasiones y en otros escritos he sostenido y afirmado que la libertad es la conciencia de la necesidad, la conciencia de la ley, que el hombre debe tirar á querer lo que suceda para que así suceda lo que él quiera, pero esos no pasan de esfuerzos con que quiero engañarme á mí mismo y de reflexiones que me hago para encerrar el infinito del espacio en la menguada jaula en que estoy condenado á vivir después de haberme dado de porrazos en vano contra los barrotes de ella.

Sí, ya sé que nos ponemos á escribir versos libres aquellos á quienes no nos sale libremente la rima, los incapaces de hacer fuente de asociación de ideas de la rima generatrice, como hacemos prosa libre ó cháchara suelta á guisa de sangría los incapaces de la verdadera libertad, la que en la conciencia de la ley consiste.

A este propósito recuerdo lo que no hace aún tres días leí en La critique de l'École des femmes de Molière, comedia en un acto estrenada en 1663, comedia en que Dorante dice que la gran regla de todas las reglas es agradar, y si una pieza de teatro ha conseguido este fin es que tomó por buen camino. El cual Dorante asegura que las reglas del arte no son los mayores misterios del mundo, sino «algunas obvias observaciones que el buen sentido ha hecho sobre lo que puede quitar el gusto que se toma á tal suerte de poemas, y el mismo buen sentido que hizo antaño esas observaciones las hace obviamente todos los días sin la ayuda de Horacio y de Aristóteles.» Esto del buen sentido, del bon sens, y sobre todo tratándose del buen sentido francés, me puso en guardia, recordando al punto cuanto acerca del sentido común tengo oído al bueno de mi don Fulgencio, mas ahora al seguir hinchando este epílogo vuelvo á recordar el pasaje de Molière y lo de que la gran regla de las reglas es agradar.

La gran regla de las reglas es en este mi caso presente ir entreteniendo, deleitando é instruyendo ó sugiriendo si se puede al lector,—pariterque monendo, metamos este acreditado ripio ó relleno, pues cae mejor en latín—para llevarle suave y dulcemente á las trescientas páginas «que es el tipo.»

Y en esta mi tarea de sugerirle algo quisiera infundirle una chispa del secreto fuego que en contra de la lógica arde en mis entrañas espirituales ó avivar más bien ese fuego que en él, como en todo hombre hecho y derecho, también arde aunque sea bajo cenizas. Porque ¿qué otra cosa es el sentimiento de lo cómico sino el de la emancipación de la lógica y que otra cosa sino lo ilógico nos provoca á risa? Y esta risa ¿qué es sino la expresión corpórea del placer que sentimos al vernos libres, siquiera sea por un breve momento, de esa feroz tirana, de ese fatum lúgubre, de esa potencia incoercible y sorda á las voces del corazón? ¿Por qué se mató el pobre Apolodoro sino por escapar á la lógica, que le hubiera matado al cabo? El ergo, el fatídico ergo es el símbolo de la esclavitud del espíritu. Mis esfuerzos por sacudirme del yugo del ergo son los que han provocado esta novela, pero la lógica se vengará, estoy seguro de ello, se vengará en mí.

Porque tiene razón don Fulgencio: «sólo la lógica da de comer» y sin comer no se puede vivir y sin vivir no puede aspirarse á ser libre, ergo... hele aquí, hele aquí después de esta especie de sorites al ergo vengador. ¿Y qué más que un ergo fatídico me lleva á ir hinchando con mi cañuto de caña—pues de veras escribo con cañutos de caña á guisa de porta-plumas, por lo cual puedo decir con razón lo de calamo currente—este ergótico epílogo? ¿Es que no tiene acaso el tal epílogo su lógica, una lógica—seamos desnudamente sinceros—una lógica que me da de comer?

Y siendo lo cómico una infracción á la lógica y la lógica nuestra tirana, la divinidad terrible que nos esclaviza, ¿no es lo cómico un aleteo de libertad, un esfuerzo de emancipación del espíritu? El esclavo se ríe, el esclavo se ríe cuando otro esclavo tras momentáneo acto de rebelión recibe sobre sus escuálidos lomos los latigazos de la tirana, el esclavo se ríe y se vuelve al plato, á comer de lo que la Lógica le da, nos volvemos al plato todos, porque «sólo la lógica da de comer.» ¿Pero es que no hay algo grande, algo sublime, algo sobrehumano, en esa rebelión del pobre esclavo? ¿Es que en las entrañas de lo cómico, de lo grotesco, no sangra y llora la sublimidad humana? ¡Pobre corazón! ¡pobre corazón que te ríes para no llorar! ¡pobre corazón que te burlas para no compadecer, porque el compadecer te destroza y te aniquila!

