I

Elévanse á diario en España amargas quejas porque la cultura extraña nos invade y arrastra ó ahoga lo castizo, y va zapando poco á poco, según dicen los quejosos, nuestra personalidad nacional. El río, jamás extinto, de la invasión europea en nuestra patria, aumenta de día en día su caudal y su curso, y al presente está de crecida, fuera de madre, con dolor de los molineros á quienes ha sobrepasado las presas y tal vez mojado la harina. Desde hace algún tiempo se ha precipitado la europeización de España; las traducciones pululan que es un gusto; se lee entre cierta gente lo extranjero más que lo nacional y los críticos de más autoridad y público nos vienen presentando literatos ó pensadores extranjeros. Algunos hay que han hecho en este sentido por la cultura nacional más que en otro cualquiera, abriéndonos el apetito de manjares de fuera, sirviéndonoslos más ó menos aderezados á la española. Y hasta Menéndez y Pelayo, « español incorregible que nunca ha acertado á pensar más que en castellano » (así lo cree por lo menos, cuando lo dice), que á los veintiún años, « sin conocer del mundo y de los hombres más que lo que dicen los libros », regocijó á los molineros y surgió á la vida literaria, defendiendo con brío en « La Ciencia Española la causa del casticismo, dedica lo mejor de su « Historia de las ideas estéticas en España », su parte más sentida, á presentarnos la cultura europea contemporánea, razonándola con una exposición aperitiva. Cada vez se cultivan más las lenguas vivas, hay muchos ya que casi piensan en ellas, y aun cuando prescindamos de los efectos que han dado ocasión á que corra por ahí y se utilice un « Diccionario de galicismos », nos hallamos á menudo con escritores que escriben francés traducido á un castellano de regular corrección gramatical.
« ¡Mi yo, que me arrancan mi yo! », gritaba Michelet, y una cosa análoga gritan los que, con el agua al cuello, se lamentan de la crecida del río. De cuando en cuando, agarrándose á una mata de la orilla, lanza algún rehacio conminaciones en esa lengua de largos y ampulosos ritmos oratorios que parece se hizo de encargo para celebrar las venerandas tradiciones de nuestros mayores, la alianza del altar y el trono y las glorias de Numancia, de las Navas, de Granada, de Lepanto, de Otumba y de Bailén.

Más bajo, mucho más bajo y no en tono oratorio, no deja de oírse á las veces el murmullo de los despreciadores sistemáticos de lo castizo y propio. No faltan entre nosotros quienes, en el seno de la confianza, revelan hiperbólicamente sus deseos manifestando un voto análogo al que dicen expresó Renán cuando iban los alemanes sobro Paris, exclamando: ¡que nos conquisten! Estaría sin duda pensando entonces el historiador del pueblo de Israel en aquella doctrina con tanto amor puesta por él de realce, en aquella doctrina de anarquismo y de sumisión de que fué profeta Jeremías en los días del rey Josías, al pedir que los israelitas se sometieran al yugo de los caldeos para que, purificados en la esclavitud y el destierro de sus disensiones y vicios internos, pudieran llegar á ser el pueblo de la justicia del Señor.

Mas no hace falta conquista, ni la conquista purifica, porque á su pesar y no por ella, se civilizan los pueblos. No hizo falta que los alemanes conquistaran á Francia; sirvió la paliza del 70 de ducha que hiciera brotar y secarse las corrupciones del segundo imperio. Para nosotros tuvo un efecto análogo la francesada. El Dos de Mayo es en todos sentidos la fecha simbólica de nuestra regeneración, y son hechos que merecen meditación detenida, hechos palpitantes de contenido, el de que Martínez Marina, el teorizante de las Cortes de Cádiz, creyera resucitar nuestra antigua teoría de las Cortes mientras insuflaba en ella los principios de la revolución francesa, proyectando en el pasado el ideal del porvenir de entonces, el que un Quintana cantara en clasicismo francés la guerra de la Independencia y á nombre de la libertad patria la libertad del 89, y otros hechos de la misma casta que estos. La invasión fué dolorosa, pero para que germinen en un suelo las simiente no basta echarlas en él, porque las más se pudren ó se las comen los gorriones; es preciso que antes la reja del arado desgarre entrañas de la tierra, y al desgarrarla suele tronchar flores silvestres que al morir regalan su fragancia. Si el arador es un Burns se enternece y dedica un tierno recuerdo poético, una lágrima cristalizada, á la pobre margarita segada por la reja, pero sigue arando, y así sus prójimos sacan de su trabajo pan para el cuerpo y reposo para el alma, mientras la margarita, podrida en el surco, sirve de abono.
Lo mismo los que piden que cerremos ó poco menos las fronteras y pongamos puertas al campo que los que piden más ó menos explícitamente que nos conquisten, se salen de la verdadera realidad de las cosas, de la eterna y honda realidad, arrastrados por el espíritu de anarquismo que llevamos todos en la medula del alma, que es el pecado original de la sociedad humana, pecado no borrado por el largo bautismo de sangre de tantas guerras. Piden un nuevo Napoleón, un gran anarquista, los que tiemblan de las bombas del anarquismo y mantienen la paz armada, fuente de él.

Es una idea arraigadísima y satánica, si, satánica, la de creer que la subordinación ahoga la individualidad, que hay que resistirse á aquélla ó perder ésta. Tenemos tan deformado el cerebro, que no concebimos más que ser ó amo ó esclavo, ó vencedor ó vencido, empeñándonos en creer que la emancipación de éste es la ruina de aquél. Ha llegado la ceguera al punto de que se suele llamar individualismo á un conjunto de doctrinas conducentes á la ruina de la individualidad, al manchesterismo tomado en bruto. Por fortuna, la esencia de éste cuando nació potente fué el soplo de la libertad y la desaparición de las trabas artificiales, de las cadenas tradicionales; aquel « dejad hacer y dejad pasar » que predicaron los economistas ortodoxos traerá la ley natural que ellos buscaban, la verdadera y honda ley natural social, la que ha producido la sociedad misma, su ley de vida, la ley de solidaridad y subordinación. Más que ley natural es ésta sobrenatural, porque eleva la naturaleza al ideal naturalizándola más y más. Pero así como los que hoy se creen legítimos herederos del manchesterismo porque guardan su cadáver, se alían á los herederos de los que le combatieron, y se alían á éstos para ahogar el alma de la libertad que el manchesterismo desencadenó, así conspiran á un fin los que piden muralla y los que piden conquista. Querer enquistar á la patria y que se haga una cultura lo más exclusiva posible, calafateándose y embreándose á los aires colados de fuera, parte del error de creer más perfecto al indio que en su selva caza su comida, la prepara, fabrica sus armas, construye su cabaña, que al relojero parisiense que puesto en la selva moriría acaso de hambre y de frío. Hay muchos que llaman preferir la felicidad á la civilización el buscar el sueño; hay muchos en cuyo corazón resuena grata la voz de la tentación satánica que dice: « ó todo ó nada ».
Es cierto que los que van de cara al sol están expuestos á que los ciegue éste, pero los que caminan de espaldas por no perder de vista su sombra de miedo de perderse en el camino ¡creen que la sombra guía al cuerpo! están expuestos á tropezar y caer de bruces. Después de todo, aun así caminan hacia adelante, porque el sol del porvenir les dibuja la sombra del pasado.

Share on Twitter Share on Facebook