IV

Hay un ejército que desdeña la tradición eterna, que descansa en el presente de la humanidad, y se va en busca de lo castizo é histórico de la tradición al pasado de nuestra casta, mejor dicho, de la casta que nos precedió en este suelo. Los más de los que se llaman á si mismos tradicionalistas, ó sin llamarse así se creen tales, no ven la tradición eterna, sino su sombra vana en el pasado. Son gentes que por huir del ruido presente que les aturde, incapaces de sumergirse en el silencio de que es ese ruido, se recrean en ecos y retintines de sonidos muertos. Desprecian las constituciones forjadas más ó menos filosóficamente á la moderna francesa, y se agarran á las forjadas históricamente á la antigua española; se burlan de los que quieren hacer cuerpos vivos de las nubes, y quieren hacerlos de osamentas; execrando del jacobinismo, son jacobinos. Entre ellos, más que en otra parte, se hallan los dedicados á ciertos estudios llamados históricos, de erudición y compulsa, de donde sacan legitimismos y derechos históricos y esfuerzos por escapar á la ley viva de la prescripción y del hecho consumado y sueños de restauraciones.
¡Lástima de ejército! En él hay quienes buscan y compulsan datos en archivos, recolectando papeles, resucitando cosas muertas en buena hora, haciendo bibliografías y catálogos, y hasta catálogos de catálogos, y describiendo la cubierta y los tipos de un libro, desenterrando incunables y perdiendo un tiempo inmenso con pérdida irreparable. Su labor es útil, pero no para ellos ni por ellos, sino á su pesar; su labor es útil para los que la aprovechan con otro espíritu.
Tenía honda razón al decir el Sr. Azcárate que nuestra cultura del siglo XVI debió de interrumpirse cuando la hemos olvidado; tenía razón contra todos los desenterradores de osamentas. En lo que la hemos olvidado se interrumpió como historia, que es como quieren resucitarla los desenterradores, pero lo olvidado no muere, sino que baja al mar silencioso del alma, á lo eterno de ésta.
Cuando nos invade una ciencia más ó menos moderna, sea la filología, por ejemplo, al ver citar á alemanes, franceses, ingleses ó italianos, alza la voz un desenterrador y pronuncia el nombre de Hervás y Panduro, que aun así sigue olvidado, porque lo que en él había de eterno se nos viene con la ciencia, y lo demás no vale el tiempo que se pierde en leerlo. El que perdí leyéndolo no lo recobraré en mi vida.
Toda esa falange que se dedica á la labor útilísima de recoger y encasillar insectos muertos, clavándoles un alfiler por el coselete para ordenarlos en una caja de entomología, con su rotulito encima, y darnos luego eso por lo que no es, toda esa falange salta de gozo cuando se les figura que un hombre de genio, que sabe sacar á las osamentas la vida que tienen, ahoga bajo esa balumba de dermatoesqueletos rellenos de paja algo de la tradición eterna. ¡Con qué gozo infantil han recibido la obra de Taine, que creen en su ceguera ha de contribuir á abogar el ideal de la Revolución francesa! No ven que si esa obra ha hallado eco vivo es por ser una revelación de la tradición eterna purificada, no ven que de ella sale más radiante el 93. ¿Hay cosa más pobre que andar buscando con chinesco espíritu senil las causas históricas del protestantismo un enjambre de pequeñeces muertas, mientras vive el protestantismo purificado, mientras su obra persiste? ¡Buscar los orígenes históricos de lo que tiene raíces intra-históricas con la necia idea de ahogar la vida! ¡Gran ceguera no penetrarse de que la causa es la sustancia del efecto, que mientras éste vive es porque vive aquélla!
Mil veces he pensado en aquel juicio de Schopenhauer sobre la escasa utilidad de la historia y en los que lo hacen bueno, á la vez que en lo regenerador de las aguas del río del Olvido. Lo cierto es que los mejores libros de historia son aquellos en que vive lo presente, y, si bien nos fijamos, hemos de ver que cuando se dice de un historiador que resucita siglos muertos, es porque les pone su alma, les anima con un soplo de la intra-historia eterna que recibe del presente. « Se oye el trotar de los caballos de los francos en los relatos merovingios de Agustín Thierry », me dijeron, y, al leerlos, lo que oí fué un eco del alma eterna de la humanidad, eco que salía de las entrañas del presente.
Pensando en el parcial juicio de Schopenhauer, he pensado en la mayor enseñanza que se saca de los libros de viajes que de los de historia, de la transformación de esta rama del conocimiento en sentido de vida y alma, de cuánto más hondos son los historiadores artistas ó filósofos que los pragmáticos, de cuánto mejor nos revelan un siglo sus obras de ficción que sus historias, de la vanidad de los papiros y ladrillos. La historia presente es la viva y la desdeñada por los desenterradores tradicionalistas, desdeñada hasta tal punto de ceguera que hay hombre de estado que se quema las cejas en averiguar lo que hicieron y dijeron en tiempos pasados los que vivían en el ruido, y pone cuantos medios se le alcanzan para que no llegue la historia viva del presente el rumor de los silenciosos que viven debajo de ella, la voz de hombres de carne y hueso, de hombres vivos.
