XIV

 

Ayer vió á Clarita, á lo lejos y de paso y se le encendió el mal extinguido amor, y ahora es cuando comprende que la quería, que la quería con toda el alma, ahora que otro la quiere y quiere ella al otro. Y se dice: «Ya que no puedo ser genio en vida, lo seré en la muerte; escribiré un libro sobre la necesidad de morirse cuando el amor nos falta y me mataré, me mataré por no dejarme morir...

Fratelli a un tempo stesso amore e morte

Ingenerò la sorte;

mas antes, Apolodoro, haz hijos, haz hijos; ¡busca la inmortalidad en ellos... por si acaso...!»

Y al llegar á este punto de su soliloquio, hiere su vista y su corazón un espectáculo terrible. Es que en un rincón yace un pobre epiléptico, haciendo las más grotescas contorsiones, torciendo boca y ojos, sacudiendo la mano como quien toca la guitarra, y le rodean cinco chiquillos, que celebran la gracia.

—¡Anda, Frasquito, toca malagueñas!

Y Frasquito hace que toca y guiña los ojos y tuerce la boca y los chicos le remedan y hacen gestos como él. Apolodoro se indigna y les grita:

—Ú os vais de aquí ú os hecho á puntapiés, chiquillos. Burlarse así de la desgracia...

Y mientras el pobre, á cuya gorra echa Apolodoro una moneda, le agradece con más profundas contorsiones, los chicuelos desde lejos:

—¡Vaya con el señorito! ¡señoritín!... ¡aburrido!

«¡Aburrido!» el supremo insulto aquí para los niños, por lo menos cuando él lo era; hasta los niños le desprecian. ¿Sabrán lo del cuento? ¿sabrán lo de Clarita? ¿sabrán de quién es hijo? ¿sabrán que le criaban para genio?

Y sigue su camino llevando la visión del epiléptico, visión que sin saber cómo, le trae á las mientes una doctrina que oyera ha tiempo exponer á don Fulgencio. Y es que de lo sublime á lo ridículo no hay más que un paso, según dicen, mas deben añadir que tampoco hay más que un paso de lo ridículo á lo sublime. Lo verdaderamente grande se envuelve en lo ridículo; en lo grotesco lo verdaderamente trágico. De lo sublime á lo ridículo no hay más que un paso, un paso hacia dentro, el que da lo sublime al sublimarse aún más convirtiéndose en sublimado corrosivo. Si hubiera dioses y tuvieran que vivir con los hombres, nos resultarían los seres más grotescos. Y se añade Apolodoro: «¡qué ridículo, qué sublime debo de ser! dimito... dimito y así mi ridiculez se sublimará... dimito... Pero antes ¡haz hijos, Apolodoro!»

Llega á casa, entra en su cuarto, abre un libro y ante las abiertas páginas le dice su demonio familiar: «Tu padre es un majadero; si no hubieses nacido de un majadero así... Mas acaso no sea majadero, sino envidioso; te ha educado así tal vez por celos, para que no le sobrepujes... No, no, es que está trastornado.» Llaman á la puerta, manda entrar, y entra don Avito.

—Tenemos que hablar, Apolodoro.

—Tú dirás.

—Observo en ti desde hace algún tiempo algo extraño y que cada vez respondes menos á mis esperanzas.

—No haberlas concebido.

—No las concebí yo, sino la ciencia.

—¿La ciencia?

—La ciencia, sí, á la que te debes y nos debemos todos.

—¿Y para qué quiero la ciencia si no me hace feliz?

—No te engendré ni crié para que fueses feliz.

—¡Ah!

—No te he hecho para ti mismo.

—Entonces, ¿para quién?

—¡Para la Humanidad!

—¿La Humanidad? ¿Y quién es esa señora?

—No sé si tenemos ó no derecho á la felicidad propia.

—¿Derecho? Pero sí á destruir la ajena, la de los hijos sobre todo.

—¿Y quién te ha mandado enamorarte?

—¿Quién? El Amor, ó si quieres el determinismo psíquico, ese que me has enseñado.

El padre, tocado en lo vivo por este argumento, exclama:

—¡El amor! siempre el amor atravesándose en las grandes empresas... El amor es anti-pedagógico, anti-sociológico, anti-científico, anti...-todo. No andaremos bien mientras no se propague el hombre por brotes ó por escisión, ya que ha de propagarse para la civilización y la ciencia.

—¿Qué líos son esos, padre?