Coged á Aristófanes, el gran cómico, al que no hubo bufonada que le arredrara, y ved cómo hace hablar en su comedia Las ranas á Esquilo, el gran trágico. ¡Desgraciados de nosotros si no sabemos rebelarnos alguna vez contra la tirana! Nos tratará sin compasión, sin miramiento, sin piedad alguna, nos cargará de brutal trabajo y nos dará mezquina pitanza. En cambio, si alguna vez le enseñamos los puños y los dientes y nos revolvemos contra ella, haremos reir á los demás esclavos cuando la verga salpique de sangre nuestros lomos con sus golpes, pero la tirana nos mirará con otros ojos y nos llamará luego aparte á su retirada alcoba y allí nos mostrará la Lógica sus secretos encantos y nos regalará con sus caricias y seremos por algunos instantes no ya sus esclavos, sino sus dueños. Y allí lloraremos en sus brazos lágrimas de redención, lágrimas de las que purifican y aclaran la vista, lágrimas de las que desahogan el vaso del corazón rebosante de amarguras. Allí, en brazos de la tirana lloraremos: ¡bienaventurados los que se ríen porque ellos llorarán algún día! Y los que no se ríen, esos no podrán llorar y las lágrimas se les quedarán en el corazón, envenenándoselo. Ved sino que los hombres graves, los que sólo por fuera y en la máscara se ríen, languidecen en soberbia y en envidia y avanzan fatigosamente uncidos al yugo infame del sentido común, cobarde ministril y capataz de la tirana Lógica.

Aquí alza otra vez la voz maese Pedro y me dice: «llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala» (capítulo XXVI de la parte II de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha) y me parece la voz de maese Pedro, del pícaro, galeote y desagradecido Ginés de Pasamonte la voz del sentido común, de este Ginesillo de Parapilla que acaba en robar rucios á los Sancho Panzas.

Tiene razón maese Pedro, á quien bien á mi pesar sirvo de criado: no debo meterme en dibujos sino hacer lo que don Quijote me manda, que será lo más acertado, siguiendo mi canto llano y sin meterme «en contrapuntos que se suelen quebrar de sotiles», y lo que don Quijote me manda es que no me encumbre sino que siga mi epílogo en línea recta sin meterme en las curvas ó trasversales, «que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.» «Yo lo haré así», no sea que á don Quijote se le antoje salir en ayuda de Apolodoro y la emprenda á llover cuchilladas sobre mi titerera pedagógica y derribe á unos, descabece á otros, estropee á don Fulgencio, destroce á Menaguti y entre otros muchos tire un altibajo tal que si maese Pedro, el que por dentro y bien á mi pesar mueve mi tinglado todo, no se abaja, se encoge y agazapa, le cercene la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán, cercén que se tendría muy merecido. Y de nada sirve que maese Pedro dé voces á don Quijote diciéndole que se detenga y advierta que estos no son sino figurillas de pasta y que me destruye y echa á perder parte de mi hacienda, pues no dejará por eso don Quijote de menudear cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos, que el tal don Quijote es hombre grave si los hay y de los que toman las burlas en veras, por lo cual no sabe tomar las veras en burlas ni se tiene noticia de que se haya reído nunca por dentro aunque haya dado que reir á todo el mundo. Pues tal es la miserable condición humana, que no queda otra salida que ó reirse ó dar que reir como no tome uno la de reirse y dar que reir á la vez, riéndose de lo que da que reir y dando que reir de lo que se ríe, según la fórmula que me enseñó en cierta ocasión, al pie del Simia sapiens, mi don Fulgencio.

¿Y hay, á propósito, nada más cómico que don Quijote? ¿No luchó desesperadamente contra la lógica de la realidad que nos manda que sean los molinos de viento lo que en el mundo de la realidad son y no lo que en el mundo de nuestra fantasía se nos antoja que sean? ¿Y cuándo le volvió la lógica á don Quijote sino cuando la muerte le amagaba y rondaba en torno suyo? Se rebeló contra la lógica el esclavo Alonso el Bueno y la Lógica le llevó á su apartado retiro y le enseñó sus secretos y le regaló con sus caricias, porque ¿no se ve á la Lógica y á la Lógica desnuda y sumisa y entregada y no vestida y tiránica y reservada en las aventuras todas de nuestro inmortal ingenioso hidalgo?

Yo lancé hace algún tiempo el grito de ¡muera don Quijote!, y este grito halló alguna resonancia y quise explicarlo diciendo que quería decir ¡viva Alonso el Bueno! esto es, que grité ¡muera el rebelde! queriendo decir ¡viva el esclavo!, pero ahora me arrepiento de ello y declaro no haber comprendido ni sentido entonces bien á don Quijote, ni haber tenido en cuenta que cuando éste muere es que tocan á muerto por Alonso el Bueno.