Todo cuanto se repita que hay que buscar la tradición eterna en el presente, que es intra-histórica más bien que histórica, que la historia del pasado sólo sirve en cuanto nos lleva á la revelación del presente, todo será poco. Se manifiestan esos tradicionalistas de acuerdo con estas verdades, pero en su corazón las rechazan. Lo que les pasa es que el presente les aturde, les confunde y marea, porque no está muerto, ni en letras de molde, ni se deja agarrar como una osamenta, ni huele á polvo, ni lleva en la espalda certificados. Viven en el presente como somnámbulos, desconociéndolo é ignorándolo, calumnindolo y denigrándolo sin conocerlo, incapaces de descifrarlo con alma serena. Aturdidos por el torbellino de lo inorgánico, de lo que se revuelve sin órbita, no ven la armonía siempre in fieri de lo eterno, porque el presente no se somete al tablero de ajedrez de su cabeza. Le creen un caos; es que los árboles les impiden ver el bosque. Es en el fondo la más triste ceguera del alma, es una hiperestesia enfermiza que les priva de ver el hecho, un solo hecho, pero un hecho vivo, carne palpitante de la naturaleza. Abominan del presente con el espíritu senil de todos los laudatoris temponis acti; sólo sienten lo que les hiere, y como los viejos, culpan al mundo de sus achaques. Es que la dócil sombra del pasado la adaptan su mente, siendo incapaces de adaptar ésta al presente vivo; he aquí todo, hacerse medida de las cosas. Y así llegan, ciegos del presente, á desconocer el pasado en que hozan y se revuelven.
Se les conoce en que hablan con desdén del éxito, del divino éxito, único que á la larga tiene razón aquí donde creemos tenerla todos; del éxito que siendo más fuerte que la voluntad se le rinde cuando es ésta constante, cuando es la voluntad eterna, madre de la fe y de la esperanza, de la fe viva que no consiste en creer lo que no vimos, sino en crear lo que no vemos; maldicen al éxito, que para la siega de las ideas espera á su sazón, tan sordo á las invocaciones del impaciente como las execraciones del despechado. Se les conoce en que creen que al presente reina y gobierna la fuerza oprimiendo al derecho; se les conoce en su pesimismo.
Hay que ir la tradición eterna, madre del ideal, que no es otra cosa que ella misma reflejada en el futuro. Y la tradición eterna es tradición universal, cosmopolita. Es combatir contra ella, es querer destruir la humanidad en nosotros, es ir á la muerte, empollarnos en distinguimos de los demás, en evitar ó retardar nuestra absorción en el espíritu general europeo moderno. Es menester que pueda decirse que « verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno »; que esos « cuentos » viejos que desentierran de nuestro pasado de aventuras y que « han sido verdaderos en nuestro daño, los vuelva nuestra muerte con ayuda del cielo en provecho nuestro. »
Para hallar la humanidad en nosotros y llegar al pueblo nuevo conviene, sí, nos estudiemos, porque lo accidental, lo pasajero, lo temporal, lo castizo, de puro sublimarse y ese purifica destruyéndose. De puro español, y por su hermosa muerte sobre todo, pertenece Don Quijote al mundo. No hagamos nuestro héroe á un original á quien no le sirva ante la conciencia eterna de la humanidad toda la labor que en torno á su sombra hagan los entomólogos de la historia, ni la que hagan los que ponen sobre nuestras cualidades nuestros defectos, toda esa falange que cree de mal gusto, de ignorancia y mandado recoger el decir la verdad sobre esa sombra y de muy buen tono burlarse del himno de Riego.
Volviendo el alma con pureza á sí, llega á matar la ilusión, madre del pecado, á destruir el yo egoísta, á purificarse de sí misma, de su pasado, á anegarse en Dios. Esta doctrina mística tan llena de verdad viva en su simbolismo es aplicable á los pueblos como á los individuos. Volviendo á sí, haciendo examen de conciencia, estudiándose y buscando en su historia la raíz de los males que sufren, se purifican de si mismos, se anegan en la humanidad eterna. Por el examen de su conciencia histórica penetran en su intra-historia y se hallan de veras. Pero ¡ay de aquel que al hacer examen de conciencia se complace en sus pecados pasados y ve su originalidad en las pasiones que le han perdido, pone el pundonor mundano sobre todo!
El estudio de la propia historia que debía ser un implacable examen de conciencia, se toma por desgracia como fuente de apologías y apologías de vergüenzas, y de excusas, y de disculpaciones y componendas con la conciencia, como medio de defensa contra la penitencia regeneradora. Apena leer trabajos de historia en que se llama glorias á nuestras mayores vergüenzas, á las glorias de que purgamos; en que se hace jactancia de nuestros pecados pasados; en que se trata de disculpar nuestras atrocidades innegables con las de otros. Mientras no sea la historia una confesión de un examen de conciencia no servirá para despojarnos del pueblo viejo, y no habrá salvación para nosotros.
La humanidad es la casta eterna, sustancia de las castas históricas que se hacen y deshacen como las olas del mar; sólo lo humano es eternamente castizo. Mas para hallar lo humano eterno hay que romper lo castizo temporal y ver cómo se hacen y deshacen las castas, cómo se ha hecho la nuestra, y qué indicios nos da de su porvenir su presente. Entremos ahora en indicaciones que guien al lector en esta tarea, en sugestiones que le sirvan para ese efecto.



(1) Por serio, admiran á Hegel los que adoran Satanás al revés, los que en realidad creen en una especie de divinidad de que son dos formas Dios y el Demonio, los absolutistas que creen lo más lógico dentro del liberalismo, el anarquismo.

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