—Vaya, veo que no estamos todavía para oir á la severa Razón—y se retira don Avito.

Y empieza ahora un horror, un verdadero horror, tales son los despropósitos que al fracasado genio se le ocurren. Ocúrresele unas veces si estará haciendo ó diciendo algo muy distinto de lo que cree hacer ó decir y que por esto es por lo que le tienen por loco los demás; otras veces se le ocurre que está el mundo vacío y que son todos sombras, sombras sin sustancia, ni materia, ni cosa palpable, ni conciencia. Arde en deseos de verse desde fuera, como los demás le ven, y para lograrlo salirse de sí mismo, dejar de ser él mismo, y dejando de ser él mismo, ¡dejar sencillamente de ser, dimitir! Y para matar el tiempo se pone á descifrar logogrifos y charadas y á resolver solitarios en la baraja. Y tras los reyes caballos, sotas y ases aparece Clarita, Clarita siempre, escoltada por don Fulgencio, don Epifanio, Menaguti, su padre, y al lado Federico. Y ¡cómo se parece á don Fulgencio esta sota de bastos!

Piérdese en paseos por el campo en los que se entretiene en fecundar las flores sacudiendo el polen de los estambres sobre los pistilos, ó en soplar la corona de semillas del amargón á que se esparzan por el campo.

Un día va á dar al cementerio, á meditar allí, entre aquellas filas de nichos y apenas se le ocurre cosa alguna. «Si no me quiere Clarita y no sé hacer cuentos, ¿para qué vivir?» La Muerte lo mismo que el Amor le dice: ¡Haz hijos! «La Muerte, ¿es distinta del Amor? Para la ameba morir es reproducirse.» A sus pies lee en una losa: «¡Mariquita! ¡Mariquita! ¡Mariquita!» Y se sale del cementerio diciéndose: «Dimito, dimito; aquí está el sitio de los jubilados; mas antes haz hijos, Apolodoro.» Y llega á casa y le trae la criada el chocolate.

—Oye, Petra, ¿has pensado alguna vez en morirte?

—¿Yo? ¡Ni ganas!—y se echa á reir.

Y ¡cómo ríe! ¡y qué dientes enseña al reir! unos dientes blanquísimos, sanos, bien alineados, unos dientes hechos para reir, para comer y para morder. ¡Qué salud! ¡qué colores! se le ve y se le oye respirar.

—¿Y en tener hijos, has pensado?

—Vaya, vaya, déjese de bromas, señorito—y se va.

¡Caramba con la moza! ¡excelente molde!

Don Avito medita, entre tanto, en eso de Lombroso del parentesco entre el genio y la locura, y á punto de convencerse del fracaso de su hijo, va á ver á don Antonio el médico y deciden examinar á Apolodoro.

—Mira, Apolodoro, tú no estás bueno, tú tienes algo, algún mal interior de que ni tú mismo sospechas y es menester que el médico te examine.

—Sí, ya te entiendo y sé lo que crees que tengo, pero es otra cosa; conozco mi enfermedad.

—Sí, el amor.

—No, la pedagogía.

Y llega el médico y le examina y se va diciendo: «Pues señor, aquí no veo nada.» Y Apolodoro se dice: «No sabe qué tengo ni lo sabrá nadie, aunque algo debo de tener, sin duda. Ha de ser un caso patológico interesante, raro... ¿No sobrevive acaso el nombre de Dalton más que por otra cosa por la enfermedad que padeciera? ¡Erostratismo, puro erostratismo! ¡ansia de inmortalidad! ¡Haz antes hijos, Apolodoro! ¿Pero serviré para el caso? porque yo estoy malo, muy malo; yo duro poco; ni me dará la vida tiempo á dimitir, me dejará cesante... Estoy muy malo.» Y llama.

---¿Qué quiere usted, señorito?

—Nada, Petra, verte antes de salir, porque difundes tal aire de salud, se exhala tal salubridad de tu vista, que parece me alivia...

—Vamos, no se burle así...

—Espera, espera que te toque á ver si se me pega tu sanidad—y le pasa la mano por la cara.

—Estése quieto y dígame qué quiere.

—Que te vayas.

