I

Así como la doctrina que forja ó abraza un hombre suele ser la teoría justificativa de su conducta, así la filosofía de un pueblo suele serlo de su modo de ser, reflejo del ideal que de si mismo tiene.
Segismundo, lanzado al trono desde su cueva de solitario, pronuncia que la vida es sueño, más se ase de ella diciendo:

...................soñemos, alma, soñemos
otra vez; pero ha de ser con atención y consejo,
de que hemos de dispertar deste gusto al mejor tiempo
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……………………….que estoy soñando y que quiero
obrar bien, pues no se pierde el hacer bien aún en sueños,
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Acudamos á lo eterno, que es la fama vividora
donde ni duermen las dichas, ni las grandezas reposan.

Tras esto eterno se fué el vuelo del alma castellana. La ciencia una, á cuya cumplida organización tienden de suyo como á fin último, aunque inasequible, las ciencias todas, tal es lo que trata de construir en la filosofía el hombre, el blanco á que endereza sus esfuerzos desde los datos de experiencia. Va á la par la realidad, por su parte, depositándose en silencio en el hondón del espíritu, y allí á oscuras organizándose. Ya de este hondón donde está su reflejo vivo y espontáneo, ya de la realidad misma conocida á luz de conciencia se quiere sacar filosofía.
El espíritu castellano al sazonar en madurez buscó en un Ideal supremo el acuerdo de los dos mundos y el supremo móvil de acción; revolvió contra sí mismos sus castizos caracteres al procurar dentro de sus pasiones y con ellas negarlas, asentar su individualidad sobre la renuncia de ella misma. Tomó por filosofía castiza la mística, que no es ciencia sino ansia de la absoluta y perfecta hecha sustancia, hábito y virtud intrasmisible, de sabiduría divina; una como propedéutica de la visión beatífica; anhelo de llegar al Ideal del universo y de la humanidad é identificar al espíritu con él, para vivir, sacando fuerzas de acción, vida universal y eterna; deseo de hacer de las leyes del mundo hábitos del ánimo, sed de sentir la ciencia y de hacerla con amor sustancia y acción refleja del alma. Corre, tras la perfecta adecuación de lo interno con lo externo, á la fusión perfecta del saber, el sentir y el querer; mantiene el ideal de la ciencia concluida, que es acción, y que, como Raquel, moriría de no tener hijos.
Casta la castellana de conquistadores, mal avenidos al trabajo, no se compadecía bien á interrogar y desentrañar la realidad sensible, á trabajar en la ciencia empírica, sino que se movían á conquistar con trabajos, sí, no con trabajo, una verdad suma preñada de las demás, no por discurso que se arrastra pasando de cosa en cosa, ni por meditación que anda y cuando más corre, entendiendo una por otra, sino por gracia de contemplación que vuela y desde un rayo de visión se difunde á innúmeros seres, por contemplación de fruto sin trabajo, contemplatio sine labore cum fructu, que decía Ricardo de San Víctor. Pobres en el cultivo de las ciencias de la naturaleza, ejercitaron lo agudo de su ingenio en barajar y adelgazar textos escritos, más en comentar leges que en hallar leyes. No construyeron filosofía propia inductiva ni abrieron los ojos al mundo para ser por él llevados á su motivo sinfónico; quisieron cerrarlos al exterior para abrirlos á la contemplación de las « verdades desnudas », en noche oscura de fe, vacíos de aprehensiones, buscando en el hondón del alma, en su centro é íntimo ser, en el castillo interior, la « sustancia de los secretos », la Ley viva del universo.
No parte la mística castellana de la Idea abstracta de lo Uno, ni tampoco directamente del mundo de las representaciones para elevarse á conocer invisibilia Dei per ea quae facta sunt.
« Ninguna cosa criada ni pensada puede servir al entendidimiento de propio medio para unirse con Dios... Todo lo que el entendimiento puede alcanzar antes le sirve de impedimento que de medio si á ello se quisiese asir. » (San Juan de la Cruz.)
Arranca del conocimiento introspectivo de sí mismo, cerrando los ojos á lo sensible, y aun á lo inteligible, á « todo lo que puede caer con claridad en el entendimiento », para llegar á la esencia nuda y centro del alma, que es Dios, y en ella unirse en « toques sustanciales» con la Sabiduría y el Amor divinos. Los místicos castellanos glosan y ponderan de mil modos el « conócete á ti mismo» y aún más el « conózcame, Señor, á mi y conocerte he á ti» de San Agustín. Las obras de Santa Teresa son autobiografías psicológicas de un realismo de dibujo vigoroso y preciso, sin psicologiquería alguna.
Robustísima en ellos la afirmación de la individualidad (cosa muy distinta de la personalidad) y del libre albedrío, grandísima la cautela con que bordean el panteísmo. Y es tan vivo en esta casta este individualismo místico, que cuando en nuestros días se coló acá el viento de la renovación filosófica post-kantiana nos trajo el panenteísmo krausista, escuela que procura salvar la individualidad en el panteísmo, y escuela mística hasta en lo de ser una perdurable propedéutica á una vista real que jamás llega. Y es tan fuerte el individualismo este, que si San Juan de la Cruz quiere vaciarse de todo, busca esta nada para lograrlo todo, para que Dios y todo con El sea suyo.