Hasta aquí llegaba ayer, habiendo llenado 41 cuartillas de epílogo, cuando recibo hoy, 7 de febrero, carta de que hacen falta otras tantas, es decir, que apenas he llegado á la mitad de este epílogo.

Dejé ayer á prevención concluso el sentido al final de la cuartilla 18, después de hablar del efecto que la muerte de Apolodoro produjo al insondable don Fulgencio, y antes de ocuparme en el que á Petrilla produjo esa misma muerte, y lo dejé así con el objeto de poder intercalar entre las cuartillas 18 y 19 cuantas fueren menester. Y ahora, con objeto de poder cubrir ese hueco que á prevención dejé, voy á ver á don Fulgencio, en busca de lo que acerca del efecto que el suicidio de su discípulo le produjera.

Vengo de ver á don Fulgencio, el cual no ha querido hablarme de los efectos en su espíritu de la violenta muerte de Apolodoro. Apenas le hablé de ello se me mostró muy afectado y dolorido y me dijo: «¡Pasemos á otra cosa!» Y al exponerle los motivos lógicos que me impelían á interrogarle sobre tan doloroso punto, me ha contestado diciéndome que la cosa se arreglaba muy bien publicando á seguida de mi relato y epílogo un trabajo cualquiera de él ó mío, cosa muy dentro de las costumbres y usos literarios. Y tirando del cajón sacó de él un manuscrito que me entregó diciéndome:

—Ahí tiene usted una obra de mi juventud, un pequeño diálogo titulado «El Calamar», que escribí poco después de haber rechazado un duelo que se me propuso. Si no bastara, publique usted algo suyo. Vamos á ver: ¿por qué no lo hace con aquello de «El liberalismo es pecado» que en cierta ocasión me leyó?

—Es que yo quiero—le he dicho—que cuanto en un volumen vaya tenga cierta unidad de tono siquiera; en el chorizo se mete carne de vaca con la de cerdo, pero no sardinas ni ciruelas.

—¡Unidad de tono... unidad de tono...! Siempre salen ustedes con esas tonadillas de antaño que en realidad no hay quien las entienda á derechas. Y dígame, amigo Unamuno, ¿qué unidad de tono le encuentra usted al mundo? Y aunque una obra de arte necesite unidad de tono, el libro, como obra de arte, el libro, entiéndame bien, el libro, no su contenido, es obra de arte tipográfico y no literario y su unidad ha de ser unidad de papel, de tipos, de caja, de impresión. Por lo demás encuentro justificadísimo lo de sus editores, y una de las cosas que más me gustan de nuestro libro inmortal, es que Juan Gallo de Andrada, escribano de cámara del rey don Felipe, certificara de que los señores del Consejo vieron el libro intitulado El ingenioso Hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y tasaran cada pliego de él á tres maravedís y medio, y teniendo el libro ochenta y tres pliegos, al dicho precio montaba el dicho libro—diciéndome esto tenía don Fulgencio abierto y á la vista el Quijote—doscientos y noventa maravedís y medio, en que se había de vender en papel, y dieron licencia para que á ese precio se pudiese vender, y mandaron poner esa tasa al principio del libro y que no se pudiese vender sin ella. Pienso escribir algo sobre esto de la tasa del Quijote. Y á propósito de ello he de contarle lo que no ha muchos años sucedió en la Corte entre un poeta y un librero. Fué el caso que el poeta le presentó un tomito de composiciones suyas pidiéndole le tomase algunos ejemplares con el consiguiente descuento. Cogió el librero el tomito y sin abrirlo lo revolvió en la mano examinando su longitud, latitud y profundidad, hecho lo cual preguntó al poeta: «¿Y á cuánto ha de venderse esto?» «A tres pesetas», contestó el poeta, y el librero replicó: «Me parece caro.» Y el poeta exclamó entonces: «Es que le advierto que es oro puro.» «¿De oro puro? en ese caso no me conviene», replicó el librero devolviéndole el tomito. Créame, hasta el oro puro hay que saber tasarlo, como tasaron los señores del Consejo el oro puro del Quijote.

Otras muchas cosas me ha dicho don Fulgencio, dejándome convencido, y al salir me ha entregado dos manuscritos suyos, el diálogo de «El Calamar», de que hice mención, y los «Apuntes para un tratado de Cocotología», autorizándome para que haga de ellos el uso que crea conveniente.

Y ahora termino este epílogo, como prometí terminarlo, con el último verso del soneto de Lope de Vega:

Contad si son catorce y está hecho.

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