«Sí, mejor es que se vaya», y sale Apolodoro de paseo. «Allá va Menaguti; tengo que volverme y tomar otro camino, porque ¿con qué cara me presento á él? ¿me habrá visto? y si me ha visto, ¿caerá en la cuenta de que le evito?» Y tuerce y sale á la alameda y topan sus ojos con Clarita, tan hermosa, y Federico al lado. Enciéndesele la sangre. Y les sigue, acomodando su paso al lento paso de ellos. Las piernas de Clarita van y vienen á compás, marcando alternativamente sus contornos en la falda, y ondean al vientecillo los rizos de su nuca, al vientecillo que orea el tierno follaje de primavera, el verde plumoncillo de los álamos que despiertan desperezándose del invierno... Oh ¡qué hermosa! ¡qué hermosa! «¡Y yo que creía no quererla! ahora, ahora es cuando comprendo cuán enrocinado estaba por ella.» El vientecillo le da de cara, viene de ella y le trae sus efluvios, su aliento, su perfume, algo de su tibieza; entreabre la boca para mejor aspirarlo. «Algo me tragaré de ella y en ese algo vendrá toda entera.» Y va creciéndole un abceso de amor, como un repentino tumor amoroso del ánimo, y le entran ganas de abalanzarse y de ahogarle á él y de forzar á ella y de dimitir luego, sí, de dimitir, pero después de haberle hecho un hijo. «Yo no estoy bueno, no estoy bueno; así no puedo seguir; á casa, á casa, que estoy muy malo.» Y sube las escaleras casi en fiebre, y cuando Petra le abre la puerta, se abalanza á ella y le da un beso, y la fiebre se le calma.

—¿Pero está usted loco, señorito?

Y á la noche, en la cama, besa primero á la almohada, con furia, y acaba por morderla, con más furia aún.

Vuelve á intentar el padre nueva conferencia y á las pocas frases exclama el hijo:

—Bueno, pero la ciencia ¿me enseña á ser querido?

—Enseña á querer.

—No es eso lo que me importa.

—¡El amor! ¡herencia fatal! Es un caso de la nutrición después de todo y nada más. Este tropiezo te servirá. También yo pasé por ahí...

—¿Tú?—y abre los ojos como queriendo tragarle con ellos,—¿tú? ¿tú?—y se echa á reir como un loco.

—Yo, sí, yo, yo; ¿pues qué se te figura, chiquillo? ¿que sólo tú eres capaz de enamorarte? También yo, sí, también yo me enamoré de tu madre, también yo, y así has salido tú, como engendrado en amor...

—¿En amor? ¿engendrado en amor yo? te equivocas.

—Sí, tú. Pero para algo me has servido, para algo servirás á la humanidad, porque ahora se pone en claro que no haremos con la pedagogía genios mientras no se elimine el amor.

—¿Y por qué no hacer del amor mismo pedagogía, padre?

Don Avito se queda un rato suspenso, y dice luego:

—Mira, es una idea que no se me había ocurrido, y aunque me parezca absurda puede conducir á algo como ha conducido á Lobacheusqui el hacer una geometría partiendo del absurdo de que desde un punto fuera de una recta pueda bajarse más de una perpendicular á ella. Mira, dedícate á desarrollar esa idea y tal vez des en la pedagogía meta-pestalozziana y en la cuarta dimensión educativa; ve ahí un campo abierto á tu genialidad...

—¡Padre, no se juega así con el corazón!

Y vuelven á separarse sin resultado.

Va llegando ya al colmo el desaliento nada científico de don Avito, quien da en recordar las más estupendas y peregrinas ocurrencias de aquel funesto de don Fulgencio, el mixtificador que por tanto tiempo le ha tenido preso en sus encantos maléficos, aquellas ocurrencias como la de la cura del sentido común, rémora de toda genialidad, mediante el masaje histológico del cerebro logrado por cierta trepidación eléctrica que obligue á las células nerviosas á entrecruzar de otro modo que como lo tienen sus prolongaciones pseudopódicas, la microcirugía psíquica, de donde se deduce la utilidad pedagógica del pescozón en cuanto éste hace vibrar el cerebro y sus 612.112.000 células; ó recuerda lo de la cura de la monotonía mental mediante inyecciones de gelatina. Y luego se dice: «¿No será mejor que pretender hacer el genio, hacer primero la madre del genio? Tengo muy abandonada á Rosa, y la pobrecilla no me gusta, no, no me gusta; va desmejorando mucho, pero mucho; no sirve meteorizarla. Todo me sale mal, todo me sale mal; quiero guiar á Apolodoro por el buen camino, y va y se me enamora; quiero robustecer físicamente á Rosa, y nada, cada vez más enteca. Esa Marina me la echa á perder con sus mimos.»

 

 

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