Como no fueron al misticismo por hastío de la razón ni desengaño de ciencia, sino más bien por el doloroso efecto entre lo desmesurado de sus aspiraciones y lo pequeño de la realidad, no fué la castellana una mística de razón raciocinante, sino que arrancaba de la conciencia oprimida por la necesidad de ley y de trabajo. Es sesuda y sobria y sin manchas de ignorancia grosera. Santa Teresa, penetrada del valor de las letras, no se complace en relatarnos apariciones sensibles, ni que baje el Esposo á charlar á cada paso con ella, revelándole vaticinios impertinentes y avisos de gaceta; sus relaciones místicas, sea cual fuere la idea que de ellas nos formemos, fueron serias, sin segunda intención ni tramoya alguna. La casta de la reformadora será fanática, no supersticiosa. No cayó en el desprecio de la razón ni de la ciencia por abuso de ellas.
Buscaban libertad interior bajo la presión del ambiente social y el de sí mismos, del divorcio entre su mundo inteligible y el sensible en que los castillos so convierten en ventas; libertad interior, desnudarse de deseos para que la voluntad quedara en potencia respecto á todo.
« Y considerando el mucho encerramiento y pocas cosas de entretenimiento que tenéis, mis hermanas..., me parece os será consuelo deleitaros en este castillo interior, pues sin licencia de las superioras podéis entraros y pasearos por él á cualquier hora. »
Esto decía á sus hermanas la mujer llena de espíritu de libertad y santa independencia.
Oprimidos por la ley exterior buscaron el intimarla en sí purificándola, anhelaron consonar con su suerte y resignarse por el camino de contemplación liberadora. Había ya dicho Ricardo de San Víctor, que de haber los filósofos conocido esta ciencia mística, jamás habrían doblegado su cerviz ante los hombres, nunquam creaturae collum inclinassent.
Corrían tras ciencia de libertad obtenida sin trabajo, sine labore cum fructu. Habríales parecido, de seguro, atroz blasfemia aquello de Lessing, de que no es la verdad que posee ó cree poseer un hombre lo que constituye el valor de éste, sino los esfuerzos leales por alcanzarla, y que si Dios, teniendo en su diestra la verdad y en la izquierda no más que el siempre vivo instinto de perseguirla, aun añadido á éste condena á permanente error, le dijera: ¡escoge!, se abalanzaría humilde á su izquierda, diciéndole: Padre, dame este instinto, la verdad pura es para ti sólo.
Buscaban por camino de oración, anhelos y trabajos, ciencia hecha y final, contemplativa, no de meditación ni de discurso; buscaban por renuncia del mundo posesión de Dios, no anegamiento en él, buscaban
« entender [el alma] grandes secretos, que parece los ve en el mesmo Dios, ni aun digo que ve, no ve nada: porque no es visión imaginaria, sino muy intelectual, adonde se le descubre como en Dios se ven todas las cosas, y las tiene todas en sí mesmo » (Santa Teresa);
« acto de noticia confusa, amorosa, pacífica y sosegada en que está el alma bebiendo sabiduría, amor y sabor... Quedándose en la pura desnudez y pobreza de espíritu, luego el alma ya sencilla y pura se transformaría en la sencilla y pura Sabiduría divina..., porque faltando lo natural al alma ya enamorada luego se infunde lo divino sobrenaturalmente; que Dios no deja vacío sin llenar » (San Juan de la Cruz).
Ciencia pura, absoluta, final y contemplativa, visión de la divina Esencia por amor. ¿Es que puede conocerse algo sin amarlo? Conocer es querer y recriar. La mística buscaba el fondo en que las potencias se funden y asientan, en que se conoce, quiere y siente con toda el alma, no ya ver las cosas en Dios, sino sentir ser todas en El, decía San Juan do la Cruz. ¡Por amor! Lo idealizaron, el amor al Amor. Las comparaciones de desposorio y matrimonio espiritual les ocurren á cada paso. Casi todos los místicos han sido pareja castísima. En todos tiempos ha servido el amor de núcleo vivo de idealizaciones; en Beatriz ha encarnado en Ideal, porque la ciencia vive de sus raíces, y la inteligencia arranca de la vida de la especie. Dios no dice á Adán y Eva, « estudiad y conoced las razones de las cosas », y la ciencia misma es viva en cuanto acrecienta y multiplica la vida de la especie. La mística idealizó, no lo eterno femenino, ni lo eterno masculino, sino lo eterno humano; Santa Teresa y San Juan de la Cruz, nada hombruna aquélla, nada mujeril éste, son excelentes tipos del homo que incluye en sí el vir y la mulier.
Por ciencia de amor buscaban posesión de Dios, sin llegar á la identidad entre pensar á Dios y ser Dios del maestro Eckart. Aun cuando hablen de perderse en El, es para encontrarse al cabo de El posesores. Para venir á poseerlo, á saberlo y á serlo todo, no quieras poseer, saber, ni ser algo en nada, enseña San Juan de la Cruz.
Esta sed de supremo goce de posesión, sabiduría y ser por conquista amorosa, les llevó en aquella edad al anhelo del martirio, á la voluptuosidad tremenda del sufrimiento, á la embriaguez del combate espiritual, al frenesí de pedir deliquio de pena sabrosa, á que el alma hecha ascua se derritiera en amor, desgarrándose la urdimbre de espíritu y cuerpo y corriendo por las venas espirituales mares de fuego, y por fin llegaron algunos, rompiendo con la ortodoxia, á pedir la nada.
El punto que en nuestro misticismo separa la ortodoxia de la heterodoxia, es verdadero punto y no muy fijo, es, sobre todo, la protesta de sumisa obediencia á la Iglesia. Negar que ese punto sirviera de transición es querer apagar la luz solar amontonando escombros paleontológicos, echando á los ojos tierra de erudición, con noticias complacientes.

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