IX

En la entrevista que Juan tuvo con sus suegros, los abuelos de la nueva mujercita que llegaba al mundo, le sorprendió el que al insinuar él, lleno de temores y con los ojos de la viuda taladrándole desde la espalda el corazón, que se la llamara Raquel a su hija, los señores Lapeira no opusieron objeción alguna. Parecían abrumados. ¿Qué había pasado allí?

DOÑA MARTA.—Sí, sí, le debemos tanto a esa señora, tanto…, y después de todo, para ti ha sido como una madre…

DON JUAN.—Sí, es verdad…

DOÑA MARTA.—Y aun creo más, y es que debe pedírsele que sea madrina de la niña.

DON PEDRO.—Tanto más cuanto que eso saldrá al paso a odiosas habladurías de las gentes…

DON JUAN.—No dirán más, bien…

DON PEDRO.—No; hay que afrontar la murmuración pública. Y más cuando va extraviada. ¿O es que en esto no puedes presentarte en la calle con la cabeza alta?

DON JUAN.—¡Sin duda!

DON PEDRO.—Bástele, pues, a cada cual su conciencia.

Y miró don Pedro a su mujer como quien ha dicho una cosa profunda que le realza a los ojos de la que mejor le debe conocer.

Y más grande fué la sorpresa —que se le elevó a terror del pobre Juan— cuando oyó que al proponerle todo aquello, lo del nombre y lo del madrinazgo, a la madre de la niña, a Berta, ésta contestó tristemente: «¡Sea como queráis!» Verdad es que la pobre, a consecuencia de grandes pérdidas de sangre, estaba como transportada a un mundo de ensueño, con incesante zumbido de cabeza y viéndolo todo como envuelto en niebla.

Al poco, Raquel, la madrina, se instalaba casi en la casa y empezaba a disponerlo todo. La vió la nueva madre acercársele y la vió como a un fantasma del otro mundo. Brillábanle los ojos a la viuda con un nuevo fulgor. Se arrimó a la recién parida y le dió un beso, que aunque casi silencioso llenó con su rumor toda la estancia. Berta sentía agonizar en sueños un sueño de agonía. Y oyó la voz de la viuda, firme y segura, como de ama, que decía:

RAQUEL.—Y ahora, Berta, hay que buscar nodriza. Porque no me parece que en el estado en que se queda sea prudente querer criar a la niña. Correrían peligro las dos vidas…

Los ojos de Berta se llenaron de lágrimas.

RAQUEL.—Sí, lo comprendo, es muy natural. Sé lo que es una madre; pero la prudencia ante todo… Hay que guardarse para otras ocasiones…

BERTA.—Pero Raquel, aunque muriese…

RAQUEL.—¿Quién? ¿La niña? ¿Mi Quelina? No, no…

Y fué y tomó a la criatura y empezó a fajarla, y luego la besaba con un frenesí tal, que la pobre nueva madre sentía derretírsele el corazón en el pecho. Y no pudiendo resistir la pesadilla, gimió:

BERTA.—Basta, basta, Raquel, basta. No vaya a molestarle. Lo que la pobrecita necesita es sueño…, dormir…

Y entonces Raquel se puso a mecer y a abrazar a la criaturita, cantándole extrañas canciones en una lengua desconocida de Berta y de los suyos, así como de Juan. ¿Qué le cantaba? Y se hizo un silencio espeso en torno de aquellas canciones de cuna que parecían venir de un mundo lejano, muy lejano, perdido en la bruma de los ensueños. Y Juan, oyéndolas, sentía sueño, pero sueño de morir, y un terror loco le llenaba el corazón vacío. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué significaba su vida?

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